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Epílogo no tan largo: después de Kangayowa, por Yoss

Avisados por el estruendo de la explosión, y seguros desde la distancia, todo el Ejército Libertador pudo contemplar cómodamente el final de Kangayowa.

El vítor fue un clamor unánime, en las filas de jinetes e infantes, sorprendidos por aquel colofón al asedio

Tanta fue la nieve, las rocas y la tierra que precipitó la avalancha provocada, sobre la antigua fortaleza, que toda la meseta quedó cubierta. Los lagos que aún tenían agua, ya estancada y maloliente, para alegría de tantas ranas; el foso; los muros… incluso, cientos de miles de libras cayeron pendiente abajo, arrasando casi todo el bosque en la ladera. Y elevando altísimas nubes de polvo.

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Día XLIII: baltnvhess en Gurzegh, por Yoss

-¡Se retiran! ¡Mi kan, se están yendo! ¡alabado sea Shonto! ¡se marchan todos, los malditos cavatierras comepeces!

Falta aún minutos para la primera luz del amanecer, pero los triunfales, resonantes alaridos de Kowiya despiertan de golpe al gorakan, que tiene el sueño ligero de los soldados.

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Día XLII: el garagul, el patíbulo y el tardir, por Yoss

Subiendo y bajando traviesa y despreocupada entre las nubes, que el vistoso crepúsculo de las montañas tiñe de tonos rojos, dorados y ocres, la extraña criatura ora aparece, ora desaparece de la vista de los miles de ojos humanos que la observan, con las cabezas alzadas hasta que ya duelen los cuellos.

Pues saben que es espectáculo único, excepcional.

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Día XLI: embajadores y mensajeros, por Yoss

Todavía faltan cuatro días de marcha para que la diezmada tropa del príncipe khork, Balruth de Harmalk, logre regresar a la costa y a los barcos que los esperan en las aguas del océano de Agadea. Y al menos cinco más de navegación, para que toquen puerto en Grakhork, sin fanfarrias ni gallardetes que saluden su derrota a manos de los jinetes yowas.

Pero, ahora mismo, en una playa del sucio Shonto-hangada, cuarenta yowas, bajo el mando del viejo kan Ikeda, están haciendo una de las cosas más valientes que jamás haya osado jinete nómada alguno: embarcarse, para navegar sobre las repugnantes aguas marinas, hacia enemigo país.

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Día XL: muertes en el matacán, por Yoss

-¡Y… mil ciento cincuenta! ¡Y.… mil ciento cincuenta y uno!- se oye contar, a coro, con cansino entusiasmo, al centenar de Perros de Mar que, bajo el testudo, balancean al unísono el ariete contra el rastrillo y el grueso portón de acceso a la ciudadela de la fortaleza.

Muy juntos, con los bien musculados torsos desnudos y cubiertos de sudor por el esfuerzo, y por el calor que impera bajo la protección que los encierra, los infantes de marina llevan toda la mañana empujando y tirando de la pesada viga con remate metálico de cabeza de carnero, colgada de decenas de cadenas, contra la gran puerta del donjon.

El sordo, constante, monocorde rumor de los golpes casi sirve de contrapunto al retumbar de los tambores tumbrianos y gadeos, y al bramido de las caracolas de la infantería naval khork.

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Día XXXIX: la brecha, por Yoss

En la madrugada sin luna, sólo las pacas de hierba encendidas que lanzan de vez en cuando los dos únicos fundíbulos que todavía funcionan, en la fortaleza yowa, difunden luz sobre los muros, los fosos, el glacis. Todo parece desierto y tranquilo, a la temblequeante luz de las llamas.

Por primera vez en muchos días, el silencio de los cañones permite escuchar nuevamente el croar de las ranas que viven en el foso y los lagos que aún tienen agua. Aunque no suena muy enérgico: como si los batracios no estuvieran del todo convencidos de que vale la pena cantar, quedaran vivos muchos menos ¡muy probable, tras tanto cañoneo! o la cercanía del otoño hubiera inducido a la mayoría a entrar en su letargo, cuando descienden las temperaturas.

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Día XXXVIII: el martillo de Shonto, por Yoss

El otoño anuncia con viento y humedad su inminente llegada, en la meseta.

Afuera, de nuevo una monótona llovizna lleva medio día cayendo, empeñada en convertir la tierra en un barro pegajoso y frío. Dentro de la calidez de la tienda, los dos hombres con armadura conversan, entre susurros.

-No tienes que hacerlo ¿sabes?- dice, por enésima vez, el vizconde Arboth de Kalagraz, mientras también revisa de nuevo, con meticuloso cuidado, cada correa del peto, las grebas y brazales de la armadura de su amigo N´bule, comprobando su perfecto ajuste sobre la cota de escamas de acero. –Matar a ese monstruo no va a resucitar a B´kamba. Ni a nadie. Tampoco logrará hacerte sentir mejor. Lo más probable es que tan solo te mate también a ti… Ya has visto cómo pelea.

-Sí, nunca he combatido con un guerrero tan poderoso. Puede que me venza- admite el tuerto coronel abulano, enrollando sus trenzas en el rodete habitual en lo alto de su coronilla, que acolchará el peso de su yelmo con facciones humanas -Pero no negarás que atacarlo a caballo es la mejor idea que haya tenido ninguno de los que se le han enfrentado, en este ejército. Igual, a pie, todavía cojeo…

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Día XXXVII: la masacre del cielo de hierba, por Yoss

No todas las batallas son iguales.

Algunas son ordenadas y gloriosas, y da gusto contarlas en detalle. Relatar paso a paso cómo los heraldos de ambos bandos cabalgaron bajo las níveas banderas de tregua, hasta encontrarse en la tierra de nadie entre los dos ejércitos.  Y cómo, tras darse con marcial caballerosidad las manos, discutieron enconadamente las condiciones del encuentro, el intercambio de prisioneros, y demás pormenores civilizados de la guerra moderna.

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Día XXXVI: en la cámara de fuego, por Yoss

-Magnífico. No se me ocurre otra palabra para definir todo el trabajo que ha hecho tu gente, Ilkandra: magnífico ¡por las barbas de Wylan!- se entusiasma Ygrelth, recorriendo la ancha y profunda estancia, abierta muy profunda bajo el glacis, y en la que ya hay tres bombardas instaladas, de las ocho que deberán ocuparla.

-Generala, disculpe… pero mejor no hable tan alto- le advierte el mago Sarbaltalal, con la frente perlada de sudor por el esfuerzo –Ya a Soltorobol y a mí nos cuesta mucho desviar el ruido de esta cámara para que los que escuchan crean que viene de los cañones… pero los shontolanes vigilan, lo sentimos, todo el tiempo… su poder es grande…

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Día XXXV: en el peor de los casos, por Yoss

En el adarve, los yowas alzan sus armas y aúllan, encantados, cuando Oyoga, cuya enorme silueta parece diminuta en la distancia, lanza por los aires, con un preciso revés de su gran alabarda, al tercer y último lobo.

Que luego se yergue y se aleja a duras penas, usando sólo sus patas delanteras, arrastrando lastimeramente las traseras y aullando de dolor y pánico… hasta que el gigante aplasta su ya dañada espina dorsal, con su enorme bota recubierta de acero, rematándolo.

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