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La atalaya de los ciclos (cuento), por Yoss

Para esta noche de jueves les traigo un cuento especial, no sólo porque es inédito y de Yoss, a quien siempre le agradezco mucho su colaboración con el blog. Sino, porque nos muestra un nuevo aspecto de la escritura de su autor, que en este relato se adentra en el terror fantástico, rozando casi lo lovecraftiano y que nos sorprenderá con su inesperado final. Habiéndolo cumplido con mi tarea de presentarlo, espero que disfruten de su lectura ^w^/

Para H. P. Lovecraft, siempre.

Para J. R. R. Tolkien,

padre espiritual de Gollum-Smeagol

y de Thurin Thurambar.

Para Bruce Sterling y Norman Spinrad,

que conocen el secreto:

eres lo que comes…

Para Robert A. Heinlein,

por esa joyita narrativa que es  

“Todos ustedes, zombies”

Desde el mismo momento en que vino al mundo, Jurbal Drei destacó, entre la gente de la aldea Remiendos.

Y no sólo por su obsesión con la Atalaya de los Ciclos; el muchacho nació largo, ojiverde y con la cabeza cubierta de rizado, abundante cabello rojo. Para luego, al  crecer, mostrar esos rasgos finos y huesos pequeños que siempre se asocian con las gentes de noble cuna. Era elegante y espigado, débil y veloz, inteligente, de asombrosa memoria, hablador y hábil con las palabras, de voz fina y agradable. Además, de su fina piel exudaba un extraño, grato aroma, similar únicamente al que brota de la piedra largamente seca, cuando la azota la primera lluvia de primavera.

Mientras que todos los nativos de los pueblos cercanos a La Hoya, desde el principio de los tiempos… o, al menos, desde que los censos ducales guardan registro, y ya críen ganado o lancen sus redes al mar, siempre han sido ojiazules y de lacio cabello rubio. Bajos, corpulentos, fornidos, de sólidas osamentas, de mentes lentas, astutos, que no listos, y de hablar escaso y torpe, con voces enronquecidas por la larga exposición al viento o al alcohol destilado.

Además, hombres y mujeres  huelen todos a oveja o pescado descompuesto: el hedor de la pobreza, en la Costa Gablona.

Por lo tanto, cualquier perrero de los tantos a cargo de las numerosas jaurías del duque Gorman, gran aficionado a la caza, habría podido decir que el pobre Jurbal estaba tan fuera de sitio, en Remiendos, como un refinado galgo en una camada de mastines.

Si hubieran tenido noticia de su insignificante existencia, claro…

Entre trago y trago de su adorado aguaviva casero, Fulko, el viejo sacerdote del dios Noldo a cargo de los asuntos espirituales de Remiendos, decía que Jurbal era como un ángel de Yamún entre simples humanos.

Pero siempre agregaba luego, preocupado: “o tal vez un demonio de Muyán…”

Y, como un serafín sin alas entre toscos hijos de mujer, o un esbelto, rápido, hermoso y delicado animal de caza, rodeado de sólidas y torpes bestias guardianas, Jurbal sufrió siempre la instintiva, sorda hostilidad de sus coetáneos de Remiendos.

A menudo, hasta de algunos mayores…

Tal rechazo, y las constantes palizas que le propinaban aquel puñado de adultos y los niños más fuertes que él ¡es decir, casi todos! sumado al crecer sin madre ni abuelo, criado sólo por su abuela Idalia, que odiaba hasta verlo, tampoco contribuyeron mucho a que el pequeño pelirrojo se volviera una persona más normal, precisamente.

Aunque ¿qué es normal y qué no, en este mundo? ¿quién puede decirlo?

Muchas veces Fulko, generoso por naturaleza, intentó ofrecerle al abusado chico el dudoso consuelo espiritual de las plegarias a Noldo. Pero, pese a todas sus buenas intenciones, como nativo al fin de otra aldea de La Hoya, Empates… un triste puñado de chozas incluso más misérrima que Remiendos, el sacerdote era un hombre casi tan simple como sus propios feligreses.

Así que poco más podía hacer que escuchar las largas peroratas y divagaciones del muchacho, curarle las heridas y moretones de las golpizas con aguaviva… y brindarle más de aquel licor “que le haría crecer pelo en el pecho” como decían todos los padres de La Hoya a sus hijos, a la hora de introducirlos en el viril arte de emborracharse, apenas cumplían los diez años de rigor.

Pero a Jurbal Drei nunca le gustó rezar, ni el sabor del alcohol destilado… ni siquiera el fermentado. Jamás tuvo vello corporal, ni tampoco amigos, y pronto se dio cuenta de que, por piadoso que fuera, el buen Fulko no disfrutaba en realidad ¡ni bebido, ni cuando, excepcionalmente, estaba sobrio! oyendo sus fantasiosos relatos de poderosos hechiceros y reinos encantados. Que hasta le parecían vagamente blasfemos…

En cuanto a su amargada abuela, cuya cabellera otrora rubia habían vuelto nívea los años y las privaciones, aunque sin estropear la belleza que nunca tuvo su rostro… tampoco le prestaba la menor atención a sus palabras o sus ensoñaciones.

Como tantas mujeres de  La Hoya, Idalia Drei vivía demasiado insertada en la realidad. No le quedaba otro remedio, si quería ganarse el pan para ella y su nieto. No tenía tiempo para fantasías; la vida cotidiana ya era bastante dura hasta sin ellas.

Así que la infantil necesidad de comunicación de Jurbal sólo pudo hallar desahogo hablando con las ovejas de varios cuernos que su abuela le confiaba para que las vigilase, y a las que el espigado niño pelirrojo trataba como nobles damas y caballeros de imaginarios, exóticos reinos llenos de taumaturgia  e intrigas cortesanas.

Aunque las estólidas bestias astadas jamás respondían a sus monólogos, por supuesto; sólo seguían rumiando, como ovejas al fin que eran.

Y, por si todo esto aún fuera poco para distinguirlo de sus rubios, toscos, bebedores y pragmáticos contemporáneos, Jurbal había nacido sólo seis meses después de aquella noche de fiera galerna en la que su madre, la hermosa Belsa, se perdió en los laberínticos acantilados en torno a la gran bahía perfectamente circular La Hoya… según dijo, persiguiendo a un viejo carnero de ocho cuernos extraviado en la tormenta.

La estirpe de los Drei llevaba incontables generaciones establecida en La Hoya. Su apellido, según usanza de la Costa Gablona, pasaba de madres a hijas.

A diferencia de su extraño vástago, pero tal y como su propia progenitora Idalia, y antes su abuela Husta, a la que no llegó a conocer, Belsa Drei fue una muchacha convencionalmente hermosa. Aunque no tanto que los mozos de las aldeas circundantes se pelearan por besarla, o atrajese la señorial lujuria del duque Gorman y su séquito montado de parásitos de noble cuna.

Era apenas una belleza local; desde luego, distaba mucho de ser tan fea que corriera el riesgo de quedarse soltera y criando sobrinos. O ayudando a Fulko en sus oficios dedicados a Noldo, y compartiendo con el ex soldado algún sorbo de aguaviva casero… y a veces, hasta calentando su cama sacerdotal, como todos en Remiendos estaban al tanto de que era uno de los cometidos de la callada vieja Kimara, su ama de llaves, en las frías noches de invierno.

Hija única y orgullo de sus dos progenitores, Belsa tenía facciones corrientes, pero su garbo, opulentas caderas y seno generoso no conseguían ocultarlos ni siquiera sus mal cortadas vestiduras de tosca lana. Su lacia mata de cabellos dorados siempre parecía arreglárselas para derramarse fuera del gorro de piel de oveja que toda muchacha soltera y honesta de La Hoya suele llevar hundido hasta las cejas.

Además de alegre y reidora, a veces parlanchina y dicharachera, la hija de los Drei era sana y fuerte. Y  sobre todo, no le tenía miedo a doblar el espinazo, cualidad muy apreciada entre los pobres.

Sí; soñaba con irse bien lejos de Remiendos de toda la Costa Gablona, a la corte del duque Gorman o tal vez hasta a la real… pero ¿qué chica pobre no tiene las mismas ilusiones? ¿quién no aspira a mejorar, en esta vida?

Sobre todo siendo un poco más linda que la media.

Belsa Drei parecía destinada a matrimoniarse con algún laborioso mozalbete  de Remiendos, Empates, Ensambladura u otra aldea cualquiera La Hoya. Y su padre, el lacónico Komil Horva, ya se veía recibiendo una buena suma  cambio de la atractiva chica, cuando llegase a la mayoría de edad para las muchachas casaderas, en la Costa Gablona: los catorce.

Pero las cosas no ocurrieron así. Como decía  a veces Fulko, sobre todo cuando no bebía lo suficiente, los designios divinos rara vez paran mientes en las aspiraciones de los simples mortales.

Al quedar embarazada de Jurbal, Belsa Drei apenas acababa de cumplir los trece. El trabajo duro todavía no había tenido tiempo de arruinar su mayor atractivo: el puro frescor de su juventud y cierta pícara inocencia, derivada sobre todo de ser consciente del efecto que causaban sus curvas en todo individuo de sexo masculino.

Muchos jóvenes soñaban con ella. Y algunos, hasta despiertos.

Cuando, al caer la tarde, la rubia y saludable adolescente no volvió a casa con su rebaño, como en cada crepúsculo, se armó un gran revuelo en la aldea. Y comenzaron las especulaciones.

¿Lobos jaspeados? pensaron algunos. Difícilmente: bestias siempre famélicas, pero cobardes hasta en manada, aunque podían robar un bebé sin vigilancia, rara vez atacaban a humanos adultos.

¡Salteadores! supusieron otros, dados al tremendismo. Pero poco había que robar en Costa Gablona y, además, desde las Guerras de Sucesión del siglo anterior, los únicos hombres con armas y corazas que se habían visto en La Hoya pertenecían al séquito ducal.

¡Un pretendiente! estuvieron seguros, los terceros… o terceras: sobre todo viejas resecas, siempre dispuestas a pensar mal de las muchachas que atesoraban lo que ya ellas habían perdido: la juventud. Cierto, la sangre fresca hierve en primavera… pero ya era otoño.

Al fin, imaginarla caída en algún agujero fue la opinión más popular: se distraía demasiado, a veces, la bella Belsa, con sus fantasías cortesanas…

Enarbolando humeantes antorchas, chapoteando sobre las rocas empapadas alrededor de la bahía circular con sus pies calzados con toscas abarcas de cuero, cubriéndose de la lluvia con lonas enceradas y dando fuertes voces para poder hacerse oír por encima del estruendo combinado del agua y el viento, Komil Horva y otros hombres de la zona buscaron desesperadamente a Belsa Drei, durante toda la tormentosa noche.

Sólo al amanecer dieron con ella: tranquilamente dormida en un hueco de los riscos, seca y a cubierto de la lluvia, abrazada al cornudo semental ovino en cuestión.  Con las ropas desordenadas y justo frente a donde la Atalaya de los Ciclos se alza, como un siniestro, inalcanzable dedo pétreo, desde las eternamente revueltas aguas del centro de La Hoya.

Ni su analfabeto progenitor ni ningún otro de los aliviados rescatadores de la comarca, igual de incultos que él, pero no por ello del todo tontos, entendían cómo había sido capaz de  perderse así Belsa, ¡una muchacha de Remiendos, nacida y crecida en la zona, que conocía cada recoveco de los peligrosos acantilados! Incluso en plena borrasca.

 Ni mucho menos por qué un estúpido animal comedor de hierba y con pezuñas,  ya tuviese seis, ocho o diez cuernos, se habría internado en aquel laberinto de peñascos eternamente azotados por el viento y las olas… donde apenas si crecían unos tercos, insípidos y costrosos líquenes. ¿Buscando qué, huyendo de qué? ¿una inexistente hierba? ¿alguna hembra en celo? ¿una manada de lobos jaspeados, quizás?

O por qué los vestidos de la hermosa chica estaban así de revueltos…

Raro, muy raro.

Pero, con su habitual voz balbuceante y fétido aliento de destilería,  Fulko habló, conciliador… y enseguida los aldeanos aceptaron la historia de la muchacha Drei, encogiéndose de hombros.

Sueños de mejoramiento social aparte, Belsa no tenía reputación de mentirosa… y vivir en torno a La Hoya, con la solitaria y esbelta Atalaya de los Ciclos siempre a la vista, en el centro de la redonda cuenca, aunque a la vez eternamente inalcanzable, por culpa de las feroces, traicioneras corrientes de la bahía circular, había acostumbrado a los pescadores y ganaderos de Remiendos y las otras aldeas costeras cercanas a dar por normal hasta aquello que parecería inverosímil ¡incluso milagro divino! a los moradores de otras partes menos extrañas de los extensos dominios ducales.

Además, después de todo ¡la esforzada chica había salvado al valioso carnero reproductor, no? No era ninguna belleza tonta y egoísta.

Su aliviado padre ni siquiera la azotó; se conformó con derribarla al suelo de un pescozón casi cariñoso,  que ni siquiera le dejó hematomas en su rubicunda tez. Para luego abrazarla y besarla, llamándola su tesoro.

Así era la vida, en Remiendos y en todos los demás poblados de la Costa Gablona en torno a La Hoya: brutal y simple. Siempre había sido igual, y muchos confiaban en que siempre lo sería. Con los años y los siglos, sólo cambiaba el nombre del duque al que pagaban impuestos…

Para la treceañera Belsa Drei, los auténticos problemas no comenzaron hasta unos meses más tarde; cuando ya le resultó imposible seguir ocultando su gravidez de los expertos ojos de su madre Idalia, tan atentos a cualquier cambio en su hija como el halcón de los acantilados lo está a cada incauto pez que nade demasiado cerca de la superficie.

Después de que el ancho, escamoso cinturón de cuero de bacalao rojo del furioso Komil Horva zumbara un par de veces sobre las desnudas y carnosas posaderas de la adolescente, ya ahora sin el menor cariño, sino enrojeciéndolas a su violento choque, la rubia moza confesó, entre alaridos y llantos, justo lo que sus mayores más temían oír.

Habló, de hecho, casi hasta por los codos. Y no se le puede reprochar…

Toda aquella historia del semental de ocho cuernos extraviado había sido una excusa torpe e improvisada; ella misma llevó consigo al tonto cuadrúpedo hasta frente a la Atalaya de los Ciclos, cargándolo a hombros.

Porque allí se reunía con su amante: un hombre que había conocido un par de semanas antes, y que no era de La Hoya. Sujeto de raras facciones y extrañamente ataviado, que ni siquiera hablaba su lengua, ¿tal vez por su boca, del todo desdentada? pero al menos era elegante y alto como ningún mozo de Remiendos… así que lo demás tampoco importaba tanto, a su modo de ver..

Belsa estaba segura de que su talludo y bien vestido caballero sin dientes se la llevaría bien lejos de toda aquella miseria pueblerina, y muy pronto.

Así que, desde aquella noche de la tempestad, había yacido a gusto con él otro par de veces, entre las rocas grises. Siempre frente a la bahía circular y en noches sin luna y de intensa lluvia… dado que él parecía estar extrañamente a gusto en la oscuridad y bajo el aguacero.

Un mérito hay que reconocerle, a la adolescente embarazada: incluso deshecha en lágrimas, con la rotunda nalgamenta ensangrentado por los enérgicos azotes paternos, jamás reveló el nombre de su amante.

Tal vez sólo porque hasta ella ignoraba aquel dato.

Lo que sí no supo callarse, la adolorida y parlanchina Belsa, fue la hora y lugar de su próxima cita nocturna con el misterioso galán.

A nadie asombró, pues, que al ponerse el sol en la fecha correspondiente, el robusto Komil Horva, furioso porque ya no podría recibir un precio matrimonial que valiera la pena por el virgo roto de su hija díscola y mancillada, tomase personalmente cartas en el asunto.

Ni que, pese a los insistentes y no muy inteligibles llamamientos del preocupado  Fulko a la cordura y la moderación, ¡por el amor de Noldo! en vez de con Belsa Drei, recluida en casa bajo la vigilancia de su estricta progenitora, su padre acudiera a la cita nocturna con media docena de jóvenes amigos.

Todos fornidos hombretones, bien provistos de capotes encerados impermeables y sólidos garrotes. Y, hasta el último, más que dispuestos a dar al maldito forastero entrometido una lección que jamás pudiera olvidar, sobre el respeto a lo ajeno.

Más de uno de aquellos “aspirantes a educadores” había suspirado por las sólidas carnes de Belsa Drei, en su día y antes de la deshonra… así que su interés podría calificarse de personal. Hasta pudiera hablarse de venganza, incluso.

De todos modos, lo más probable es que aquellos siete pescadores y pastores se hubiesen limitado a apalizar de lo lindo al anónimo extranjero que había perjudicado a la ingenua Belsa; al máximo, a partirle algún que otro hueso, si se dejaban llevar un poco por su rencor.

Aunque gente tosca y de cólera fácil, como tantos que viven al borde de la más absoluta pobreza, Komil y compañía no eran asesinos. Si bien casi todos eran pasablemente diestros con la honda, el hacha, el arpón y el cuchillo, sólo conocían la guerra de oídas, y no habrían sabido qué hacer con una espada o una alabarda entre las manos. Ninguno había siquiera servido el par de años de rigor, en el ejército ducal: La Hoya estaba demasiado lejos de todo, y desde las ya casi legendarias Guerras de Sucesión, el reino sólo había conocido una monótona paz.

Paradójicamente, sólo el piadoso Fulko había sido soldado y dado muerte a otros hombres en insignificantes escaramuzas fronterizas mientras, sobre oxidada cota de malla, vestía los desleídos colores del duque Gorman.

Aunque al ahora inofensivo sacerdote no le gustaba hablar de aquello; siempre alegaba que si bebía tanto aguaviva, era para olvidar ciertas cosas…

Y tampoco los acompañó.

El ser con el que se encontraron bajo el aguacero y sobre las rocas, aquella noche, el iracundo padre de Belsa Drei y sus seis forzudos y decididos compinches, tenía una apariencia tan extraña que apenas si podía llamársele humano. Era casi el doble de alto que cualquiera de ellos, y tan delgado que sus brazos y piernas parecían ramas… unas ramas extrañamente flexibles.

Calzaba botas y vestía ropas claras, hechas con lo que parecía alguna fina piel, curtida con suma habilidad… y completamente empapadas por la lluvia.  

Súmese a todo esto una larga, inculta melena de cabellos tan blancos como la espuma de las rompientes de la Hoya, y un único, enorme ojo, el derecho; tan gris que resultaba  casi incoloro.

Apenas vio aparecer al septeto, con todos sus integrantes ya bastante inestables sobre sus piernas, de tanto aguaviva que habían bebido para darse valor, el engendro prorrumpió en alaridos inarticulados ¡en lo absoluto un lenguaje humano!

Para, de inmediato, desenvainar con gesto amenazador una larga y fina espada, a la vez que comenzaba a lanzarles piedras  con la honda que blandía en la otra mano.

¿Puede culparse, entonces, a los atónitos y no muy sobrios aldeanos, por devolverle los proyectiles a aquella extraña aparición tan hostil y bien armada? Todos los pastores de La Hoya llevan siempre su honda enrollada a la cintura, por si hace falta defender a sus rebaños de algún lobo jaspeado… y muchos pescadores también; para entretenerse lanzando piedras a rebotar sobre las aguas o contra la aleta emergida de algún tiburón, mientras esperan, con las redes tendidas, a que sus mallas se llenen de peces, si Noldo, Yamún u otros dioses tienen bien serles propicios.

Y aprenden a manejarla casi antes de saber caminar. además.

Resultó más justificable, el enérgico contraataque, después de que, con asombrosa puntería, el larguirucho endriago alcanzara a varios de los pueblerinos, cuya sangre alcoholizada se mezcló así con la lluvia.

Tal vez, si Fulko hubiera ido con ellos, todo habría acabado de otro modo. Pero los hombres simples no saben nada de poner la otra mejilla…

Sobre todo cuando han bebido un poco. O bastante más que un poco, en este caso.

El que uno de aquellos pedruscos, certeramente arrojado por la honda del ebrio e iracundo Komil Horva, descalabrara casi de inmediato al extraño forastero de la espada, fue, sin dudas, pura mala suerte. El padre de Belsa Drei, aunque pastor de profesión, nunca destacó por su excepcional puntería. Ni siquiera estando sobrio.

Si bien el que, mientras aquella exótica, tuerta criatura yacía en el suelo, ensangrentada y quejándose, otro par de recios pedruscos, ahora mucho más pesados, grandes y lanzados a mano limpia desde bien cerca, terminaran con su vida, ya debe haber implicado una cierta dosis de ensañamiento, por parte de la pequeña turba borracha de  Remiendos.

Una actitud explicable, tal vez… pero más bien injusta. Y que ninguno de aquellos siete hombres se atrevió jamás a reconocer… y mucho menos a confesar a Fulko, luego.

Al menos, nadie lo golpeó con hacha o cuchillo alguno…

En todo caso, ya no había remedio para aquella estúpida muerte… y era un simple forastero, al que nadie conocía. Que había abusado de Belsa, además. Ojo por ojo y todo eso.

Así que Komil Horva y los suyos, tras mirarse mutua y brevemente bajo el chaparrón,  evaporada como por encanto de sus cabezas toda ebriedad, y lavarse las heridas, los que las tenían… alzaron en vilo al largo y delgado cadáver ¡pesaba sorprendentemente poco, el infeliz! y lo arrojaron a las siempre arremolinadas aguas de la bahía circular. Junto con las hondas homicidas. Confiados en que las violentas corrientes giratorias despedazaran y hundieran toda evidencia de su involuntario crimen.

Y La Hoya pareció hervir, cuando el cuerpo se hundió como una piedra. ¿Una señal de que los dioses aprobaban tal proceder? Quién sabe…

También acordaron, unánimes, los homicidas, nunca volver a mencionar aquella noche… en especial al viejo sacerdote de Noldo o a  los altaneros recaudadores de impuestos del duque Gorman: ese puñado de petimetres de sangre azul que solían portarse cabalgando por Remiendos y las demás aldeas de la Costa Gablona, año sí, año no. Para exprimir las miserables ganancias de los habitantes de la zona, el resto del tiempo olvidada por su aristocrático gobernante y su servil camarilla.

Lo que en La Hoya ocurría, en La Hoya quedaba, pudo haber dicho Fulko, por su parte. Pues el alcoholizado sacerdote pertenecía justo de esa clase de hombres que citan proverbios casi al azar para aparentar una sabiduría que, en rigor, no poseen.  

Aunque nunca dijo nada similar; desde hacía algunos años, el ex guerrero bebía demasiado aguaviva como para poder hilvanar muchas ideas, fuera de la liturgia de Noldo, que ya conocía de memoria, tras tantos años de su rutinario ministerio religioso.

Y tampoco se enteró jamás lo que ocurrió realmente, aquella noche; sólo escuchó el verosímil relato elaborado de común acuerdo por los siete lugareños. Que, en la confusión de lluvia y el viento, varios resbalaron, golpeándose contra los grisáceos riscos, sin que nunca apareciera ese maldito galán de Belsa…

Desde el día siguiente, el padre de Belsa Drei comenzó a beber como nunca antes. Como si el aguaviva fuera un enemigo a destruir; un vicio nuevo en él y que, en menos de un año, pese a las alarmadas advertencias del sacerdote, que sabía de lo que hablaba, lo llevaría al alcoholismo sin regreso, a la miseria, vendiéndolo todo para comprar más licor… y, al fin, a la muerte, con el hígado tan hinchado y endurecido como cualquier peñasco gris de los que rodean la agitada bahía circular.

Paradójicamente, pese a su mayor corpulencia, el ovejero demostró carecer de la asombrosa tolerancia al aguaviva que distinguía a Fulko. O de sus tercas  ganas de vivir.

Tal vez Komil se sentía culpable de haber acabado personalmente con el único hombre que, por rara que fuera su apariencia, había hecho feliz a su hija, aunque fuera brevemente ¿Cómo saberlo? quizás hasta se hubiese casado con la muchacha, aquel exótico, agresivo y patético extranjero de cabellos blancos…y cumplido el sueño de Belsa de llevársela lejos, a un futuro mejor, sin ovejas ni redes, en alguna corte distante…

Porque ¡tenía que existir, una vida así! O, si no, todo sería una gran mierda…

Imposible saber, también, a ciencia cierta, si alguna vez el rudo pastor de ovejas rompió el riguroso pacto de silencio hecho con sus seis amigos, contándole a su esposa o su hija cómo dieron muerte, juntos, a su galán forastero, aquella noche lluviosa y sin luna.

Pero es más que probable que así fuese; porque, años después, Jurbal creció escuchando, de los resecos, siempre apretados labios de su abuela Idalia, entre colleja y cocotazo gratuitos, descripciones bastante precisas sobre el singular aspecto físico de su desaparecido progenitor. Aunque siempre mediadas por resonantes maldiciones, salpicadas de un odio profundo y malsano hacia aquel aciago forastero.

Un sentimiento que le venía de perlas como excusa, a la amargada vieja, para maltratar a su nieto constantemente, de palabra y de obra  “porque de la mala semilla sólo mala hierba puede crecer”, en palabras de Fulko… que, sin embargo, el sacerdote nunca dedicó a Jurbal, por cierto.

Pues si a alguien le cayó bien, alguna vez, el extraño chico Drei, fue justo al viejo y alcohólico e asoldado, ahora representante de Noldo en este mundo.

En todo caso, a medida que avanzaba su embarazo y su embrutecido padre bebía cada día más, hasta superar al mismísimo Fulko en la ingesta de aguaviva, Belsa se fue también volviendo más callada y taciturna. Pronto dejó de reír, de sonreír e incluso de hablar, y una pesada tristeza se enseñoreó del antes feliz hogar de los Drei, en el que la bella y vivaracha chica siempre había sido el principal motivo de alegría.

De nada valieron las bienintencionadas visitas del viejo sacerdote, ni sus sinceras plegarias a su indiferente deidad. Ni tampoco el saber de las más expertas comadronas; sin proferir ni un gemido, la muchacha murió a las pocas horas dar a luz, de fiebre puerperal galopante. No llegó nunca a dar el pecho a su pelirrojo retoño; apenas si pudo verlo o cargarlo. Algunas de las mujeres que asistieron en el parto dijeron que, simplemente, la hija de los Drei no quería vivir más en este mundo de miserias y dolores, que tanto la había decepcionado masticando sus sueños.

Y su padre, maldiciendo al cruel destino que lo dejaba a cargo de aquel nieto no deseado, con aquel pelo y aquellos ojos tan extraños, continuó bebiendo casi con rabia… hasta seguirla a la tumba, menos de un mes más tarde.

Con Fulko al frente de la procesión, casi sobrio por una vez, todo Remiendos acudió a la casa de piedras de la doliente viuda, a ofrecerle sus sinceras condolencias.

Llegaban los aldeanos con comida u otros regalos, se asomaban a la tosca cuna del huerfanito pelirrojo y ojiverde, lo miraban un instante…  y movían la cabeza de un lado a otro, sin saber qué decir. ¿Esos ojos… ese pelo? Estaba claro que aquel chico tan extraño sólo podría convertirse en otro problema, con el tiempo. Pero la cortesía los obligaba a callar.

Algunas mujeres, no obstante, sí que le aconsejaron por las claras a Idalia que lo dejara morir de hambre… o lo lanzara a las siempre revueltas aguas de La Hoya, sin más ambages. El chico estaba maldito por los dioses, era obvio. Todo sería más fácil, deshaciéndose de él.

Mientras que los hombres, en cambio ¿tal vez por iniciativa del generoso Fulko? al menos le ofrecieron a la desconsolada viuda un modo de ganarse el pan, siempre problemático en la Costa Gablona, para ella y el recién nacido… y sin siquiera tener que abandonar la ahora triste y vacía casa Drei: remendando redes, cardando lana e hilándola.

Era un trabajo duro, sin dudas… pero fue gracias a tal generosidad que Jurbal Drei pudo gozar, por decirlo de algún modo, de una infancia sin privaciones materiales mayores que las de otros niños de su aldea. Siempre comió caliente y tuvo ropa y zapatos que ponerse. Aunque su dieta fuera monótona y sus vestidos y calzado llenos de  parches y de ínfima calidad. O sea, como los de todos…

En cuanto al afecto… mejor ni hablar: prematuramente envejecida por la pesada faena al que la obligara su vulnerable condición de viuda, Idalia Drei jamás besó ni acarició a su nieto. Tampoco se cortaba nunca a la hora de comentar, con las escasas amigas de sus años mozos que aún visitaban su sombrío hogar, que estaba criando al asesino de su hija y su esposo ¡vaya condena de los dioses, malditos fueran todos!

Cuando Jurbal, con sólo cuatro años y delgadísimo, pero asombrosamente alto para su edad, ya fue capaz de seguirle el paso a las más díscolas e inquietas ovejas por entre los grisáceos riscos en torno a La Hoya, la abuela Drei le entregó su primera honda, un cayado de pastor, un tosco zurrón con pan y queso y lo despidió sin siquiera un beso.

El pequeño rebaño que había sido de su abuelo estuvo, desde ese mismo día,  bajo su total responsabilidad. El ojiverde y espigado pelirrojo nunca más volvió a dormir bajo el techo de lajas de granito de la casa que lo viera nacer.

Tampoco supo nunca que la madre de su madre había actuado así, otorgándole aquella inesperada confianza, sólo siguiendo el consuelo de Fulko. Pues al alcoholizado sacerdote de Noldo le quitaba el sueño que la recia abuela Drei, cualquier día, acabara dando muerte ella misma a su odiado nieto… o tal vez se encargara de hacerlo algún otro niño de Remiendos. Así que lo mejor era alejarlo de todos…

Jurbal tampoco se quejó de su nuevo quehacer; en realidad, el fantasioso chico disfrutaba enormemente de su libertad junto al tranquilo rebaño, y lejos de los torturadores de su misma edad, que hasta entonces habían puesto todo su empeño en volverle la vida un infierno en la tierra… y con no poco éxito.

Lo mismo que estaba encantado con todas las suculentas opciones gastronómicas que de repente estaban al alcance de su honda y de sus notables curiosidad e inventiva, para complementar la monótona dieta de pan, carne, leche y queso de todo pastor. Recónditas exquisiteces en las que nadie más habría siquiera considerado invertir un segundo, elaborándolas, y menos para probarlas: cangrejos azules de espinoso caparazón, que había que triturar con un pedrusco, para luego acceder a la blanda carne interior; feos caracoles grises, de durísima concha, a los que había que extraer hábilmente de su indestructible fortaleza de nácar para poder saborear luego; jugosas tunas a las que tenía que despojar de cada una de sus largas espinas, antes de hervirlas para conseguir una nutritiva ensalada…

Así cebado con todas aquellas “rarezas” que nadie Remiendos probó nunca, Jurbal creció más, aunque jamás fue corpulento. Pronto se sabía de memoria todos los retorcidos senderos entre los riscos alrededor de la bahía circular, lo mismo que dónde estaban los mejores pastos y los refugios más abrigados para el ganado ovino. Y hasta la adusta Idalia tuvo que reconocer que sus ovejas engordaban por días y el rebaño crecía a ojos vistas bajo la supervisión de su nieto, sin que ningún tierno corderito recién nacido cayera jamás víctima de los escasos lobos jaspeados, flacos y sarnosos que aún rondaban la costa, sobreviviendo malamente de restos de pescado, más que de cualquier otra cosa.

De hecho, las miserables fieras de ralo y abigarrado pelaje incluso parecían evitar al inquisitivo huérfano de Belsa; quizás también a ellas les resultaba sospechosa y hasta sobrecogedora, la estampa de aquel muchacho tan alto y delgado, con sus pupilas casi felinas y esa indómita cabellera rizada, del color de las llamas o el sol del amanecer y el ocaso, tan abundante que ya a los siete años le llegaba a media espalda: Idalia nunca se molestó en cortarle el pelo, como si odiara hasta tocarlo…

O, más probablemente, las patéticas manadas de la Costa Gablona, casi chacales por su timidez, temerían a la honda del muchacho, tras alguna dolorosa experiencia inicial. Pues, con todo el tiempo el mundo para perfeccionarse, Jurbal llegó a desarrollar una habilidad tan grande con tal arma, que pronto ninguno de sus antiguos atormentadores se atrevía ahora ni a acercarse por los alrededores de su rebaño. ´

Sobre todo, después de que casi descalabrara a dos o tres mozos… alegando, con inocente sonrisa que, de lejos, había tomado a sus coterráneos por lobos jaspeados… aunque, al menos ¡no se los comió después! ni tampoco los desolló, como solía hacer con las fieras que caían bajo sus certeras piedras…

Y, más allá de su libre soledad y su nueva dieta, el joven Drei siempre sintió una extraña atracción por la Atalaya de los Ciclos. Disfrutaba simplemente estando cerca de aquel monolito… aunque también quería más.

Era como si aquella aguja pétrea lo llamara sin palabras. Pronto se acostumbró a dormir siempre en los grises acantilados sobre La Hoya, a la vista de la torre rocosa, sin que el constante rumor de las aguas marinas arremolinadas turbase su sueño.

Todo lo contrario; como un arrullo, lo volvían mucho más plácido y profundo… aunque, a la vez, plagado de extrañas, recurrentes pesadillas… que él nunca recordaba muy bien al despertar, para su suerte… o su desgracia.

¡Vaya si eran curiosas, las cosas que soñaba Jurbal Drei! Dicen que una vez le contó una a Fulko… y, estremecido de horror, el anciano sacerdote de Noldo le ordenó callar en lo adelante: no compartirlas jamás con ningún otro aldeano. Pero, sobre todo, no con él.

La vieja ama de llaves del ex soldado, Kimara, que escuchara el diálogo con el oído pegado a la puerta de la casa-templo, según su inveterada costumbre, sólo se atrevió a insinuar, luego, a sus amigas más cotillas, que los sueños del chico tenían algo que ver con dioses-monstruos, crueles, implacables y más antiguos que el tiempo mismo, poderosísimos pero prisioneros… y con una escalofriante maldición cíclica que gravitaba sobre toda la Costa Gablona, con la Atalaya de los Ciclos como epicentro.

Juró también, la impresionable anciana, que, tras oír aquel confuso, fragmentario relato, el buen Fulko pasó una semana entera sin probar su adorado aguaviva… y rezando sin parar a su deidad, como implorándole consejo y/o ayuda. Y que, como Noldo no le envió señal alguna, nunca quiso volver a acercarse a La Hoya ni al rocoso monolito, desde entonces.

En realidad, la Atalaya de los Ciclos era todo un enigma por derecho propio; el mayor misterio de la Costa Gablona, tal vez de todo el ducado y hasta del reino entero.

Para empezar, nadie sabía por qué llevaba ese nombre tan sugerente y exótico… y desde tiempo inmemorial, además. De hecho, por incontables generaciones, hasta que el veterano Fulko regresó de servir en las tropas de Gorman, físicamente ileso, pero traumatizado y adicto al alcohol y a las plegarias, nadie en toda La Hoya sabía siquiera qué demonios era una atalaya. O ninguna otra parte de un castillo.

Las aldeas allí tenían nombres pintorescos, reflejo de sus costumbres y pobreza: Remiendos, Empates, Sobras. Y la gente heredaba los de sus mayores: siempre los mismos cinco o seis, alternándose a lo largo de generaciones.

Aunque, trabajadores al fin, todos aquellos aldeanos sí tenían una idea muy clara de lo que eran los ciclos: nacer, crecer tener hijos, envejecer, morir, siempre trabajando. Siembra, abona, cosecha y vuelta a empezar. Que la vida del pobre jamás es fácil. Con o sin duque e impuestos.

Desde luego, aquella erecta formación rocosa, que quizás fuera tan antigua como La Hoya misma, no parecía muy natural, en su verticalidad, sino que casi forzaba a la mente menos dada a fantasear a perderse en divagaciones sobre extraños cataclismos o intervenciones directas de misteriosas deidades, en eones prediluvianos.

Deidades frente a las que Noldo, Yamún y el resto del panteón conocido por los aldeanos no pasaban de ser advenedizos recién llegados, apenas sin poder…

Era un monolito pétreo, tan alto que su cima se elevaba aún sus buenas veinte tallas de hombre por encima del borde de los grisáceos acantilados de la bahía circular que lo rodeaba. Su base, siempre envuelta en la blanquecina espuma que alzaban los remolinos del mar, al chocar furiosos e incansables contra ella, apenas si parecía tener el diámetro del vetusto templo de Noldo que también servía de morada a Fulko: un sólido cono hecho con pesados bloques de granito, lo mismo que su altar interior.

Al volver imposible y suicida aventurarse en bote en sus aguas, las rabiosas, caóticas corrientes que provocaban las mareas, dentro de la gran cuenca redonda que era La Hoya, eran responsables de que nunca ningún aldeano hubiese jamás puesto el pie en aquella vertical aguja rocosa. Que prácticamente ocupaba el centro exacto de la hirviente caldera ¿natural? ¿resultado de algún potente sortilegio divino? ¡quién sabe!

Los mitos y las leyendas habían envuelto siempre a la Atalaya de los Ciclos. Algunos pescadores, sobre todo esos temerarios que aún acudían a lanzar sus redes a La Hoya desde el alto acantilado, arriesgándose a perderlas deshechas entre las rocas, por la posibilidad de conseguir así ricas capturas sin tener siquiera que subirse a un bote y afrontar los peligros de la mar abierta, decían que la misteriosa torre estaba hueca… y que en algunas noches de luna nueva se veían luces tenues asomando por irregulares agujeros abiertos en toda su altura, y misteriosos aullidos de puro dolor brotaban de su elevado pináculo: un sonido inhumano, desde luego; como de almas en pena.

Otros incluso juraban que habían visto a fantasmagóricos seres alados planear en monótonos círculos concéntricos alrededor del monolito, como rindiéndole herética pleitesía.

Y no faltaban los de imaginación aún más malsanamente fértil, que hasta se atrevían a susurrar, cuando Fulko no los escuchaba… o fingía no hacerlo, entre las brumas del aguaviva, que aquella era la prisión terrenal en la que sufría nada menos que Muyán, el Gran Corruptor: la demoníaca entidad que, en la escasa, burda teología que conocían los aldeanos, era responsable de toda la miseria y el dolor del mundo, al haber diluido maliciosamente la perfección que en un principio había creado Yamún, el Supremo Hacedor y padre de Noldo y otros dioses más cercanos y receptivos a los rezos de sus desdichados fieles humanos…  

De todo esto y de mucho más supo el adolescente Jurbal Drei gracias a Fulko…o, más bien, merced a su esmerada lectura de los enormes, antiguos libros que constituían el mayor tesoro del viejo sacerdote alcoholizado, y la única herencia de sus predecesores más cultos… aunque él mismo apenas si era capaz de leer su vetusta caligrafía y descifrar su obsoleto lenguaje.

De hecho, el ex soldado les tenía cierto miedo supersticioso a aquellos volúmenes ¡muchos, pensaba, debían ser grimorios de magia prohibida!

Así que cuando el alto muchacho pelirrojo de ojos de esmeralda los descubrió, guardados bajo llave y a salvo de la humedad en un armario de lajas de granito, y se mostró fascinado por todo aquel conocimiento extraño, inicialmente el religioso les prohibió hasta hojearlos, suspicaz… aunque sí accedió a enseñarle las primeras letras, en cambio.

En realidad, Fulko siempre había aspirado a que Jurbal heredase su ministerio de pastor de almas, cuando al fin se lo llevase de este mundo alguna borrachera; desde que aún el hijo de Belsa era muy pequeño, había detectado en aquel chico larguirucho una inquietud intelectual y una inteligencia superiores a la de ningún otro mozalbete de La Hoya.

No era sólo su aspecto refinado: el nieto de Idalia Drei realmente estaba hecho de una pasta diferente a la de aquellos rudos e incultos ovejeros y pescadores. Con sus notables inteligencia y memoria, podría llegar lejos ¡quizás a confesor ducal o a la mismísima corte del rey! por poco que pusiera de su parte.

También se le ocurrió que, sirviendo a los dioses, el huérfano tal vez podría redimir el mismo pecado de su nacimiento… y, de paso, garantizarse un medio de vida descansado para esa vejez, aún lejana, pero que llegaría sin falta, cuando ya no pudiera guiar más rebaños por los riscos. Pues muy probablemente los hombres y mujeres de Remiendos ni siquiera le reconocieran ningún derecho sobre la vieja casa de granito de los Drei, en la que aún su abuela reparaba redes e hilaba lana, siempre refunfuñando.

De tal guisa, ya fuera por su mente preclara; porque el sacerdote, pese a su galopante alcoholismo,  era un excelente pedagogo… o por ambas razones, Jurbal aprendió a leer y escribir a los cuatro años y medio. Y dominó ambas habilidades con tal celeridad que, entusiasmado, el buen Fulko no tardó mucho en permitirle pleno acceso a su pequeña, pero selecta biblioteca de antiguos volúmenes encuadernados en cuero…

Sobre todo mientras, desvanecido de tanto aguaviva trasegado, él no podía verlo leyéndolos.

“A veces hay que cooperar con lo inevitable, muchacho” decía, para consolarse de su propia tolerancia, que a veces le parecía algo herética….

Pasaron los años. A sus ocho, el hijo de Belsa ya podía leer de corrido en las cuatro o cinco lenguas que habían usado los antiquísimos amanuenses que copiaran aquellos invaluables volúmenes, en tiempos tan remotos que ni siquiera había duques. Probablemente, cada uno con la idea de dejar constancia de todo el conocimiento de sus respectivas épocas… sin olvidarse de todas las habladurías contemporáneas sobre la Atalaya de los Ciclos.

Y la fascinación del espigado muchacho pelirrojo por aquel sitio en el centro de La Hoya aumentó aún, si tal fuese posible.

Su mayor sueño se volvió poner el pie sobre aquel monolito granítico aparentemente inaccesible. Intuía que, de lograrlo, el oscuro secreto de su exótica apariencia y su mismo extraño y vergonzoso origen dejarían de serlo para él, y otros arcanos casi inimaginables le serían también revelados, dotándolo de enorme poder

Estaba predestinado. Sería un Gran Mago, sí. ¡Ah, y cómo sufrirían entonces, todos los que se habían burlado de él, humillándolo y golpeándolo por tantos años!  Fueran niños o adultos…

Todos ellos conocerían su furia y la fuerza de sus sortilegios. Empezando por su mil veces maldita abuela, la vieja Idalia Drei… ¡la convertiría en oveja, como mínimo!

Sólo a Fulko respetaría. Ni siquiera a la vieja Kirama, tan celosa de sus privilegios… a esa, la transformaría en un gato; por curiosa.

Empero, para poder hacer realidad aquel glorioso sueño, antes Jurbal Drei TENÍA que llegar a la Atalaya de los Ciclos, de algún modo.

Esa era la clave del enorme poder que sin dudas detentaría, estaba seguro. Aunque los caprichosos remolinos volviesen imposible aventurarse en las saladas, hirvientes aguas de La Hoya con ningún bote, y la distancia entre los abruptos acantilados grises y la vertical torre pétrea fuese demasiado grande para salvarla con un puente de cuerdas o ningún otro ingenioso artilugio a su modesto alcance…. él TENÍA que llegar allí, de todas maneras

O nunca sería feliz, ni nadie, en este mundo…

Jurbal SABÍA que debía existir alguna manera de superar aquel abismo de olas caóticas y furiosa espuma. Sólo tenía que estudiar más, saber más, hasta dar con el método idóneo; ya implicara magia, ciencia, o ambas.

Y el camino para conseguirlo pasaba, sin dudas, por algunos de aquellos libros de conocimiento arcano, prohibido u olvidado; a menudo, las tres cosas…

Así que estudió y estudió. Persistente y febril, se leyó toda la pequeña pero selecta biblioteca del templo de Noldo, mientras pastoreaba a sus ovejas y practicaba con su honda; solitario y lejos de todos, como siempre… pero feliz en su obsesión, como nunca lo fuera antes.

Aquel paciente autodidacta no podía saberlo, pero cuando cumplió los diez años, ya no había, en todo el ducado, quizás en todo el reino, otra persona más merecedora que él del antiguamente honorifico, y hoy tan vilipendiado título de Sabio.

O Mago…

Y no sólo aprendía… sino que también intentaba aplicar sus nuevos conocimientos, con un único objetivo en mente: la Atalaya de los Ciclos.

Lo probó todo… o casi todo.

A los once años, la gran ballesta que había construido pacientemente, con la peregrina idea de lanzar una enorme flecha atada a una cuerda hasta la distante torre de piedra, y luego alcanzarla él mismo, usando una tirolina, estalló en su segundo intento: casi pierde el ojo derecho, que le quedó desde entonces con la visión algo afectada y bastante descolorido, en fuerte contraste con el felino verde del izquierdo.

Fulko bromeó que ya no sería tan irresistible para las muchachas de Remiendos.

Aun así, Jurbal perseveró, sin reír el burdo chiste de su mentor. En cualquier caso, ninguna muchacha de la Costa Gablona lo miraba siquiera… ni él tenía tiempo para tales frivolidades, tampoco. No aspiraba a casarse o fundar una familia. Era un hombre con un objetivo. Nada más existía, para él, que la Atalaya de los Ciclos, que alcanzarla.

A los doce, casi se ahoga, cuando el globo hinchado de aire caliente con el que pretendía cruzar La Hoya cayó al agua, víctima de las caóticas corrientes de aire de la bahía circular. Y aquel habría sido su fin si, entre remolinos de espuma, no llega a enredarse en el paño de mallas de un pescador que nunca entendió qué extraño monstruo marino había destrozado de tan mala manera su medio de vida.

Le quedó, como secuela de toda el agua que entró en sus pulmones, una tos seca y cavernosa, que a ratos estallaba en accesos incontrolables, y que, ante el preocupado Fulko, atribuyó a haberse mojado con el sereno de una noche especialmente fría. Rechazando una vez más el aguaviva que el amable ex soldado le brindó, como remedio idóneo para tal enfriamiento.

Pero no flaqueó. ¿Qué le importaba la salud, si no conseguía su anhelo?

A los trece, se partió ambos fémures, probando suerte con un planeador de su propio diseño… y que, de haber funcionado como él esperaba, podría haberle permitido posarse en la cima de la Atalaya de los Ciclos, tras despegar desde el acantilado.

Por suerte, los fracasos le habían enseñado prudencia y su fallido ensayo lo realizó bien lejos de las aguas de La Hoya. Pero sus piernas nunca recuperaron por completo su rectitud anterior.

A los catorce, intentó un sortilegio calificado de maldito y prohibido, que figuraba en uno de aquellos libros ¿un auténtico grimorio? Pero o Muyán el Gran Corruptor no quiso escucharlo ni se dignó concederle un ápice de su poder… o Yamún el Supremo Hacedor, siempre vigilante, impidió a su derrotado enemigo actuar a su voluntad.

Y a Jurbal sólo le quedó una persistente ronquera, de tanto salmodiar todos aquellos vocablos impronunciables.

Cada vez más preocupado por la salud y la vida de su posible sucesor, Fulko amenazó con vetarle el acceso su biblioteca. Aterrado ante la simple posibilidad, el obseso mozalbete pelirrojo prometió ser más cuidadoso, con lágrimas de sincero arrepentimiento brillando en sus ojos enormes.

Y Fulko le creyó, o quiso creerle, pese a los escépticos susurros de la vieja Kimara, que odiaba al chico. De modo que Jurbal, en lo adelante, tuvo que disimular mucho más sus investigaciones…

A los quince, finalmente, algún dios ¿Noldo, Yamún… o quizás el artero Muyán? …o la simple casualidad. decidieron apiadarse de su insistencia y echarle una mano: una tarde de calor asfixiante, mientras leía un viejo tomo tamaño folio, encuadernado en velluda piel de lobo jaspeado, el sol estival, al incidir sobre la antiquísima vitela, hizo aflorar unas líneas que habían permanecido invisibles, quizás por decenas de generaciones.

¡Tinta simpática! Jurbal había leído de aquel recurso… aunque nunca se lo había encontrado antes, en sus investigaciones, conocía, a menos teóricamente, las propiedades del jugo de limón y la leche de cabra.

El estentóreo grito de júbilo del larguirucho pastorcillo pelirrojo, al darse cuenta de lo que había descubierto, casi dispersa y pone en fuga a su propio rebaño. Pero no le importó en lo más mínimo tal estampida: ¡que las volviera a reunir su maldita abuela, si quería! ¡porque ahora al fin podía leer perfectamente aquellas frases tanto tiempo ocultas!

Y eso era lo único que contaba; estar un paso más cerca de su objetivo, la Atalaya de los Ciclos.

Al exponer al calor del fuego el resto del volumen, pacientemente, corroboró que sus vetustas páginas de excelente pergamino contenían una auténtica cascada de revelaciones… y la solución a su problema, entre todas ellas.

Como siempre sospechara, tales líneas decían que su adorada Atalaya de los Ciclos no era, en lo absoluto, una formación natural. Había sido construida por hábiles canteros al servicio de Yamún, en fecha tan remota que hasta imaginarlo daba vértigo… y no lograba dilucidar con qué fin. Tal vez faltara algún fragmento, en aquel tomo, llegado quién sabe por cuáles vías a manos de los antecesores de Fulko…

Pero tampoco le importaba tanto el por qué, ahora que ya tenía a su alcance el cómo: el antiguo texto dejaba clara constancia de que los mismos maestros albañiles sagrados que cavaron en la roca viva la profunda cuenca de La Hoya, erigieran el ciclópeo pilar en su centro y luego inundaron el conjunto, abriendo el angosto pasaje que comunicaba la bahía redonda con el mar… también habían construido un acceso oculto a su obra: un túnel tan profundo que pasaba bajo las hirvientes aguas.

 Al entusiasmado Jurbal le costó lo indecible no compartir su maravilloso hallazgo con la única persona que podría haber llamado amigo… si sólo se molestara alguna vez en usar esa palabra: el viejo Fulko, por supuesto.

Pero, prudentemente, pensando que el anciano sacerdote alcoholizado, cada día más suspicaz, sería capaz de prohibirle la búsqueda de aquel túnel secreto, calló.

E hizo bien.

Porque tardó otro par de años de minucioso escudriñar entre los riscos en dar con la entrada del pasaje subterráneo. Así de bien oculto estaba, aquel acceso. Y tanto tiempo había pasado, desde la última vez que alguien lo utilizara, quizá en los albores de la civilización humana.

Ninguna otra persona de La Hoya habría siquiera sospechado su existencia misma; tanto la habían disimulado, los antiguos y astutos canteros. Jurbal tuvo que levantar casi cada piedra de la zona donde, según el mapa adjunto al volumen, estaba la oculta puerta.

Pero al final dio con ella; no podía ser de otro modo. Había nacido para hallarla, estaba seguro.

Al otro día cumpliría los dieciséis… pero nunca celebró su cumpleaños y mayoría de edad.

Sin nunca enterarse del triunfo de su nieto, el corazón de Idalia Drei dejó de latir esa misma noche. La viuda murió dormida, pero con un rictus de perpetua insatisfacción en su boca desdentada. De su sepelio, la mañana siguiente, Jurbal marchó directo a explorar su flamante descubrimiento, escabulléndose en medio del cortejo fúnebre con un saco de piel lleno de antorchas, un odre de agua, una hogaza de pan, un buen queso de leche de oveja y un cuchillo de acero, por todo equipaje.

Ni Fulko ni nadie de Remiendos u otra cualquiera de las aldeas de La Hoya volverían a verlo, por largo tiempo. Había sido apenas un extraño para la mayoría; ni siquiera Kimara derramó una lágrima por el muchacho desaparecido. Todos pensaron que había huido lejos… quizás al palacio ducal de Gorman; era un soñador incluso más furibundo que su difunta madre…

Nadie le deseó suerte, y sólo el viejo sacerdote adicto al aguaviva lo echó un poco de menos. Aunque ni siquiera él perdonó jamás a su ingrato discípulo el que se marchara así, sin dar aviso… y menos que no volviese ni para despedirlo en su lecho de muerte… que le llegó menos de un año después. O que se negara a asumir su rol, al frente del templo de Noldo, para el que siempre lo creyó predestinado.

Por supuesto, bajo tierra, Jurbal nunca se enteró de nada de eso: estaba más que ocupado abriéndose paso por el antiguo túnel, cuyo techo reforzaban gruesos leños que habían resistido el paso de eones, incólumes, petrificándose. El pasaje descendía y descendía, no en línea recta, sino girando sobre sí mismo casi a cada paso y bifurcándose en multitud de ramales infestados de gruesos estratos de telarañas anquilosadas en polvo, cuyos techos goteaban rítmica, intermitentemente.

Más que la excavación de obreros humanos, parecía la obra de muchos topos enormes, que hubieran roído voraces la roca viva, durante siglos, para luego esfumarse.

Las antorchas sólo le duraron tres días; por suerte, cuando se extinguió la llama de la última, el persistente mozalbete pelirrojo, que jamás consideró siquiera retroceder, descubrió aliviado que las paredes de aquel sistema subterráneo estaban cubiertas por un hongo que emitía un débil y azulado resplandor… y siguió adelante, con las pupilas súper dilatadas, para aprovechar aquella luz tan escasa.

Enmohecido y duro como la piedra, el queso de leche de oveja se le terminó a la semana de viaje. El pan, aunque emmohecido, duró dos días más. Para entonces, ya no lo preocupaba el hambre… ni la sed. Siempre poco escrupuloso con sus alimentos, y dispuesto a probar cosas nuevas que pocos de La Hoya habrían considerado comestibles, ya había descubierto que el hongo luminoso era comestible, aunque insípido. También que las ciegas, hinchadas tejedoras de ocho patas que dejaban sus telarañas por todas partes ¡y siempre se preguntó cazando qué vivían! ¿se devoraban una a otras, tal vez? eran incluso más suculentas… si antes les arrancaba la cabeza con sus dos colmillos venenosos.

El agua que goteaba de los techos era curiosamente, dulce; por lo visto, al filtrarse a través de tantas capas de piedra, toda la sal marina quedaba en el trayecto.

No moriría de hambre; a su alcance, toda la comida y la bebida que necesitaba, aunque no fuesen exquisitas. Más todo el tiempo del mundo a su disposición.

Y bien que lo necesitaba, porque los túneles habían sido astutamente diseñados para desorientar y desalentar a cualquier explorador curioso. Para matarlo de desesperación y aburrimiento, o de hambre y de sed, si era tan tonto y/o escrupuloso como para negarse a aprovechar los magros recursos  que el laberinto subterráneo ofrecía a quienes en él se internaban.

Jurbal no era ni una cosa ni la otra, y perseveró. Incluso creció algunos palmos más, en aquel instintivo deambular de recolector. Conservó el acerado cuchillo, tan útil para raspar los hongos de los muros y separar las ponzoñosas cabezas de las arañas del resto de sus cuerpos comestibles… pero sus ropas pronto se volvieron harapos informes sobre el cuerpo espigado y esbelto. Hasta que continuó desnudo, sin sentir apenas molestia.

Sus botas duraron unos meses más, pero al fin hasta el recio cuero bien curtido de bacalao rojo acabó pudriéndose y cuarteándose, de tanta humedad. Entonces siguió descalzo.

Cambió. Su piel, blanquísima por la falta de sol, se volvió gruesa y coriácea, como callosa, y no sólo en la planta de los pies. No le creció jamás barba o bigote: parecía un eterno adolescente, a despecho de su increíble estatura y de aquella expresión centrada, casi obsesiva, que siempre adornaba su rostro. No tenía un solo vello en el cuerpo, además de los rizos de la cabeza, que se trenzaron naturalmente con el polvo y la suciedad, formando largas, semirrígidas rastas del mismo color que las zanahorias; pronto, cuando estaba de pie, le llegaban hasta los tobillos.

Había perdido la noción del tiempo. Nunca supo por cuánto vagó en aquel dédalo de corredores, siempre descendiendo, cada vez más profundo dentro de la roca… hasta que, un día ¿o una noche? ¿cómo distinguirlas, bajo tierra, en aquella azulada y fúngica luminescencia? al fin comenzó a ascender nuevamente. Y, a lo lejos, distinguió una luz mortecina.

Lo cierto es que, cuando, de modo casi inesperado y muy anticlimático, atravesando una capa de polvorientas telarañas más gruesa que todas las demás, primero el cuchillo, luego la mano, el brazo y, al fin, la cabeza de Jurbal Drei, emergieron nuevamente al resplandor agonizante del sol vespertino, y al trueno sin reposo de las olas de La Hoya que azotaban la base de la Atalaya de los Ciclos por fuera…ya habían pasado tres años enteros, desde la muerte de su abuela.

Fulko estaba muerto; Kimara también. Sin que su abuela Idalia la ocupara más, la histórica casa de piedra de los Drei había sido entregada a gentes de una estirpe extraña, la única sangre nueva incorporada a la aldea Remiendos en cuatro generaciones.

El duque Gorman había muerto de gota, a los cuarentaitrés años, y su heredero, Manir, de apenas veintiuno, celebró su entronización con un exorbitante festín, que le provocó un indigestión que estuvo a punto de matarlo también…

Pero el hijo de Belsa no supo nada de todo esto… ni tampoco le habría importado mucho, de saberlo. Ya no se sentía habitante de Remiendos, súbdito ducal… ni siquiera miembro de la especie humana. Si es que alguna vez lo había sido.

Toda su atención estaba centrada en el sitio al que había llegado: una gran caverna, con las húmedas paredes de roca gris cubiertas de una extraña caligrafía roja y el techo saturado de colgantes estalactitas, entre las que se intuían varias sombrías aberturas ¿pasajes hacia más arriba, hacia lo alto de la Atalaya? junto a las que pendían, cabeza abajo, miles de inquietos, chillones y oscuros murciélagos, cuyos excrementos de ácido aroma cubrían el suelo, en gruesa capa no hollada por pie humano alguno en los últimos siglos.

Con sus sensibles ojos de troglodita entornados ante el exceso de luz de la tarde, salivando de pura gula, tras años acostumbrado a subsistir con la magra pitanza de arañas y hongos, Jurbal intentó cazar alguno de aquellos mamíferos alados que nunca antes había visto.

¿Serían tales criaturas el origen de aquella leyenda de los fantasmas voladores que algunos aldeanos decían haber visto girando alrededor de la Atalaya? Muy probablemente. ¡Eran tan supersticiosos y tontos, los de Remiendos…!

Pero, aunque multitud, los murciélagos eran ágiles y esquivos, y sus finos sentidos siempre estaban alerta, como si su vida dependiera de poder escapar a cada momento de algún fiero, veloz predador. En aquella amplísima sala, con suficiente luz natural como para volver claramente visibles las enigmáticas inscripciones escarlatas en los muros grises… no crecía el hongo luminoso. Y las arañas tejedoras también la evitaban celosamente, sin el menor deseo de ser devoradas por las miríadas de ávidos quirópteros… o sólo los dioses saben que otra clase de bestias voraces que dominaran el lugar.

El joven Jurbal Drei pasó hambre, mucha hambre, las primeras semanas en la gran espelunca; su cuerpo, ya casi inhumanamente largo y delgado, se hizo aún más longilíneo y esquelético… hasta que al fin la necesidad aguzó su ingenio y mejoró sus técnicas de camuflaje y captura. Lo que le hizo posible atrapar a su primera presa y devorarla cruda, tras beberse hasta la última gota de nutritiva sangre de la pequeña, horrenda e infeliz bestezuela voladora.

A aquel murciélago lo siguieron muchos más. Tenían rostros y alas de demonios, chillaban como recién nacidos y no eran grandes ni deliciosos. Además, capturarlos exigía hundirse hasta los ojos en la hedionda capa de sus deyecciones y permanecer inmóvil durante largos minutos: un esfuerzo que casi ni compensaba el ínfimo alimento que podían aportar.

Pero Jurbal era cada día más ágil y veloz. Y necesitaba comer para seguir con vida. Así que cazó murciélagos. Muchos.

Mientras acechaba a los elusivos mamíferos voladores, hundido en su guano semifosilizado, ganó algo de peso y recuperó su sentido del tiempo. También fue explorando la gran caverna y tratando de descifrar las inscripciones rojas en sus muros. Hasta trato de aventurarse fuera, desafiando la furia del mar.

Pronto determinó que era del todo imposible alcanzar la cima de la Atalaya de los Ciclos por fuera: las olas de La Hoya eran tan violentas, todavía cerca de su base, que ni el más tozudo y fornido de los cangrejos azules o los caracoles grises habría podido escalar mucho, sin que su azote espumoso los derribara de vuelta a la hirviente bahía circular, debajo.

El camino a la cima del monolito tenía que estar, pues, en alguna de aquellas galerías que se abrían, inalcanzables, en el techo. Estrechas chimeneas verticales que comenzaban a diez, veinte tallas de hombre sobre el suelo cubierto de guano.

Pero Jurbal Drei no había llegado hasta allí para rendirse. Y tampoco tenía prisa, sino que planificaba a largo plazo. Como siempre había hecho.

Pasaron meses. Un año. Cazó decenas, cientos, quizás miles de murciélagos; no sólo para aplacar su hambre, sino para desollarlos e ir tejiendo una cuerda fina y resistente con sus sutiles pieles, tras curtirlas con una maloliente mezcla de guano, sus propios orines y el salitre depositado en algunas rocas cerca del exterior.

Fue un proceso largo y laborioso. Torpe al principio, fue ganando destreza con la práctica. Cuando su paciente labor de improvisada cordelería alcanzó quince tallas de hombre de longitud, ya habían transcurrido otros dos años… y, con apenas veintiuno, apoyándose en sus conocimientos previos, su memoria colosal y mucha especulación, el chico Drei también había descifrado la mayor parte de los textos escarlatas en los muros grises. Sin siquiera ser consciente de la asombrosa magnitud de su proeza intelectual.

En un antiguo lenguaje, los petroglifos prevenían al incauto visitante contra una fiera terrible y sobrenatural, el Morador de las Galerías, cuya forma nunca quedaba clara, aunque sí se deducía que era enorme y aterrador… y que le molestaban por igual la luz y la sequedad.  

Se trataba, por lo visto, de un avatar de Muyán, el Gran Corruptor: una concreción de toda su realidad terrenal, gracias a la que a su eterno rival, el buen creador Yamún, le había sido posible retener durante eones a la derrotada y antigua deidad del caos, impotente, tras los muros verticales de  aquel monolito, concebido y alzado or sus fieles acólitos para ser la inviolable prisión de su antagonista.

Y ello, pese a que el verdadero ser del Corruptor tenía tanto de esencia cósmica, que apenas si una ínfima parte había adoptado la forma degenerada del cautivo Morador de las Galerías.

Ingenioso, siniestro… y absurdo, pensó Jurbal. ¿El antiguo dios demonio encerrado allí? ¿habían tenido algo de razón, entonces, esas habladurías que escuchó de pequeño, en su aldea… en lo que ya le parecía la distante existencia de otra persona? 

Pronto vería si todo era mito o realidad. Porque tejida ya su cuerda, ahora sólo era cuestión de tiempo y paciencia, de agilidad y fuerza, que, con su ayuda, se izara hasta alguna de aquellas chimeneas en el techo… y siguiera trepando, siempre hacia arriba.

Hasta lo más alto de la Atalaya. Porque DEBÍA ir allí.

Once días enteros pasó Jurbal Drei lanzando la cuerda, previamente anudada en lazo corredizo, hacia lo alto. Intentando fijarla en torno a alguna escurridiza estalactita.  Y cada vez el agarre cedía o resbalaba sobre la húmeda, untuosa superficie de la piedra caliza, para volver a caer, sin éxito, a los encallecidos pies descalzos del altísimo, esquelético y desnudo pelirrojo, hundidos en maloliente guano hasta las rodillas.

Pero él seguía intentándolo; no sabía rendirse. Nunca había sabido.

Varias veces se rompió la castigada cuerda, y cada vez la empalmó, paciente.

TENÍA que llegar a la cumbre de la Atalaya de los Ciclos, con o sin Morador de las Galerías. Y tarde o temprano lo lograría, estaba seguro. TENÍA que lograrlo

No podía ser de otro modo; era su destino.

Y, como si se lanza suficientes veces una moneda al aire, tarde o temprano puede acabar cayendo de canto, al atardecer del duodécimo día, el lazo de piel de murciélago del hijo de Belsa al fin se cerró firmemente alrededor de una colgante formación del techo… ofreciéndole el seguro asidero que necesitaba.

Tras asegurarse de que la atadura no cedería, se tendió a dormir en el suave, hediondo guano. Había sido agotador. Ascendería al día siguiente, tras algo de descanso; subir un tramo tan largo por una cuerda, a mano limpia y sin paredes en las que apoyarse, implicaba un esfuerzo titánico, incluso para alguien tan delgado y a la vez tan fuerte como él.

De cualquier modo, no tenía prisa.

Pero, cuando volvió a abrir los ojos, la cuerda yacía cerca… mientras que el lazo  aun rodeaba la estalactita, como burlándose de él desde la inalcanzable altura.

Atónito, suspicaz, Jurbal revisó su tejido: la trenza de cientos de pieles de murciélago no se había roto, sino que había sido… cortada. Y por lo que parecían unos dientes grandes y afilados, no por una hoja humana de metal, como el cuchillo que aún atesoraba… aunque ya reducido casi a un hilo de acero, tras ser tantas veces afilado contra las rocas.

El altísimo pelirrojo sonrió ¿conque alguien allí no quería que subiera? ¿sería el famoso Morador de las Galerías, quizás? ¡Pamplinas! Nada ni nadie lo iba a detener.

La segunda vez, Jurbal Drei sólo tardó ocho días en asegurar su lazo corredizo a la misma estalactita junto al agujero en el techo: ya tenía más práctica y el primer nudo también ayudó un poco.

Ahora no cometió el error de dormirse, sino que ascendió por la cuerda, tras apenas media hora de descanso, con el gastado cuchillo insertado en una de sus largas y gruesas rastas rojizas.

Trepar así, tal y como pensara, fue una prueba extenuante, casi insuperable… pero, al cabo de varios intentos lo logró, con las manos ensangrentadas.

Reposó, entonces, por unos pocos segundos ¡si es que puede llamársele a eso descansar! sujeto a su nudo con ambas manos, colgando en el vacío a diez tallas de hombre sobre el rocoso suelo… contra el que seguramente se habría roto sin remedio los huesos, pese a la gruesa capa de guano, si llegara a resbalar y caer.

Luego, con un esfuerzo tan violento que relajó su esfínter, liberando sus deyecciones desde lo alto, como si fuera un murciélago más, se izó a pulso… para  al fin deslizarse dentro del túnel, y seguir trepando, tan cómodo como una alimaña en su madriguera. Como un gusano en su tubo.

Hacia arriba, siempre hacia arriba.

No era una escalada simple, aunque ahora al menos podía descansar de vez en cuando, apoyándose en los costados de aquella chimenea casi vertical y de paredes húmedas, por la que subía con las manos por delante. 

La humedad que resbalaba muros abajo fue, poco a poco, limpiando la piel de Jurbal de toda la suciedad del guano acumulada durante los dos años pasados en la gran caverna. Hasta que volvió a ser nívea y oler a pavimento pétreo besado por la primera lluvia de primavera, como cuando era niño.

Estaba cada vez más oscuro; tampoco allí crecía el hongo luminoso del túnel bajo La Hoya… aunque, en cambio, sí medraban en las tinieblas algunos gusanos y artrópodos, ciegos pero ágiles, que reptaban indistintamente sobre la piedra o la piel desnuda y cubierta de arañazos del escalador, y clavándole aguijones succionadores para tratar de saciarse con su sangre… pero terminando, en cambio, como su alimento, a menudo.

Puro pragmatismo: aunque su sabor era francamente asqueroso, lo mantendrían con vida. Quizás fueran venenosos, pero ninguna de sus picaduras se infectó, en la gruesa, nívea piel del joven.

Jurbal nunca había enfermado de nada, en toda su vida. Nunca un alimento pasado le descompuso el estómago, nunca un resfriado llenó su nariz de moco, jamás tuvo fiebre o le dolió una muela: pese a su extrema delgadez, era fortísimo.

Impulsado por su obsesión, el muchacho Drei trepó durante días, tal vez semanas, por aquella húmeda senda vertical ¿podrían ser meses, incluso? que era la oscuridad de las chimeneas. Un par de veces encontró rellanos mínimos, escaños naturales ¿o tallados?  y casi secos, en los que pudo tenderse, agotado, y recuperar fuerzas, durmiendo muchas horas seguidas, casi como muerto, antes de continuar la ascensión, implacable, motivadísimo.

Ningún alpinista habría podido lograrlo. Pero él, simplemente, no concebía no hacerlo. Así que lo hizo.

Y en cada ocasión agradeció a Noldo y a Yamún, el Supremo Hacedor. Y hasta a Muyán, el Gran Corruptor… por si acaso; algunos dioses no toleraban el orgullo humano, ni que sus patéticas creaciones se ufanaran mucho de sus triunfos…

Ya no escuchaba debajo el rumor de las olas… pero, en cambio, cada vez era más fuerte la sensación de compañía. De que no estaba solo en aquellos mojados túneles verticales que, como las hinchadas y huecas venas de la pierna de algún gigante, agujereaban el erecto monolito.

En la oscuridad total, nunca podría ver al Morador de las Galerías. Pero lo escuchaba, en cambio, chapotear cerca… moviéndose por pasajes rebosantes de humedad, paralelos al suyo y nunca demasiado lejanos. Olía también su almizcle espeso, mientras la invisible criatura susurraba dentro de su mente extenuada.

Siempre la misma cantinela ¿o sería su imaginación febril? con una voz vibrante de sufrimiento y desesperanza:

“Vete, humano. Desanda tu camino mientras estás a tiempo todavía. No eres el primero que acude aquí y no serás el último. No hay solución. No puedo ser liberado. Sólo te sumarás a mi encierro. Vete, Jurbal, antes de que sea tarde. No me obligues a hacer eso a lo que el artero Yamún me condenó, una vez más… vete, por favor”

Pero el joven Drei no hizo caso ni se fue. Aun sabiendo lo que aquello debía significar. No podía renunciar, no estando tan cerca…

Por eso ocurrió lo inevitable. Nunca supo si era de día o de noche, cuando el Morador de las Galerías cayó sobre él. En la húmeda oscuridad, otra vez había perdido todo sentido del tiempo.

Su atacante era, a la vez, como una cuerda y una manta empapada. Grande, largo. Y muy, muy fuerte, sobre todo. 

Fue una lucha agónica, prolongada y feroz, sin apenas espacio para revolverse en los túneles verticales; el humano hería con su cuchillo, con las uñas de sus pies, casi convertidas en garras, tras años caminando descalzo, con sus duros dientes. El invisible monstruo apretaba con un cuerpo resbaladizo y mojado, largo y musculoso; daba violentos latigazos con algo que se sentía una o varias colas veloces, arañaba con zarpas crueles, le clavaba a Jurbal unos colmillos punzantes que se quebraban al quedar incrustados en la carne con cada mordedura, ardiendo como hierros al rojo ¿veneno, tal vez?

El nativo de Remiendos no podía ver a su antagonista, pero lo sentía como una mezcla de serpiente gigante y pulpo, a la vez que vagamente humanoide. Flexible, con largos brazos y piernas. Frío y húmedo, como algún repugnante batracio colosal…

Ambos enemigos se retorcieron forcejeando durante largas jornadas en la estrecha chimenea, desollándose mutuamente contra la áspera roca mojada… y trepando siempre. Como si cada uno quisiera a la vez escapar e impedir la huida de su adversario.

Los dos sabían que aquel era un duelo a muerte, y no daban ni pedían cuartel.

Y, todo el tiempo, aquella voz que no era voz susurraba dolorosamente dentro de la mente de Jurbal: “Ríndete, hombrecito… cede… ceja en tu esfuerzo… no sirve de nada… nunca ha servido de nada. Todo está escrito. Nada puede cambiar”

Pero el hijo de Belsa tampoco se rindió ahora. Y así, al cabo de mil segundos, mil minutos o mil años, trenzados en chapoteante, inextricable abrazo, emergieron ambos: el Morador de las Galerías y él, por un agujero en el suelo de la estancia circular que era el pináculo de la Atalaya de los Ciclos.

Expuestos a la luz del sol naciente en un amanecer… porque no había más techo sobre ellos, en aquella cima eternamente azotada por el frío, húmedo viento de la Hoya.

Escuchar desde tan cerca el alarido de dolor del monstruo, herido por los rayos solares, casi enloquece al hijo de Belsa. Pero todavía el espigado pelirrojo fue capaz de aprovechar el obvio sufrimiento de su antagonista para darle muerte, abriéndolo en canal de arriba abajo con su cuchillo… que se partió en dos en el proceso y humeó hediondo, como si la sangre del engendro consumiese el mismo acero.

El Morador de las Galerías era fuerte, y luchó hasta el final; derramando sus vísceras extrañas e infectas, entre nubecillas de vapor pestilente, se debatió tratando de alcanzar, con sus fuerzas menguantes, un pequeño estanque en un ángulo de la estancia redonda… hasta que Jurbal Drei se le aferró, como una garrapata a una oveja…

…y lo decapitó, con los dientes, manteniendo los ojos entrecerrados él también. Porque toda aquella luz, tras tantos días de tinieblas, hería implacable sus retinas.

En su mente, el hijo de Belsa creyó entonces escuchar la aliviada voz que no era voz, el habla de su enemigo derrotado, que susurraba “Y así se ha cumplido, y otra vez soy uno…”

Pero, cuando sus pupilas se hubieron hecho al suave resplandor de la mañana descubrió, horrorizado, que aquella cabeza que acababa de arrancar era casi humana, y  sus facciones retorcidas… prácticamente idénticas a las suyas.

Aunque sólo tenía un ojo… el derecho, gris, descolorido, que no verdoso y felino. Y una boca enorme, de la que aún despuntaban algunos colmillos retorcidos  aislados, supurando veneno.

Aquel cuerpo inerte tampoco era el de un inmenso ofidio ni un cefalópodo colosal, como creyera erróneamente… sino el de un humano tan alto y delgado como él mismo, con miembros y espinazo de imposible flexibilidad, como carentes de toda osamenta. Y cuya piel rezumaba un líquido baboso y translúcido, como algunos moluscos.

Un ¿hombre? en fin… que podría haber sido su hermano gemelo, su otro yo. Si él no hubiera sido hijo único.

Jurbal Drei aulló desesperado, casi enloquecido ante la inesperada revelación… pero no por mucho tiempo; la saliva venenosa del Morador de las Galerías, acumulada  en cada colmillo hueco que el endriago había logrado incrustar en su carne, corría ahora por sus arterias y venas. Y pronto perdió el conocimiento, enfebrecido por primera vez en sus veintiún años de vida.

Soñó, delirante ¿o tal vez fue cierto que Noldo y Yamún aparecieron en carne y hueso en lo alto  la Atalaya de los Ciclos, para interpelarlo, burlones, a coro?

“No morirás, humano. Nunca mueres. Siempre, ciclo tras ciclo, eres el mismo hábil ingenuo que intenta, sin saberlo, liberar a Muyán… a ti mismo. Y siempre lo serás. Ese, y no otro, es y será tu castigo… o tu premio: la inmortalidad. O, al menos, un aceptable, pero doloroso sucedáneo. Además de, por supuesto… la esperanza de un día ser libre. Vana, te lo advertimos… pero esperanza al fin. Y ¿qué más necesita un humano?”

Jurbal Drei no murió de sus heridas. Pero sí cambió, de nuevo.

Al despertar, nunca supo cuánto tiempo después, lo primero que sintió fue su piel ardiendo. Quiso gritar de puro dolor, y de su boca no salió más que un alarido inarticulado: la lengua se le había caído, o quizás fue absorbida. Ya no estaba, de algún modo…

Y casi todos sus dientes también faltaban, sustituidos por o convertidos en un horror de colmillos, a la vez cortantes y frágiles, como hechos de vidrio.

Como los del Morador de las Galerías.

Por demás, enseguida notó que ahora sólo tenía un ojo ¡y no recordaba que el monstruo lo hubiera herido en el otro!

Justo el ojo por el que peor veía desde niño, el derecho, el casi gris… ¿qué había pasado con el otro?

¿Se había convertido en el ser que derrotara, acaso? ¿Qué clase de malsana broma divina era aquella? ¿qué injusto castigo de Noldo y Yamún? ¡pero si él nunca se había propuesto rescatar a Muyán de su prisión…!

Apenas podía pensar. Sentía como fuego corriendo por sus venas; rodó por el suelo, retorciéndose, gimiendo sin palabras, ansioso de arrancarse su propia piel, si fuera preciso, con tal de aliviarse de aquel tormento inenarrable que lo consumía.

 Pero, por suerte, en su adolorido frenesí acabó por caer en el pequeño estanque. Y, chapoteando, incrédulo, descubrió que el frescor del agua mitigaba su sufrir.

Mientras alguna parte de su cuerpo tocase el líquido, de hecho… nada dolía.

Curioso y más que curioso.

¿Sería por eso había intentado, el muerto Morador de las Galerías, zambullirse allí, al final?

Lenta, trabajosamente, se puso de pie, sumergido hasta la cintura: en el espejo de las aguas, su cabello se había alisado, perdiendo todas sus rastas y nudos… volviéndose, a la vez, completamente blanco.

Se miró las manos, más largas y flexibles de lo que habían sido jamás…y, con una horrible sospecha colmando su mente, buscó con la vista el cuerpo del Morador de las Galerías.

Pero sólo encontró una piel vacía, descolorida y flexible, como curtida ¿se habría licuado su dueño, de algún modo… o tal vez, incluso más horrible… lo habría devorado él mismo… desde adentro?

¿Entones… era él, ahora, el Morador de las Galerías… el avatar maldito de Muyán, el Gran Corruptor? ¿el prisionero eterno de la Atalaya de los Ciclos?

¿Era ese, el gran secreto de la torre pétrea?

Reacio a aceptar pasivamente aquel destino que juzgaba del todo inmerecido, Jurbal Drei recorrió la pequeña estancia circular en lo alto del monolito rocoso. Era un cuenco, un cilindro: una habitación sin techo, pero de altos muros perforados por algunas claraboyas, más que ventanas, por las que ahora entraba el sol de otro crepúsculo.

Pendiendo de sendos clavos, descubrió cientos de espadas, finos estoques tan largos como  su propio brazo. Eran todas iguales, hechas de un metal misterioso que había resistido incólume al óxido y al tiempo, sin perder siquiera el brillo… y notó espantado que había sitio para muchas, muchas más, que faltaban.

¿Cuántos milenios llevaba sucediendo esto? Y ¿cuántos quedaban, aún?

Dio también, en un estante de piedra, con varios libros encuadernados en piel humana y cuyo vetusto lenguaje ya no le representaba la menor dificultad leer. Ahora era todo un mago, y los reconoció como lo que eran: grimorios, todos.

Los hojeó; detallaban sortilegios misteriosos… incluido uno que prometía el desdoblamiento del cuerpo en un ente astral y otro material.

Sonrió; valdría la pena estudiar ese a fondo, seguro.

Si los dioses no habían mentido, al menos tendría todo el tiempo del mundo.

Y no pensaba rendirse. No sabía cómo hacerlo.

De cualquier modo, pasaron aún años de meticulosa lectura y memorización de los tomos taumatúrgicos, antes de que Jurbal Drei, el Prisionero de la Atalaya, estuviera seguro de dominar aquellos grimorios hasta el punto de atreverse a ensayar su primer encantamiento.

Fueron aquellos años de hambre y privación, adentrándose cada pocos días en las chimeneas verticales para capturar gusanos con aquellos nuevos dientes suyos… monstruosos, afilados y largos; frágiles, móviles y venenosos. Con sus igualmente nuevas manos flexibles y adhesivas, como de pulpo.

Poco a poco fue aprendiendo a mantenerse siempre húmedo, para evitar el dolor de la sequedad. Y a evitar la luz, que le hería los ojos incluso siendo muy tenue.

Nunca se rindió. A veces, hallaba consuelo en su magia, cada vez más poderosa, conjuró la imagen de su abuela, de algunas ovejas. Nunca de Fulko o de Kimara. Por primera vez en años, no se sintió tan solo.

El sortilegio elegido debía realizarse en una noche de lluvia y sin luna. En medio de la tormenta, un empapado Jurbal Drei, que previamente se había arrancado él mismo todos sus horrendos colmillos venenosos, despreciando el dolor, derramó su propia sangre en el círculo mágico. Luego gimió… o gruñó, las palabras mágicas… y aguardó, expectante, a que la poderosa taumaturgia hiciera efecto… o no.

Se había preparado bien. Llevaba un largo estoque de metal brillante al cinto e iba vestido con botas y un traje confeccionado pacientemente por él mismo, con el único material a su alcance… la pálida, elástica piel del Morador de las Galerías. Ni el más exigente elegante de la exquisita corte ducal lo habría encontrado menos que perfecto.

El viejo grimorio no lo defraudó. El hechizo funcionaba; el desdoblamiento fue perfecto. Su cuerpo quedó yaciendo junto al estanque, como una gran serpiente desmadejada, con brazos y piernas inhumanamente largos y flexibles… a la vez que otra parte de él se volvía ingrávida e inmaterial, y volaba o se deslizaba,  jubiloso, arrastrado por un viento no existente, desde lo alto de la Atalaya de los Ciclos y hasta los acantilados de la bahía circular, por sobre las hirvientes, arremolinadas aguas de La Hoya.

Y, al tocar tierra, aquel flotante espectro dejó de serlo y recobró peso y solidez, bajo la insistente lluvia.

Estaba en el monolito. Y a la vez… no estaba.

Pero eso era un simple tecnicismo. Lo que contaba era que ¡lo había conseguido! ¡era LIBRE! ¡estaba fuera de la Atalaya de los Ciclos! Al menos, una parte de él.

¡Había roto la maldición, entonces! ¡Los dioses no eran omnipotentes! ¡los hombres podían vencerlos!

Ya encontraría alguna manera de liberar también a su otra mitad, estaba seguro.

Ahora conocía los secretos de tantos encantamientos, que casi se sentía igual a cualquier dios.

¡Que se cuidaran, Noldo y hasta el mismísimo Yamún! Ya se vengaría de ese par de prepotentes…

Jurbal Drei, el poderoso mago, llegaba, e iría a por ellos… después que saboreara un poco el mundo de nuevo, por supuesto; lo había echado de menos…

Además, no había prisa.

Exultante y desgarbado, el joven hechicero nativo de Remiendos danzó ridículamente sobre las resbaladizas rocas de granito gris, y bajo el chaparrón: ya encontraría también un modo de librarse de aquella dependencia del agua y la oscuridad… confiaba.

¡Su poder no tenía límites, ahora!

-Eres extraño, forastero. Hermoso, creo… bailas bien y usas ropas muy elegantes. Pero muy extraño, sobre todo…

La voz femenina lo sobresaltó; era una chica robusta y rubia, de enormes, ingenuos ojos azules. La miró, boquiabierto, con un terrible presentimiento; algo en ella le parecía familiar.

Muy familiar… a la vez que estaba por completo seguro de no haberla visto nunca antes.

¿Qué había salido mal? ¿acaso no había pronunciado bien los ensalmos necesarios, sin dientes…? ¿Si sería que…?

Trató de hablar, pero ni una palabra inteligible brotó de su boca desdentada y sin lengua. Debía sonar patético… y verse ridículo, pese a su sofisticado traje de piel.

-Un extranjero, está claro; no entiendo una palabra de lo que dices- rió la fornida moza, encantada. Sus ojos color cielo resplandecían a la tenue luz de las estrellas -Pero tampoco importa tanto… basta con mirarte para saber que no eres de por aquí, y eso ya es suficiente para mí. Desde pequeña odio de corazón a la Costa Gablona, a  La Hoya y a toda su gente ¿sabes? Y sueño con irme lejos, a elegantes bailes y fiestas. Así que… ¿quizás tú mismo podrías ayudarme? tus ropas son raras, ¿de piel, no? pero exquisitas, y con ese cabello blanco tan largo, aunque tengas un solo ojo, podrías perfectamente ser un noble venido de tierras lejanas, un antiguo soldado ¡o hasta un príncipe guerrero, un veterano héroe de las Guerras de Sucesión! ¡que es mucho más que un duque, creo! ¿Me otorga la gracia de conocer su nombre, Su heroica Alteza? Pero… ¡qué descortesía! Primero debo decirle el mío: mucho gusto, soy Belsa, de los Drei…

Y mientras su madre hablaba, acercándosele con su amplia, irresistible sonrisa de adolescente, lenta e inexorable, desplegando su femenina sexualidad como una mantis religiosa sus patas raptadoras y fauces, Jurbal comprendió que nada funcionaría jamás: ninguna magia, ningún hechizo.

Al fin era el mago que siempre había soñado ser… pero, incluso así, los dioses lo habían vencido. Siempre estuvieron un paso por delante de cada uno de sus planes y esfuerzos.

Intuyó que podría probar hasta el último encantamiento de los grimorios de la estancia en el pináculo de la torre de rocas… y serían igual de inútiles que este.

Yamún y Noldo habían pensado en todo. Era prisionero de la Atalaya de los Ciclos, por toda la eternidad. Era el Morador de las Galerías y, a la vez, su propio y misterioso padre. Era Muyán el Gran Corruptor y Jurbal Drei, el extraño muchacho flaco, ojiverde y pelirrojo que soñaba con magias vetustas y reinos encantados. Y también el Gran Mago. Todos ellos y cada uno… pero todos el mismo ser.

Siempre lo había sido… y siempre lo sería.

Era su condena, su destino inexorable.

Su celda sin escapatoria posible, en el tiempo y el espacio.

Y, por primera vez en largos años, el hijo de Belsa se descubrió pensando en su casi amigo, Fulko, el viejo sacerdote de Noldo ¿qué habría sido de aquel buen hombre?

Se le ocurrió que, ante una situación así, el ex soldado alcohólico habría dicho, probablemente, la misma frase con la que a veces intentaba justificar su afición por la bebida:

“Hay que cooperar con lo inevitable, muchacho”.

De modo que, por primera vez ¿o última? ¿o ambas? en su vida… Jurbal Drei se rindió a la aplastante evidencia… y cooperó: suspirando resignado, dio un paso adelante, la envolvió entre sus flexibles brazos y besó larga, apasionadamente a su madre… y la madre de su hijo, él mismo ¡el más absurdo, improbable de los incestos! ¡el menos probable de los ciclos y los bucles!

Pero no tenía sentido oponerse al destino. Ahora lo sabía. Su futuro ya estaba escrito, y con letra indeleble, en el libro invisible del tiempo; siempre lo había estado.

Sabía que él y Belsa se amarían, y que, tras dejarla embarazada, moriría en extrañas circunstancias… que muy pronto descubriría, aunque no fuera capaz de modificarlas ni un ápice.

¿Podía concebirse maldición peor, acaso?

Sabía que Belsa Drei moriría también, pariendo a un hijo al que llamarían Jurbal, y que llevaría su mismo apellido. Porque sería él mismo. Un niño que crecería huérfano, diferente y repudiado por todos en La Hoya, soñando con mundos distintos de magia y épica… para acabar encontrando, como siempre, su camino hacia su prisión eterna, en el centro de La Hoya.

Donde su otra mitad reptaba, con dientes venenosos y en las húmedas tinieblas, esperando unírsele una vez más.

Para los dos ser uno solo, eternamente cautivo en la Atalaya de los Ciclos…

Otros cuentos de Yoss en el blog:

Apolvenusiana, por YOSS

El último mando del viejo general, por Yoss

El final de Rusko el Rojo, Yoss

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2 comentarios sobre “La atalaya de los ciclos (cuento), por Yoss

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    1. Saludos, camarada. No estoy recibiendo cuentos, ahora los pido personalmente. Aunque lo he descuidado un poco, pero para mediados de año debo retomarlo.

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