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Capítulo I: Los hombres del país sin arcoiris, Roger Durañona

Duggar estaba sentado con toda comodidad, las piernas estiradas debajo de la mesa, en la vetusta taberna del viejo Moris, en los arrabales de Nabrala. Antes, en los buenos tiempos, cuando era solo un niño y su padre lo traía a familiarizarse con la crema y nata de la escoria de la ciudad, aquí se reunía una multitud de lo peor que habitaba los barrios bajos. Ladrones, mercenarios de poca monta, acuchilladores baratos, prostitutas, chulos… y demás profesionales afines.

Sin embargo, en la actualidad la hez de la sociedad nabralense pretendía dárselas de gente civilizada, e iba a reunirse a los nuevos cabarets con luz eléctrica, vestidos con trajes de etiqueta de manufactura bleriana, bañados en perfumes caros y del brazo de las prostitutas caras de siempre, que ahora se hacían llamar eufemísticamente “damas de compañía”. Y a aquella pantomima la llamaban progreso.

Personalmente, Duggar odiaba los modernos clubs nocturnos que estaban reemplazando a los viejos antros de Nabrala. Prefería la luz temblona y hedionda de las antorchas y candiles, los no menos hediondos parroquianos desaseados y mal vestidos, la algarabía. Ideal para disimular cualquier conversación privada, las mesas toscas y hasta cojas. Inspiró, buscando el aroma de las mechas quemadas… y tuvo que interrumpir la aspiración a la mitad; en una mesa cercana un tipo gordo, con una borrachera extrema, se había defecado en los pantalones. Algunas cosas nunca cambiaban. Intentó identificar el brebaje culpable, para evitarlo… pero, por prudente tradición, ninguna botella tenía etiqueta en las tabernas de los barrios bajos.

No tenía remedio; habría que arriesgarse a seguir bebiendo… y de paso soportando la peste hasta que llegara la ronda y se llevara a quien la causaba.

La ronda, ah… la nueva ronda. De seguro no demoraría mucho en caer.

Duggar extrañaba los tiempos de su padre, cuando la guardia nocturna no se metía en los asuntos de nadie. La ronda pasaba… una vez cada noche. El viejo Moris, bastante más corpulento y menos viejo en aquella época, les servía un par de jarras del mismo orine de burro que a los demás clientes. Gratis, estaba claro. Ellos se las bebían sin comentarios y acto seguido se marchaban a visitar la próxima taberna.

Bueno, tal vez en el camino a la puerta alguien les susurraba unas palabras al oído y dejaba caer algo brillante en el bolsillo del cabo. Nada demasiado extraño. Y nadie se interesaba ni en lo uno ni en lo otro, porque los guardias tenían mal genio y eran tan o más duros que los mismos malhechores que supuestamente debían controlar. Además de que, desgraciadamente, tenían a la ley siempre de su lado.

Una ley que podía ajustarse o comprarse según la situación económica de cada cual, por supuesto… pero que para ellos trabajaba gratis. Ventajas del oficio; alguna tenía que tener. Era justo.

Pero ahora no. La guardia actual paseaba por todas partes, a todas horas, y metía sus narices acorazadas en los asuntos de todos. Y los tiempos en que se podía inclinar decentemente la balanza de la justicia a favor de uno con algunas monedas ya habían quedado para siempre atrás. La ley era hoy inflexible, ¡para todos! Y ¡horror de horrores! sus servidores prácticamente incorruptibles.

Duggar resopló al pensar en el asunto. Nabrala yo no era lo que había sido, claro. ¿Qué clase de país puede funcionar bien si ni siquiera puedes confiar en que la ley te saque de un apuro cuando la necesitas, buen oro mediante?

¿Podría las cosas ponerse peor de lo que estaban? Creía que no…

Pero pronto se percataría de que estaba equivocado. El universo tiene una inagotable reserva de maneras para empeorar cualquier situación.                      

La cortina de la entrada se apartó, empujada por una mano envuelta en metal. A la mano le siguió un tipo alto y corpulento pelado al rape, con los ojos cubiertos por unas gafas de cristal ahumado. Una amplia capa con capucha envolvía su cuerpo, disimulando sus contornos, pero la vista entrenada de Duggar, al igual que la de todos los demás presentes, advirtió al punto la armadura negra y los cuchillos al cinto, de diferentes tamaños y propósitos: para degollar, apuñalar, desollar…

Y, aunque no pudiera distinguirlo, la intuición le avisó que también había objetos pérforo cortantes ocultos en botas y otras prendas, igual de especialmente diseñados para otros propósitos más o menos sangrientos. Obviamente, el combate era su profesión.

Tras el primer tipo entró otro con una pinta por el estilo… aunque además llevaba arremangada la capa, dejando al descubierto los antebrazos, envueltos en sendos brazales erizados de cortas, filosas y amenazadoras hojas de acero pulido, tan brillante que las temblonas lámparas de la taberna se opacaron por un instante, avergonzadas ante su resplandor. El segundo no llevaba gafas, pero en cambio lucía un par de ojos de vidrio, que giraron locamente en todas direcciones escrutando cada rincón de la taberna.

Hombres de armas denmar. Y buscaban algo.

El corazón de Duggar se congeló. No le cabía duda de que venían por él. Sin tardanza, pero sin desesperación, se puso de pie y se encaminó al mostrador. Con gran esfuerzo logró hacerlo sin correr. Dejó un par de monedas sobre la oscura barra de madera y entró a paso raudo por la puerta de la derecha, que llevaba a la cocina, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí.

Pequeños privilegios de cliente habitual; Moris, celoso de los secretos de sus salsas, solo permitía el paso a su santuario a unos pocos y selectos conocidos… bueno, también a desconocidos, pero solo si pagaban bien por el privilegio.

Por desgracia, aunque décadas atrás había sido un temible peleador de taberna, ya Moris estaba demasiado achacoso para ser un buen guardián; Duggar sabía que, por más que chillara, insultara y los azotara con el trapo asqueroso que usaba para limpiar el mostrador, los denmar acabarían por vencer su resistencia y entrar a la cocina. Su única esperanza era que la oposición más bien formal del viejo le ganara algo de tiempo… no mucho, solo el suficiente para esfumarse en los húmedos y tenebrosos callejones de Nabrala, que conocía mejor que la palma de su propia mano. Le bastarían unos pocos segundos para desaparecer.

Atravesó la cocina como una exhalación, empujando sin reparos mesas y carritos con comida para dejarlos bien en medio del camino. Derribó alguno que otro, pero no se detuvo; lo de menos era que luego tuviera que págarselos a Moris; lo esencial era que cada obstáculo podía significar otro valioso segundo de ventaja ganada.

Al fin abrió de un tirón la puerta que daba a la calle detrás de la taberna y, sintiéndose casi a salvo, salió de un salto… pero solo para ir a chocar de lleno con un kalói. Rechoncho como tantos mestizos de humano y demonio, iba incongruentemente vestido con traje bleriano y un ridículo sombrero alto y cilíndrico.

Con el encontronazo, la voluminosa y extravagante chistera cayó y rodó hasta detenerse justo en el centro de un charco de líquido fangoso cuya procedencia era preferible no averiguar; el callejón trasero servía como área de descarga para los carretones de suministros del establecimiento de Moris y de otros similares, así que no era aventurado suponer que el sombrero estaba perdido para siempre.

—¡Vaya! —exclamó el kalói, contrariado.

—¡Berot! —dijo Duggar, más contrariado todavía; sus segundos de ventaja acababan de esfumarse sin remedio.

En ese mismo momento dos tíos tamaño extra grande aparecieron como por arte de magia desde ambos lados y le sujetaron los brazos con un férreo agarre, mientras lo alzaban en vilo hasta que solo tocó el suelo con la punta de los pies. No era una posición confortable, claro; el único alivio de Duggar fue constatar que, aunque duros y musculosos, desde luego aquellos dos brutos no eran los temibles denmar de los que había salido huyendo. Algo era algo.

Sabiéndolo seguro, el híbrido llamado Berot se permitió echar un vistazo a su sombrero malogrado, pero sin siquiera intentar recogerlo… aunque por un segundo sus ojos tomaron un color rojizo que no auguraba nada bueno.

—Bueno, bueno, bueno… ¿Qué tenemos aquí? Mi sombrero nuevo, arruinado sin remedio; en otras circunstancias te descuartizaría con sumo placer, solo por eso. Pero estás tan metido en problemas conmigo que lo ignoraré.

Se encogió de hombros con el rostro distendido en una sonrisa que resultaba cualquier cosa menos afable.

—Berot, yo…

—Sí, tú mismo fuiste. Y, ya sé; vas a decirme que me pagarás muy pronto. Pero resulta que no quiero oír eso. En verdad Duggar, me hubiera gustado mucho más que nos encontráramos en el teatro, ¿has ido al teatro? Supongo que no, bueno, no importa… Y que me dijeras, ¡hola Berot! ¿has disfrutado los seiscientos namis que te devolví? Pero no, claro; tenía que ser en este callejón oscuro y hediondo, donde un caballero decente no debería poner jamás los pies. Porque yo soy un caballero decente, ¿tú no, Duggar?

La puerta de la cocina volvió a abrirse y Duggar intuyó que dos nuevos problemas habían aparecido detrás de él. O más bien, dos viejos problemas acababan de actualizarse.

—Necesitamos a ese hombre. Ahora. —dijo una voz suave, con inconfundible acento de Chenmar. Intuyendo más peligro en los recién llegados que en Duggar, los forzudos rufianes, que no debían ser completamente idiotas, lo soltaron y retrocedieron hasta donde estaba Berot, como esperando sus instrucciones. Una vez libre, y frotándose los hombros adoloridos, Duggar dio un cuarto de vuelta, para quedar con un grupo a su derecha y otro a su izquierda.

No le parecía muy seguro darle la espalda a ninguna de las dos facciones. Si Berot y los suyos querían un dinero que no tenía, los otros… mejor ni averiguar lo que buscaban. Ojalá y tampoco lo tuviera, al menos.

—Verán —respondió Berot, que podía reconocer el peligro tan rápido como cualquier hijo de vecino. Creo que podemos llegar a un acuerdo entre caballeros. No sé lo que quieren con esta sabandija, pero resulta que no tengo inconveniente alguno en entregárselos… si me garantizan que lo cortarán lentamente en pedazos y se lo darán a los perros después, claro.

—¿Por quién nos toma? —dijo el denmar de voz suave, que resultó ser el de los ojos cubiertos.

—No somos unos chapuceros —agregó el otro. La voz de este también era suave y baja, pero ronca. Parecía incluso más peligroso que su colega—, Y lo necesitamos vivo. Pero si es dolor lo que necesita, entonces sí le puedo garantizar que habrá mucho si no nos lo entregan.

Suficiente para tres o cuatro personas, incluyendo a caballeros, decentes o no.

Berot y los suyos retrocedieron un paso, casi sin darse cuenta.

Como si aquel retroceso fuera la señal que esperaban, dos manos, esta vez literalmente de hierro, volvieron a sujetar los brazos de Duggar, que ni siquiera intentó oponer resistencia; sabía que habría sido tan inútil como tratar de enfrentarse a una avalancha.

—De acuerdo entonces; los dejaremos solos, —dijo Berot, con un temblor en la voz, y aunque ya no hacía ninguna falta que lo aclarara –Que tengan buenas noches…

Con prisa más bien indecorosa, el káloi y sus dos matones desaparecieron del escenario, mientras los denmar arrastraban a Duggar en dirección contraria. Apenas alcanzaron la intersección del callejón con la calle lateral, un vehículo traqueteante, sin caballos y del tamaño de un vagón de caravana se detuvo frente a ellos. Una plancha de hierro cayó del costado, como el puente levadizo ante la puerta de una fortaleza, y los tres subieron por ella.

O más bien los dos denmar subieron y Duggar fue llevado en andas; aquella noche todo el mundo parecía empeñado en que tocara el suelo con sus propios pies el menor tiempo posible. La plancha volvió a alzarse tras ellos, cerrando la única vía de salida.

El interior del vehículo resultó ser bastante espacioso, muy bien equipado para servir de alojamiento: dos literas ocupaban el lado opuesto a la entrada y la pared del fondo; a la izquierda de la puerta había un diminuto horno, y al lado derecho, un armario. La despensa, con toda seguridad, dedujo Duggar, a quien se le daba muy bien lo de adivinar el propósito de los muebles cerrados.

Hacia el frente, separada por un tabique, la pequeña sección donde se sentaba el conductor, otro denmar que apenas si les dedicó una mirada. El vehículo no tenía ventanas ni claraboyas de ningún tipo; la única vista al exterior era la de la cabina del chofer, pero este al punto corrió una cortinilla y la cubrió por completo. Una mesita redonda ocupaba el centro, y tras ella había sentado un cuarto denmar. Este parecía ser menos radical, o al menos no se notaban los artilugios con que los denmar, también llamados despectivamente Tecnólogos o Chatarreros en toda Elymuria, solían adornar su cuerpo.

La excepción era una mano, la izquierda, recubierta de piel artificial… aunque era algo que solo se notaba luego de un cuidadoso examen. Llevaba el grasiento pelo negro bien peinado, con una raya al lado tan recta que habría sido la desesperación de un géometra. Vestía a la usanza del país de Maki y la región sureña de Denmar: camisa de tela fina sin cuello, de mangas largas y anchas. El pantalón era igual de sencillo y amplio, del mismo color azul claro de la camisa. Su rostro tenía una perenne semisonrisa y ojos grises que a otra persona que no estuviera en la delicada situación de Duggar quizás hasta le hubiesen parecido amables. Obviamente, era el líder; a una señal suya, el vehícu lo echó a andar. Duggar, quien no se había percatado de que ya sus pies estaban en el suelo, estuvo a punto de caer. Por suerte el traqueteo no era tan perceptible dentro; de alguna forma los denmar conseguían que el ruido se dirigiera mayormente hacia afuera y molestase a los transeúntes en vez de a los pasajeros. Y, ¡sorpresa!: tampoco había demasiadas oscilaciones molestas; tras la conmoción del arranque, el suelo se estabilizó como si estuviesen sobre tierra firme y no en un trasto mecánico en movimiento por las estropeadas calles de Nabrala.

El cuarto hombre hizo otro leve gesto, ahora de asentimiento. Los dos hombres de armas se apartaron y se echaron en sus camas. Duggar supuso que el sujeto se consideraba capaz de lidiar con él personalmente si intentaba escapar. Y casi de seguro lo era; no tenía ningún arma visible, pero los Tecnólogos eran verdaderas cajas de sorpresa en lo tocante a artilugios escondidos en su cuerpo.

De todas formas, no era su intención entablar combate. Duggar se consideraba un hombre de paz, y por tanto era partidario de resolver todo hablando. O corriendo, si llegaba el caso.

—Mi nombre es Bastiol.

Tras aquella presentación, el dunmar se echó hacia atrás en su silla, cruzó una pierna sobre la otra y colocó ambas manos en su rodilla izquierda. Su mirada recorrió al ladrón de arriba a abajo, mientras cabeceaba ligeramente, con ademán aprobatorio.

Duggar no dijo nada, así que Bastiol volvió a hablar:

—Y tú eres Duggar Le Rimaud, ladrón. Mejor dicho, Ladrón, con mayúscula. Tu padre te enseñó desde los cinco años. A los once robaste el diamante de la Casa Real del país de Maki deslizándote por entre los barrotes de la jaula donde se guardaban las joyas reales. Pero ese fue solo tu primer hurto importante, porque desde mucho antes ya te dedicabas a robos y estafas menores. Un verdadero niño precoz.

—Me halaga usted…

—A los trece abriste tu primera caja fuerte construida por nosotros. A los catorce abriste tu primera caja que, además de todos los trucos mecánicos de los Tecnólogos, había sido especialmente reforzada con magia. Para ello primero tuviste que entrar en la bóveda de la Academia Mágica del Sur y robar una docena de amuletos: de espejo, de visión total, ¿de la fertilidad…?

Duggar miró al suelo, algo avergonzado. Bastiol se detuvo durante unos segundos, como analizando el dato.

—Sí, siempre supuse que ese lo tomaste por error. En fin, no importa: lo importante es que desde entonces has robado todo tipo de cosas, de todos los tamaños, y en todo tipo de lugares. Hasta que hace tres meses robaste los planos de nuestro más moderno navío sumergible en los astilleros de Chenmar, para venderlos a los abanoa.

—¡No es así! Fue por una apuesta; yo solo los tomé y…

—Y luego tu cómplice te convenció para encontrar un comprador. Lo sabemos, descuida; ya le hicimos hablar, no fue muy difícil. Lo difícil fue hacerle callar. Planeaba venderlos por veinte mil namis y darte mil… ¿Sorprendido? ¿Qué más se podría esperar de un ratero de poca monta como el Cojo Luini?

—Hijo de perra. Cuando lo agarre…

—Bah, no tienes que alardear conmigo; no le harás nada. Porque sé que en el fondo no te importa. No haces esto tanto por el dinero como por el reto. Puedo entender eso. De hecho, yo también soy un poco así. Y por eso me disgusta que fuera tan sencillo descubrirte. Tu propia habilidad te delató ¿no es irónico? Cuando vi que no había pistas, que ni siquiera los ojos mágicos habían captado nada, supe que el culpable solo podías ser tú. Es interesante, por cierto ¿cómo supiste acerca de los ojos?

—No supe. Ni siquiera sé qué son. Pero mi trabajo es pensarlo todo. Me imaginé que tal vez hubiera algún aparato que pudiera captar mi imagen, así que usé un pequeño hechizo para hacerme invisible.

—Y avanzaste colgado del techo con ventosas para eludir la niebla mágica detectavidas. Ingenioso, real mente muy ingenioso.

El denmar quedó inmóvil por completo, observando con falso interés sus manos entrelazadas sobre la rodilla izquierda y no pronunció palabra durante unos segundos.

Hasta que Duggar no pudo contenerse más:

—Si me disculpa la curiosidad, ¿qué van a hacer conmigo?

—Vamos a usarlo, señor Duggar. Necesitamos que robe algo para nosotros.

El cielo sobre Chenmar era gris oscuro y aburrido. Toda la región de la cordillera oriental, desde el extremo norte hasta la costa sur, donde estaba enclavada la ciudad, compartía la misma escasez de azul celeste y motas algodonosas en las alturas. Algunos tontos decían que los denmar habían quemado tanto carbón en sus fábricas que ya una capa de humo perenne cubría el cielo de su país. Había incluso quien lamentaba que en un par de siglos todo el cielo del mundo estaría así y el hielo de los polos se derretiría por el calor, como dentro de un invernadero.

Duggar no creía en tales sandeces; no era posible que existiese tanto carbón en Elymuria como para oscurecer todo el cielo. Pero sí coincidía con su compañero el Cojo Luini, que poéticamente llamaba a todo Denmar “el país sin arcoiris”.

Por suerte para ellos, los denmar no parecían echar en falta la ausencia de colores. Quizás porque de todos modos su vida se desarrollaba en su mayor parte bajo tierra. Vivían en túneles, explotaban las minas de las profundidades de la cordillera y de sus fábricas, también subterráneas, apenas si asomaban al exterior las chimeneas. El concepto de cielo parecía haber sido reemplazado por el de techo, entre los denmar.

—Quisiera saber qué rayos hacemos aquí.

El Cojo Luini puso una jarra frente a Duggar.

—Buscando retos amigo mío, retos dignos de dos profesionales como tú y yo.

—¡Psé! Todavía no estoy tan seguro de tu tan cacarea da profesionalidad. Además ¿qué puede robarse aquí que valga la pena? ¿Vigas de acero? ¿Carbón? ¿O es que los caballos han subido de precio y ahora tiene futuro el robo de automóviles?

Los ladrones jamás operaban en territorio Chatarrero. La recompensa no valía el riesgo. Las penas por robo en Denmar eran increíblemente duras, y los denmar no extraían oro, plata ni gemas; solo hierro, carbón y, cierto, en unos escasos lugares, diamantes. Sin embargo los pocos diamantes de valor que salían de sus montañas las abandonaban apenas tallados, intercambiados por materiales como ese apestoso aceite mineral del que tan ávidos estaban siempre. O, sobre todo, alimentos.

Los Tecnólogos hacían excelentes aperos de labranza, nadie lo discutía… pero en temas de agricultura prác tica eran completos neófitos, incapaces de cultivar nada. De ahí aquel refrán, popular en toda Elymuria: “más ruinoso que una cosecha de Chatarreros”.

—¡Qué poco espíritu deportivo! Anímate, Duggar; estamos aquí para divertirnos… y de paso, hacer lo que nunca nadie ha hecho.

—¿Y qué cosa es eso?

—Robar algo a lo que los denmar dan más valor que a los diamantes.

Acercó su silla a la del otro ladrón y señaló uno de los pocos edificios denmar que sobresalía algo del suelo: una edificación maciza de tres pisos con grandes ventanales.

—¿Ves eso? Es un importante centro de investigaciones. Está al aire libre porque los dibujantes necesitan luz natural para trabajar mejor, ¿ves las ventanas de cristal?

—¿Y qué?

—Echa un vistazo, o mejor dicho, para no insultar tu capacidad de observación… supongo que ya habrás notado los guardias. En las entradas, en el techo y muchos otros dentro si pudiéramos verlos, supongo. ¿No te parece curioso?

—No.

—Pues a mí sí. Por eso me tomé la molestia de averiguar por qué hacen falta tantos guardias para cuidar dibujos.

—¿Y bien?

—Pues justo ahora los mejores inventores denmar están dando los toques finales a un nuevo navío increíble, que podrá navegar bajo del agua.

—¡Ja! Imposible; se mojaría la gente, idiota.

—No, de verdad; estoy hablando en serio.

—Bueno, ¿y qué? todo el mundo sabe que los grandes inventos denmar nunca funcionan. Ahí tienes a sus cohetes para llegar hasta las nubes; tuvieron que abandonarlos cuando empezaron a llover Tecnólogos por toda Elymuria, ¡algunos de ellos incluso enteros!

Duggar se rió de su propio chiste.

—Que funcione no importa. El reto es lo que vale, amigo mío. Te apuesto mil namis a que no puedes conseguir los planos de ese barco submarino.

—Ni me inclinaría a amarrarme los zapatos, por esa cantidad.

—Pues yo apostaría a que sí. Llevamos un mes de viaje por todo el mundo dándonos la buena vida y estoy bastante seguro que tus bolsillos ya están vacíos. Además, lo que importa es el reto. Piénsalo; robar a los tecnólogos, que han inventado las mejores cajas de seguridad de toda Elymuria…

—Que, por cierto, yo ya he abierto todas.

—Y los mejores sistemas de protección…

—Que he burlado uno por uno.

—Porque esas son las antiguallas que les venden a los demás. ¿No has pensado en lo que se guardan para ellos? Sabes de sobra que los denmar no comparten sus secretos más avanzados con nadie.

Duggar observó el edificio, rodeado por una franja de terreno abierto, marcado por unos postes bajos, distribuidos cada diez metros. Los guardias no se movían de sus puestos: dos en cada esquina del edificio, de forma hexagonal, ubicados de forma que cada uno pudiese siempre ser visto por otros dos centinelas vecinos al mismo tiempo. Desde la taberna no podía ver el techo, pero estaba seguro de que también habría guardias allí, como decía el Cojo.

Y, en realidad, sí que se decía que el mundo no conocía ni siquiera la mitad de la tecnología de los denmar, que solo revelaban cacharros obsoletos a las demás naciones de Elymuria. ¿Sería igual con los mecanismos de seguridad?

—Bien. Supongo que puedo intentarlo… pero necesitaré unas alas de mariposa.

La habitación era gris y sin ventanas, amueblada con un simple banco, una mesita y la cama donde yacía. Al parecer los Tecnólogos no habían descubierto todavía la ciencia de la decoración de interiores. O tal vez eran amantes del revoque al natural, incluso elegantemente desconchado al azar en algunos sitios. Una solitaria lámpara eléctrica, en el centro del techo, justo sobre la cabeza de Duggar, alumbraba la estancia.

Duggar era bueno calculando el tiempo sin necesidad de artilugios mecánicos. Pero dentro de aquella habitación casi desnuda estaba completamente perdido. La lámpara estaba apagada cuando llegó, y se había encendido en algún momento posterior al amanecer, coincidiendo con la llegada del escaso desayuno. Por la parte interior, la puerta no tenía cerradura ni picaporte. De hecho, la ranura entre la puerta y la pared ni siquiera era visible. Eran buenos haciendo cosas así, estos Chatarreros.

Tampoco tenía idea de en qué parte de Nabrala se encontraba; el vehículo se había desplazado a una velocidad indeterminable durante unos veinte minutos. Sin embargo, suponía que se trataba de alguna de las muchas mansiones rentadas por mercaderes denmar, de esas cuyo dueño aparecía muy poco y muy de vez en cuando. De las mismas que, según se rumoreaba en el bajo mundo, en realidad no eran sino casas seguras de los eficacísimos Servicios de Espionaje de los Tecnólogos, que operaban en toda Elymuria.

Al fin, la puerta volvió a abrirse. Duggar habría jurado que antes no estaba en esa misma pared.

—Disculpe la espera. Tenía algunos asuntos que atender.

—No se preocupe. Parece que tengo tiempo de sobra.

Bastiol cerró la puerta tras él y sonrió amable. Le preguntó si el desayuno había sido de su agrado y si se sentía cómodo.

—Como puede imaginarse, no irá solo a su encargo. —dijo, después de la inevitable charla insustancial.

—Era de esperarse que pusiera a alguien a vigilarme, pero espero que comprenda que necesito un mínimo de libertad para…

—No se trata de eso —le interrumpió el Tecnólogo—. Bueno, al menos no solo de eso. El lugar a donde irá está bien protegido, y muy lejos. Necesitará un poco de ayuda. De hecho, muchas ayudas… y bastante diversas.

Se ladeó un poco y tocó en la puerta. De inmediato, un tipo alto y fornido, cubierto de pies a cabeza con una armadura de color gris claro, entró en la habitación. Solo su boca era visible, pues el yelmo le cubría todo el rostro, incluyendo la nariz, y hasta los ojos eran invisibles tras un cristal oscuro.

Pero lo más llamativo era el fusil que llevaba terciado a la espalda; la culata sobresalía ligeramente por encima de su cabeza, mientras que el más largo de media docena de cañones intercambiables de gran calibre casi rozaba el suelo.

Duggar comprendió a la primera ojeada que se trataba de un arma muy especial, obviamente de gran robustez y precisión. Probablemente una de esas pocas fabricadas a mano y por encargo, personalizadamente, para los rastreadores de más éxito, los únicos que podían pagar su alto costo y el de sus municiones, también a la medida.

O tal vez el tipo era simplemente un rastreador denmar, y por tanto con acceso privilegiado a parafernalia exclusiva, igual que sus guerreros. Nunca había oído decir que hubiera Tecnólogos rastreadores. Pero, tantas cosas estaban cambiando en los últimos tiempos en Elymuria, y tan deprisa…

Sus ojos se quedaron fijos sobre el rifle. Sí, había visto antes aquella clase de armas: sabía que, además de la de poder disparar al menos cinco balas antes de necesitar recarga, su mayor ventaja era que, según la distancia a la que debiera disparar, el tirador podía elegir el cañón que usaría en cada caso. Muy práctico, sin dudas. Y que un riflero entrenado podía quitar uno y poner otro en su fusil en menos de dos segundos… la única limitante a la velocidad de tal operación debía serlo caliente que se ponía el metal de los cañones al disparar su munición de a pulgada.

Un problema que, por lo visto, aquel ¿hombre? nunca tendría: sus manos eran tan metálicas como su armadura. A un observador distraído le habrían podido parecer simple guanteletes que cubrían comunes dedos de carne, pero Duggar ya había visto suficientes prótesis denmar en su vida como para no confundirse; imaginó que podría tranquilamente cambiar un cañón al rojo vivo por otro, y en menos de dos segundos, sin siquiera molestarse.

Bastiol interrumpió sus ref lexiones presentando al hombre del fusil:

—Gurdas le acompañará. Claro, él es solo uno de los miembros del equipo. Será nuestro representante y enlace, aparte de protegerlo.

—Bien, eso me gusta. Pero no hemos hablado acerca de la compensación por el trabajito— recordó entonces el Ladrón.

—Es cierto, qué memoria la mía. Recibirá dos mil namis.

—¿Solo dos mil? ¡Eso es una estafa!— se indignó Duggar.

—Si lo dice usted, que es el experto en el ramo… Pero eso no es todo, por supuesto: además olvidaremos el pequeño detalle del robo de los planos. Yo diría que eso mejora notablemente la oferta ¿no cree? Recuerde que se enfrenta a quince o veinte años de prisión por el delito de robo de secretos de estado. Y eso si no decidimos acusarlo de traición, aunque en rigor no sea uno de nosotros… entonces lo esperaría la muerte.

—Ah, bien… pues, sí. La verdad es que la oferta mejora mucho. Entonces, ¿ya podemos entrar en detalles sobre el objetivo?

—Aún no. Discutiremos eso cuando esté el equipo completo. No se preocupe, solo tomará un par de días reunir a los que faltan. Mientras tanto, siéntase como en su casa, por favor.

Gurdas abrió la puerta y Bastiol salió tras él.

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