Originalmente escrito en inglés, este cuento de mi amigo (y persona culpable de que me leyera La rueda del tiempo) Sergio Alejandro, es una de los mejores relatos cortos que he leído. Una historia que juega con la esperanza de un guerrero condenado a su final, pero invatible y sus reflexiones sobre el cómo ha llegado a esta situación.
En cuanto a quién es, cuando le pedí una pequeña bio para este cuento, me dijo que pusiera esto

A lo que luego agregó:
29 años, ingeniero industrial y «Friki Ars.»
Ahora sí, los dejo con cuento y espero que lo disfruten.

Era la espada. Esa maldita espada.
A pesar de permitirle ser herido, se rehusaba a dejarle fallar…
Se rehusaba a dejarle morir.
Al principio su único deseo era sobrevivir, pero tras doce años de luchar en los Fosos, invicto; tantos eran los horrores que había visto y vivido, que la muerte era ahora en su mente una tentadora posibilidad de liberación.
Dos veces en todo este tiempo había su corazón cedido en silencio a mitad de la noche, y las dos veces la espada le había devuelto la vida de un choque. Un único impacto eléctrico, intensamente verde a sus sentidos, despertándolo a un episodio de tos sanguinolenta.
Era imposible para él deshacerse de ella, simplemente no podía soltarla. Sus manejadores se dieron por vencidos en el tratar de quitársela, dejando en el primer y único intento cuatro de los suyos despatarrados y moribundos.
Lo más lejos que la espada iba de su cuerpo era la vaina en su cintura. Todo remoto o sorpresivo esfuerzo de quitársela, terminaba con ese alguien sorprendido y desangrándose.
Todo intento suicida por su parte siempre terminaba igual: él comenzaría, perdería la consciencia y la recuperaría con su ejecución de alguna manera burlada. La espada cortaría la cuerda de la que él estuviera colgando, tomaría control de sus manos en un agarre cadavérico si intentaba apuñalarse con un tenedor, lo llevaría al borde de un precipicio sólo para tirar de sus brazos hasta que hubiera vuelto a la cima. En una ocasión intentó morder su lengua, pero se dio por vencido luego de tres días de tener la vaina entre los dientes sin poder quitarla de ahí antes de quitarse la idea de la cabeza.
Hoy era día de combate. Sería exhibido. «Invictus», lo llamarían, el nombre que le fue dado por los espectadores. ¿Cómo podrían llamarlo así, cuando cada «victoria» no era más que una derrota que lo empujaba a otro día de miseria lleno de sangre y entrañas ajenas?
La trampilla redonda sobre su cabeza se abrió en dos mitades y, la plataforma sobre la que estaba encadenado, comenzó a elevarse por el agujero. La multitud rugiente tronó sobre él. Un pueblo. Reducido a bestias irracionales sedientas de sangre. ¿Era esto lo que la guerra le deparaba a los vencedores?
Sus ojos vagaron hacia el objeto maldito en su cintura. Era una espada corta común. Sin características notables. Un pomo redondo como una gran moneda metálica, una cruz más bien robusta la mitad de larga que de ancha y una hoja de doble filo, ligeramente ondeada en patrón de hoja arbórea hacia la punta. Un arma tan poco notable como letal en sus manos, y en sus manos sólamente; ya que si una cosa llegó a aprender en todo este tiempo es que la espada lo necesitaba a él, y sólamente a él.
En el podio hueco construido especialmente para tal espectáculo se erguía cuando los cierres de sus cadenas se abrieron, los mecanismos controlados desde abajo.
Una volea de cinco flechas fue lanzada hacia él y, en un único movimiento trazado con la hoja danzó y cortó en el aire por la mitad los cinco ástiles. Este era su saludo de siempre a la multitud. Lo mismo que había sucedido ese primer día, cuando se suponía que no debía haber sobrevivido.
Después de todo, ¿quién era él para sobrevivir? Nadie. Nada.
Un granjero. Sin probar en el conflicto, sin entrenar en las armas.
Un cautivo. Tomado prisionero por una fuerza invasora originaria de la tierra que ahora sus plantas hollaban.
Un esclavo. Arrancado del seno de su sagrada tierra natal. De su familia. De los campos verdes y dorados donde la vida misma se sembraba y cosechaba.
Las grandes puertas a la arena se abrieron y sus desafortunados oponentes entraron como enjambre. Pendientes de él, comenzaron a posicionarse; algunos deteniéndose en ciertos puntos, otros caminando un poco más. Todas las armas descubiertas.
En un instante, todos se abalanzaron sobre él.
De algún modo, siempre sabía exactamente cuándo agacharse y rodar. De algún modo, siempre sabía dónde estocar y tirar, o cortar y seguir el movimiento hacia la próxima víctima. De algún modo, el golpe de un oponente más grande y pesado nunca lo desbalanceaba, sino que se añadía a su propio momento cuando, en un giro, imperceptible al campo visual de su oponente la espada surgía por el otro lado y daba contacto mortal en un punto fatal, incluso entre placas de aramdura entrecerradas. Demasiados que creyeron poder tomarle ventaja con malla de cadena y anillo bajo la pesada armadura terminaron con ambos ojos empujados al fondo del cráneo. No había nunca una armadura suficientemente perfecta. De algún modo él siempre encontraba un punto débil. Incluso donde las placas estaban soldadas o superpuestas, la espada entraría en los ángulos correctos y, con un poco de palanca, siempre se desgarraba una abertura.
Catorce minutos después sólo tres quedaban. Estos se mantuvieron todo el tiempo apartados de la tormenta de sangre. Y acertado era llamarle tormenta, pues él se hallaba calado en carmesí como si hubiera llovido del cielo.
Ya no podía realmente saborearla, u olerla. En vez de eso, sus sentidos le traían otras cosas. Pan, fresco y suave. Una hoja de hierba. Un grano de trigo maduro. Agua fresca y clara bajando por su garganta. El olor de un hogar encendido y crepitante, del cabello de sus hijos cuando los abrazaba. El sabor, más que el sentir, del amor en los labios de su esposa.
Él sabía. Sabía que era la espada. Pinchándolo. Retorciendo sus sentidos. Azuzándolo. Dándole una probada de promesas. Promesas que se mostraban tan lejanas, que hacía tanto habían perdido la semblanza de significado para él.
Trató de encarar a todos sus oponentes a la vez, pero ellos lo rodeaban, siempre moviéndose. Se plantó donde estaba y giró la vista hacia cada uno en turno, dedicándole un último y solemne asentimiento. Dentro de su yelmo ligero las lágrimas dejaban un surco color piel a través de la sangre en su rostro. Se condolía por estos hombres que estaba a punto de matar. Como mismo había aceptado el momentáneo luto por cada uno de los que había corrido el mismo destino durante estos doce años.
Tales eran las reglas de los Fosos: sólo uno podía marcharse.
Sólo uno podía marcharse, sólo para regresar. Hasta que le tocara encararse con el Invictus y ya no podría entonces marcharse.
Como una centella acometió su asalto, impulsado por la magia de la espada. Su presa tropezó hacia atrás con un cadáver. Un detalle calculado en la rotación que mantenían alrededor de él. Su oponente trató de incorporarse de un salto, pero todo lo que consiguió fue alinear los superpuestos de la placa de su abdomen con la hoja entrante. Directo a la tripa como un relámpago, dentro y fuera en dos pestañazos.
Los otros dos se lanzaron sobre él en el momento en que atacó a este, y con un giro cortó la mitad izquierda del cuello de uno, desde el frente hacia atrás. Quitándole la lanza que traía y usándola para hacer tropezar al otro, que cayó de frente. Mientras este se enderezaba para ponerse en pie, una mano le agarró por el hombro derecho y un dolor agudo en su pecho comenzó a desvanecerse junto con su visión, trabada desde cerca por un par de ojos extranjeros.
Él tuvo la esperanza. Tuvo la esperanza de que este hombre pudiera haber mirado en sus ojos y ver allí el arrepentimiento de haber tomado su vida.
Él tuvo la esperanza.
Esperanza.
Esperanza había tenido. Esa por-siempre-maldita noche.
Cuando habia sido traído a morir, a este mismo sitio, doce años antes.
Esperanza y desesperación eran las únicas cosas que había tenido para ofrecer a cambio. Cuando rezó a cualesquiera dioses estuvieran escuchando.
Cuando hubo descubierto completamente su ser. Sin la fuerza o habilidad para sobrevivir. Teniendo sólamente Esperanza y Desesperación.
Y cualesquiera dioses que estuvieran escuchando tomaron su Esperanza y dejaron para que en él habitara sólo la Desesperación.
Tomaron su Esperanza y la rehicieron, para luego entregársela de vuelta. Para que nunca fuese capaz de perderla, pero tampoco capaz de tomarla dentro de sí otra vez.
Nunca sabría si fueron sus propios dioses quienes así lo maldijeron por la debilidad que le permitió ser traído aquí con vida; o si los dioses de esta tierra, que decidieron recompensar a sus adoradores con el regalo definitivo de gratitud en la forma de entretenimiento inagotable.
La tomaron… y la regresaron como algo más.
Tomaron su Esperanza y se la devolvieron, y con ella, la Fuerza y Habilidad para siempre sobrevivir, ahogado en la Desesperación.
La Espada era Esperanza.
Y a pesar de permitirle ser herido, se rehusaba a dejarle fallar…
Se rehusaba a dejarle morir.
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Como comentar es agradecer escribo para decir que es una historia corta genial. Me encanta la idea y la forma en la que la narrativa te envuelve. Tiene gancho, fui de principio a fin y ni cuenta me di. Aunque me quedé esperando una vuelta de tuerca final que me dijera que la espada iba a liberarlo, o a matarlo o que iba a pasar algo más me siento satisfecho por cómo acabó, mis respetos para el autor y muchas gracias por compartirlo.
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De nada, camarada.
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