
Para Erwin Rommel y Arnaldo Ochoa.
Generales heroicos y grandes traidores…
Para Brian McClellan, por la magia en la pólvora.
El día amaneció húmedo y nublado, como es común en la primavera nerfiana, que algunos malos poetas insisten en llamar “la Estación de la Melancolía Divina”.
O sea, una mañana perfecta para cabalgar y cazar: los conejos no entienden de dioses ni melancolías, pero adoran que la lluvia moje sus pieles y cuernos.
El general Dolmar Ascorga y su edecán Jumon ensillaron temprano y galoparon a su placer por la verde pradera, bajo la fina llovizna. Actuaban con la fácil coordinación que sólo otorga la larga práctica. El joven ayudante, riendo, espantaba a las asustadizas presas, galopando a lomos de su esbelto potro ruano de cuernos cortos, pero grácilmente curvados. Mientras que el anciano militar, con sus famosas pistolas de dos cañones, abatía uno tras otro a los pequeños saltadores de largas colas y seis cuernos, desde la silla de Ramil, su alto y oscuro semental de guerra. Sin sonreír jamás, pero con sus viejos ojillos grises reluciendo como gemas, en sus arrugados engarces de carne.
El veterano general no marró un solo tiro. A los ochentaidós, su vista y pulso seguían siendo tan firmes y certeros como siempre. Además, era un brujo del disparo; podía modificar levemente y a su antojo la trayectoria de cada bala que salía de las bocas de sus armas. Y asegurarse de que sus cargas siempre ardieran… hasta húmedas.
Eran sólo las diez cuando, con una docena de gordos conejos colgando del arzón de su montura, y tan empapado como su ordenanza, el Héroe de Salmafedra decidió dar por terminado su ejercicio diario. Todo con medida; ya no era ningún mozalbete.
De vuelta a casa, detectaron las huellas antes que a los soldados.
Luego se comentó que, al descubrir aquella visita, Dolmar murmuró “Y al fin ha llegado el día”… pero ¡se dicen tantas cosas, después de que ocurren los hechos!
El pequeño destacamento lo componían unos treinta infantes, la mitad de ese número de jinetes y un par de enormes tremobestias. Entre todos, ocupaban casi por completo el enlodado patio de la modesta casa solariega. Se veía, en lo ajado de sus uniformes y la espuma en los arreos de los animales, que habían llegado a marchas forzadas desde Fairel, la cercana capital del reino. Quizás hasta andando toda la noche.
Por encima de la cansada tropa ondeaban la bandera de Nerfia, con sus tres halcones negros sobre fondo amarillo, y el estandarte con el martillo rojo golpeando el yunque del mismo color, sobre fondo azul humo: la insignia de Forja de Héroes, el más célebre y aguerrido de los Regimientos Mixtos, creados por el mismo general Ascorga.
En las revolucionarias unidades, concebidas como núcleo del ejército de nuevo tipo con el que Dolmar soñaba dotar a su pequeña patria, coexistían caballería, infantería, artillería y tremobestias de choque. Pero también, por primera vez en la historia nerfia, su cuadro de hechiceros acogía tanto a los aristocráticos dotados, hábiles con los cuatro elementos naturales, como a sus colegas plebeyos: los brujos del disparo.
Al principio los llamaron magos de fuego… antes de comprender que su poder también se extendía a los metales comunes, como el hierro y, sobre todo, el pesado plomo, del que se hacen las balas. Eran como expertos francotiradores… pero más.
Resultaba muy fácil distinguirlos del resto de la infantería del Regimiento Forja de Héroes. Y no sólo por los cordones rojos que llevaban al cuello.
Al entrar en combate, solían ocultar tal insignia bajo su guerrera, para que el enemigo no pudiera reconocerlos fácilmente. Pero sus semblantes pálidos, casi terrosos, y sus fosas nasales dilatadas y enrojecidas… justo como las de Dolmar, permitían identificarlos sin error: eran los efectos secundarios de toda la pólvora que debían esnifar constantemente, para mantener activos sus singulares poderes.
Además, con sabia prudencia, los veinticinco mosqueteros no dotados mágicamente habían buscado refugio de la lluvia, bajo los techos del portal de la mansión; si el agua mojaba las pequeñas cargas del explosivo polvo negro que llevaban en la bandolera cruzada sobre el pecho, sus temibles armas quedarían reducidas a simples garrotes de metal.
Mientras que los cinco tiradores taumaturgos seguían despreocupadamente al aire libre, a despecho de la fina llovizna: como Dolmar, con su magia podían hacer arder su pólvora incluso bajo el agua, de ser preciso.
Al ver llegar al general a lomos de Ramil, orgulloso corcel de oscuro pelaje, retorcidas astas y humeantes ollares, cuyas hendidas pezuñas iba levantando rojizas pellas de la húmeda tierra mientras arrastraba la larga cola escamosa detrás, los mosqueteros adoptaron la posición de firmes, sin necesidad de orden alguna.
Pero los cinco brujos del disparo, además, desataron rápidamente uno de los ataditos de piel humana que colgaban de sus bandoleras… y adelantaron la mano izquierda, ofreciendo su contenido al general.
Era el respetuoso saludo de rigor entre los de su condición… y, aunque tampoco ahora se dibujó ninguna sonrisa en su rostro adusto y surcado de cicatrices, Dolmar Ascorga sí fue chasqueando los dedos y prendiendo fuego, uno tras otro, sin tocarlos, a los cinco negros montoncitos de pólvora que le presentaban sus colegas taumaturgos.
Todos se consumieron rápidamente, con llamaradas chisporroteantes y aparatosas nubes de humo gris, sin causarles daño alguno a los mosqueteros dotados. Porque cualquier brujo del disparo puede hacer que sólo arda lo que él quiere.
El patriótico corazón del anciano guerrero vibró de orgullo, contemplando aquellas pequeñas llamaradas, prueba del poder de su clase. Pero también admirando la marcial apostura de todos los mosqueteros del destacamento, brujos del disparo o no.
Él mismo había diseñado a consciencia sus uniformes: guerreras de largos faldones y cómodos bombachos de lana, metidos dentro de las medias botas, ahora enfangadas. Rompiendo con la alardosa tradición castrense, no había rastro de vistosos azules o llamativos rojos, en aquel atavío. El color de primavera era verde podrido, para confundirse mejor con la vegetación del campo, en la Estación de la Melancolía Divina.
Los mosqueteros de los Regimientos Mixtos dejaban de cortarse el pelo al prestar juramento. Y las largas, gruesas trenzas que, asomando de las informes gorras con la negriamarilla escarapela nerfia sobre la visera, les colgaban sobre el lado izquierdo de su cuello, para no obstaculizar el disparo del mosquete, proclamaban bien alto que no eran ningunos bisoños, sino curtidos veteranos.
Todos llevaban los reglamentarios mosquetes de chispa modelo Dolmar. Cuya ya notable longitud incrementarían aún más, al ser caladas, las esbeltas espadas bayonetas, que por ahora descansaban en sus vainas, colgando al final de las bandoleras con cargas.
Sólo el teniente al mando del destacamento y sus tres sargentos, uno de ellos también brujo del disparo, portaban carabinas, más ligeras y de cañón más corto que los mosquetes Dolmar, aunque de menor alcance. Con ellas podían moverse con mayor libertad, mientras impartían órdenes. También llevaban, al cinto, una o dos pistolas de dos cañones: para hacer fuego cuatro o cinco veces sin perder tiempo en la recarga.
La mayoría de aquellas armas usaban las confiables llaves de chispa. Sólo unos pocos mosqueteros conservadores se aferraban aún a las complejas llaves de rueda.
En cambio, ni uno solo tenía aún el novedoso sistema brisio, de disparo por pistón fulminante metálico. Ni siquiera el mismo Dolmar Ascorga, con toda su fortuna y relaciones en todo Hulvro, había logrado hacerse con uno de aquellos revolucionarios artefactos: no sólo costaban lo que veinte mosquetes de chispa corrientes, de los que llevaban su nombre, sino que el celoso emperador Kalión II los había declarado “secreto nacional”. Y prohibido su venta fuera de las fronteras de Brisia, so pena de muerte.
Pese a ser plebeyo y brujo del disparo, el viejo general también disfrutó de la desenvuelta arrogancia de la pequeña tropa de caballería del destacamento. Porque un arma no es nada sin las otras, y buena parte del talento del auténtico estratega reside en saber combinarlas con la máxima eficiencia, en el campo de batalla.
Los altaneros jinetes vestían uniformes del mismo tono verdoso que los infantes… pero toda idea de camuflaje la rompían sus vistosas capas escarlatas y los garbosos sombreros de ala ancha con blancos penachos de plumas que usaban, en lugar de simples gorras. También se dejaban largos mostachos de enhiestas guías enceradas y llevaban las melenas recogidas en coletas, a la espalda, en lugar de la trenza sobre el hombro izquierdo, como los mosqueteros. Y sus caballos eran espléndidos brutos de largos cuernos e inquietas colas escamosas.
La mayor parte eran de origen noble… o, al menos, nacidos en familias pudientes; pese a la insistencia de Dolmar, para que la Corona se encargase de equiparlos, la añeja tradición de que cada caballero pagase de su propio bolsillo su corcel y armas, ¡para nada una pequeña inversión, precisamente! seguía en pie, en la Nerfia actual… lo que mantenía lamentablemente alejados del cuerpo a muchos y muy diestros jinetes, plebeyos o sin los medios económicos suficientes para afrontar tan serio desembolso.
Todos los caballeros llevaban lanza y sable corvo, pero sólo unos pocos usaban pistolas o carabinas: para reducir su vulnerabilidad a los molestos poderes de los brujos del disparo enemigos, la mayoría había optado por llevar una, dos y hasta tres pequeñas ballestas, de las que se cargan y disparan con una sola mano. Armas de escaso alcance y difícil puntería, pero sobre las que los taumaturgos de la pólvora no podían influir.
Tres de aquellos soberbios y jóvenes aristócratas lucían al cuello los cordones de varios colores que los distinguían como magos tradicionales; hechiceros capaces de manejar uno, dos, muy raramente tres ¡pero nunca todos! de los cuatro elementos naturales o no ígneos: aire, tierra, agua, y relámpago. La cantidad y el color de las hebras trenzadas daban fe de su habilidad: la blanca era por el dominio del aire, el elemento del dios Ygar; la marrón, por el control de la tierra, que pertenecía a Kogel; la azul, por la habilidad para manipular el agua, supeditada a la diosa Tilma; y la amarilla, la portaban quienes eran capaces de convocar el relámpago, potestad de la diosa Juña.
Por siglos, en Hulvaro se había creído que, en tanto que único elemento radicalmente incompatible con la vida, controlar el fuego, subordinado al dios malvado Gujar, estaba más allá de la capacidad taumatúrgica humana. Pero, con el descubrimiento de la pólvora y las armas de fuego, cuya devastadora acción permitía aquel oscuro y pestilente polvo, aparecieron los brujos del disparo. Los señores del quinto elemento; la refutación incontestable del antiguo dogma mágico.
Durante décadas, los dotados tradicionales de Hulvaro, sobre todo los escasos y distinguidos portadores de trenzas de dos o tres hebras, como los temidos hechiceros de tormentas, siguieron despreciando a los nuevos taumaturgos… ¡después de todo, ni siquiera los mejores de aquellos pueblerinos advenedizos podían controlar más que un elemento: el fuego! ¡nada menos que el elemento del dios del mal! ¡y algo de metal… aunque sólo cuando había pólvora involucrada!
Pero muy pronto, con el rápido perfeccionamiento de las armas de fuego, los taumaturgos de la pólvora empezaron a crecer en número. Y a mostrar nuevas y asombrosas habilidades mágicas en el campo de batalla… las inspirara o no Gujar.
La pelota de plomo de un arcabuz de humeante mecha, lanzada por un tirador no dotado, perdía toda exactitud e impulso apenas unas quince tallas de hombre después de abandonar el cañón del arma. Pero un brujo del disparo, tras haber esnifado un pellizco de buena pólvora negra, podía hacer que su bala alcanzara al blanco con mortal precisión… incluso al triple de esa distancia.
Cuando los elegantes mosquetes de largo y fino cañón y complejas llave de rueda o chispa fueron sustituyendo a los pesados y toscos arcabuces, en los campos de batalla de Hulvaro, la capacidad para causar daño de los brujos del disparo también se incrementó proporcionalmente. Si eran súbditos de Gujar… el dios ígneo los amaba.
Un mosquetero bien entrenado tenía muchas probabilidades de derribar a su blanco a unas cincuenta tallas de hombre, y podía hacer fuego hasta tres veces por minuto. Pero si el tirador en cuestión era, además, un brujo del disparo… la distancia a la que sus balas de plomo, forradas de hierro y fundidas según el nuevo diseño cilindro cónico, resultaban mortalmente precisas, se quintuplicaba o más. Francotiradores taumaturgos habían alcanzado a sus objetivos ¡a quinientas tallas de hombre!
Algunos de aquellos magos plebeyos eran capaces, por si fuera poco, de lanzar sus letales proyectiles a un ritmo asesino: ¡hasta seis veces por minuto! Para desagradable sorpresa de los mejores hechiceros nobles, cuyos escudos de agua, aire y tierra podían detener o desviar esas balas, sí… pero sólo si los alzaban a tiempo, lo que cada vez se volvía más difícil.
Un brujo del disparo podía impedir, de lejos, que un enemigo hiciera fuego contra él, anulando las capacidades explosivas de su pólvora. O dañarlo desde la misma distancia, haciendo estallar sus cargas a voluntad… si no estaban envueltas en piel humana, oro, plata o platino: las únicas sustancias conocidas en Hulvaro que eran opacas a los poderes mágicos.
Si estaban alertas, los plebeyos taumaturgos de la pólvora también eran capaces de desviar bastante de su blanco cualquier proyectil impulsado por pólvora que se lanzara contra ellos. Así como de hacer que los suyos siguieran trayectorias que habrían resultado imposibles para las balas de un tirador no dotado: curvas que se burlaban de parapetos y abrigos tácticos, y contra las que en ninguna parte se estaba a cubierto.
Además, ahora, por si fuera poco ¡los malditos diablos brisios estaban fabricando esos nuevos mosquetes de los que todos hablaban, capaces de fuego repetido sin recargar! Pesados artefactos de varios cañones que se disparaban sucesivamente y no a la vez, gracias a otra misteriosa y revolucionaria invención, el pistón fulminante. Una simple capsulita metálica, rellena de una mezcla explosiva, para que sólo pudiera estallar al ser golpeada por el martinete accionado por el gatillo… y hecha de plata, para ser inmune a la acción a distancia de cualquier brujo de disparo enemigo.
Y ¡quién podría saber qué nuevos trucos se sacarían mañana de la manga, los condenados y plebeyos hechiceros tiradores! Pues los tiempos estaban cambiando: ¡Ningún hechicero noble, ni aunque portara una trenza de tres colores, podía estar ya seguro de que sus privilegios de cuna y su dominio de los poderes taumatúrgicos lo hacían invencible en batalla!
Algunos locos incluso hablaban de nuevos elementos mágicos aún por descubrir… como la luz, la sangre o el vacío. No era justo, no…
Y entretanto, en Nerfia, infantes mosqueteros y brujos del disparo, por un lado, y jinetes y hechiceros tradicionales, por el otro, se habían acostumbrado a luchar codo con codo, uniendo sus fortalezas y compensando sus mutuas debilidades, en los novedosos Regimientos Mixtos creados por Dolmar Ascorga.
Lástima, solamente, en opinión del viejo general, que fueran aun tan pocas, tales unidades… y que los comandaran idiotas sin la menor capacidad estratégica, sobre todo.
El anciano militar incluso se permitió mirar con cierta condescendencia a las dos tremobestias de guerra. Los ojos de los dos conductores apenas eran visibles en el fondo de las garitas blindadas dispuestas sobre el cuello de los enormes animales astados. Cada uno cargaba con media escuadra de tiradores y al menos un par de piezas de artillería ligera, en pequeñas fortalezas sujetas sobre sus anchos y altos lomos, bien blindados con gruesas placas articuladas de acero, lo mismo que sus imponentes patas.
Con cinco o seis tallas de hombre de altura hasta la cruz, una tremobestia adulta pesaba tanto como todo un regimiento de mosqueteros. Y aunque, dadas sus dimensiones, no podían marchar al galope, como los corceles de ágiles pezuñas, sino apenas trotar cansinamente, su inmenso peso las volvía incontenibles en las cargas.
Lástima que fueran tan difíciles de atrapar y adiestrar, cuando salvajes. Que crecieran tan lentamente, las pocas crías nacidas en cautividad… y, sobre todo, que todas tuvieran esa incómoda propensión a desbandarse, al ser heridas. Por eso había que acorazarlas con tanto esmero. Y ni así resultaban del todo fiables, en la batalla.
El experto general las comparó mentalmente con los nuevos ciempiés de acero de los brisios, que había visto en acción durante maniobras. Aquellos vehículos articulados movidos por vapor, no eran tan grandes, ciertamente, como las tremobestias… pero sí más rápidos sobre sus cadenas metálicas. Además de mejor armados y más blindados… y, sobre todo, en tanto que artilugios mecánicos, guiados por humanos y sin mente propia, bastante más confiables en combate que la mejor entrenada de las impresionantes, pero ya obsoletas criaturas gigantes.
Pero ¡al rey le encantaban, aquellas antiguallas vivientes, y se veían tan bien en los desfiles, estremeciendo a su paso las avenidas de Fairel! Aunque también las dejaran hechas un asco, con sus hediondas deyecciones semilíquidas.
Por bien que luciera en las paradas capitalinas, el ejército nerfio aún no era rival para las hordas mecanizadas del ambicioso Kalión II. Y el emperador brisio, desde hacía años, codiciaba las ricas tierras de su pequeña nación vecina.
Lo peor era que buena parte de la responsabilidad de aquel desequilibrio militar era de Dolmar Ascorga, en última instancia. Ah… ¡si hubiese dominado el arte de la diplomacia como el de la estrategia… o la brujería del disparo! Si, además de ganar batallas, diseñar mosquetes y uniformes más eficaces, y crear los revolucionarios Regimientos Mixtos, hubiese sabido convencer a los celosos nobles nerfios de que pelear codo con codo junto a los plebeyos no significaba el fin de sus privilegios de clase. O dirigirse a los ambiciosos y calculadores políticos, planteándoles la gravedad de la situación… sin que por ello lo acusaran de derrotista y poco patriota…
Pero ahora ya era tarde, por lo visto. Así que Dolmar Ascorga suspiró, pasándose la mano enguantada por su hirsuto, corto y empapado cabello color de nieve, y decidió afrontar su destino con la frente alta.
Desmontó, sujetándose de la retorcida cornamenta de Ramil… lentamente, pero sin ayuda de nadie. Sus viejas botas de montar salpicaron barro, y el semental bufó.
Dicen que, cuando echó a andar, tras dar una palmada de despedida a su corcel, el canoso ceño del veterano amenazaba con cubrir por completo su larga nariz, de tan fruncido. Pero ¿acaso no fue siempre esa, su expresión? El viejo rostro de Dolmar era un mapa de cicatrices, lo mismo que su castigado cuerpo. Dolorosos trofeos, ganados en tantos campos de batalla de Hulvaro que ya ni él mismo los recordaba todos.
Sin mirar ni a un lado ni al otro, dándose golpecitos en la mano izquierda con la fusta de equitación que sostenía en su diestra, el adusto general atravesó chapoteando por entre las filas de soldados, como si no existiesen para él.
Cojeaba levemente; efecto de otra de tantas heridas en combate. Nunca había sido de esos cínicos líderes que envían a otros a morir, permaneciendo a salvo en la profunda retaguardia. Tal vez por eso su tropa lo respetaba y amaba tanto: jamás les había pedido a sus soldados nada que él mismo no estuviera dispuesto a hacer. O hubiera hecho ya.
Cuando cruzó junto a ellos, con paso irregularmente arrítmico, pero a una velocidad e ímpetus asombrosos, para un anciano, los mosqueteros presentaron armas. Hasta el último de aquellos infantes hubiera dado la vida por él, sin dudar un instante: era el orgullo de Nerfia, el Héroe de Salmafedra, el Salvador del País. El mejor soldado vivo de todo Hulvaro. Y, para todos ellos, un inmenso privilegio, verlo una vez más.
Un par de novatos brujos del disparo, nerviosos por la cercanía de su admirado adalid, contuvieron con gran esfuerzo sendos y muy poco marciales estornudos. Un taumaturgo ígneo podía tardar años en controlar aquella tendencia, efecto colateral de toda la pólvora que debía esnifar continuamente para desplegar su magia.
En cambio, la mayoría de los jinetes nobles prefirieron mirar hacia otro lado, para no tener que saludar al viejo general. Algunos hasta le volvieron la espalda. La nobleza tiene la memoria larga, y el rencor fuerte, contra quienes atentan contra sus privilegios.
En los últimos tres años, la buena estrella del otrora gran conductor de tropas nerfio se había eclipsado: tras acusarlo de alarmismo y mala fe, por sus eternas, extemporáneas advertencias contra el peligro del rearme brisio, al rey Osdal V y otros de los principales líderes políticos nerfios que lo apoyaban no se les había ocurrido nada mejor que, para no echar a perder sus delicadas relaciones con el quisquilloso vecino, el potente imperio brisio, apartar de la corte al veterano guerrero… lo mismo que de todas sus responsabilidades al frente de las tropas de Nerfia.
Triste, pero necesario, aquel retiro forzoso. Porque un país en tiempo de paz no puede dirigirse como se comanda un ejército en pie de guerra. O eso dijeron, entonces.
La política, es sabido, no entiende de gratitudes ni justicias, ni de glorias pasadas, sino sólo de oportunidades presentes, aquí y ahora… y compromisos futuros, a lo sumo.
Pero ¿qué es un general sin ejército?
Aun así todos, en Fairel y el resto de Nerfia, sabían que Dolmar Ascorga había olvidado más cosas, sobre cómo conducir y ganar guerras, que todas las que los demás generales del país aprenderían, en el resto de sus vidas.
Por mucho que se burlaran de su sempiterna obsesión con el “peligro del rearme brisio” y su visceral enemistad hacia “ese tragatierras de Kalión II”, lo cierto era que la batalla de Salmafedra y otras lides en las que había vencido el insigne líder militar seguían siendo material de estudio obligado, en las mejores academias de oficiales. Y no sólo de Nerfia, sino de todo el continente Hulvaro; Brisia incluida.
Varias de aquellas prestigiosas forjas de futuros líderes de tropas, patrocinadas por naciones vecinas, como Olofia, Marna… y hasta la misma e imperial Brisia, habían ya presentado solicitudes formales, al atónito Osdal V y sus consejeros, para que se les permitiese adoptar el prestigioso nombre de Dolmar Ascorga. Y erigirle al preclaro Salvador de Nerfia ese monumento que hacía años merecía… tan pronto como su veterano corazón del dejase de latir. Nunca antes, por supuesto.
Ni que decirse tiene que, al rey y sus consejeros, tras haber alejado de su ejército a Dolmar Ascorga, tales peticiones no les hicieron mucha gracia: todos habrían preferido que el mundo, simplemente, olvidara al célebre general. Su fama… era una molestia.
Y, ahora, el mundo… o, al menos, Nerfia, llegaba a buscarlo, a su casa…
Al fin, flanqueado por el fiel Jumon, sin decir palabra, ni preocuparse por el rastro de barro que sus botas enfangadas dejaban sobre el pulido suelo de granito de su propio vestíbulo, el anciano y ceñudo amo de la finca entró renqueando en la mansión.
No se asombró al descubrir que, en la amplia y clara sala de estar, adornada por todas partes con vitrinas atestadas de armas ¡la casa de un guerrero, sin la menor duda!, ya lo aguardaban varias personas. Ocho, exactamente.
Cinco eran hombretones bien armados; más y mejor que ningún soldado de filas. Con discreto profesionalismo, habían ocupado todos los ángulos clave de la habitación. Llevaban el pelo corto, y sus uniformes no eran verde podridos, sino negros. No usaban gorra, escarapela u otra insignia que no fuera un cordón rojo alrededor del cuello.
Todos eran brujos del disparo, además de altos y fornidos. Portaban, no sólo unos brillantes mosquetes de varios cañones ¿las nuevas armas de tiro múltiple y pistón fulminante? ¿contrabandeadas desde Brisia pese a todas las disposiciones imperiales contrarias? ¿cómo? con sus correspondientes espadas bayonetas, y corvos sables de corta y ancha hoja, sino también un par de cuchillos. Y varias pistolas, insertadas en las fajas negras que ceñían sus cinturas.
Por último, sus cargas de pólvora no estaban protegidas de la magia del disparo enemiga dentro de los habituales ataditos de piel humana, sino en cápsulas de plata, igual de impermeables a los poderes de los taumaturgos de Gurja… pero mucho más caras, e indicadoras, por tanto, de su elevado estatus.
Una vez simples soldados, plebeyos campesinos, la excepcional habilidad en el uso de la taumaturgia ígnea pronto hizo resaltar a aquellos hombres, en el campo de batalla. Y ascender, en la rígida escala social nerfia, hasta su envidiada categoría actual: la de escoltas o guardaespaldas de toda confianza de Su Majestad Osdal V, sus consejeros reales y otras personalidades políticas nerfias.
Eran la Guardia Negra: la élite militar, que se codeaba con y protegía a la élite social nerfia. La obediencia era su única lealtad, y nunca dudaban en matar, si tal cosa les era ordenada.
Los otros dos hombres, en claro contraste con su oscura escolta de brujos del disparo, vestían coloridas casacas de las mejores telas; uno azul, el otro roja. Ambos usaban el cabello largo, peinado en fantasiosos arreglos, con trencitas y postizos para aumentar su volumen aparente, al mejor estilo de la corte de Fairel.
Tal afectación ya los hubiera marcado como nobles, incluso si no lucieran espada al cinto… que no era el caso: las gemas engarzadas en las empuñaduras de sus armas de hoja recta habrían bastado para pagar el rescate de un rey.
Ninguno de los dos portaba pistolas, ni trenza de hechicero… pero ambos exhibían en el brazo izquierdo el ancho y codiciado brazalete blanco de los consejeros reales. Los doce hombres de confianza de Osdal V, y que realmente gobernaban Nerfia.
En cuanto a la octava persona, no era un hombre, sino una mujer. De mediana edad y estatura, tenía grandes ojos azules y finas facciones. Algo indefinido la hacía muy hermosa, pese a sus adustas ropas masculinas, y a que recogía su cabello rubio ya salpicado de canas en una apretada trenza al estilo de la infantería, en lugar de en los complejos peinados típicos de las damas de la sofisticada corte capitalina.
Un ancho brazalete blanco adornaba cada manga de su largo y lujoso gabán de terciopelo, de un negro incluso más sombrío que el de los cinco guardaespaldas. Y no llevaba al cuello ningún cordón; ni rojo, ni de otro color. Aunque sí sostenía en sus blancas manos un objeto largo y estrecho, envuelto en fino papel de regalo.
Pese a su sencillo atavío, y a no ser taumaturga, la primera ministra Hiala Solven era considerada la persona más poderosa de toda Nerfia, fuera de la misma Corona. Su Majestad Osdal V no daba un paso sin consultarla… y rara vez dejaba de seguir sus sabias sugerencias. Los envidiosos susurraban que su ascendiente sobre el timorato monarca venía de que, en secreto, la altiva dama calentaba su lecho. Aunque otros decían que la ministra prefería a las mujeres.
Pero, claro, la gente siempre habla… y a menudo, sin base. Pues nadie negaba cuánto había prosperado Nerfia bajo el prudente mandato de Hiala Solven: la hábil gobernante había encontrado un país conservador, agrícola y atrasado, para convertirlo en una floreciente potencia industrial, segunda sólo de Brisia, en todo Hulvaro. Lo que no hacía felices a todos los nobles, por cierto.
Al ver a la primera ministra, Dolmar suspiró y apretó los labios, con fatalismo.
Algunos dicen que masculló “Claro… tenía que ser ella” pero no consta.
-Eres un hombre bastante difícil de sorprender, general Ascorga- dijo Hiala Solven, a modo de saludo, tan pronto como el taciturno dueño de la finca estuvo lo suficientemente cerca de ella como para que pudiese escuchar bien su suave voz de contralto –Se suponía que salieras a cazar al amanecer, como has hecho todos los días anteriores… pero justo hoy se te antojó hacerlo a media mañana, y ¡lloviendo! Si no se nos ocurre enviar primero a los exploradores de Forja de Héroes, y ordenar que los mosqueteros cubrieran bien las cazoletas de sus armas al marchar… nos hubieras estropeado la sorpresa.
-Esa siempre ha sido una de mis especialidades, en la batalla- gruñó el viejo guerrero –Y tú debieras saberlo mejor que nadie, primera ministra Hiala Solven. Me gusta crear una rutina, hacer creer al enemigo que soy esclavo de ese hábito… y luego romperlo, sumiéndolo en el desconcierto. Bueno… siempre supe que me vigilaban, pero incluso así se supone que debo decir que estoy encantado de verte de nuevo… lo mismo que al vizconde Goradan y a ese otro consejero real que no tengo el gusto de conocer… sólo que no sería cierto, y bien sabes que no me gusta mentir. Tampoco te he perdonado ni te perdonaré jamás por lo que hiciste, dicho sea de paso…
-Problema tuyo. Algo me han contado, mis informantes: que maldices mi nombre antes de dormir, que bebes llorando y todo eso. Vaaaya: nunca creí que fueras tan rencoroso. Pero… así es la vida, general… y yo, aunque no lo creas, ni siquiera soy tu enemiga. Lo que hice… lo que te hice, y hoy puedo reconocer que tal vez me excedí un poco, en el cumplimiento de los deseos reales… fue sólo por el bien del reino. Créelo o no; me da igual- acotó ella, con acerada suavidad, antes de preguntar, cortés: – En fin ¿cómo te ido, Dolmar Ascorga? ¿qué tal tratan los años y la humedad a tus viejos huesos, maltratados en tantos campos de batalla? ¿te molestan mucho, tus heridas, en esta húmeda Estación de la Melancolía Divina?
-Como en cualquier otra del año. Tengo un par de balas alojadas todavía en el cuerpo, como sabes… proyectiles brisios de plata, contra los que mi magia de disparo nada puede. En las noches, a veces, los siento moverse, y duele horrores. Un día alguno llegará a mi corazón y me matará. Pero no será pronto… así que, entretanto, puede decirse que estoy bien. O sea: cada mañana me despierto con un dolor distinto… pero sólo empezaré a preocuparme en serio cuando me duela el mismo sitio dos días seguidos- rezongó el veterano oficial.
Luego le ordenó a Jumon, brusco: –Eh, muchacho… ¡no te quedes ahí como un espantapájaros! Odio a la gente inútil, ya lo sabes: mejor gánate ese tremendo salario que te pago llevando nuestra caza de hoy a la cocina y regresando con algo de comida y bebida para la ministra y su séquito… y a mí tráeme mi botella de siempre, la del remedio para mis huesos… por ahora. Me duele todo ¿sabes? Luego, si la medicina me hace sentir mejor, tal vez los acompañe, desayunando de nuevo: la cacería de esta mañana me ha abierto el apetito… y nadie dirá que el viejo Héroe de Salmafedra se ha olvidado de lo que es la cortesía palaciega.
Con paso felino, Jumon se apresuró hacia la cocina, con los conejos colgando de su diestra como una enorme, macabra flor. Invisible, se le oyó trajinar, tarareando una animada melodía campesina.
-Comimos anoche, antes de salir hacia aquí, y esta mañana, al salir el sol, caminando, también… pero gracias por la oferta de carne fresca- repuso Hiala, con elegancia –Tu hospitalidad sigue siendo proverbial, general Ascorga.
-Y un cuerno, mi hospitalidad ¿por unos conejos flacos? En mi pobre despensa no hay lenguas de ruiseñor en salmuera ni nada a la altura de sus refinados paladares, primera ministra… y consejeros. Sólo quería evitar que ese muchachito imberbe… que me idolatra, no sé bien por qué, oyera ciertas cosas que vamos a decirnos tú y yo, ahora, Hiala Solven. –gruñó el anfitrión, sin sonreír, como siempre… y todavía de pie, como demostrando un fuerte recelo hacia sus huéspedes.
-Ah, pero ¿por qué piensas que hemos venido desde tan lejos a conversar contigo, Dolmar?- hizo notar ella, con sorna, mientras acariciaba el envoltorio de papel largo y estrecho –Tal vez sólo pretendo averiguar cuándo piensas morirte, carcamal testarudo…
-Nunca, si de mí depende. Al menos, no mientras Nerfia esté en peligro… Pero, Hiala… el tiempo no pasa en vano; ya soy un hombre viejo. Muy viejo, inclusive.- suspiró él. -No sé si, con ochentaidós, todavía podré comandar todo un ejército…
-Lo que eres es un viejo zorro- dijo ella, divertida. –Claro que podrás, si es necesario, general. No ha habido otro estratega como tú en siglos, en todo Hulvaro. Ahora, dime ¿Cómo supiste que venimos a ofrecerte…?
-¿…el bastón de mariscal? Digamos que… un poco de experiencia y mucho de intuición- puntualizó el general, señalando con la barbilla al envoltorio de papel de regalo, largo y estrecho. -Cuando peleé por primera vez… en aquellos remotos días en que los cañones aun eran una exótica novedad en los campos de batalla, algo que muy pocos pensaban que duraría, tampoco imaginé que llegaría a cumplir los sesenta… y eso fue ya hace veintidós años. Ahora… ya no me queda mucho tiempo que perder. En fin, primera ministra ¿qué tal si nos dejamos ya de puyas y florituras cortesanas, de circunloquios y cortesías sin sentido… y vamos directo al asunto que te trajo a mi humilde finca? ¿Cuándo atacaron?- gruñó Dolmar. –¿Por dónde? Y ¿cuántos son?
Antes de responder, la primera ministra de Nerfia miró a sus dos nobles acompañantes, mordiéndose los labios. Ambos consejeros reales evitaron cuidadosamente los ojos azules de la mujer. Así que, suspirando, al fin ella murmuró, tendiendo el envoltorio en cuestión a su anciano interlocutor: -Todavía no se ha divulgado el dato, Dolmar. Por expresa orden real, como podrás imaginarte… pero, anoche, al caer el sol, nada menos que sesenta de las nuevas divisiones mecanizadas de Kalión cruzaron el río Gerdo, atravesaron los bosques supuestamente infranqueables de las montañas Hufar… y en el proceso aplastaron a varias brigadas de nuestra guardia fronteriza. Una auténtica masacre; apenas hay sobrevivientes. Y siguen avanzando…
-Lamentable, sin dudas… y también justo lo que siempre les advertí que sucedería. Sesenta divisiones brisias… esos son unos ciento cincuenta mil hombres. Todo un ejército ¿y tomaron a los guardias por sorpresa, en la frontera? Vaya si se movieron rápida y silenciosamente. Dime, ministra Solven ¿eran veteranos, esos hombres? ¿o tal vez dormían en sus garitas?- inquirió el general, directo, mientras aceptaba el paquete y lo despojaba de la funda de papel.
Su contenido era, en efecto, un bastón de mariscal: una especie de garrote refinado, corto y cubierto de joyas. El general lo admiró un instante… y luego lo puso a su lado, sobre un diván medio desvencijado, junto con su fusta de jinete. Como si no le interesara mucho, de momento, ninguno de ambos adminículos.
Y los dos consejeros fruncieron el ceño, al notarlo. Iba a ser una negociación dura.
-No, ni hablar- admitió Hiala, con cierto alivio culpable… pero sonriendo, al percatarse de la despectiva mímica del viejo militar –Los brisios atacaron ayer, a eso de las diez de la noche… y eran hombres bisoños, todos nuestros guardias; la mayoría acababan de vestir el verde podrido apenas semanas atrás. Error nuestro: pensamos que desplegar en la frontera a soldados con experiencia sería provocar al emperador…
-Error tuyo, sí, Hiala… y grave; ni siquiera hace falta rascarle las escamas al tigre azul, para que descargue su terrible doble zarpazo. Está en su naturaleza atacar… y Kalión II es un tigre azul en forma humana: siempre ávido de sangre y botín- opinó Dolmar, reprobador –Hace años que el emperador codicia Nerfia. Pero bien que les advertí a ustedes que pasaría esto…
-También perdimos casi un centenar de tremobestias, en el ataque. A muchas no dio tiempo ni de enjaezarlas. Esos ciempiés de acero… son veloces- dijo Hiala, como si no hubiera escuchado a Dolmar.
-Y están muy bien armados; también se los advertí. Nuestros animalotes impresionan… pero ya no sirven de mucho en un combate moderno… aunque todavía cuesten un poco más que los reclutas novatos ¿no? Y, dime… ¿lloró mucho, por sus queridos monstruitos masacrados, Su sensiblera Majestad?- gruñó el militar, fingiendo una distraída ingenuidad.
-General ¿puedo pedirte un enorme favor? A nosotros tampoco nos sobra el tiempo, así que… ¿podemos saltarnos toda esta parte?- lo interrumpió Hiala, bufando, exasperada –Esa en la que me dices una y otra vez, de distintas maneras “se los advertí y no quisieron hacerme caso” y todo sazonado con esas feas muecas tuyas de suficiencia, que demuestran lo genial que eres y lo estúpidos que somos todos los demás humanos, por no hacer justo lo que dijiste y cuando dijiste que había que hacerlo.
-Podría abstenerme de ironías, sí, claro- dijo, pensativo, Dolmar Ascorga –Pero ¿por qué iba a privarme de ese pequeño gusto? Además de montar y de la caza, no me quedan muchos placeres, a mi edad, después de todo. Me estoy muriendo ¿sabes, Hiala? Lo de las balas dentro de mí… no era mentira. Ni exageración. No creo que me queden más que dos o tres años, antes de que me pongan el último uniforme; el de madera. Aunque, a fin de cuentas, todos empezamos a morir desde el instante en que nacemos…
Uno de los nobles, el más alto y viejo, vestido con casaca azul, se acercó a la ministra y le susurró algo al oído, sin dignarse siquiera a mirar al veterano general.
-La salud es una cosa curiosa- señaló, de pronto, el viejo militar, inexpresivo –Puro capricho de los dioses, que la conceden a algunos hombres por muchos años, mientras que la niegan a otros incluso en su temprana juventud. Pensar que he pasado casi toda mi vida en campos de batalla, atronados por el estampido de los cañones, los arcabuces y los mosquetes… y, sin embargo, aún conservo una perfecta audición. ¿Conque “por eso mismo fue que el rey no quiso venir con nosotros desde Fairel”, vizconde Goradan? Pues no me sorprende enterarme del particular ¿sabe? Su delicada Majestad Osdal V siempre ha sido un pusilánime sin remedio, incapaz de afrontar las consecuencias de sus propias decisiones… ni dar la cara, aunque sea por el bien del reino. Ahora mismo debe estar temblando bajo su real cama, aterrorizado por las tropas de Kalión que se acercan.
Los cinco Guardias Negros se revolvieron, incómodos, al oír aquel insulto. Los dedos de un par de los brujos del disparo de la escolta incluso juguetearon con los gatillos de sus carísimos mosquetes brisios de tiro múltiple; se debían a la Corona, después de todo. Y aunque Osdal V no fuera el mejor de los reyes… aquel viejo comandante estaba atacándolo públicamente.
No, aquello no estaba bien…
Por su parte, el maduro aristócrata de la casaca azul encaró a Dolmar, con la mano derecha en el pomo de la espada, proclamando iracundo: -¡Cuidado con la boca, plebeyo! ¡ese ingenio suyo lo va a meter en problemas, un día de estos, general! ¡Criticar públicamente al rey elegido por los dioses para gobernarnos todavía se considera traición, en Nerfia! ¡He enviado gente a los calabozos por mucho menos!
Entretanto, sobre la cabeza del silencioso noble de la casaca roja se estaba condensando una pequeña, pero negrísima nube de tormenta: un conglomerado de agua y vientos de casi una talla de hombre de diámetro, del que incluso salpicaron algunas gotas de lluvia, tras un diminuto relámpago.
El consejero real no necesitaba tocar su espada para amenazar: era un taumaturgo, y de los más potentes. Controlaba agua, aire y relámpago ¡un hechicero de tormentas!
Tales trimagos eran muy raros y especialmente temidos, en Hulvaro. Sólo los hechiceros de tierra, capaces de generar terremotos o aplanar colinas, resultaban más escasos ¡y poderosos! entre los dotados tradicionales.
Sin embargo, Dolmar Ascorga se limitó a mirar de hito en hito al joven de la casaca roja, sin mostrar el menor miedo. Luego, señalando despectivo con su fusta a la pequeña manifestación de aire, agua y relámpago que rugía sobre su cabeza, interpeló al consejero de la casaca azul: -Vizconde Goradan… ya que supongo que está usted al mando, en este dúo. Sólo le diré que, si mi ingenio me mete en problemas… pues espero que también me saque de ellos. Es por eso que han venido a buscarme ¿no? Así que ¿sería tan amable de controlar a su perro de presa? que, deduzco, es el ¿barón Fergal, no? antes de que me moje el salón ¿por favor? Los sables y pistolas de mis colecciones están a salvo en sus vitrinas, pero algunas de estas alfombras son extranjeras, de Olofia y Marna… y bastante valiosas ¿sabe? Aunque siento cierta curiosidad por saber cómo pensaba castigarme por mi osadía, su obediente trimago… sin hacerme mayor daño ¿despeinándome, acaso? Porque mucho me temo que, considerando mi avanzada edad y mis muchos achaques, balas viajeras incluidas, cualquier medida un poco más… drástica, por su parte, podría precipitar mi muerte. Y ser castigada por el rey como traición a la patria, o algo así. Porque Nerfia me necesita comandando sus ejércitos, todos lo sabemos. Así que… contrólense, ambos, señores consejeros: es obvio que, simplemente… no pueden darse el lujo de dañar a su hacedor de milagros en el campo de batalla.-Y, dicho esto, se puso a juguetear con el bastón de mariscal, pero sin agarrarlo con firmeza, sino haciéndolo rodar entre sus sarmentosos dedos, como un gatito travieso entreteniéndose con un ovillo de estambre.
La Guardia Negra se tensó, esperando órdenes. Dos de los brujos del disparo incluso apuntaron con sus armas al viejo general… aunque disimuladamente.
Por su parte, la ministra Hiala Solven miró, severa, al vizconde Goradan. El alto noble de la casaca azul clavó los ojos, a su vez, en su colega, el hechicero de tormentas de las rojas vestiduras… que masculló algo ininteligible.
Acto seguido, sin que mediara ningún otro gesto por su parte, la mini tormenta mágica se disipó, sin dejar más huellas que el ceño fruncido de ambos consejeros reales. Más un rictus de disgusto en la hermosa, aristocrática boca del bajo y apuesto trimago… que ahora sí aferró la enjoyada empuñadura de su espada, furioso.
Se veía que, aunque no usara el cordón de tres colores, el joven hechicero de tormentas no estaba acostumbrado a contenerse ante nadie.
-Buen perro, Fergal. ¿A que molesta bastante, tener que soportar las impertinencias de un plebeyo creído… sólo porque tu rey lo ha ordenado así?- comentó, lacónico, el viejo general, mirando muy orondo, ora a uno, ora al otro consejero real, con los brazos cruzados sobre el pecho. –Pues, vizconde… barón… ahora ya saben, los dos, lo que yo sentí, todos estos años, cuando todos ustedes, estúpidos sin visión que se dicen consejeros de la Corona, pero sólo piensan en engordar sus bolsillos y confunden sus deseos con la realidad, me acusaban de ser un alarmista e inventarme lo de la amenaza brisia… ¡sólo para no perder influencia y que no recortaran el presupuesto de mi amado ejército! Qué calumnia tan absurda…
-Basta, Dolmar, por el amor de los dioses- susurró Hiala, seria. –No hagas leña del árbol caído. Nos equivocamos, de acuerdo. Brisia y Kalión son un peligro real y nos han invadido. Tú tenías razón, todo el tiempo, y nosotros no lo vimos. O no quisimos verlo. Pero no te regodees en nuestro error. No es elegante ni digno de ti.
-Sí, puede que no lo sea… pero me encanta oírte admitir tu error, ministra Solen- volvió a gruñir, el veterano general –Aunque, también, sin que pueda evitarlo, me genera cierta… curiosidad. Tú, la única con una pizca de cerebro en esa patética docena de nobles aduladores e interesados que rodean al pobre Osdal ¿tampoco te diste cuenta nunca de lo que Kalión estaba planeando para nuestra patria…?
-Bueno… digamos que algo sospeché, en un momento dado- admitió Hiala, al cabo de un silencio incómodamente largo, y mirando al suelo, como avergonzada. –Estaba construyendo muchos de esos malditos vehículos de vapor suyos, y cada vez mejor artillados… Pero, a la vez… y sé que eso no lo entenderías nunca, Dolmar… también era muy consciente de que admitirlo y proclamarlo habría significado oponerse al rey. Porque nuestro buen Osdal V que confiaba en mantener las mejores relaciones con Brisia, para convertirse en su principal socio comercial en Hulvaro. Y, en ese caso, mi facción…
-Ya… ¿simple conveniencia política, no? Lo entiendo: en ese caso, tú y los que te apoyan habrían perdido el favor real, por decir lo que Su Majestad no quería escuchar. Quizás, incluso, nuestro brillante rey hubiera nombrado a otra primera ministra, seguramente más idiota que tú… Porque, aunque algo me duela admitirlo… no lo has hecho nada mal, en estos años. Hiala. El país ha prosperado bajo tu mandato: nuestra moneda es más fuerte que nunca, nuestra gente come bien y no pasa frío. Bravo. Eres lista. Lo sé desde que siempre encontrabas de dónde sacar presupuesto, cuando te lo pedía para la tropa. Y ese es todo un talento. Vaya ironía ¿no? que pudieran despedirte… por decir la verdad honestamente… como a mí- pensó, en voz alta, Dolmar Ascorga, mientras, al fin, tomaba asiento en una poltrona, junto al diván con el bastón de mariscal y la fusta de montar.
O más bien se dejó caer, con un movimiento tan brusco que hizo chasquear sonoramente sus viejas rodillas y dibujó un rictus de dolor en su castigado rostro –Así que tú, tan astuta como siempre, Hiala Solven… no podías cometer mi error y hacer lo que yo hice. Por eso optaste por la línea de acción más simple y menos riesgosa; te callaste tus temores, para no ser alejada del poder… a la vez que te cruzabas de brazos y permitías que me apartaran a mí. De hecho, ahora que lo pienso mejor… ¡tú misma firmaste el decreto de mi retiro forzoso! Vaya una amiga que resultaste ser ¿no?
-No tenía ningún compromiso personal contigo, Dolmar. Fuimos aliados, sí… por años, pero sólo mientras me convino. Madura de una vez, viejo; en la política no hay amistades- replicó ella, desafiante. –Cada uno vela por sí mismo. Así es el mundo real.
-Pero… yo confiaba en ti, Hiala- rezongó el anciano, mirándola, con triste solemnidad -¿Sabes? Nunca me atreví a confesártelo… pero, después de mi Elinor, no había vuelto a pensar en otra mujer como… Pero, una vez, incluso llegué a creer que, quizás, nosotros dos…
-Nooo ¿tú y yo… en serio… juntos?-lo cortó implacable, la primera ministra Hiala Solven, soltando una carcajada cruel. –Gracias por la distinción, supongo. Sé que amabas mucho a Elinor. No has vuelto a mirar a ninguna desde que murió tu esposa, hace ya dos décadas ¿no? O mis espías mienten descaradamente. Lo siento, Dolmar… no eres un mal amigo… pero: prefiero compañeros más jóvenes y, sobre todo, más dóciles. Casi siempre mujeres, de hecho ¿para qué negarlo? seguro que algo has oído, al respecto. Como pareja, tú y yo no habríamos durado ni diez días. Por eso fue que nunca alenté tus expectativas románticas…
-Sí… demasiado voluntariosos los dos, supongo; como fuego y pólvora- admitió el veterano militar, al cabo de unos segundos de aparente reflexión. –En fin… tampoco hace falta acostarse con la primera ministra para recibir el bastón de mariscal de manos del rey ¿no? ¿Ya viene en camino, entonces, Su arrepentida Majestad, con mi nombramiento oficial?
La primera ministra y los dos nobles consejeros se miraron, incómodos.
-No exactamente. En realidad, general Ascorga… el rey preferiría no verse obligado a ofrecerle públicamente tal… dignidad- declaró, al fin, el vizconde Goradan, casi renuente. –Comprenda, las circunstancias…
-Comprendo, claro; sería como reconocer explícitamente que antes actuó como un perfecto imbécil- señaló Dolmar, con un suspiro. –Y se supone que los reyes, inspirados por los dioses, nunca meten la pata ¿no?- se quedó mirando a Hiala antes de preguntar –¿Entonces? ¿cuál es la propuesta? ¿soy o no mariscal del reino, nuevamente? Necesito saberlo, y ya…
-La respuesta… supongo que ya se la imagina, general- el barón Fergal habló por primera vez, con una voz curiosamente grave para un hombre de tan poca estatura, la mano aún apoyada sobre el pomo de su espada –¿Mariscal del reino? Lo serás, en cierto modo… y también, al mismo tiempo, no lo será. Tendrá carta blanca para dirigir las tropas, por supuesto… pero oficialmente, el mérito de detener a la invasión brisia y expulsar a los perros de Kalión de vuelta a su frío imperio ¡si es que es usted capaz de conseguir tal milagro! recaerá sobre los hombros de otro líder. Un noble de toda la confianza de Su Majestad: el vizconde Goradan.
-Bien pensado, supongo. Aunque el futuro mariscal aquí presente, como buen político, no tenga ni idea de estrategia ¿no? Así que nada de gloria ni reconocimiento públicos para mí, esta vez… vaya. Entonces ¿qué gano yo, aceptando ese bastón fantasma?- hizo notar, Dolmar Ascorga, sonriendo con condescendencia.
-En primer lugar, general, se le pagará… generosamente. Sé que ha acumulado una modesta fortuna propia… y que no le importa mucho el dinero. Pero diez mil monedas de oro tampoco le vienen mal a nadie ¿no? Además… declararán inocente a su nieto Urkel. De todos los cargos.- se escuchó, inesperadamente, la joven voz de Jumon, que acababa de reaparecer en el salón.
El joven edecán traía una gran bandeja repleta de humeantes y olorosos comestibles, incluidas dos enormes jarras; una transparente, de agua, y otra llena de un extraño líquido, oscuro y de penetrante aroma alcohólico.
–Siempre dice que Urkel es su descendiente favorito ¿no?- insistió, conciliador –Ya hemos ido a visitarlo unas seis veces, desde que cayó en prisión, hace dos semanas.
-La compañía le hace bien, en su situación. El chico es un pobre estúpido, eso lo tengo claro. Pero también bastante simpático- refunfuñó Dolmar Ascorga. –Además ¡qué raro que se viera envuelto en un turbio escándalo por deudas de juego impagadas… justo poco antes del ataque de los brisios! Curiosa coincidencia ¿no creen?
-Esas cosas suceden todo el tiempo. Los jóvenes son alocados, y actúan sin pensar en las consecuencias- opinó el vizconde Goradan, con una sonrisa cínica.
-… sobre todo, considerando que, antes de eso, mi buen y simple Urkel, que peca más bien de mujeriego, jamás había apostado ni una triste moneda de cobre a los dados o los naipes- continuó diciendo, impertérrito, el viejo general, acomodándose en su poltrona y dándose el primer y largo trago directamente de la gran jarra oscura.
Para, a continuación, ir clavando la vista en sus cuatro interlocutores, sin que ninguno lograra sostener su iracunda mirada. –Personalmente, nunca he creído en las coincidencias ¿saben… estimados consejeros… y primera ministra? No me gustará… pero algo sé, de cómo funciona la política en Fairel. Trampas dentro de trampas. Lo prepararon bien todo ¿eh? Calculaban que Kalión atacaría en cualquier momento… y que nuestro valeroso rey… esto fue una ironía, que conste… entraría en pánico cuando sus ciempiés de acero comenzaran a arrollar en masa a sus estúpidas tremobestias… así que mandaría a llamarme, desesperado. Pero sin tener siquiera el valor de acudir él mismo a decirme, llorando: “Domar, hablé mierda, perdóname: no seas rencoroso, toma el mando de mis tropas y salva mi culo, y de paso al país… de nuevo…”
-Ah, esa lengua suya, general… Puede que sospecháramos que algo así tenía ciertas probabilidades de suceder pronto, en efecto- admitió el barón Fergal, con una sonrisita suficiente –Pero eso usted no tiene manera de probarlo, por supuesto.
-Ni falta que me hace- dijo el amo de la finca, despectivo. –Con sólo sospecharlo ya me siento bastante sucio, créame. Vaya treta estúpida: Urkel preso por deudas de juego… es como acusar de embriaguez a mi Jumon. Un chico tan asquerosamente sano que nunca ha probado alcohol en su vida.
-Pudo quedar mejor, pero tuvimos que improvisar, lo admito. Comprenda que… hay ciertas cosas que un rey no puede permitirse hacer- declaró, por su parte, altivo, el vizconde Goradan –No si aspira a mantenerse en el trono y a seguir contando con el apoyo de sus nobles. Cosas como, por ejemplo, pedir disculpas públicamente a un plebeyo y brujo del disparo ¡aunque sea general! y nombrarlo de nuevo mariscal del reino, tras haberlo expulsado de la corte al retiro forzoso….
-Ah, qué interesante ¿Ni siquiera cuando el plebeyo siempre tuvo razón… y el pobre y atribulado monarca necesita desesperadamente de sus servicios como estratega?-sugirió, irónico, Dolman Ascorga.
-Sobre todo en ese caso- acotó, muy serio, el barón Fergal –Así que, general Ascorga… ya sabe cómo están las cosas, y lo que esperamos de usted: salve el país de nuevo, no reclame mérito alguno por ello, modestamente… y a cambio, en vez de nuevas medallas, que ya no debe quedarle mucho espacio donde colgar en su guerrera de gala, obtendrá usted una buena suma de oro de ley… más la exoneración de su querido nietecito, Urkel el tahúr, de todos los cargos en su contra. Los que, por cierto, me temo que bastarían para garantizarle diez… tal vez hasta veinte años de destierro, en la Isla Sin Nombre.
-Un sitio horrible, donde los haya ¿diez años en ese agujero? Bien pensado: no soportaría ni uno, mi chico-reconoció, con extraño sarcasmo, el general, encogiéndose de hombros. –Urkel es torpe y mimado… todo un idealista. Pero buena persona, aunque se las da de pillo y matón. Los convictos lo desollarían en una semana. O él mataría a unos cuantos; tal vez ambas cosas. Y ninguna de las dos me hace mucha gracia, claro.
Luego se puso de pie y sonriendo, añadió, simplemente: –Pues, tras meditarlo un poco, señores, esta es mi formal respuesta a su proposición: NO.
Los cinco Guardias Oscuros se tensaron imperceptiblemente, de nuevo, al oírlo.
-¿No… qué?- inquirió el vizconde Goradan, incrédulo y aferrando su espada.
-¿Cómo que no?- preguntó, a su vez, un atónito barón Fergal, sobre cuya cabeza ya se formaba de nuevo una amenazadora mini tormenta mágica.
-Dolmar, por favor… sé razonable. No nos hagas esto… no te lo hagas a ti mismo. Por lo que más quieras… hoy no- susurró, aterrada, Hiala Solven, por su parte, juntando las manos como en súplica.
-NO- repitió el veterano general, inexpresivo, dándose otro largo trago del oscuro contenido de la jarra y empujando con el pie el bastón de mariscal hacia el suelo, contra el que rebotó sonoramente, al caer, para luego rodar. –No. No. No- siguió diciendo, muy serio, como si dudara de que sus interlocutores lo hubiesen escuchado y/o entendido antes –Gracias por ofrecerme este último mando, pero… antes prefiero morir, que comandar de nuevo las tropas nerfias, señores. No lucharé contra las divisiones de ciempiés de acero de Kalión II contra las que por tantos años les advertí. Me niego rotundamente. Así que búsquense a otro… aunque bien que me consta que no tienen ninguna opción más que este servidor. Muy lamentable, supongo…
-Pero, general, entonces ¡su nieto…!- trató de terciar Jumon, estupefacto. -¿acaso no lo quiere…? Yo pensé que…
-En realidad… me importa un rábano podrido lo que le vaya a pasar a ese soñador pendenciero y cabeza hueca de Urkel… ya sea en la Isla Sin Nombre o en el mismísimo culo de Hulvaro- agregó el Salvador del País, en un tono casi divertido –Ni a él tampoco, a estas alturas; la última vez que lo visité, el pobre infeliz me confió, llorando, que en la enfermería del tribunal le habían detectado la podredumbre blanca… y tan avanzada que casi le llegaba ya a los pulmones. Ayer… a más tardar hoy mismo, según mis cálculos, debería haber comenzado a escupir sangre, mi querido nietecito. No creo que el desgraciado viva más que dos o tres semanas más… y eso, en el mejor de los casos. Él mismo calcula diez días, máximo. ¡Vaya optimista ¿no? pero es un alivio, supongo, que todo acabe tan rápido… y para mí también, desde luego. Aunque también toda una lástima, para ustedes… que no podían saber de su mal, cuando nos tendieron esa sucia trampa legal. Dado que el mismo Urkel no lo sabía, claro. Pero ¡qué buenos médicos tenemos ahora, en Nerfia, no? incluso los sanitarios de los calabozos de los tribunales de Su Majestad pueden hacer diagnósticos rápidos y certeros como pocos.
-Malditos sean los cinco dioses, empezando por Gujar… pero quizás no todo esté perdido… Haremos que lo trate el mejor especialista… Margan Tad, el curandero olofio que acabó con las verrugas de Su Majestad, el año pasado… hace milagros, y por un pago lo bastante atractivo, tal vez…- argumentó, lleno de desesperación, el vizconde Goradan, apretándose las manos con nerviosa impotencia.
Pero estaba claro que ni él mismo se tomaba muy en serio lo que decía.
Por su parte, el barón Fergal desenvaino su espada y apuntó con la filosa hoja al ayudante del general, lívido de ira:–Jumon ¿tú sabías esto ya? ¿así es como nos pagas todo lo que hemos hecho por ti? ¿por qué nunca nos…?
El joven edecán de Dolmar Ascorga calló… pero su mirada contrita fue respuesta más que suficiente… y prueba inequívoca de su implicación en el complot, si otra fuese necesaria aún.
-¿Conque agente de los consejeros? Ah, Jumon, Jumon… llevas tres años conmigo, y no tengo quejas de ti… pero siempre sospeché que no eras exactamente trigo limpio- canturreó el veterano militar, con tono burlón, mirando al mozo, condescendiente –Por cierto… tampoco eres tan buen actor como pensabas. Demasiada admiración fingías profesarme, demasiado empeño demostrabas, por servirme en todo, por averiguarlo todo sobre mí. Claro que tenía que sospechar ¿desde cuándo estás a sueldo de estos buitres, hijito?
-General, lo siento, yo… yo siempre lo he admirado. Si vine aquí a servirlo, fue por decisión propia. Nunca por dinero; iban a ahorcar a mi padre… y me prometieron que, si colaboraba con ellos…- murmuró el muchacho, cabizbajo y ruborizado, sin atreverse a mirar a su jefe –Así que pensé que si, a fin de cuentas, sería por el bien de la patria… no podía ser tan malo…
-Buenas excusas, lo admito. Los traidores siempre se las arreglan para encontrarlas. Aunque supongo que nunca es tarde para que aprendas que, para ciertos dirigentes, patria sólo es sinónimo de su propio provecho, buen Jumon- sentenció, muy serio, el Héroe de Salmafedra –Nunca dudan en usar el interés nacional como excusa para manipular a su gusto a los demás y conseguir que se dobleguen a sus caprichos…
-¡Tonterías!- restalló la indignada voz del barón Fergalm que blandió su espada, amenazador –Dolmar Ascorga… por favor ¡reconsidere su negativa! ¡piense en su país! No nos obligue a tomar medidas más drásticas: si su nieto debe morir de todos modos… está en su mano garantizarle un final rápido e indoloro… o un infierno de sufrimiento. La podredumbre blanca no es el peor modo de morir, y usted lo sabe: en la corte tenemos algunos expertos en interrogatorios; auténticos artistas del dolor, capaces de picar en trozos al hombre más resistente, y hacerlo llorar durante días enteros, antes de que al fin deje de respirar…
-Chantaje, soborno, amenazas… qué burdo. Cuánto me decepciona ¿sabe, barón? Aunque tampoco me sorprende. Ustedes, simplemente, no saben darse cuenta de cuándo no pueden hacer su voluntad- se burló, sin darle mayor importancia, el viejo militar –Intente todo eso, con Urkel. Lo desafío. Muy buenos artistas tendrían que ser, esos torturadores suyos, para evitar que un enfermo de podredumbre blanca que ya escupe sangre se les muera entre los brazos, con sólo abofetearlo… así que mi respuesta sigue siendo no. Nunca. Jamás. ¿No se burlaron de mí cuanto quisieron? Pues ahora… arréglenselas como puedan frente a la invasión… ustedes solos. Pueden entregar ese palito de mariscal a cualquiera de esos generales que me llamaban viejo chocho. O pedirle clemencia a Kalión II… dicen que el emperador no es un sujeto particularmente cruel, con quienes cumplen sus deseos.
-Pero, Dolmar ¡es que no puedes negarte! ¿no lo comprendes?- explotó, a su vez, la primera ministra Hiala Solven, como si todavía no pudiera dar crédito a sus propios oídos -¡No seas necio; no eres un niño malcriado! ¡Razona! ¡No hay otros generales con tu capacidad estratégica, en toda Nerfia! ¡tienes que mandar esas tropas, porque sólo tú puedes parar a los ciempiés de acero de Kalión… o el país entero se perderá! Y este mismo pueblo, del que tan orgulloso has estado siempre, por el que tanto te has sacrificado ¡dejará de existir, asimilado por el imperio brisio!
-…lo que tal vez sea lo mejor que pudiera ocurrirle, a todos esos que por años me vitorearon en mis desfiles triunfales, pero no movieron un dedo por mí, cuando Su Estupidísima Majestad me retiró la moneda falsa de su real favor- el general Ascorga se encogió de hombros y dio otro prolongado sorbo de su jarra oscura –Pues ahora ¿saben que le digo, al rey, a ustedes… a ese país ingrato, que sólo se acuerda de los cinco dioses cuando truena la tormenta?… ¡Jódanse! O, mejor todavía, que los jodan los ciempiés de acero de Kalión… contra los que tan en vano les previne, durante todos estos años. ¿Conocen la fábula del pastorcito que gritaba “¡que viene el tigre azul!” y era mentira? ¿y entonces, cuando vino realmente, la fiera escamosa… nadie le hizo caso?- y, ante las miradas de desconcierto de los demás, agregó, orondo: -Veo que sí. Pues estamos en una situación similar: grité, por años, que vendría el tigre… y no me hicieron caso, sino que me llamaron loco e indigno de confíanza. Entonces, ahora, cuando al fin llegó la fiera, dando zarpazos y matando… no cuenten conmigo para detenerla. Así son las cosas. Así de fácil.
-Dolmar… por favor, no te obceques: piensa. Está bien: hemos sido profundamente injustos contigo, y lo lamentamos, de corazón. Estás resentido contra el rey, contra el consejo real, contra los nobles… contra mí, y todo ese rencor puedo entenderlo… podemos entenderlo ¡somos humanos, al fin y al cabo!- la voz de la primera ministra estaba cargada de matices razonables. Convencería a un perro de regalarle su hueso, si el can la dejaba hablar lo suficiente –Pero ¿te vas a volver contra Nerfia, sólo por eso? ¿permitirás, sin mover un dedo, que unos sucios invasores extranjeros arrasen tu país, la tierra que te vio nacer? ¿Qué clase de hombre eres?
-Uno muy normal… que sólo puede hacer la vista gorda ante la injusticia y fingir que no ha pasado nada un número limitado de veces- fue la fría respuesta del Héroe de Salmafedra –Uno que se cansó de poner la otra mejilla y sonreír cuando lo abofetean los mismos por los que se sacrificó… y que, cansado de acometer hazañas vanas por su ingrato país, sólo aspira a ver, riendo, cómo se hunde esa maldita tierra bajo las botas extranjeras. Repitiendo como un loro, entretanto: “se los dije, se los dije, se los dije… y ahora ya es tarde para rectificar”. Por demás, desde hace un tiempo pienso que el concepto mismo de patria… está un poco sobreestimado. Por no hablar del de patriota. Nací en Nerfia… pero, sinceramente ¡me habría gustado nacer en cualquier otra parte!
Se puso de pie y caminó hacia una de las vitrinas, distraído.
-General, le advierto… no sé qué tiene en mente, pero si se acerca más a sus armas, la Guardia Oscura tiene orden de dispararle- dijo, suavemente, el vizconde Goradan –No sabemos si alguna está cargada… pero, con su reputación de brujo del disparo, tampoco podemos arriesgarnos.
Dolmar Ascorga se detuvo, y giró para encarar al consejero real, triste: -Por lo visto pensaron en todo ¿no? Guardaespaldas taumaturgos para controlarme, mi edecán para vigilarme… bravo por ustedes. Casi los admiro. Y aun así… mi respuesta sigue siendo no. No asumiré ese mando. Váyanse a la mierda
-No seas tonto, Dolmar; no puedes nada contra nosotros- amenazó Hiala –Confiscaremos tu finca. Mataremos a todos los de tu sangre. Y a tu potro Ramil. Nos llevaremos tus colecciones de armas. Destruiremos todo lo que amas…
-Pues lamento informarte que llegan tarde; justo eso fue lo que ya hicieron, hace años- declaró, impertérrito, el viejo general –Ramil-… es sólo un caballo. Mis armas… sólo objetos. Desde mi retiro forzoso no veo a nadie más que Urkel. Mi familia entera me ha repudiado, por congraciarse con el rey, con ustedes. Así que, por mí… pueden desollarlos vivos, hasta el último. Y ¿esta finca? Se las regalo, también. Pero no me van a convencer, por más que rueguen o amenacen. No comandaré el ejército nerfio. Ni hablar. Es mi última palabra.
-¡Maldito traidor!- estalló Fergal, lanzándole la jarra de agua encima al terco anciano, inesperadamente –¿Y te llamas patriota? Dinos ¿cuánto te paga Kalión por no mover un dedo por tu gente?
-Buena acusación esa, trimago. Pero podría replicar que bastante menos de lo que les pagó a ustedes durante años, por no ver la amenaza de su ejército en crecimiento.- se burló el veterano militar –Así que pueden ir yéndose por donde mismo vinieron, y ya. De todos modos…
De repente, calló. Su ajado rostro se retorció, como si forcejeara… pero sin que su viejo cuerpo hiciese movimiento alguno: estaba tan rígido como una estatua de piedra.
-Lucha todo lo que quieras, pobre idiota- le advirtió, altivo, con su suave voz de bajo, el trimago de rojas ropas, acercándosele lentamente. –Soy un hcehicero de tormentas. Mis poderes no funcionan a través de tu piel, pero… gracias al agua que te acabo de echar encima, ahora tengo pleno control sobre tu cuerpo. Así que colaborarás, aunque no quieras…
-Puede que baste con que las tropas lo vean comandándolas, al frente, sin saber que es nuestro monigote, para que logren el milagro de una victoria…- la sonrisa de Hiala fue a la vez triste y triunfal. –Ah, Dolmar; siempre has sido muy… inspirador, para tus hombres.
La expresión del barón taumaturgo, en cambio, fue casi de cruel regocijo, al decir, casi al oído del inmóvil militar: -¿Oíste, general? Ahora… voy a permitirte hablar… por puro trámite. Porque… verás… ni siquiera necesito tu asentimiento para manipularte. Si estoy aquí… y ocupo una silla en el consejo real… es porque soy el mejor trimago de todo Hulvaro. Y, mientras estés húmedo, tú no serás más que mi obediente marioneta…
-Monstruos- masculló el impotente anciano, con extraña resignación –Monstruos cínicos, egoístas…
-Pues… gracias por el elogio. Y por la idea, general. Porque, da igual que derrotemos a los brisios o nos venzan ellos… ¡le juro que me ocuparé personalmente de que su memoria sea borrada para siempre de la historia de Nerfia! ¡y su nombre execrado por todas las generaciones futuras! –amenazó el vizconde Goradan, enardecido -¿No se da cuenta, estúpido terco? ¡su negativa no servirá de nada! ¡Nerfia y la Corona sobrevivirán! Como siempre han sobrevivido. ¡Si no nos ayuda, será duro, de acuerdo! Tal vez hasta tengamos que huir ante Kalión, ahora mismo. Pero puede estar seguro de que volveremos, un día… a gobernar a los descendientes de los súbditos nerfios de hoy, llenos de la autoridad moral del duro exilio… ¡porque nosotros somos la patria!
-Pobre patria, en ese caso. Pero yo soy un optimista, como mi nieto Urkel: se me ocurre que pudiera ser que, entonces, esos súbditos ya no serán más nerfios- dictaminó, imperturbable, el general Dolmar Ascorga –Y quizás, los nietos de los que se salven de esta invasión brisia ¡y de ustedes! alguna vez pregunten por mí. Con eso me basta y me sobra. Y ahora, adiós; lo siento, pero me voy… satisfecho de dejarlos… bien jodidos.
Al oír aquello, el barón Fergal lanzó una teatral carcajada, para replicar:-¿Irte? Ni hablar, querido tonto ¿adónde… y cómo? Quisiera verlo, por los dioses…
Por su parte, Hiala Solven se acercó al inmovilizado general Ascorga y dijo, casi con dolor: -Ah, Dolmar, nunca cambiarás ¿todavía con bravatas y frases heroicas? ¿no te das cuenta de que ya no sirven para nada? ¿por qué tuviste que ser tan testarudo? Sobre todo, sabiendo que, al final, nosotros siempre ganamos, de un modo o de otro… ¿por qué no estar en el bando triunfador, entonces?
-No ganarán siempre- fue la lacónica respuesta del veterano militar –No esta vez. Porque sabía que vendrían… porque los he estado esperando, por meses… así que preparé bien mi medicina… Adiós, Hiala…
Y cerró los ojos.
Al segundo siguiente, la jarra de cristal oscuro estalló en una rotunda llamarada, que hizo retroceder vivamente a la primera ministra, exhalando un alarido de pánico. Aunque no recibió daños de consideración, porque dos de los Guardias Oscuros contuvieron al fuego, al instante, con su taumaturgia ígnea.
-Pero ¿qué es esto?- exclamó el vizconde Goradan, contrariado, mientras los guardaespaldas brujos del disparo terminaban de extinguir las llamas sobre las alfombras -¿qué había en esa jarra?
-Pólvora disuelta en alcohol, señor, parece- respondió, de inmediato, uno de los guardaespaldas, sudoroso.
-¿Pólvo…?- comenzó a decir, desconcertado, el barón Felgar. Pero, a media palabra, exclamó, despavorido -¡El general! ¡se ha tomado media…!
Los cinco brujos del disparo se giraron hacia el inmóvil Dolmar Ascorga… pero, aunque él continuaba inmóvil, ya era demasiado tarde: las lenguas de fuego brotaban, rojiamarillas e impetuosas, por su nariz y oídos, por su boca, distendida para siempre en una gran sonrisa. Sin que los Guardias Oscuros o el trimago pudieran contenerlas, ahora, al ser por completo incapaces de atravesar con su poder la mágicamente opaca piel humana.
Un taumaturgo del fuego es capaz de hacer arder la pólvora incluso bajo el agua, con su magia…
Entre los gritos de rabia y frustración de la primera ministra y los dos consejeros reales, los seis disparos de mosquete a quemarropa que los Guardias Oscuros descargaron contra su cuerpo en llamas, sin mayor efecto, y el llanto de Jumon, el viejo general siguió sonriendo, mientras ardía, de pie en el centro de su propio salón… hasta que de su cuerpo lleno de cicatrices apenas si quedaron cenizas: un negro montoncito sobre la gran alfombra… en cuyo centro había dos pequeños charquitos de plomo fundido.
Cualquier brujo del disparo puede hacer que sólo arda lo que él quiere…
La versión oficial de los hechos, que circuló por toda Nerfia, en los siguientes días, fue que el gran general Dolmar Ascorga había sido asesinado por una avanzadilla de las temibles tropas mecanizadas brisias, que también prendió fuego a su finca, durante el primer día de la invasión al reino.
Su pueblo lloró la muerte del adalid.
Pero, antes de caer heroicamente, enfrentando al ejército de Kalión II, varios mosqueteros de aquel pequeño destacamento del regimiento Forja de Héroes declararon que, cuando abandonaron la finca, la casa solariega del Héroe de Salmafedra seguía en pie… y que tampoco habían visto rastros del enemigo en una buena distancia a la redonda.
Aunque, por supuesto ¿qué saben, los simples infantes, de la realidad?
El pequeño grupo de soldados de Forja de Héroes que había acudido a la finca de Dormal Ascorga nunca se reunió con el resto de su Regimiento Mixto. De todos modos, ambas fuerzas perecieron casi por completo tratando, en vano, de contener la invasión brisia.
El pueblo nerfio los consideró héroes, a todos. Incluso a Jumon, el joven edecán del viejo general, que se les había unido, a lomos del negro semental Ramil… para vengar la muerte de su jefe, obviamente. Aunque sólo encontró la suya propia, el pobre.
Dos días después de la muerte de Dolmar Ascorga, las traqueteantes columnas de ciempiés de acero de Kalión II, entre nubes de vapor, ocupaban la capital nerfia, Fairel, sin enfrentar más que una resistencia simbólica de las escasas y bisoñas tropas allí acantonadas. Muchos lo llamaron el principio del fin.
Que no tardó: menos de una semana más tarde, los incontenibles invasores brisios ya controlaban hasta el último rincón del pequeño reino vecino. Durante la quincena siguiente, se limitaron a rechazar sucesivos y cada vez más desmañados intentos de contraataque nerfios, infligiendo siempre grandes pérdidas a los dia a día más diezmados defensores, ninguno de cuyos generales parecía saber qué hacer… hasta el colapso final de sus ejércitos, poco después.
Al mes de haber cruzado las fronteras del pequeño país, el Imperio Brisio controlaba Nerfia en su totalidad, sin oposición local alguna. Muchos mercaderes y nobles nerfios, de hecho, colaboraron de buena gana con las fuerzas extranjeras que ocupaban su patria.
Orval V había sido capturado, mientras intentaba escapar a Marna, vestido de sacerdote… y fue decapitado públicamente, en la mayor plaza de Fairel, frente al que fuera su palacio real, al décimo día del ataque brisio.
Ni de la ex primera ministra Hiala Solven ni de los dos ex consejeros reales, el vizconde Goradan y el barón Fergal, se volvió a saber jamás, en Nerfia. Los brisios han puesto precio a sus cabezas, y algunos creen que debieron morir enfrentando la invasión. Pero otros lo dudan, y dicen que se ha visto a tres personas muy parecidas en los más activos círculos de conspiradores nerfios emigrados, en Olofia y Marna. Y que esos tres sueñan con retomar el poder… algún día.
En lo que una vez fuera Nerfia, a nadie le importa demasiado, tal posibilidad.
Al año escaso de haberse apropiado del pequeño reino vecino, en la siguiente Estación de la Melancolía Divina, Kalión II declaró oficial la anexión, y anunció que la capital del Nuevo Imperio Brisio sería la antigua Fairel… urbe que, de paso, rebautizó como Ciudad Dormal. Rindiendo así homenaje a la memoria del más grande estratega hulvaro de todos los tiempos… tanto que, según, declaró, ni sus mismas y aguerridas tropas habrían podido arrasar tan fácilmente a los nerfios, si él los hubiera dirigido en su contra.
Y cuando dijo esto, ¿o habrá sido al proclamar una rebaja general a los impuestos? los fieles ciudadanos de Ciudad Dolmar lo vitorearon, emocionados. Nunca antes un gobernante nerfio había tenido tanto apoyo popular como el que ofrecieron al emperador extranjero.
Al tercer año de su muerte, al difunto Héroe de Salmafedra le fue erigida una majestuosa estatua ecuestre, que lo representaba a lomos de su fiel semental Ramil. El monumento fue colocado en el centro mismo de la plaza mayor de la flamante capital imperial, renombrada en su memoria… un espacio en el que ya pocos recordaban que también se había decapitado a Osdal V.
La escultura tiene una fortísima presencia, con sus casi siete tallas de hombre de altura, y resulta curiosamente realista: el jinete de bronce sobre el caballo de negro basalto.
Pero hay quien dice que en algo se equivocó sin remedio, el hábil artista brisio que la confeccionó. Porque el parecido del rostro es notable, sí, pero… el adusto Dolmar Ascorga rara vez sonrió en vida; todos lo saben. Mientras que ahora, en cambio, a lomos de su gran corcel de oscura piedra, el Salvador de Nerfia parece mirar al futuro con una expresión divertida y sarcástica, fija para siempre en sus facciones de bronce.
Y, quizás a modo de compensación por tal incongruencia, cada día, cuando los rayos del sol iluminan su silueta metálica, al amanecer y al crepúsculo, todo el monumento da la impresión de estar gloriosamente envuelto en llamas…
30 de enero de 2022
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