Velos y sombras, Celia M. Adán Pérez (Gamora)

Nadie recuerda por qué los Velos separan Imperiae, Franjo y Nortad –los Tres Continentes–, lo que está claro es que la magia que los divide mengua cada vez más. La historia se mueve entre ellos, y comienza en Imperiae, donde los magis huyen de la cuestionable justicia de la Bástida hacia la remota Vaybora con la esperanza de escapar por una de las desgarraduras de los Velos. Un poderoso ente al borde de la extinción. Un veterano mercenario aferrado a una promesa. Un mago a la caza del último y más peligroso experimento de los intocables alquimistas de Las Cortes. Cazarrecompensas, bastiditas, manosdehierro, todos interponiéndose en el camino de los otros…

Océano y Velo de por medio, en Franjo, una desmemoriada pero exitosa magi de Imperiae se mueve entre el poder y los peligros conlleva, y pronto los reinos beligerantes de Iroshtar y Tulwar serán el menor de sus problemas. En Nortad, tras los sucesos de Imperiae y Franjo, los caminos de amigos y enemigos volverán a cruzarse.

127 respuestas a “Velos y sombras, Celia M. Adán Pérez (Gamora)

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  1. Continente Imperiae.

    Comarca de Alevand.

    Olyena.

    El pendón del rey flotaba a la cabeza de la comitiva, que envuelta en una nube de polvo se acercaba cada vez más al castillo.
    —Ya deberíamos retirarnos al salón, mi señora. —le dijo uno de los que la acompañaba en la terraza del torreón.
    —Aldei. —llamó, apartando de su rostro el negro velo que se agitaba con cada golpe del viento. —Ya es hora que Renea parta. —ordenó cuando el lord estuvo a su lado, sin separar la vista de la comitiva, aferrada a la piedra del parapeto y a la última esperanza.
    Lord Aldei se fue y ella, lanzando una última mirada desafiante a los colores del rey, cada vez más cercanos, dejó el parapeto y se fue de regreso al salón de protocolos escoltada de sus silentes y graves vasallos.

    —¡Lord Belthesar Soneryn, Asesor de la Corte Capital Praventhea y su Majestad Yalend El Unificador! —el eco se extendió por las amplias bóvedas y recargados arbotantes.
    Ahí estaba, la Señora de Alevand y última de su clan según el vaticinio de esa indeseada visita, presidiendo la menguada corte, enlutada como ella. Al escuchar el anuncio se irguió más, como adusta estatua que se alza en un templo y mira con desdén desde su pedestal. El recién llegado ya avanzaba por la alfombra con arrogancia de vencedor. Tras él cuatro guardias armados hasta los dientes, uno de ellos portando los colores de la corte de Praventhea. Contra ese odioso estandarte habían caído peleando cada familiar y ser querido, cada persona que le importó en este mundo, hasta que solo quedó ella. Ella solita para vengarlos a todos.
    —Paz y buenos augurios, señora. —la saludó el Lord enemigo con una amplia sonrisa y extendió un pergamino.
    Arrebató sin responderle el pergamino que le alcanzaba un consejero y recorrió con rapidez las breves líneas: era un comunicado con puño y letra del rey, su enemigo jurado, el maldito por el cual todo ardía desde hacía cinco años. Al que quería matar cien veces con sus propias manos y ni así se sentiría satisfecha.
    —Mi señora, Su Altísima Majestad me envía para asegurarse que cumpla con su palabra. —comenzó el Lord emisario. —Desea que no haga nada desesperado y cumpla con lo…
    —Ahórrese las palabras. —le interrumpió, tajante. —Sé bien qué se espera de mí. Aunque pensándolo mejor, no le quitaré la ilusión. Debe haber ensayado mucho el mensaje, y durante mucho tiempo, ¿verdad? Continúe. —se guardó poco de ocultar la burla.
    —Su Majestad… el rey Yalend… —comenzó a carraspear el mensajero, amoscado —pide su presencia en la Corte Capital de Imperiae… solo así pondría fin a las acciones bélicas contra Alevand, que pasará a ser parte del imperio. Usted, sus vasallos, cada piedra y cada brizna pertenecen ahora a su Altísima Majestad, y a él todos deben lealtad de este momento en adelante.
    El lord miró de reojo a los presentes. Seguro esperaba exclamaciones, pero su corte no se movió siquiera. Ella, aunque la había invadido una debilidad de vértigo, se levantó de su asiento, la frente alta:
    —Necesitaré al menos tres días para organizar mi partida.
    —Mi señora, Su Majestad fue muy claro. Solo tendrá las horas que restan del momento en que le ha sido transmitido el mensaje hasta el próximo amanecer. De manera que al romper el alba debe ir con nosotros hacia Praventhea, sin excusas. O me temo que el ejército de guerreros imperiales que aguarda en el valle arrasará con el castillo. ¿No ha tenido bastante sangre y sufrimiento ya?
    Clavó en él la mirada más despectiva que podía dar. ¡Qué ganas de acabar con ese tipo! ¡Con Yalend primero, y con él después!
    —Hasta mañana al amanecer pues. —en su voz, a pesar de todo, no había matiz. ¡No le daría el gusto al muy perro! —Usted y sus hombres acomódense en el castillo. Tendrán los que necesiten para pasar la noche.
    —Agradezco su ofrecimiento pero preferimos acampar afuera. —en la boca del lord praventhiano se dibujó una taimada sonrisa.
    —La guerra acabó, señor mío. ¿No escuchó? Ya no somos enemigos. Aunque quisiera, no puedo rebanarles el cuello. ¿No ve que estoy rodeada de gente que no sabe sostener si siquiera un cuchillo mantequillero? —su camarilla de lores, todos ya con bastantes canas, se removieron en sus sitios al escucharla, algunos se interesaron repentinamente por sus propios zapatos.
    —Le sorprendería lo que una rata acorralada puede hacer, mi señora. —masculló el otro. —Además, —añadió —el amanecer en Alevand debe ser precioso desde los alrededores del castillo. No perderé la oportunidad.
    —¡Como si quiere acampar en el foso! —Se levantó, dando por concluida la audiencia. En otros tiempos hubiese hecho despellejar vivo al muy insolente ahí mismo. Tiempos pasados.

    Belthesar.

    Faltaba una hora para la medianoche cuando en el campamento apareció uno de los lords de Olyena junto a cinco encapuchados.
    —Una muestra de paz de parte de los nobles del consejo de Alevand. —le dijo el noble ya ante él.
    Como obedeciendo a una orden, los cinco encapuchados se despojaron de las túnicas y aparecieron unas mujeres vestidas de sedas traslúcidas y adornadas con exquisitas alhajas.
    —No sabía que Olyena hacía este tipo de agasajos. —admiró con desfachatez las bondades que le ofrecían, retirando la mano del pomo del puñal que llevaba en el cinto.
    —Este agasajo no tiene nada que ver con la señora. Es de parte de los nobles del Consejo. —insistió el visitante.
    —Hombre astuto. —se paseó lentamente ante las mujeres. —¿Las elegiste tú? Tienes buenos gustos. —y regresó sobre sus pasos para quedar frente al visitante: —Vamos, regresa con tu circo, lacayo. No estamos interesados.

    Olyena.

    —¡Malditos mil veces malditos! ¿Dijiste exactamente lo que te ordené?
    Aldei asintió con su habitual nerviosismo. Acababa de comunicarle el fallo de la estratagema con las mujeres de sexos envenenados
    —¿Qué hago ahora? ¡Necesito tiempo, señores! ¡Tiempo, por todos los Altísimos! —iba de un lado a otro por sus aposentos con la desesperación de una fiera enjaulada. Alrededor de ella, su círculo de confianza. —¡Renea ya debía estar de regreso! —se abalanzó otra vez contra Aldei. —¿Acaso no entiende el sentido de urgencia? ¿O va a aparecerse cuando sea demasiado tarde?
    —Señora, Honorable Dulgar dijo que la incorporación del último ingrediente es complicado. Quizás se demore por eso… —intervino uno de los nobles.
    —¡No pondré un pie ante ese miserable malparido de Yalend sin el veneno! —apretó los dientes y los puños.
    —Señora, Renea sabe lo que hace… —comenzó Aldei, no muy seguro. —Nunca le ha fallado.
    —¿Fallarme? ¡Por eso te mandé con las mujeres, porque no se debe confiar todo a un solo plan, y menos a un solo peón! ¡Y muchísimo menos si se trata de esa raza malagradecida, que ahora se cree intocable solo porque perdoné su vida cuando…!
    No terminó la frase. Ahogada en su rabia, volvió a toser. Evitó que la socorrieran de un manotazo.
    —Mi señora, tenga paciencia. —insistió Aldei cuando logró dominar el acceso de tos.
    —¿Paciencia? ¿Cómo te atreves a pedirme paciencia? ¡Y de esa elfa, claro que nunca me ha fallado! ¡El día que me falle yo misma le corto la cabeza y al demonio con su especie!

    Renea.

    —¿Quién va? ¡Habla si no quieres que te destripe como a un cerdo! —gritó el guardia praventhiano. La apuntaba con su enorme ballesta. Era lo único que se interponía entre ella y la tienda del Lord mensajero de Praventhea. —¡Ya dijimos que no queremos putas! ¡Largo!
    —En privado con el Lord mensajero a hablar vengo. —le dijo.
    —¡Avanza donde te vea! ¡Descúbrete! ¡Y cuidado que te atravieso! ¡A mí la guardia!
    Avanzó, saliendo de las sombras muy despacio, y la antorcha que ardía a unos pasos la bañó con sus destellos. Con gestos pausados descorrió el capuchón gris.
    —¡Mierda! —el hombre retrocedió un paso sin bajar el arma.
    —Para el lord mensajero de Praventhea valiosa información traigo. Ante él, condúceme.
    Con recelo, y sin soltar las armas, los guardias que habían acudido a la voz de alarma la llevaron ante el mensajero del rey.
    —¡Imposible! —en la cara del lord había un asombro mayúsculo. —Juraría que los exterminamos hace años… ¿Hay más como tú? ¡Habla!
    —Más no hay. Solo yo. —las palabras pesaron como piedras en su voz. Tuvo que hacer un acopio de voluntad para no cometer una locura.
    —¿Qué, eres también parte de ese circo que estuvo antes por aquí?
    —No, señor.
    —¿Acaso crees que ha sido inteligente venir ante mí, elfa? ¿Sabes quién soy?
    —Sé. Pero importante eso no es, sino lo que a decir vengo. —sostuvo unos instantes la intimidante mirada del praventhiano, y luego miró de reojo a los hombres que junto a la entrada de la tienda no quitaban las manos de sus armas.
    El lord comprendió y los despidió con un gesto.
    —Mi señor, ¿es sensato? Es… —insistió uno de ellos antes de salir.
    —Tranquilo, capitán. —le cortó. —Si intenta algo, no será el primero que empalo vivo. —fue la respuesta.
    Batalló aún más para que las palabras de aquel asesino no la provocaran.
    —Tienes mi atención, elfa. Habla.
    —Lady Olyena ya todo ha perdido, señor. —comenzó a decir. —Y ahora ya nada que perder tiene. Confiarse de ella no debe.
    —No hables con acertijos. ¿Dices que Olyena no honrará su palabra, lo acordado?
    —Como el señor escuchó.
    —¿Qué patrañas son esas? Olyena será una pedante pero es una Alvadrask. Esa es gente de palabra, ¡eran, así se los llevó la muerte! ¿De dónde sacas eso? ¡Y cuidado con mentirme! Si es cierto que sabes quién soy comprenderás que no amenazo en vano.
    —Sé. —repitió, reprimiendo el impulso de enseñarle sus colmillos. —Como mismo sé que Olyena su palabra cumplir no pretende.
    —¿Tienes pruebas? Porque de lo contrario, ¿cómo quieres que le crea a alguien cómo tú? —El lord no dejaba de escrutarla. Debía serenarse.
    —Mi cuello aprecio. —habló sin prisas. —Después de todo, como yo más no hay. Solo libertad busco, y Olyena la ha negado. Esa promesa también ha roto. Pero el rey, a cambio de mis servicios, libertad puede darme.
    Confiaba que el lord no la supusiese una amenaza. Sabía bien quién era Belthesar Soneryn. Sabía que se las había visto con elfos que lo doblaban en fuerza y tamaño y que salió airoso. Sabía cómo era insaciable de poder. Y sabía que el hecho de llevar la última elfa de Imperiae al rey Yalend le sería irresistible.
    —Cambiar de lealtades es asunto serio, elfa. —el lord dibujó una sonrisa. —Verás, yo no puedo prometerte nada, solo el rey puede llegar a un acuerdo contigo. Su majestad valora mucho eliminar intermediarios y más si de cambio de lealtades se trata. Por eso deberás ir hasta Praventhea y personarte ante él. ¿Entiendes? De mi parte, te pagaré bien si todo lo que dices es cierto, y más aún si me ayudas a desenmascarar a esa arpía de Olyena ante el rey para que no tenga posibilidad de aspirar a nada excepto una fregona en los establos reales, eso si su Majestad le perdona la vida. Así son las cosas. Entonces, ¿tenemos un acuerdo, elfa? ¿Irás conmigo ante el rey?
    Asintió.
    —Iré. Pero junto a ustedes desde la salida no cabalgaré.
    —¿Por quién me tomas? —aquello no pareció gustarle. —Eso o no hay trato.
    —Asuntos que zanjar primero tengo. Asuntos que el rey agradecerá. Y de ello, usted y yo favorecidos saldríamos.
    El lord se mesó la chiva. Dudaba.
    —Confíe. En dos días, en el camino real de Sotho, les alcanzo. La pena valdrá. Palabra. —y se tocó con dos dedos ambos labios.
    Belthesar seguro sabía que los de su raza no hacían ese gesto en vano.
    —Bien, elfa… —resopló. —Más te vale aparecer en Sotho, o me temo que tendrás a todo el continente persiguiendo tu pescuezo. Guerreros imperiales, cazarrecompensas, bandidos. Todos. No importará qué tan valiosa información lleves, tomaré tu falta de palabra como ofensa personal y contra el mismísimo rey, de quien seguro sabes cuánto gusta de poner incentivos jugosos si de una rareza como tú se trata. ¿Fui lo suficientemente claro?
    Asintió otra vez.
    El destino estaba echado.

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  2. Leído el primer capítulo, una rendición, una elfa y lealtades que cambian de dueño. La elfa habla como en castellano antiguo o yo que sé, pero le pones un acento propio. Estoy a la espera de lo q sigue.

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  3. Conteo de palabras: 1455. Total: 3475

    Renea

    —¡Basta, Renea! ¡Olyena le cortará la cabeza, malagradecida! —Dulgar la amenazó con el bastón. Era un viejo druida a quien Olyena había encargado el cienmuertes, el veneno que cobraría su venganza en Yalend.
    Olyena se había obsesionado con ese veneno que martirizaba durante el transcurso de cien largos días a quien lo ingería. Y lo peor es que nadie sospechaba del veneno sino hasta el mismísimo final, cuando las extremidades se secaban de golpe y el cuerpo se podría por dentro. Tanto se había obsesionado que quería envenenar al rey con su propia mano; por eso no se tiró del torreón tras cada mala noticia que había ido recibiendo ni cuando se supo finalmente sola en el mundo.
    —¡Bestia, devuélvemelo! ¡Aún no está listo!
    Dulgar, con quien nunca hizo buenas migas –el viejo no soportaba que sus conocimientos de elixires y pociones lo superaran–, de haber tenido una horca a mano o fuerza para blandir su bastón, la habría atravesado como un pollo cuando la descubrió robándole el preciadísimo frasco y su contenido, objeto de tantos desvelos y angustias.
    —¿Qué quieres hacer, serpiente malvada? ¡Echarás por tierra todo! ¡Olyena te ha perdonado el pescuezo, te ha dejado vivir y mira como le pagas, ladrona! ¡Lo menos que podías hacer es sacarte tu maldita sangre para el elixir, bandolera de mierda, en vez de robarle su última esperanza! —seguía el viejo, tratando de arrebatarle el recipiente, pero tropezaba en la oscuridad del túnel en el que almacenaba sus decocciones y bienes. Ella, en cambio, le esquivó a él y a los obstáculos sin dificultad.
    Solo mientras colocaba cuidadosamente el frasco en el zurrón que llevaba en la montura Dulgar la alcanzó.
    —¡Dámelo! ¡Dámelo, maldita! —trató de forcejear, pero lo sentó de un empellón.
    —¡Sé lo que hago, aparta!
    El viejo druida, derrengado sobre los vegetales y yerbajos de su roturada huerta, siguió maldiciéndola, tratando de incorporarse. Pero ella montó a caballo sin dignarse a mirarlo siquiera, y salió disparada. Atrás quedaron sus gritos ahogados por el veloz galopar.

    Olyena.

    Aguantaba las lágrimas. No le daría el gusto a Belthesar, que se asomaba a cada rato al carruaje para preguntar si necesitaba algo. Estaba convencida que solo quería verla para vanagloriarse luego del día en que vio a la última de las Alvadrask quebrada en llanto por los caminos. Quería tirarse del carro, salir corriendo y adentrarse en los bosques, y si sus plegarias eran respondidas, despeñarse por un barranco y partirse la crisma, y terminar con el dolor y el odio que la consumían.
    Pero no tenía derecho a ello aún.
    —No se torture por la elfa, señora. Hallaremos otra manera. —murmuró una de sus doncellas, a corriente de sus planes.
    —Ninguna otra manera me vale. —quedó mirando la nada, sumida en sus demonios.
    La doncella calló también. Y entonces un galopar lejano, y cada vez más próximo, interrumpió los pensamientos dentro del carruaje.
    —¡Nómadas! ¡Prepárense! —el grito vino de los praventheanos.
    Sus doncellas se asomaron, ella las imitó, y entre los chillidos vio una banda de hombres a caballo arremetiendo contra la comitiva. Por los adornos de pieles en las bestias desbocadas y el pecho y muñecas de aquellos hombres los identificó fácilmente: pertenecían a las terribles Tribus Libres. Pero apreciar eso fue apenas un segundo. Igual, todo fue muy rápido. Sobrevino el chocar de sables y espadas, relinchos y el zumbido de jabalinazos. Y después cráneos rotos, miembros cercenados, piel desgarrada. Un baño de sangre.
    Entre los lastimeros alaridos de sus damas se debatió si desechar su venganza madurada durante cinco largos años y esperar la muerte sentada en el carro, cansada ya de luchar, o huir para pelear otro día.
    Pensar y decidir le tomó un segundo.

    Vorste.

    —Esto ha ido muy lejos. De aquí a Vaybora hay un mes. O más. Creo que más.
    —Tres semanas.
    —Más de un mes. —insistió. —Tendrán que atravesar las Azuladas, porque desde que cayó Gisem escabullirse por las costas no es una opción, ¿lo olvidaste? Y unos nómadas atravesando las montañas, ya quisiera yo verlos, Nea. —No estaba nada convencido de aquel plan. —Y aunque fuesen montañeses de pura cepa, he estado ahí y es muy peligroso; en las Azuladas los pasos son muy traicioneros.
    —Vorste…
    —Y cuando los pasen, aun así tendrán que evitar todos los praventheanos y guerreros desperdigados por Gisem. —siguió. —Es un desvío de varios días. Y después vienen los pantalanes. El Yare-Yare se desborda en esta época del año, y aunque no se desborde son millas y millas de pantanos hasta el horizonte, hasta las mismísimas puertas de Vaybora.
    —Quien te escuchara, creyera que ahí ya has estado. —movió ella la cabeza. Su mata de cabellos trenzados sin patrón ni simetría se agitó levemente.
    —Y en todo ese tiempo, —insistió a pesar de su reproche —si los rastrean, los masacrarán a todos en las marismas, porque dudo que Chevói y sus nómadas tengan suficientes fuerzas como para resistir un ataque, ya no digo más de uno.
    —Vor, solo apresúrate. —a ella se le escapó el típico suspiro de quien no quiere escuchar lo que ya sabe.
    Renea sujetaba –más que sujetar, abracaba– el enorme y añejísimo cuerno de dracomadre que había conseguido hacía años, cuando empezara sus estudios en la magia. Lo tenía apoyado en una alfombra mientras él raspaba con un cuchillito la dura superficie ennegrecida y recogía las virutas que se iba desprendiendo en un pedazo de papiro con el cuidado y recelo propios de su profesión. Un mal olor nauseabundo que recordaba al de la carne putrefacta flotaba entre ellos a pesar que todas las ventanucas de su rústica cabaña estaban abiertas de par en par y entraba la brisa del bosque. A través del paño que llevaba, como ella, cubriéndola la nariz y la boca, lo percibía.
    —Suficiente es. —dijo ella al rato.
    Entre los dos envolvieron el enorme cuerno en la alfombra y lo guardaron con cuidado en un armario, uno de los muchos cajones, alacenas y repisas que había en la cabaña.
    —Nea… —la tomó por los hombros, implorante, una vez que se deshicieron de los pañuelos junto a una ventana. —Ya has hecho bastante por Olyena. No le debes nada. ¡Desiste! ¡Esto un suicidio!
    Sabía del cienmuertes. Habían sido amigo de Renea durante años, incluso desde antes de la masacre de Avarlil, el último reducto de los elfos, y al que ella sobrevivió. Se sentía más que honrado de ser el único humano en quien confiaba –eso no lo había dicho, pero él lo sabía; lo supo en el instante en que, un año atrás, le pidió ayuda para reunir unos ingredientes especiales que llevaba el cienmuertes al no fiarse de las habilidades de Dulgar.
    Al escuchar su súplica, ella le apartó con decisión y fue hasta su bolso de cuero, sacó el frasco con el veneno y tras destaparle, con sumo cuidado, vertió las virutas sin quitar la mueca iracunda que afloraba en su rostro.
    —Ven al menos a que te cure. Mira como tienes eso. —Maldijo al descubrir bajo una venda un par de hondos piquetes amoratados. Debía ser muy doloroso a pesar de la compresa de hierbas que tenía puesto. —¿Por qué tuviste que sacarte la sangre tú sola, y en saben los Altísimos qué condiciones? Quedamos en que te ayudaría.
    Ella no respondió y le dejó hacer ahí, recostada a la mesa.
    —Así no me mires. Tenía que hacerlo… Tengo que hacerlo. —ella cedió al dolor, la voz se le quebró y la fiereza y la ira desaparecieron de sus ojos almendrados.
    —No tienes que hacer nada. Y menos por Olyena. Ya le has pagado el favor unas mil veces. —le gruñó, aplicando en la herida unos ungüentos que tenía a mano. —El plan no pudo ser, pues no será. Ir a Praventhea es un suicidio. Ya con lo de los nómadas haces más que suficiente. En vez de eso, cabalga al borde opuesto del mapa.
    Ella callaba.
    —Te podías haber largado hace mucho. —Ya lo habían hablado. —Es más, te puedes largar ahora mismo, lejos de todo esto. Piender, Halfeyser, Vaybora, ¡incluso en las Brénades! ¡Eso ya casi es Vreivádynn, allá nadie te buscaría…! Y yo iría contigo.
    —¿Tú, prometedor mago, en el culo del mundo? —alzó ella una ceja.
    —¡Eso no importa! ¡Al diablo con todo! —ya terminaba la cura. —La venganza no termina en nada bueno…
    Al escucharlo ella se levantó de un tirón y le arrebató la venda limpia de las manos. Su rostro adquirió otra vez un aspecto fiero, sobre todo por el inyectado rojo de sus pupilas.
    La realidad es que las cosas no eran tan simples. La conocía bien; insistir no tenía sentido. Pero tuvo que intentarlo. Al menos una vez más.

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      1. Me gusta. Muy interesante. Por lo que veo nos va a tener en ascuas sobre cuales son los verdaderos planes de Renea. Buen trabajo estimada Gamora. Viendo estas narraciones se ve que hay talento, mucho talento, ojala se le de más atención al género, porque escritores y escritoras no faltan.

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  4. Conteo de palabras: 1210 Total: 4685

    Renea.

    Cuando apareció en el camino real de Sotho ante el desbocado caballo de Belthesar, a poco no da crédito a sus ojos: el lord llevaba a Lady Olyena en la grupa tirada como un saco de papas, amarrada por las muñecas y amordazada, ¡y ella creyéndola a salvo con los nómadas de Chevoi, rumbo a las montañas!
    —¡Por los Altísimos, ya no esperé verte! —resopló Belthesar como todo saludo, reponiéndose a su sorpresa.
    Olyena levantó como pudo la cabeza y abrió los ojos cuan platos al verla. Soltó inentendibles insultos a través de la mordaza y se removió como un gusarapo, ojerosa y desgreñada como estaba.
    No le quedó más que tragarse el inconveniente de ver que su plan se había torcido.
    —De ella le advertí. ¿Qué ha sucedido? —dijo con todo el desprecio que pudo.
    —Una manada de nómadas nos asaltó. ¡Tribus de mierda!
    —Milagro escaparon… —Observaba que aunque estaba manchado de sangre por doquier, Belthesar no parecía herido. Y no dejaba de preguntarse como Olyena terminó en su caballo y no en el de Chevói, a salvo.
    —¿Milagro? No me querrías como adversario, elfa. Tengo varios trucos bajo la manga. ¡Deja de moverte! —ladró a la cautiva. —¿Quieres caerte y rajarte la cabeza? —Olyena se quedó quieta pero siguió bufando. —Vamos, sígueme. Tengo una patrulla en el próximo pueblo. Y los guerreros imperiales deben estar cerca. —Belthesar espoleó su caballo y ella le siguió.
    Solo tenía cabeza para una cosa: cómo lograr su cometido ahora que el plan se había ido definitivamente por la borda. Si pidió a Chevói que perdonara la vida a Belthesar en la escaramuza fue solo porque le necesitaba para acercarse al rey. Bien, ya estaba ahí, solo que ahora el rey estaría más interesado en la indomable Olyena, por la que había esperado cinco años, que en ella así fuese la última elfa del mundo.
    Y el cienmuertes no podía esperar una vez mezclado con la sangre. Mientras más rápido se administrara, mejor. Cada segundo contaba.
    Aún no tenía su plan alternativo muy claro, solo sabía que no dejaría que la encadenaran nunca más, y que el rey debía morir en la más extrema agonía.

    Olyena.

    —No puedo creer que confiara el ti, serpiente. Debía haberte matado hace mucho, maldita traidora. Monstruo malagradecido. Te desprecio tanto como a Yalend, cobarde. Él siempre mostró lo ruin que era, pero tú te escondías en las sombras para apuñalar por la espalda.
    Ya no tenía fuerzas ni para gritar, pero no dejaba de arremeter contra Renea, que ahora caminaba impasible a su lado por una de las galerías del colosal castillo de Praventhea, la Corte Capital. El corazón de Imperiae.
    Ya dejaban la galería y entraban a un amplio salón, tan grande que hacía que el suyo pareciese de juguete, cuando la elfa le preguntó entre dientes:
    —¿Qué tanto odias a Yalend?
    Por un segundo creyó haber oído mal. ¿Cómo osaba preguntar eso ella, que había estado tanto tiempo en Alevand, que había visto el horizonte en llamas y los despojos que regresaban desde los campos de batalla, las fronteras y las aldeas saqueadas?
    —Ambas hemos perdido todo por él, ¿pero puedes odiarlo tanto como yo? ¿O incluso más que yo? —repitió Renea con un siseo.
    No tuvo tiempo para responderle. No lo tuvo porque Belthesar, que caminaba unos pasos por delante, se giró a los guardias que quedaron escoltando la alta puerta y ordenó:
    —Apresen a la elfa. Debe estar encadenada ante el rey.
    En un abrir y cerrar de ojos Renea sacó una daga que llevaba escondida y arremetió contra los guardias que iban a sujetarla.
    Espantada de la arremetida, corrió hacia una de las columnas en busca de amparo mientras Belthesar daba voces y se sumaba a la desigual lucha que se adueñó del amplio salón.
    No comprendía nada. ¿La elfa se había vuelto loca? Todo pasaba muy rápido otra vez, como durante el ataque de los nómadas.
    Asombrada, vio como Renea se fue deshaciendo de los guardias con una agilidad verdaderamente asombrosa. Daba tajazos y frenaba estocadas, caía contra sus rivales con movimientos fluidos y contundentes a la vez, soportaba los golpes y los devolvía con creces haciendo a sus enemigos perder el paso y trastabillar los unos contra los otros, ridiculizándolos como si se tratase de un baile que solo ella sabía bailar. Un baile mortal.
    Pronto solo quedaron la elfa y Lord Belthesar, que había preferido dejar protagonismo a sus guardias y se había ubicado a su lado. Y Renea le fue encima.
    Cerró los ojos un instante, sin saber si la elfa embestiría su furia contra ella o contra él.
    Al sonido metálico de los aceros abrió los ojos y los vio rodar por el piso, donde Renea estuvo a punto de clavar a Belthesar contra la gruesa alfombra de Dusarena que tan bien amortiguaba el sonido de los golpes. Pero el lord daba guerra, haciendo honor a las historias que de él se contaban, y ella comenzó a perder empuje.
    Desde la galería, más allá de la puerta, se escucharon gritos y aparatosos corretajes.
    —¡La puerta! —gritó Renea forcejeando para contener el empuje de Belthesar.
    Pero seguía petrificada. Primero ni supo si la elfa le gritaba a ella, o qué gritaba. Cuando le rompió el cuello a Belthesar, el terrible chasquido la hizo finalmente salir del trance y corrió a la puerta. La trancó justo a tiempo y tropezando con la arrugada alfombra cayó contra la columna más próxima, donde se acurrucó entre gemidos mientras la enorme puerta que tanto trabajo le dio cerrar comenzaba a retumbar como si de afuera la azotara un mar embravecido.
    Cerró otra vez los ojos para escapar de la pesadilla, mas los golpes que trozaban la madera contrachapada la obligaron a abrirlos y fue peor: Renea, bañada sangre, caminaba lentamente hacia ella. Se hizo un ovillo y volvió a cerrar los ojos, esta vez en espera del filo mortal que blandía en una mano.
    Pero el filo no llegó.
    Temblorosa, entre lágrimas que le impedían ver, distinguió que Renea se dejaba caer de rodillas ante ella.
    —Acércate… —le susurró la elfa. Estaba pálida, el vivo rojo de sus pupilas se apagaba. Una mano no dejaba su vientre. Estaba herida.
    Los hachazos se multiplicaban, taladraban su cabeza. La puerta, por muy reforzada que estuviese, a ese ritmo no aguantaría mucho.
    —Daño no te haré… —gimió otra vez Renea al verla que seguía inmóvil. Y en un evidente acopio de fuerzas se arrastró hacia ella.
    Sacó de entre sus ropas un frasquito de vidrio.
    “¿Será posible?” Y le puso el frasquito en las manos atadas, temblorosas.
    —Cienmuertes… Escóndelo… —hizo una mueca de dolor, los cabellos y trencitas regados dramáticamente por doquier, empegotados en sangre.
    No podía creerlo.
    Rápidamente lo guardó en su seno, al amparo de los jironados vuelos del vestido, y conmovida tomó entre sus manos todavía trémulas las de la elfa, frías. Quiso decirle algo pero Renea se desplomó en la alfombra arrastrándola consigo. Abrió los labios, pero no emitió más sonido que el de la vida abandonando el cuerpo, y las extrañas pupilas rojizas perdieron el brillo y el color por completo.
    Solo se apartó de su lado cuando vio el filo de un hacha asomarse por la madera astillada.

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    1. Murió la elfa? Ya me estaba cayendo bien y pasó a mejor vida 😂. Pero bueno, acepto que su muerte ayuda a que se mueva la trama. Me gusta como lo has puesto todo. La historia va caminando bien, nustra señora tiene el veneno, lo que ahora deberá llevar a cabo su plan de eliminar al tirano. Confieso que al principio cuando no dominaba bien los nombres me perdía con los epígrafes donde cambia el punto de vista de un personaje a otro. Me perdía y volvía atrás pero ya me he adaptado y me sale fluido. Qué te digo, vas bien en esto. Tienes que acabar la historia Gamora. Ánimos que vas muy bien.

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      1. Que bueno que no se pierdan mucho con los brincos de Punto de Vista de los personajes! Realmente escribir así es un reto. De veras me ha ayudado mucho haber planteado las escenas de antemano, como una especie de guía de qué debe pasar. Estoy como 3 en un zapato con el trabajo, pero cuando tenga un chance leeré las demás novelas. Saludos!

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  5. Conteo de palabras: 609 Total: 5294

    Vorste.

    No esperó ver a Olyena en persona ante su puerta de ermitaño. Había perdido peso, estaba un poco demacrada, pero seguía siendo hermosa aun en sus ropajes de perenne luto y la ausencia de adornos. A sus espaldas, un séquito aguardaba por ella.
    Se quitó la bandana del día a día y la invitó a pasar a la cabaña. Una vez adentro le ofreció asiento también, pero Olyena permaneció de pie.
    Guardaron un silencio bastante prolongado, como si ninguno quisiera ser el primero en hablar.
    —Vengo a darte las gracias, joven Vorsternel. Gracias a ti y a Renea, el tirano tuvo el fin que merecía y hoy todos tenemos una mejor vida por delante.
    “Menos ella…”
    Sentía una mezcla de dolor, rabia, angustia, todo a la vez. Pero un buen mago siempre se contiene. Siempre.
    Sabía que Olyena había logrado envenenar a Yalend con el cienmuertes, pero desconocía los detalles, o el hecho de cómo estaba al tanto de su participación.
    —Uno de los altos hechiceros de Praventhea me lo dijo. Le consulté… —comentó ella a media voz. Y comenzó a contarle de cómo unos días después de ser llevada al palacio logró administrarle a Yalend el veneno.
    Él sí había escuchado los rumores de la horrible muerte del rey, y de cómo, confundidos y espantados, todos los habitantes de la Corte Capital huyeron despavoridos con sus familias y pertenencias al enterarse del envenenamiento. En medio de la vorágine también se hablaba de una maldición élfica sobre el trono, de manera que la capital de la Unificada Imperiae quedó vacía, fantasmal y decadente, porque hasta unos veinte kilómetros a la redonda la gente se marchó.
    Olyena habló todo el tiempo con voz apesadumbrada y dejó para último lo sucedido a Renea.
    —Ustedes los magos entienden también de artes de adivinación, ¿no? —tuvo que sentarse al concluir. —¿Acaso… adivinaste lo que le sucedería a ella?
    Fue en silencio hasta una de las repisas y regresó con una cajita forrada en terciopelo marrón.
    —No había que tener esa arte para saberlo. Ella… llevaría su palabra hasta el fin. —se sentó junto a Olyena y la abrió.
    Dentro había un ramillete mustio y una nota doblada.
    —La dejó bajo el ramillete. —le extendió el papel.
    —Un ramillete. La manera de los elfos de dar las más sinceras gracias. O confesar el más profundo amor… —murmuró ella apenada llevándose una mano al pecho, y comenzó a leer la caligrafía cargada de arabescos.
    Él sabía la nota de memoria. “El cienmuertes sangre elfa lleva. Voluntaria la sangre se dona, y voluntaria ha de sacarse”, comenzaba. Pero la parte más impresionante era la última: “Antes o durante su administración algún sacrificio debe hacerse, pues sacrificio de sangre su efecto pide. Y mientras más intensa y difícil la ofrenda más poderoso el resultado será…”
    —Renea sabía bien el sacrificio que debía hacer. —habló mientras ella aún leía. —Supo crecer su odio… —se le quebró la voz, luchó por recomponerse. —Supo nutrirse del de otros. Aceptó todo en silencio, lo que merecía y lo que no. —aquí le dedicó una mirada rencorosa a Olyena, que ya terminaba de leer. —Cada dolor, cada sufrimiento, cada segundo odiando pasaría de su sangre a la de Yalend. El odio se vuelve más intenso con los años, destructivo, lacerante, y ella odió por largo tiempo. Siempre supo cuál era el sacrificio más poderoso…
    No pudo seguir. Las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas apenas barbadas. Sintió como Olyena lo rodeaba con sus brazos y lo acompañaba en el llanto. Seguro comprendía, tras haber leído el papel, que el cienmuertes pedía un sacrificio espantoso: vida como pago por la muerte.

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    1. ¡Wao¡ me tomó totalmente de sorpresa
      La historia se aceleró, no diré nada más que muy bueno. Me gusta. No quiero comentar para no dar adelantos. Cuando empecé a buscar la publicación de ayer, me tope accidentalmente con los comentarios de la muerte de la elfa, lástima, ya sabía que pasaba.

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  6. Conteo de palabas: 1669. Total: 6963

    Fortaleza del Cabo Piender.

    Punto más occidental de Imperiae.

    Veinte años después de la desintegración del Imperio en Cortes.

    Maxe.

    Tras pasar el portón casi todos los presentes en el patio dejaron lo que hacían para clavar sus miradas en Sirvarth, que cojeaba delante del grupo llevando al caballo por la brida. Desde su montura, detrás de ella, él tampoco podía apartar la vista de aquella feminidad que ni siquiera la cota de malla podía ocultar.
    —¡Maxe! —escuchó a Barstan llamarle desde un grupito que herraba a un caballo.
    Enfiló hacia ellos.
    —No acabo de comprender este circo. ¿Por qué Kurtan la puso al frente? —gruñó uno de los del grupo cuando se saludaron. —Dos desembarcos y ya cinco escaramuzas, la cosa es seria, no para andarse con romanticismos.
    —Sí. Se están envalentonando. —resopló Barstan sujetando la pata del animal. —¿Cómo les fue?
    —Lucharon bien. Pero nosotros mejor. —se bajó de la montura con gestos cansados.
    —¿Y ella? ¿Cómo luchó, Maxe? —insistió Barstan.
    Se volteó hacia donde se había detenido Sirvarth. Hablaba ahora con Kurtan, el comandante de la fortaleza, y se ponía la capa de guerrera imperial que se había quitado para la escaramuza.
    —Pues menudo espectáculo. —resopló con contrariedad —Casi muerde el polvo. —y comenzó a despojarse de los guantes. —Perdió el equilibrio, se le resbaló la lanza, ¡qué sé yo! ¡Por poco se cae en medio de la maldita carga! Mujeres en malla ni ocho pepinos…
    La cosa era más que seria. La última vez que hubo escaramuzas en la fortaleza de Piender fue cuando aún quedaban elfos en las Brénades, las montañas que se dibujaban cerca. Y desembarcos no se habían producido desde los inmemoriales tiempos de la Guerra de Las Hordas. Pero por algún motivo seguían llegando forasteros en sus rápidos barcos.
    La gravedad de la situación se hizo evidente cuando la fortaleza fue asediada quince días después de aquel acontecimiento en los patios…

    El estruendo de un muro al derrumbarse rasgó el clamor de la lucha. Era el preludio de la derrota; tras un mes resistiendo ya estaban al borde de sus fuerzas. Como soldado consagrado que había visto ya bastante de guerras y batallas, no lo dudaba. Ya se había resignado a su destino. No podía ser de otra manera.
    —¡Señor, la muralla exterior de Puerta Este ha caído! —un mensajero llegó corriendo ante Elliand, el más reciente comandante de la fortaleza. Desde la muerte de Kurtan a principios del asedio, tres caudillos más habían ocupado el puesto y caído en el cumplimiento del deber. Elliand era el quinto en el cargo, y le eligió por su experiencia como uno de sus oficiales. Estaba a su lado en ese momento.
    —¡Lorgd no aguantará mucho más! —jadeaba el hombre. Tenía toda la cara llena de sangre, sudor y tierra. Alrededor, en la convulsa la empalizada, iban y venían defensores llevando armas o trayendo heridos, gritando, rugiendo, sangrando.
    Vio el rostro de Elliand crisparse como si le hubiesen pegado un garrotazo.
    —¡Maxe! —vociferó, aunque estaba a su lado. —¡Ve por Barstan! ¡La reserva a Puerta Este!
    Ágil de piernas aun, salió corriendo, aguantándose la espada para que no le golpease en el costado, y se internó en uno de los torreones que se alzaban en el otro extremo. Bajó, ya en su interior, las escaleras que conducían a uno de los cientos de túneles en las entrañas de la fortaleza. Alguien no familiarizado se hubiese extraviado en los oscuros vericuetos de aquel enjambre de galerías, pero él era de los que se los sabía de memoria.
    —¡Barstan, la reserva! ¡Puerta Este cayó!
    Un centenar de hombres aguardaban con el joven al frente. Al escuchar su grito salieron cuan torrente humano por aquellos pasadizos rumbo la superficie. Abriéndose paso entre ellos, Barstan se le acercó:
    —Sirvarth está aquí. La acabo de ver allá abajo, cerca de los accesos, al oeste. Iba a mandar un hombre a informar ahora mismo.
    —¿Cómo estás seguro que era ella y no un maldito invasor tratando de colarse? —El acceso por los farallones era prácticamente imposible a menos se conociesen los túneles. Pero bueno, todo era de esperarse… Encima, desde el balcón tallado en piedra que servía de puesto de guardia y por el que el Barstan se habría asomado y divisado a Sirvarth, una larga caída de trescientos metros, si no más, separaban al ojo humano ahí arriba de las escabrosas rocas azotadas por el mar.
    —Era Sirvarth. Lo juro. —insistió Barstan, ya alejándose, espada en mano. —¿Quién si no ella anda con esa inconfundible capa de guerrera imperial?

    Las tropas de reserva solo aplazarían lo inevitable. Lo sabía de solo ver que las dos macizas torres de la fortaleza y la plazoleta entre ellas, la ciudadela, era todo lo que quedaban en manos de los defensores. El último bastión. Ya en las murallas que delimitaban el enclave el enemigo lanzaba escalas y cuerdas, flechas, piedras, virotes, y hasta cabezas cortadas. El resto de la fortaleza, por donde no había enemigos, el fuego devoraba todo ennegreciendo con su humo el despejado cielo estival y extendiéndose con asombrosa rapidez a pesar de las zanjas cortafuegos. El escenario era obvio: si no se rendían, los invasores tratarían de obligarlos a escoger entre morir peleando, tirarse por el monstruoso acantilado a espaldas de las torres, o asfixiarse en los túneles una vez que el fuego arrasara también con la ciudadela y penetrara cada acceso a las entrañas de la roca.
    Ya arriba, al llegar junto a Elliand y apreciar de golpe el escenario, le soltó la noticia:
    —Sirvarth regresó.
    En el rostro del comandante hubo un gesto de incredulidad.
    —Imposible… Yo mismo la metí amarrada en la barca de Miltró y los vi alejarse. —y la duda dio paso a la contrariedad al escucharle añadir:
    —Barstan la acaba de ver allá abajo. Ya debe estar en los túneles.
    Elliand maldijo. Y con razón. Había tratado de deshacerse de ella tres veces desde la muerte de Otberg, su predecesor al frente de Piender, mas de alguna manera la muy escurridiza se las arreglaba para regresar.
    —Búscala. —le ordenó. —Terminará perdiéndose, o peor. —y se acercó para decirle al oído: —Encuéntrala y váyanse los dos de aquí cuando regrese Miltró. Es una orden.
    —Pero… —Sabía lo útil que sería su espada. Además, morir codo a codo con sus compañeros era una perspectiva honorable en vistas de como terminaría todo, y ciertamente mucho más atractiva a la de huir como un cobarde. —Pero…
    —¡No me hagas esto ahora! —Elliand no lo dejó ni hablar. —Esto caerá esta noche, si no antes. —moduló la voz y puso una enorme mano en su hombro. —Será un alivio saberte a salvo, hermano.

    Llevaba casi media hora desandando los túneles de la pared oeste del acantilado y nada. La antorcha cada vez alumbraba menos y él cada vez odiaba más la idea de estarse escabullendo en las penumbras como un cobarde mientras arriba combatían y morían sus camaradas. “Y la muy terca terminará cayendo en una de las trampas y se partiría el cuello o la columna. Una mujer en mallas, blandiendo una espada en una fortaleza asediada, es el máximo signo de mala suerte”, pensaba convencido. A fin de cuentas, desde que llegó los hombres comenzaron a pelearse, surgieron celos y escenitas. Incluso habían aparecido invasores extranjeros que habían lanzado un asedio. ¡Las piedras de Piender no habían visto ni extranjeros ni asedios en centurias!
    La línea de sus pensamientos se vio interrumpida por el grito de guerra de Sirvarth, el mismo que oyera durante la escaramuza en la que ella casi se cae del caballo a pleno galope. No le dio tiempo a nada: un golpe cegador le pegó en plena nariz y vio círculos brillantes destellar en medio de las semipenumbras a la vez que caía sentado.
    —¡Soy Maxe! —levantó una mano para protegerse.
    —¿Maxe?
    Sirvarth ya estaba ante él. Sitió su mano enguantada atrapar la suya y tirar con fuerza para ayudarlo a levantarse –aun no podía ni abrir los ojos del golpazo.
    —Por los Altísimos, Maxe, ¿estás bien? ¿Qué haces aquí?
    No le respondía. Todas sus fuerzas iban concentradas a no gemir de dolor. Le había partido la nariz, estaba segurísimo.
    —La fortaleza caerá. No debiste regresar… —dijo por fin cuando pudo articular palabra. La moribunda antorcha latía a sus pies. —El comandante me mandó a que te saque. —agregó con voz tomada.
    —De ningún modo. Guíame arriba. —protestó ella.
    —¿No escuchaste? La fortaleza no resistirá. Quítate de la cabeza la idea de que puedes marcar la diferencia. ¡Ni cien de los mejores espadachines marcarán la puñetera diferencia! —por suerte la oscuridad impedía que ella viera las lágrimas de dolor que se le escapaban. —Además, le prometí a Elliand que te podría a salvo…
    Sirvarth lo tomó desprevenido otra vez, pero ahora no fue un puñetazo sino las manos sujetando con violencia el cuello de su chaqueta:
    —¿Qué no entiendes? ¡No me iré de aquí! —Creyó ver sus ojos refulgir en la oscuridad.
    Ella lo soltó en seguida, como si se arrepintiera de agarrarle tan brusco.
    —Soy una guerrera, no un adorno. —resopló. —Y las cosas no están como para desdeñar una espada, aunque sea una sola. Si quieres quédate aquí, pero guíame al menos hasta la galería principal. Diré a Elliand que no te he visto.
    —¿Por quién demonios me tomas? —carraspeó molesto sin dejar de apretarse a la nariz, la cabeza inclinada hacia atrás. —¡El único motivo por el que no estoy allá arriba luchando eres tú, mujer de mil demonios! —la voz le salió algo graciosa pero no bromeaba. —Apaléame, estrangúlame, haz lo que quieras pero te voy a decir algo, Sirvarth. —y para no seguir sonando así, se soltó la nariz, dio un paso hacia ella. Sintió un hilillo de sangre escapársele hasta el bigote. —Escúchame bien, por el Cuerno de Allard, —la oscuridad que engullía el agonizante destello de la antorcha apenas si les permitía detallarse: —eres la criatura más ambiciosa que conozco. No debiste regresar. Solo traes problemas.

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    1. No quiero ser reiterativo, pero me gusta, se están presentando personajes que supongo serán muy relevantes, sin spoilers je je, ansío seguir leyendo, adelante camarada Gamora, magnifico trabajo, el vuestro como el de los demás participantes. Se me ocurre que no estaría mal que el Emperador, una vez completadas las novelas las ponga al completo en una parte del blog, para que sean mas fáciles de localizar y leer, como una muestra del talento que espera a ser conocido a otros niveles. Claro que si son revisadas mucho mejor. Es cierto que no he leído mucha fantasía pero no veo que estén inferiores ni mucho menos a la de otros autores, tienen gancho y solo te dan ganas de seguir leyendo. Disculpa Gamora que he extendido en otros aspectos fuera de tu obra. Muchos saludos.

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    2. El salto en la línea temporal me dejó mareado un poco pero se capta la idea. Bueno, mejor espero si leer quiero pues Gamora historia tiene. 😂, Me encantaba como hablaba la elfa, pobrecilla que murió. Seguiré lo próximo que salga.

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      1. Se te pegó el élfico de Imperiae jjj!
        Realmente no iba a comenzar con la historia de la elfa, pero acotejando escenas creo que tiene más sentido que fuese el primer hilo narrativo en aras de comprender mejor lo que sigue (a lo mejor después me parece la peor decisión pero bueno, lo hecho, hecho está…). Sí, ha sido un salto de tiempo grande. Sigue siendo un reto tratar de encuadrar la idea de la historia con poca revisión, al menos espero cumplir la meta de mantenerlos expectantes a lo que pasa.

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  7. Conteo de palabras: 1337 Total: 8300

    Sirvarth.

    La brisa que siempre llegaba desde los acantilados sobre los que se erguía la imponente Piender les pegó,
    envolviéndoles en una humareda cercana. Olor a chamusquina, a carne quemada, a hierro y a sangre. El desagradable
    olor del asedio.

    Se las había arreglado para que Maxe la sacara a la superficie, a la ciudadela. Le advirtió sobrecogerse a su lado –
    hasta ella se impresionó: estaban totalmente rodeados, la lucha ya estaba sobre los muros. Delante, el hierro mortal de
    los asaltantes, desdibujados junto a los defensores por el humo que ocultaba el cielo; y detrás, a la espalda, por donde
    único no había tropas invasoras, las torres y casi mil pies de piedra y mar.

    A la carrera, sorteando obstáculos y gentes, llegaron donde Elliand, que estaba al amparo de los gruesos tablones de
    una catapulta destartalada por el impacto de un bloque de piedra de una tonelada. Daba instrucciones a dos
    subordinados, y al verlos acercarse apretó los puños y la fulminó con la mirada.

    —¿Cómo escapaste? —las venas se le marcaron en las sienes, su mandíbula se tensó. Junto a ellos, Maxe se apretaba
    la nariz para detener la hemorragia.

    —Soy una guerrera imperial, maldición. Creí eso había quedado claro, ¿o no sabes leer? —gruñó en respuesta, no
    menos ofuscada que él.

    Elliand espetó un “Déjanos solos, Maxe.” Cuando el otro dio la espalda, tomó en seguida la palabra:

    —Rechazar la ayuda de un guerrero imperial puede ser considerado traición, y más si le amarra como a un perro y le
    mete en una barca en contra de su voluntad. ¿Sabe cómo suena eso en Las Cortes, comandante?

    —Lo último que necesito ahora es que me amenaces con Las Cortes. —en vez de arremeter gritando como indicaba
    con cada fibra, Elliand se limitó a sacar de su guantilla un papel doblado varias veces y se lo extendió. —Y ciertamente
    no necesito tampoco tu muerte en mi conciencia, guerrera, —agregó acentuando la palabra —sobre todo si se trata del
    caprichejo de uno de esos buitres de tus endemoniadas Cortes. Léelo.

    Sin entender de qué hablaba, tomó el manoseado papel y leyó con rapidez las líneas.

    Era un salvoconducto destinado al comandante de Piender, Kurtan Gadgarfer en aquel entonces, y supuestamente una
    copia fiel del que le habían dado a ella. Pero este ponía algo totalmente diferente al suyo: decía el motivo por el cual Las
    Cortes la habían mandado a esa fortaleza. Decía que había sido acusada de traición y que en el juicio se le dio la
    oportunidad de lavar su honor sirviendo en ese lejano punto de la geografía. Se ordenaba al comandante del bastión
    mantenerla ahí sin importar qué pasase, en primera línea, so pena de muerte de desobedecer lo decretado en la misiva.
    También se advertía no referir su contenido a la guerrera por cuestiones de seguridad. Lo firmaban los mismísimos Gran
    Archimaestre de la Bástida y el Rey Regente, además de un puñado de personajes de Las Cortes.

    —¿De dónde sacaste esto? —no podía creer lo que acababa de leer.

    —Ya lo sabes. —él la escrutaba desde su ceño fruncido. —Es la supuesta copia del tuyo. Me lo entregó un agonizante
    Otberg, Sirvarth, y a sus manos llegó del comandante anterior, y a este del anterior, y a este otro de las moribundas
    manos de Kurtan.

    ¿Se burlaba? ¿Para qué le decía lo que ya sabía? Iba a reclamarle cuando le escuchó añadir:

    —Lo que no sabes es que llegó a Piender una semana antes que tú.

    Los ecos del combate eran difíciles de ignorar. Los ayes de los heridos y moribundos se mezclaban con los gritos y el
    chocar de las armas, las maldiciones en dos idiomas –uno desconocido–, el crepitar de los enormes fuegos, la muerte
    volando en saetas… Pero al escuchar aquellas palabras se le desdibujó todo.

    “¡Una semana antes!”

    —¡No soy una traidora! —estrujó el papel y lo arrojó al viento. La furia vibraba en su voz.

    Una roca de gran tamaño pegó con estruendo a pocos metros y les hizo agacharse instintivamente. Las esquirlas
    llovieron con violencia.

    —¡No sé qué es esto, pero nada de lo que dice es cierto! —insistió.

    —¿Recuerdas el juicio, el crimen del que se te acusa?

    —Yo…

    Los alquimistas de Barassena la declararon lista y propusieron transferirla al paso de Piender para que cumpliera su
    primera misión. Eso es lo que recordaba. Ellos siempre hablaron de hacerla la guerrera imperial más completa. Toda su
    vida estuvo escuchando “Sirvarth, serás la primera de un ejército de héroes magis que llevarán la justicia a todos los
    confines.”

    —No recuerdo ningún juicio…

    —No eres la primera. —él no parecía sorprendido.

    Elliand tenía historias nada halagüeñas de Las Cortes, historias para llenar casi toda una centuria de vida a pesar que
    apenas mediaba los cuarenta. Al menos eso decían de él sus hombres más leales. Les había escuchado decir que
    odiaba Las Cortes a muerte, las culpaba de pasadas desdichas y tribulaciones, y que todo lo que saliera de ellas le
    parecía suciedad. Que incluso servía en Piender con reservas…

    —Eso no era un salvoconducto sino una sentencia de muerte. —le dijo —No me importa qué hiciste o qué dejaste de
    hacer, pero me inclino más a creer en tu inocencia que en la justeza de Las Cortes. —apresuró él las palabras cuando el
    silbido de un enjambre de flechas los obligó a apretarse más contra la armazón en buscar de refugio.

    —Pero, Kurtan no mencionó nunca nada de eso. —corrigió la postura que el instinto había obligado a agazapar. —Al
    contrario, se hizo eco de ese papel. Igual que Otberg y los demás. ¿Por qué me dices la verdad? ¿Qué ganas con ello?
    ¿Y por qué no me lo dijiste antes, en vez de meterme amarrada a aquel bote asqueroso?

    Él demoró unos segundos en responder. Le recorría el rostro con una expresión ajena a la habitual.

    —¡Rupturaaaa! —el grito rasgó el momento.

    —¡Maxe, Pelindor, escudos! —voceó Elliand empuñando la espada y dejándola sin respuesta.

    Los hombres acudieron llevando gruesos broqueles, y bajo ellos se alejaron los cuatro hacia el interior de una de las
    torres mientras los asaltantes sobrepasaban el último muro y se esparcían como alquitrán por la plazoleta de la
    ciudadela.

    —Váyanse, Maxe. Miltró aparecerá de un momento a otro. —ordenó Elliand cuando estuvieron al amparo de las
    pesadas puertas de roble. —Te han jugado sucio, Sirvarth, aquí solo te espera la muerte. —la tomó por un hombro. —No
    mires atrás y vete en paz. No te me debes nada. Vete ya. ¡Maxe, llévatela!

    —¡Aguanten muchachos, por los Altísimos y por sus vidas! —alcanzó a distinguirse un grito ahogado en medio del
    ensordecedor ruido de la batalla cuando Pelindor entreabrió el portón.

    —¡Váyanse! ¡Ya están aquí! —Elliand se desprendió de ellos y cruzó el umbral junto a Pelindor, escudo y espada en
    mano, rumbo a aquella carnicería.

    —¡Alto, espera! —se soltó de un tirón del agarre de Maxe. —¡Resistamos en los túneles hasta que lleguen los refuerzos!

    —¡No habrá refuerzos! —Maxe fue quien le respondió, halándola de regreso al interior del torreón. —¡Las Cortes
    avisaron que no pueden ayudarnos!

    Eso tampoco tenía sentido.

    —¿Qué dices?

    —¡Estuve ahí cuando Elliand abrió el mensaje! ¡No nos asistirán! ¡Solo los Altísimos saben por qué no les importamos!

    Y no escuchó ya. Se mezclaron los sonidos, el fragor del combate y el rugido del acero. Y volvió a sucederle lo mismo del
    día de la escaramuza, que iba galopando delante, la lanza en ristre, y un súbito vértigo casi la tira del caballo. Solo que
    ahora al vértigo se sumaron retazos de momentos, escenas ya olvidadas:

    —“…Una extraña combinación de elementos. Escapa a nuestros cálculos…”

    Les había escuchado de casualidad, amparada por un monumental anaquel. Ellos no alababan su maestría, como otras
    veces.

    —“Es demasiado poderosa. Si no puede ser dominada no es fiable. Es un peligro.”

    —“¿Se lo decimos? Tenía muchas esperanzas puestas en ella…”

    —“Hay que decírselo hoy mismo.”

    Por algún motivo había olvidado esos diálogos, esas imágenes. Y ahora regresaban.

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    1. Me estoy adaptando a la nueva trama, creo que me quedo corto de contexto por momentos y me desoriento pero alcanzo a tener bien la idea. En Malaz Erikson suele soltar a uno en escenas como esta y la verdad que me gusta el reto. Espero las siguientes entregas.

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    2. Magnificas descripciones, me parece que estoy viendo las imágenes, tipo película. Tenemos mago, guerrera al parecer con habilidades mágicas y guerrero, veo un equipo en formación o quien sabe a lo mejor son antagonistas.

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  8. Gracias por leer, Sauron! A veces creo que son demasiados personajes para seguir, vamos a ver si me funciona, es la priumera vez que pongo la historia a través de diuferentes personajes tipo Juego de Tronos de Martin…

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  9. Conteo de palabras: 744 Total: 9044

    Maxe.

    Halaba a Sirvarth tratando de arrastrarla a los túneles, pero se vio obligado a detenerse en seco: ella ya no cedía, como si estuviese hecha de piedra. Al girarse, vio sus ojos refulgir otra vez como ascuas –como en los túneles, antes de sacarla. Y antes de poder comprender escapó de su agarre, se le escurrió entre los dedos, inmaterializada.

    Desconcertado, la vio abrir la puerta, flotando, como si no pisara las vetustas losas del piso.

    La siguió, y entonces a poco se creyó ya muerto en los dominios de los Altísimos de lo irreal que se volvió el mundo: Sirvarth comenzó a elevarse, levitando hacia la plazoleta sembrada de caos y muerte, y voló más arriba, y más, hasta unos treinta metros del suelo sobre el mismísimo centro de la lucha.

    El combate fue cesando hasta que enmudeció por completo, y por un largo minuto solo se escuchó el crepitar de las llamas y el llamado lúgubre de los moribundos; todos quedaron asombrados ante el espectáculo, invasores y defensores.

    Lo que sucedió a continuación parecía una imagen sacada de una pesadilla: Sirvarth, el cabello agitando al viento y destellos imposibles fulgurando en su cota de malla, comenzó a gritar en una lengua extraña, y como respondiendo a una orden pesadas nubes de tormenta aparecieron sobre Piender, acantilados y fortaleza por igual, sumiéndolo todo en la más espesa penumbra.

    Y eso fue solo el principio.

    Elliand.

    Al compás del cántico de Sirvarth la brisa se tornó vendaval y comenzó a lanzar escalas, armas y hombres en todas direcciones como si se tratase de monigotes de paja. En medio de aquella confusión, se abría paso como podía hasta donde ella flotaba.
    Estaba entendiendo: Las Cortes se deshacía de todo lo que supusieran una amenaza, y esa magi era más de lo que podían controlar.

    Cuando estaban junto a la destartalada catapulta y la humareda irritaba los ojos, vio los de ella enrojecidos, rabiosos por lo que acababa de decirle. Así de cerca, vio cicatrices en su rostro que antes había ignorado, incluso una en el cuero cabelludo, semioculta por los mechones de su recortado cabello. Había escuchado de cómo se hacía un guerrero imperial, y costaba creer que ella había sobrevivido a eso. Que encima sus creadores amañaran su destino, la desecharan condenándola a muerte con una mentira, era más de lo que podía soportar. Ese papel que ella había estrujado la convertía en víctima, igual que él lo fue un día. Quizás eso lo imantaba hacia ella, las ganas de que el destino le deparara algo mejor.

    —¡Sirvarth! —la llamó varias veces, pero ella parecía no escucharle. Flotaba recortada contra la tormenta.

    A pesar del vendaval buena parte de los hombres reanudaron el combate. Y él siguió avanzando hacia la plazoleta dando mandobles a diestra y siniestra a la vez que se preguntaba cómo bajarla de ahí antes que una de las muchísimas flechas arremolinadas hiciese blanco en ella.

    Pero Sirvarth estaba a salvo. Lo comprendió cuando, horrorizado, vio una flecha atravesarle el pecho y otras las piernas, y otra más en el abdomen. Pero Sirvarth no caía, ni siquiera sangraba. Su voz se alzaba a pesar del rugido del viento y los relámpagos que comenzaban a caer por toda la fortaleza.

    Pronto, ya nadie combatía. La lluvia azotaba con los golpes de viento huracanado. Los rayos estallaban a voluntad. Nadie recalaba ya en ella, que flotaba como las antiguas representaciones de las deidades élficas; todos se aferraban a algo para no salir disparados por el vendaval.

    Piender parecía un barco a la deriva.

    Vio, y no sin pavor, como los invasores comenzaban a incendiarse a pesar del torrencial aguacero. Sus alaridos mientras se quemaban vivos hubiesen sido la máxima expresión del horror si un crujido escalofriante no atravesara la fortaleza de una punta a la otra, haciendo que el macizo arco de piedra que la unía con tierra firme se quebrara en mil pedazos, estampando sus enormes bloques en el mar que rugía debajo.

    Piender La Inexpugnable comenzó a desmoronarse en un abrir y cerrar de ojos como si en vez de rocamadre estuviese erguida sobre arena.

    Sobreponiéndose al pavor ganó en frenética carrera una de las torres y desde ahí vio la distintiva barbacana, la torre contigua, las calles incendiadas, los cadáveres y los heridos en las murallas, asaltantes envueltos en llamas y defensores despavoridos… todo caer por el abismo al embravecido mar.

    Solo quedó en pie la ciudadela con su plazoleta y la rechoncha torre en la que se resguardaba de puro azar. Alrededor se multiplicaban los rayos y la furia de todos los vientos. Parecía el fin del mundo.

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  10. Bien logrado, me sigue resultando impactante la narración, no quiero dar spoilers, por lo que he leído, tenemos a alguien muy poderoso, que no domina su poder, veo algún mentor en el futuro para erradicar eso y venganza, como no. Felicidades Gamora, sigue así.

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  11. Conteo de palabras: 1207 Total: 10251

    Sirvarth.

    Trató de incorporarse. La cabeza le pesaba. Fuertes arcadas la obligaron a doblar el torso por el borde de la hamaca y vomitar.
    —¿Qué pasó?
    —Ya, tranquila. —escuchó la familiar voz de Maxe. —Recuéstate.
    —¿Dónde estamos? —se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano. Su voz estaba más ronca que de costumbre. El cabello se le pegaba a la nuca y la frente bañadas en sudor. Descurbió que ya no llevaba la cota de malla.
    Ese olor… Iban en barco. Conocía de sobra el olor de la barca de Miltró, y el vaivén de las olas también. Se incorporó por completo al darse cuenta.
    —Quieta. Descansa. —la voz de Maxe se le hizo tierna.
    —Dime de una vez qué pasó. —insistió. —Tengo… imágenes borrosas… de lo sucedido.
    Él la miraba desde un improvisado asiento, inclinado hacia adelante, las manos enlazadas. Quizás demoraba en hablar porque buscaba las palabras, o porque tenía una facha de espanto –o porque estaba un poco enamorado de ella como medio Piender.
    Iba a decirle algo pero las imágenes regresaron inesperadamente.
    Voces, palabras, lugares… Recuerdos.
    Golpeada por ellos salió corriendo a cubierta como si apenas un par de minutos no yaciese inconsciente.
    Ni el traficante ni su pequeña tripulación dijeron nada al verla salir del camarote. Ellos, la ola de turno que golpeaba la borda, el cielo plomizo, nada atrajo más su mirada que el farallón en donde estuviese antes la fortaleza, ahora reducido a una columna majestuosamente coronada por la ciudadela y una solitaria torre. Estaban aún a distancia de apreciar los detalles que la lejanía borra.
    —Eso es lo que ha quedado… —escuchó la voz de Maxe a su lado.
    Se mesaba en silencio el abdomen, donde un punzante dolor iba y venía, sin apartar la vista de la ciudadela, sin girarse. Había recordado, pero no solo los acontecimientos más recientes: recordaba el pasado que le había sido arrancado.

    Maxe.

    —¿Quién eres realmente?
    Ella parecía confundida, enojada, asustada, todo a la vez. Se volteó al escucharlo, y solo entonces se dio cuenta que ya no tenía la nariz tan hinchada.
    —¿Hace cuánto? ¿Desde cuándo estoy inconsciente? —arrugó el ceño.
    —Dos días.
    —¡Dos días! —los ojos casi se le salen de las órbitas. —¿Y Elliand? —fue lo próximo que dijo. Otra ola los salpicó.
    —Sigue allá. —miró hacia los restos de Piender.
    —Deben irse de ahí. Colapsará en cualquier momento. —se volteó imitándolo.
    —No puede irse. No tiene en qué evacuar a los sobrevivientes. Esta es la última barca. Y no te habrás fijado pero apenas si flota. —lanzó un vistazo por sobre el hombro al barrigudo traficante, que agitaba a un marinero para que achicara con más viveza. —El derrumbe por poco le hunde su Dusarena Mojada. —Ella tenía los labios apretados. —No hay sitio aquí para todos, Sirvarth. Y nadie quiere ese trueque, salvar su pellejo a costa del de otro. Tras lo sucedido, ninguno aceptaría algo así…
    —Si hace dos días de la batalla, ¿por qué aún estamos aquí? —ella seguía arrugando el entrecejo.
    —No fue posible salir. Han sucedido más cosas… —Tomó aliento como si fuese a sumergirse y le dijo lo que ignoraba: —Invasores de allende el Velo no quedan, pero otro enemigo sí que hay… Como sea, Elliand no se iría tampoco aunque pudiese, aunque tuviese diez naves esperando. Aun así, se quedaría allá arriba. —Miró a la fortaleza. —Y yo me quedaría de buen grado a su lado si no me hubiese mandado a sacarte. Me ha contagiado con su odio por Las Cortes, viven los Altísimos y Allard que así es. —agregó tras un pesado silencio.
    —¿De qué hablas?
    —Por increíble que suene, —sostuvo su mirada —Las Cortes tenían un ejército cerca, oculto en el paso de las Barralidas, un ejército equipado a más no poder. Con otros como tú, guerreros imperiales, y también con hombres. No para reforzarnos o ayudarnos, sino para asegurarse que no quede nadie.
    Hubo una breve pausa. Ella no le quitaba los ojos de encima.
    —Asomaron sus relucientes armaduras y capas ayer temprano, y desde entonces han estado acercando todo su poderío a los bordes.
    Esperó el mismo “¿Pero, por qué?” que él se había formulado. Pero Sirvarth solo apretaba los labios.
    —Van a atacar, ¿por qué? —preguntó finalmente entre el ulular del viento.
    —No sé. Pero en cualquier momento comenzarán a disparar contra su propia fortaleza y sus propios soldados, o lo que queda de ellos. Y sin una palabra siquiera, sin un aviso. Como una partida de perros cobardes. —precipitó un escupitajo por la borda. —La verdad que el odio de Elliand por las malditas Cortes ya no me parece tan exagerado.

    Sirvarth.

    Callaba porque sentía culpa.
    El desmayo de dos días le devolvió con nitidez los recuerdos, y ya no eran los difusos y contradictorios sentimientos que la arrancaron de golpe del agarre de Maxe cuando la batalla, cuando su furia y decepción activaron al monstruo que tanto temieron los alquimistas, un monstruo contenido por el olvido. Había recobrado la lucidez, la claridad de lo ocurrido.
    Por eso salió corriendo a la cubierta, porque ya desperezándose todo estaba ahí, frente a ella, la reveladora verdad cargada de un millar de interrogantes y escasas respuestas.
    —Es por mi culpa. —confesó a Maxe tras escucharle hablar del ejército de guerreros imperiales que Las Cortes habían apostado ahí ante Piender. —Me hicieron olvidar, pero recordé. Y todo esto es por mi culpa. ¡Dé la vuelta! —se giró hacia Miltró. —¡Regrese!
    —¡Estás loca! ¿Quieres que nos caiga todo eso en la cabeza? —vociferó el traficante, su voluminoso vientre se bamboleó.
    —¡Que gires! —rugió ella y las olas se erizaron. El viento cambió de golpe y comenzó a empujar la barca.
    —¿Qué haces? —Maxe la sacudió por los hombros. —¡La corriente nos arrastrará y nos estrellaremos contra los farallones! ¡Todo eso es rocamadre viva, escollos del derrumbe!
    Debía dominarse. Aun desconocía sus límites, y eso podía ser un arma de doble filo. Trató de desechar de su cabeza la idea de acercar la barca a los acantilados de Piender. Entonces el aire volvió a virar y las olas se aplacaron.
    Por un segundo se sintió perdida, incapaz de organizar sus propios pensamientos. Casi indefensa.
    Y entonces un estruendo rebotó allá, en la ciudadela.

    Maxe.

    Vio a Sirvarth fruncir aún más el ceño mientras los impactos de catapultas se sucedían uno tras otro. Aquellos estruendos lo cundían de impotencia, por Allard que sí.
    —Cinco comandantes tuvo Piender desde mi llegada. —ella se apartó un paso, el rostro volteado a la ciudadela. —Cinco, y solo Elliand me dijo la verdad. —volvió a mirarlo: —No voy a abandonarle ahora, Maxe, no puedo. Es lo menos que puedo hacer por él. Ustedes, aléjense lo más que puedan. Regresen cuando todo se calme. —y dicho esto se tiró por la borda.
    Se abalanzó a socorrerla, otros también. Pero era muy tarde; el mar embravecido se la había tragado.
    —¡Loca de mil demonios! —farfulló el contrabandista a su lado buscándola entre las olas.
    Recuperándose de la sorpresa sonrió, imaginando la cara de Elliand al verla reaparecer en la ciudadela. Quizás una mujer así, y magi además –en mallas, peleonera y testaruda–, no era de tan mala suerte después de todo.

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  12. Ya le tomé el ritmo y me gusta. Así que se lanzó por la borda, va a regresar a la fortaleza, me pregunto que sigue pero supongo que me iré enterando. No nos deje en la incógnita, camarada. Suerte con este proyecto.

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    1. Yo pensé que iba a levitar de regreso, veamos que sucede, pero del otro lado hay soldados imperiales. Supongo por lo leído que son más de débiles, pero es probable que igual cuenten con habilidades especiales. Veo duelos de gran nivel.

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      1. Buen punto, Sauron. Pero eso se explica más adelante (aunque al ritmo que voy y las palabras que me quedan por consumir contra las escenas planificadas quizás no salga entre las 30 mil…)

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  13. Conteo de palabras: 3511 Total: 13 762

    Vaybora. Extremo más oriental de Imperiae.

    Siete años después de los sucesos de la Fortaleza de Piender.

    Barstan.

    —¡No te resistas, bruja! ¡Será peor! ¿Eso quieres?
    Dejó definitivamente su plato y se volteó para seguir la escena: en las manos de un par de hombres con aparatosas armaduras de cuero tachonado se zarandeaba, desesperada, una mujer. Un tercero trataba de ponerle unas esposas de hierro con incrustaciones de piedra belladita. Un cuarto, en medio de aquel establecimiento lleno de personas de variopinta edad, raza y origen, era el que había gritado la amenaza.
    —¡Soy inocente, buenas gentes, no soy una magi! —pataleaba la mujer. —¡Por los Altísimos lo juro, no soy una magi!
    —¡Suéltenla, malditos, ella dice la verdad! ¡No somos magis! ¡Busquen en otra parte! —vociferaba a coro el dueño del hostal, un hombre grande que llevaba una pata de palocorcho.
    Lo de malditos no gustó, y uno de los de cuero le estampó un puñetazo. En los presentes se escuchó al unísono una exhalación de sorpresa. Pero fue todo. Los involuntarios espectadores del apresamiento no se atrevían a intervenir.
    Él tampoco intervendría.
    —¡Basta, por favor! —imploró la mujer, desfallecida. Solo se escuchaban sus súplicas y los sollozos de una niña pequeña que observaba todo apretada contra una esquina.
    —¡Si no cooperas será peor para ustedes! —la amenazó uno de los que la tenía sujeta. —¡Para tu hija también, magi!
    —¡Por favor, mi hija no! ¡Somos inocentes, no somos magis! —gimió, vencida, cuando el pusieron los pesados grilletes.
    —Por orden del Gran Archimaestre de la Bástida y el Rey Regente, se procede a la captura de esta mujer, acusada de violar los Edictos y ocultar su identidad de magi. —declaró el que seguía de pie en medio del lugar y que a todas vistas estaba al frente de la partida de manosdehierro. El hostelero balbuceó algo pero el hombre continúo sin prestarle atención, recorriendo las caras de los presentes: —Será trasladada a una de Las Cortes en espera de juicio. Se les recuerda que a los juicios puede asistir todo el que desee y así presenciar cómo se imparte la justicia. Se les recuerda también que deben informar sobre cualquier actividad de magis que viole los Edictos. Es una cuestión de seguridad para las buenas gentes de Imperiae, y la Bástida así como el Regente pagarán por su cooperación.
    Por la fluidez con la que el manodehierro soltaba esa seguidilla, y por su cara de hastío, era evidente que estaba lejos de ser la primera vez que la pronunciaba.
    —¿Alguien tiene algo que decir de este arresto?
    Nunca nadie respondía nada –o casi nunca. Y en el segundo caso era normal que hubiese más de un apresado.
    —Suéltenlo. —ordenó el jefe a los que seguían sujetando al hostelero.
    Ya libre, el hombre se tambaleó sobre su único pie.
    —Manodehierro de mierd… —se le escuchó decir, pero uno de los que seguía a su lado no lo dejó terminar: un fuerte puño al estómago y ahora, sin nadie que lo sujetara, el cojo cayó al suelo, arqueado y gimiente.
    —¿Lo apreso, señor?
    El jefe de la partida negó levemente con la cabeza pero se aseguró de decir en voz alta para que todos ahí escuchasen:
    —No tenemos nada contra él, solo la mujer. Pero deje algún hombre cerca, teniente. Si se produce algún incidente querré regresar a hacer una visita. —clavó la mirada en el hombre derrengado en el suelo.
    Salieron llevándose casi a rastras a la mujer, que balbuceaba súplicas entre lágrimas.
    Apenas los manosdehierro despejaron el lugar, algunos –los menos– se abalanzaron al hostelero y lo ayudaron a levantarse. Una de las meseras cargó a la niña, que había roto en llanto, y la sacó del salón.
    El siseo de los presentes comenzó a extenderse:
    —Una infamia…
    —Están bastante revueltos esta semana…
    —Cada vez hay más de ellos…
    —La conozco desde hace tiempo, no hay manera que sea una magi…
    —Mientras no te metas en el camino de los manosdehierro, son hasta buena gente…
    Poco a poco regresó el alma distintiva del hostal: órdenes, tintineo de platos, líquidos escanciados, botas escalera arriba o escalera abajo, voces que suben de tono; una amalgama de sonidos entre el pesado olor a guiso pasado de aj y, grasa quemada, humo y cera fundida, cuero y sudor, cerveza de cuatro días y hombres que necesitan un buen baño.
    —¿Puedes explicarme como mierdas te has convertido en uno de esos? —le dijo Maxe, encorvado por lo pequeño que le quedaba el escabel. Estaban en la mesa más esquinada del lugar, terminándose la comida que el arresto interrumpiera.
    —De algo hay que vivir. —le respondió sin levantar la cabeza del plato. —Y no estamos como para escoger mucho. —Al ver que seguía sombrío, añadió: —Si tanto te molesta, ¿por qué no hiciste algo, Maxe? ¿O por qué estás aquí sentado conmigo si soy tan despreciable?
    —Tal vez un cazarrecompensas y un manodehierro no es exactamente lo mismo… —gruñó el veterano en respuesta.
    No pudo evitar sonreír:
    —Cierto. Mi fidelidad está en cualquier lado excepto con la Bástida y los bastiditas. —bajó la voz y levantó su recipiente de latón a modo de brindis antes de darse un trago. —¿Entonces, me vas a decir que haces aquí? —preguntó con el bocado que siguió. —Eres la última persona que esperé encontrar en Vaybora. Si piensas cruzar los Velos te lo desaconsejo, es un asunto caro y encima espinoso. Por no hablar de las garantías…
    —No busco cruzar ningún Velo.
    —¿Tú, de cazarrecompensas entonces? —se burló. —No te imagino…
    —Primero muerto. —Maxe lo volvió a interrumpir, cortante. Ya su plato estaba vacío.
    —Bueno, la verdad es que estás un poco pasado para estos jelengues. Ya en Piender eras viejo. Y eso fue hace seis años…
    —Siete. —le corrigió entre dientes.
    —Sí, siete. —arremetía con las últimas cucharadas de su ración y hablaba con la boca llena. —Pero te conservas bien. Y no te falta ningún pedazo.
    —Trato de mantenerme lejos de los problemas.
    —Pues vete olvidando. Estás en Vaybora, y aquí como ya has podido ver, todos son problemas. De hecho, este ha sido el apresamiento más aburrido que he presenciado desde que llegué. Y llevo bastante tiempo por aquí.
    Una de las meseras, con cara más agria que una pasa, dejó frente a ellos dos jarras de oscura hidromiel sin dirigirles palabra. Cuando dio media vuelta, no pudo evitar vacilarle el trasero.
    —¿Entonces a eso se dedica un cazarrecompensas en Vaybora, a vacilar culos y diputarle prisioneros a los manosdehierro? —le preguntó Maxe terminándose de un trago el vinito aguado del vaso de latón y poniéndolo a un lado para aferrarse a su jarra de hidromiel como si alguien se la fuese a arrebatar.
    —No me alecciones, estamos un poco viejos para eso. —se enderezó en su escabel y acercó también su jarra. —Pero no me has respondido. ¿Vas a decirme de una vez qué te trajo a una letrina tan distante como Vaybora, o vas a seguir refunfuñando como medioelfo?
    Maxe, antes de responder, se dio un trago y se limpió la comisura del bigote. Entonces inclinó la cabeza como si fuese a meterse en la jarra y dijo por lo bajo, con una voz que parecía salir de un profundo pozo:
    —Busco a Sirvarth.
    Esas tres palabras bastaron para hacerlo apartar la bebida de los labios.
    —¿Sirvarth?
    Por un segundo dudó haber escuchado bien. Maxe se quedó mirándolo desde su inmovilidad como toda afirmación.
    —Todos dicen que la guerrera está aquí.
    —No me digas que tú también has prestado oído a las habladurías. —se acodó en la mesa. —Esos rumores no siempre son ciertos. Aquí en Vaybora todo tiene media verdad y media mentira.
    —He atravesado Imperiae y nunca vi tantos manosdehierro y bastiditas juntos en un sitio. Tiene que estar aquí. —Maxe insistió.
    —Eso no es raro. Aquí viene todo magi que quiere escapar, Vaybora es la Capital-de-los-Magis-Fugitivos-Más-Buscados, es lo lógico. Y hasta los que no son magis también vienen. Aunque te digo, más fácil pasa mi caballo por un ojal que uno de esos barcos la desgarradura del Velo. ¿Por qué crees que tengo tanto trabajo? Y de rumores, aquí se oye de todo. El otro día escuché que habían avistado un draco, ¡imagínate! —tomó un trago, aún sonriente.
    —No des rodeos. ¿De verdad no has escuchado nada? —La mirada de Maxe se había transformado al oírlo hablar con tanto regodeo.
    —No. Y mira que sé muchas cosas. Si no he escuchado de ella es porque aquí no está.
    Maxe lo medía, lo conocía bien. Seguro se preguntaba si podía confiar en él.
    —Si Sirvarth estuvo aquí se fue hace mucho. Piender fue hace seis años…
    —¡Fueron siete! —volvió a corregirle. La jarra atrapada en sus manos parecía iba a romperse de un momento a otro bajo la presión de sus toscos dedos de soldado.
    —Cierto, siete… Vamos, Maxe, pudo haberse ido a donde la diera la gana y nadie la encontraría. Y honestamente, después de lo que pasó, no la culpo por marcharse sin mirar atrás. Como sea, no creo que le interesa que la encuentren.
    —Me cuesta creer que alguien como tú, que está en el negocio de perseguir a los que son como ella, se muestre tan escéptico. —planteó Maxe con recuperado aplomo, tomando un sorbo de su bebida. —Ese rumor, que la última de los guerreros imperiales fue vista aquí en Vaybora, más la cantidad de manosdehierro que siguen llegando, demasiada coincidencia, ¿no te parece?
    —¿Crees que a la Bástida solo le interesan sus benditos Edictos? —bajó un poco la voz. —¡En algún lugar del horizonte se ha producido una desgarradura de los Velos, una que trae a los bastiditas de cabeza. Les interesa Vaybora, amigo, más que cualquier otra cosa ahora mismo. Decir que la magi más peligrosa fue vista aquí puede ser solo un pretexto, Maxe, el colofón para que no sea tan raro ese mar de bastiditas y manosdehierro que nos siguen mandando. Vaybora está destinado a ser la nueva sede de la Bástida, escucha mis palabras. —se hurgó con el meñique en la cavidad de una muela ausente. Notó como Maxe se quedó mirando las dos falanges que le faltaban en esa misma mano. —De momento, pues a capturar la mayor cantidad de magis posible. Si lo ves desde esa perspectiva, no es tan mal negocio.
    —Ya hablas como uno de ellos.
    —Los conozco, conozco el lugar, y llevo lo suficiente en este trabajo como para imaginarme las cosas. —soltó. —Y a ti también te conozco y no me crees, ¿verdad?
    Las antorchas arrojaban sombras danzantes, los ojos de Maxe le parecían dos ascuas. Estaba más resabioso que cuando Piender, y la desconfianza en su mirada no se apagaba ni con el mejor trago de Vaybora. Desde el rencuentro eso le había quedado claro.
    —No puedo culparte por haber elegido este camino. Piender demostró que cualquier lealtad era mejor a serles leal a una basura como Las Cortes. —Maxe solo soltó el aire como vencido, la voz también velada, y se dio otro trago. —Pero al menos puedes hacer algo bueno por los que pelearon hombro a hombro contigo. Sirvarth merece al menos eso.
    —Me gano la vida cazando magis, Maxe, pero recuerdo bien Piender y lo que ella hizo por nosotros.
    Piender le había costado algunos dientes, un par de falanges de menos, una herida en la cabeza que había sanado muy lentamente, y una ligera cojera de un hueso que soldó mal. No perdió más gracias a la intervención de Sirvarth.
    Tras una pausa que permitió otro sorbo de hidromiel, le preguntó:
    —¿Por qué la buscas?
    Él demoró en responder.
    —¿Aún sigues enamorado de ella?
    Aunque en la pregunta no había veneno, Maxe descargó un puño en la mesa. Saltaron sobre la madera utensilios y recipientes.
    —No pasa nada. —miró a su alrededor por sobre el hombro para disipar algunas malas caras. —Demonios, viejo. —gruñó. —No hay que molestarse por eso. Todos nos enamoramos de alguna manera de ella, ¿recuerdas cuando llegó a la fortaleza?
    Maxe callaba, los puños aun apretados. A la verdad eso de ‘viejo’ aún no iba con alguien como él a pesar de pasar la media centuria. Era la fuerza de la costumbre…
    —Todos la amamos y hasta la odiamos un poco, es la verdad. Y le debemos la vida, todos los que sobrevivimos. Eso me incluye a mí también. ¿En serio crees que no te diría si sé algo? ¡Mierda, Maxe, si ahora mismo entrase por esa puerta la defendería contra todos los manosdehierro y bastiditas de Vaybora!
    —¿Ah así? Explícame. Ella es la magi más valiosa de todos, Señor Cazarrecompensas.
    —No importa si me crees o no, pero es la verdad: la defendería. —le atajó. —Y también es verdad que no sé de ella. Lo juro.
    —Hermano… —Cuando Maxe hizo hincapié en la palabra, un filo le hincó en un muslo por debajo de la mesa. —un cazarrecompensas como tú sabe más de lo que dice. Déjame refrescarte una cosa, Barstan. Ese maldito engendro, esa maldita cosa delatora…
    —El bastidae. —acotó inmóvil, casi sin respirar.
    —Eso, el bastidae, le indica a la Bástida donde se ha producido más magia de la permitida por los Edictos, y por tanto hacia dónde dirigir sus manosdehierro. Todo el mundo lo sabe. Así que ¿de veras crees que el rumor no merece ni la duda siquiera?
    No se movía. Maxe podía peinar canas pero eso no lo hacía menos peligroso.
    —No llevaré mucho tiempo aquí, pero sé un par de cosas, cazarrecompensas. —hizo énfasis en la palabra. —Si se trata solo de una justificación, ¿por qué los manosdehierro recién llegados traen mefistos hasta en las bridas de los caballos? ¿Por las brujas, bacrugs y enanos de siempre? ¿O acaso olvidaste que iban así de pertrechados cuando nos cercaron en Piender para cogerla a ella?
    —Lo único que te puedo decir, —habló, ya pasada la sorpresa de la amenaza aunque el puñal seguía ahí, en las sombras, casi clavándose en su piel, —lo único que sé, es que no tiene sentido que lleve siete puñeteros años escondida y que de repente emita tanta magia como para que la bastidae pueda localizarla. ¿Te parece lógico a ti? —habló entre dientes. —¿Por qué no siguió en las sombras, eh? Ha desaparecido por tanto tiempo, ¿por qué arriesgarse ahora que esto está peor? ¡Por el Cuerno de Allard, Maxe, que no tiene sentido que esté aquí!
    La presión del puñal desapareció. En el rostro de Maxe no se dibujaba nada –hasta la amenazadora expresión se había borrado. La mano debajo de la mesa regresó a la jarra.
    —Y si estuviera, ¿qué ayuda puedes darle tú a ella que es tan poderosa? Si no puede con esa gente, nadie podrá.
    Maxe bajó la vista.
    —Le prometí a Elliand que la encontraría, que la tendría a salvo de Las Cortes. Y que no tendría paz hasta que así fuera… —resopló, aun sin mirarlo.
    —¿Estuviste a su lado? —Había escuchado del fin de su antiguo comandante.
    —En sus últimas horas.
    —¿Cómo fue? He escuchado cosas, pero no he querido creerlas…
    —Fueron unos manosdehierro. —las aletas de la nariz de Maxe se contrajeron. —Llegaron a Piender de noche, preguntando por ella igual que otros tantos. Pero estos no eran una simple banda, llevaban un maldito bastidita en frente, ¡uno de esos elitistas magos de mierda! —siguió, cada vez más sombrío, el pesar y la rabia en su voz. —Elliand los recibió, ya sabes, desconfiado. Hablaron casi toda la noche, él y ese bastidita. Al principio estuve ahí…
    “Claro, eras su mano derecha”, le recordó como antes: una sombra junto a Elliand, inseparable.
    —…hasta que nos despidieron a mí y al otro manodehierro que había entrado acompañando al bastidita. Había tormenta, así que les dio asilo con la condición de marcharse en la mañana. Eso es lo último que supe.
    Maxe bebió otro trago.
    —Al amanecer se corrió la voz… —continuó con voz sorda. —Nunca supimos como lo hicieron, como lo apresaron, o si llegaron siquiera a sacarlo de la fortaleza, ¡o cómo no nos dimos cuenta! Sospechamos fue la magia de ese bastidita, ¡ese maldito Vorsternel de Allevand, que arda en las manos de los Altísimos! —apretó los dientes.
    La pausa fue ahora más larga. —Le desbarataron una mano, se la astillaron… y parte del brazo también… Hubo que amputar el brazo hasta el codo.
    Había cruzado los brazos en el pecho, grave, mientras Maxe narraba el injusto destino de Elliand.
    —Onadei lo atendió. Gracias a él sobrevivió unos días… Gaden y yo organizamos partidas para barrer los alrededores, incluso por los acantilados y el paso de las Barralidas. Pero fue en vano. ¡Como si se los hubiese tragado la tierra! O ese demonio de bastidita que iba al frente era muy poderoso, o no sé… Estuvo inconsciente una semana, como muerto. Cuando recobró la conciencia, Oandei me llamó. —a Maxe se le quebró al voz. —Elliand… me pidió que la buscara, que esos desgraciados no descansarían hasta matarla. Me hizo jurarle que la mantendría a salvo, que la defendería… Murió al otro día, antes de irme.
    Maxe terminó con semblante gris y contraído. Él también se sentía otro tanto, y tal fue así que le molestó el barullo que ya reinaba en el hostal.
    —Elliand fue un buen hombre, y un buen comandante. No merecía ese final. —enunció con voz sorda.
    Ambos tomaron en silencio.
    —No descansarás hasta encontrarla, ¿verdad?
    Maxe asintió.
    —Después de Piender, ninguno de los que sobrevivimos servimos hoy a Las Cortes, ni por todo el oro de Imperiae. Apostaría un ojo. Todos dejamos de trabajar para ellos en cuanto sitiaron la fortaleza. —hablaba por mitigar la pena, recordando la aversión de Elliand por Las Cortes.
    —Pero aun así, lo que haces les favorece.
    —No vas a lograrlo, hacer que me arrepienta. Es solo dinero, y a diferencia de otros me aseguro que quien cazo sea un magi que realmente merezca la justicia de la Bástida.
    —¿Tampoco lograré convencerte de que me ayudes a buscarla? Un cazarrecompensas ya conocido en este maldito lugar puede ser de mucha ayuda. —le ofreció Maxe inesperadamente.
    Ahora lo escrutó él.
    —Lo siento, hermano, pero pasaré de tu oferta. Si salvé el pellejo en Piender, doy gracias a los Altísimos y a Sirvarth y me conformo con plata que requiera menos riesgos, y definitivamente lo que hago supondría mucho menos de lo que implica seguirle el rastro.
    Se terminaron el trago en completo mutis.
    —¿Sabes?, quizás haya algo que pueda hacer. Por los viejos tiempos. —sonrió ante la idea que acababa de cruzarle por la mente.
    Maxe quedó expectante.
    —Frimke. —susurró. —Frimke puede saber.
    —¿Quién demonios es ese?
    —Suyos son los barcos que dejan Imperiae rumbo a las desgarraduras, y nadie aborda uno sin que él lo sepa. Prioriza quién sube al próximo barco, o delata al que considere un peligro para él y su negocio…
    —¿Qué?
    —Si alguien puede decirte si Sirvarth se fue, es él. —siguió. —Aunque sigo pensando que quizás cuando la encuentres no te necesite porque —y acercándose aún más, apretó los dientes: —¡destruyó una fortaleza inexpugnable, Maxe, por los Altísimos, una fortaleza que sobrevivió a la Guerra de las Hordas! ¡Si ella no puede defenderse, nadie podrá, y menos un cincuentón como tú!
    —¿Qué mierdas me estás diciendo? ¿Que hay un tipo que saca magis delante de las narices de los manosdehierro que pululan aquí, y que ninguno ha dado con él?
    —No quieren dar con él. —lo corrigió. —Ese tipo es intocable. Paga por que las cosas permanezcan así. ¿A quién no le interesa un salario doble? —insinuó. —No soborna con bagatelas el Frimke. Y no sé si te has dado cuenta, pero tampoco es que se apresen pocos magis en Vaybora…
    —Entonces, ¿conoces a ese tipo? ¿Puedes guiarme hasta ese él? —Maxe se había cruzado de brazos.
    —Yo no, pero conozco a alguien que conoce a alguien que sí.
    —¿A cambio de?
    —No está sentado ante ti el cazarrecompensas, sino el hombre que te debe el haber aprendido a poner el escudo donde va para que no lo ensarten como a un pez.
    —O sea, no me cobrarás por el favor. Y el tal Frimke, ¿cuánto me costará la información? ¿Y tus contactos?
    —Por las vías habituales es caro y complicado, y atraerá a más de una mirada. —se mesó la comisura de los labios, pensativo. —Puede que ideemos otra cosa con ese alguien que conozco. Me debe un favor gordo… Te ayudaré hasta dónde pueda, Maxe, pero no me involucraré a fondo. —aclaró.
    Maxe tamborileaba con los dedos de una mano sin descruzarse los brazos. La duda bailaba en su mirada.
    —Escucha, —se puso más grave de lo que estaba, la voz siempre a medias —deberías considerar algo, hermano. Ambos fuimos testigos de su poder, y de lo que ella es capaz. Alguien como ella, tan poderosa, y a sabiendas de todo lo que le hicieron esos maniáticos de Las Cortes con sus experimentos, solo consideraría dos opciones: arremeter contra la Bástida, o marcharse de Imperiae. Y la Bástida sigue intacta, Maxe.

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    1. Este capítulo ya es más largo y me encantó. Ahora captó mejor lo de los velos, veo que Maxe va tras Sirvarth y veo un trasfondo claro entre las Cortes y la Bastida. Es una buena trama para desarrollar. Los magis son como los brujos no? Parece que la magia aquí es perseguida o bueno, vigilada para que no se use más de lo «permitido». Buen trabajo camarada. Ahora sí me enganchaste.

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  14. Conteo de palabras: 2858 Total: 16 620

    Vorste.

    Todo en Vaybora le molestaba. Las calles angostas, las casas quejumbrosas, los olores desagradables que te asaltaban en cualquier esquina. El polvo que se levantaba o el molesto fango de los charcos. Cada paso que daba en ese maldito lugar daba tintes más oscuros a su prisma. Solo en las orillas, a la vista del océano que se perdía en el horizonte, menguaba un poco la sensación de que el mundo se había reducido a eso, a decadencia y ruinas; ahí, ante las olas, tal pareciera que podía haber algo más que tonos de grises.

    Pero no estaba en la costa, sino en el extremo contrario, en los límites de la ciudad, y el granero que dejaba a sus espaldas lo último que arrojaba eran luces –tanto a la situación como a su humor.

    En vez de encaminarse hacia donde se recortaban las figuras de sus hombres, se desvió y se detuvo a distancia, lejos de todo por unos instantes. Echó una última mirada al paisaje, al maldito granero y las colinas pelonas, y hasta a sus manosdehierro y su ayudante, que permanecían mudos e inmóviles en sus caballos aguardando por él, antes de sacar un pitillo de patadón del bolsillo del chaleco, ya empezado, y con rápido movimiento de dedos prenderlo.

    Aspiró y soltó el aire, la mirada fija en las siluetas de los arrabales.

    Todo parecía un maldito arrabal en Vaybora.

    Y pensar que un día propuso a Renea huir a ese lugar de la geografía, tan distante y esperanzador en aquellos tiempos: Vaybora, una ruta lejana, ajena a guerreros imperiales, a alquimistas, a Yalend…

    Se terminó maquinalmente el pitillo y enfiló hacia sus hombres.

    —Señor, ¿pudo averiguar algo? —preguntó con tacto Ineu, su ayudante, cuando estuvo junto a ellos.

    —Ha sido en vano. —montó su zaíno. —Un mes en esta pestilente marisma para nada. Vámonos. —gruñó antes de espolear al animal.

    Ineu seguro moría por preguntar si la empresa había sido en vano porque no pudiera sacarle nada al tal Frimke, o porque el tipo de verdad no sabía ni pío de la guerrera imperial, o si al menos había dado con él para empezar. Pero de veras no quería hablar de ello.

    —Señor, ha llegado un mensaje del Archimaestre. —Ineu cabalgaba a su lado.

    Escucharlo referirse al líder de la Bástida y sus mensajes no mejoraba su humor.

    —¿Cuándo? —clavó la mirada en él. En las manos, Ineu solo llevaba las bridas.

    —Mientras estaba ahí dentro… —dijo del granero.

    —¿Y ahora es que me lo dices? Dámelo de una vez.

    —Señor, traía un sello. Lo dejamos en la Casa. Segvel vino a avisar… —se explicó Ineu.

    Un sello. Eso significaba que solo lo podía abrir él, Vorsternel.

    Para llegar a la Casa de Gobierno, un cajón inmerecedor de tal nombre y donde Ileah, el Gran Archimaestre de la Bástida, le había hecho alojarse, había que atravesar medio Vaybora desde aquel apartado granero. Así que su numerosa escolta se colocó cubriendo los francos, el frente y la retaguardia. Aunque pocas cosas en la ciudad podían suponer un peligro para él, no estaba de más mostrar que sus hombres sabían lo que hacían y que meterse con ellos era mala idea.

    Atravesaron media decena de callejas sin mayor espaviento que lo usual: huidizas sombras encapuchadas, el apagado latir de una magia que desaparecía al aproximarse, algunas miradas insolentes…

    Cuando se abrían paso en uno de los callejones próximos a la Casa del Gobierno se cruzaron con otra partida de manosdehierro. De sus monturas largas cadenas llevaban a dos hombres y dos mujeres de aspecto maltratado. La belladita en los grilletes de manos y pies eran imposibles de pasar por alto.

    —Míralos bien, Ineu.

    —Trógafos… —susurró el joven, como si hablase consigo mismo.

    —Trógafos. —asintió. —Desgarran el vientre de las madres encintas para comerse a los fetos. También son magis, y unos asesinos. Un horror sin nombre que debe ser erradicado. —Esperó unos instantes a que absorbiera las palabras. —Poner coto a su magia con los Edictos es lo correcto. La Bástida puede cometer errores, pero su propósito es noble. Y justo. —acotó, bamboleándose al compás del paso del zaíno.

    Le quedó el sabor que lo decía más para sí mismo que para el joven.

    —Señor, hay algo que debo decirle. —refirió Ineu antes de darle el mensaje sellado. Ya estaban en la habitación que ocupaba en la Casa de Gobierno.

    —Habla.

    Había ido hasta el ventanal para abrir las dos hojas. La brisa trajo una mezcla de salitre y algas en descomposición, y eso que varias calles se interponían entre ellos y la costa.

    —Vimos a Yove. Igen y yo… —El mansaje bailaba en las nerviosas manos de su ayudante cuando le dio el frente.

    —¿Yove? —No esperó escuchar de su ex-capitán tan pronto. —¿Dónde?

    —Por lo del tal Frimke.

    —¿Eso fue hoy, Ineu? ¿Ahora, hace un rato? —lo fulminó, arrancándole el mensaje de las manos.

    —Sí, hoy. Ahí… Mientras usted entró a tratar con ese Frimke… No estábamos seguros, o sea, no lo vimos juntos… —trataba de explicarse. Él había ido hacia el burdo mueble que hacía de mesa. —Igen creyó verlo, y no estuvo seguro hasta que yo se lo comenté. Yo tampoco había estado seguro, pero resulta que sí era él…

    Le hizo un gesto para que se callara, ya sentado, y acto seguido susurró unas palabras que hicieron que el sello de tinta se deshiciera. Otras veces era más condescendiente con su ayudante, pero en ese maldito lugar Ineu estaba demasiado torpe.

    —Conque en lo de Frimke. —se mesó la barba que comenzaba a despuntar, mientras en el papel los irregulares trazos comenzaban a moverse, adoptando las formas de la familiar escritura del Gran Archimaestre de la Bástida. —¿Entraba o salía?
    —Estaba fuera, por la parte trasera. Parecía borracho.

    Estuvo pensativo, el mensaje del Archimaestre ya legible pero sus ojos no recorrían las líneas.

    —Debiste decírmelo antes. Cualquier sospecha, por estúpida que te parezca, me la tienes que decir en el momento. —le recriminó. —Que Xroba seleccione tres hombres y que lo encuentren. Que lo sigan, y no se muestren, ¿entendido? Y me informarán lo más mínimo, con quién habla, a dónde va, qué come y hasta qué toma. Todo. Será un depreciable bandolero borracho pero para bien o para mal, nuestro Yove es uno de los mejores rastreadores de Imperiae. —resopló.

    El propio Archimaestre conformó la partida de manosdehierro que lo acompañarían, lo mejor de la élite para cazar a la guerrera. Solo por eso durante las primeras jornadas pasó por alto la actitud desafiante de Yove Lindyut, el capitán rastreador de sus manosdehierro, sus palabras soeces y su constante beber. Pero los roces fueron ganando terreno, tensando todo, hasta que Yove se fue de manos con sus métodos en Piender: secuestró por su cuenta al comandante de la fortaleza y le torturó salvajemente. Y de la guerrera imperial siguieron sin averiguar nada. Furioso de sus métodos y su insubordinación, lo expulsó de la partida y lo denunció ante el Gran Archimaestre.

    —Señor, estamos cada vez más cortos de hombres. —le recordó Ineu tras escuchar las órdenes que debía transmitir. —Sería peligroso si…

    —Si Yove está aquí hay que asumir que nos espía. —interrumpió. —Sabe qué estamos buscando y lo que vale. Eso lo convierte en prioridad. Ahora déjame, quiero leer esto a solas. —lo despidió.

    Antes de comenzar a leer el mensaje, se sacó un anillo que le ahorcaba el dedo corazón y se desabrochó el jubón. Luego sus ojos recorrieron las líneas despacio, y una vez concluida la lectura susurró el habitual conjuro: el papel se retorció y se achicharró sin llegar a arder, quedando solo boronilla chamuscada que la leve brisa que entraba por la ventana barrió con desgano.

    Fue hacia ahí, el ventanal, pensativo, las manos anudadas a la espalda. Por sobre aquel manto de colores pardos, sinuosos ángulos y sombras quebradas, enfiló la mirada al océano. Era un espejo plomizo y desierto, diametralmente diferente a la vista que le ofreció la majestuasa terraza del castillo del Archimaestre. Ambos estuvieron mirando hacia la bahía de Barassena, con su bosque de mástiles y velas de colores, definiendo su destino. El destino de Vorsternel de Alevand, el Traidor…

    “Tú tienes la ventaja sobre todos. Si me la traes recuperarás la libertad, y quizás algo más. Y la Bástida estará eternamente en deuda contigo”, fueron las palabras del Archimaestre.

    Se apoyó en el marco bajo, la madera carcomida quebrándose por la presión, y volvió a pensar en Renea. Su rostro surgió, algo borroso: el cabello trenzado y enmarañado, el hablar tan extraño y que tan dulce le resultó un día, sus enormes pupilas rojas inyectadas en sangre. Y esa mirada en la que reinaban un odio y una sed de venganza mudos pero poderosos. Tan poderosos que dio al Cazaelfos la peor de las muertes.

    Si lo hubiese escuchado desde la primera vez, si lo hubiese seguido a Vaybora, no estaría muerta. No habrían preparado el cienmuertes. Yalend no habría muerto. Imperiae no se habría fragmentado en Cortes y la Bástida no se habría vuelto paranoica –ni tan poderosa como para tenerlas a todas en la palma de su mano.

    Tampoco lo habrían apresado acusándole de conspiración.

    Si lo hubiese escuchado, tal vez habrían tenido otra vida, un nuevo comienzo. Quizás allende los Velos…

    Mas el lazo destinae no se puede cambiar. Renea por lo visto estuvo destinada a sacrificarse y él a estar donde los caminos lo habían llevado, al confín de Imperiae sin ella, convertido en alguien diferente. Alguien a quien ella habría detestado.

    El mundo es cruel.

    —Señor, —Ineu entró. —Ya transmití sus órdenes. Si no me necesita…

    —La bastidae ha identificado una notable concentración de magia aquí en Vaybora. —le interrumpió, alejándose de la ventana y los inútiles recuerdos.

    —¡La guerrera! —dejó el otro escapar su sorpresa.

    —Envía una carta al Archimaestre pidiendo presupuesto para contratar más apoyo. Segundo, quiero ojos frescos en los embarcaderos, manda un par de vigilantes que releven a los que están ahí. Y cuando termines, necesito que me traigas más de esos registros que te dejaron los alquimistas. Tú cogerás la otra mitad y entre los dos barreremos más texto. Tiene que haber algo que nos ayude a someterla, a encontrar un punto débil sin… ¿Qué esperas? ¡Vamos, vivo! —lo apremió.

    La noche lo sorprendió entre platos con restos de una ligera cena y muchos pergaminos y ceniza de pitillos. Tenía el pelo enmarañado y ya no llevaba la chaqueta de cuero sino una camisa ancha, de fresco lino para las calurosas noches de Vaybora. Por la ventana se colaba un que otro insecto y la risotada del transeúnte ebrio del momento.

    Ineu entró y puso una humeante vasija ante él.

    —Tuve que sustituir otra vez la mormora por sablina… —dijo con voz embarazada.

    Era una decocción de treinta hierbas que Renea la había enseñado y que ingería cada tres noches antes de dormir. En Vaybora era imposible encontrar todos los ingredientes.

    —¿Alguna novedad? —le indicó un banquito, único mobiliario además de la mesa, la cama, y la silla en la que estaba sentado.

    —De los nuestros nada. —el joven obedeció. —Lo de siempre… Hubo apresamientos por las fraguas, dos hechiceras que trataron de asaltar a un cazarrecompensas muy bien armado. Y una verdulera que violaron los Ratas De Costa. A uno lo decoró con una marca de invocamaleficio. Aun no la capturan… Eso es lo más comentado.

    Otra noche normal.

    —¿De los manuscritos?

    —Hay algo señor.

    Lo miró desde el borde del cazo.

    —¿Cómo que ‘hay algo’? ¿Y con esa pasta lo dices?

    —No lo he terminado… Creí era un texto traspapelado, pero va de experimentos.

    —¿De los guerreros? —dejó la decocción a un lado. Ineu asintió.

    —Es una especie de bitácora… de las últimas creaciones. Solo he leído dos pàginas…

    Eran buenas noticias, y aun así su ayudante no sonreía.

    —Vamos, habla. ¿Qué dice?

    —Señor, es horrible. Describe… lo que hicieron para volver a las gentes en magis, en guerreros imperiales. Y no lo habitual. ¡Los detalles son espantosos!

    —Tráeme ese manuscrito.

    Ineu lo buscó en un pestañazo.

    Comenzó a leerlo en silencio cuando lo tuvo en las manos, los nudillos apretados contra los labios.

    Aquello era más de lo que pudo sospechar. Más de lo que normalmente se decía. Más de lo que los alquimistas de Urdum le confesaron, y mucho más de lo que los de Barassena confirmaron. Ineu había quedado desconcertado con razón.

    —Muy revelador. —sentenció tras la larga lectura, solapando con genuina frustración la rabia naciente. —No me sorprende que hasta el Archimaestre le tema si requirieron tales… métodos para crearla. Pero esto no me dice cómo la detengo.

    A Ineu se le fue un bostezo.

    —Es tarde. Mañana continuamos.

    Cuando quedó solo recorrió otra vez una de las hojas. “Transfusión de sangre de elfo durante todo un ciclo lunar” fue el encabezado que atrajo su mirada. La oleada de la rabia volvió a pegarle. Se había usado sangre de elfo para activar la magia en la humana, no era un secreto; pero del ‘un poco’ que había escuchado toda la vida a esto era una barbaridad. Bestial. Infrahumano. Los detalles no admitían otro adjetivo.

    Las cacerías de Yalend vinieron a su mente. Por aquellos días él no era mayor que Ineu, e Ileah Archimaestre era un mago ordinario pero férreo defensor de aquella menguada y oprimida raza de magis, los elfos. Había escuchado allá en los bosques de Alevand de cómo intervino en la entonces Corte Capital y con su labia e ingenio logró que el rey pactara un armisticio y hasta otorgara Avarlil a los elfos para que se establecieran. Renea admiraba a Ileah por lo que había hecho por los suyos y soltaba pestes contra Yalend. “¡Pero si Avarlil siempre ha sido nuestra!”, le pareció escuchar su gruñido. Por unas semanas Imperiae respiró paz, y él, con el corazón estrujado, la vio partir sonriente, emocionada por el rencuentro con los suyos.

    Poco después, Yalend hizo de la vieja ciudad su coto de caza personal: los cazó a todos, acorralados contra acantilados y cumbres infranqueables en el corazón de las Barralidas. Solo Renea sobrevivió…

    ¿Los cazó para esto, para hacer de gentes comunes guerreros imperiales, guerreros magis? Los guerreros imperiales habían comenzado más menos por esas fechas, aunque no estaba muy seguro –habían pasado unos veinte años.

    Estuvo a punto de estrujar las hojas y hacerlas pedazos al recordar lo que Renea la contara de la masacre. Pero las otras dudas que se abrieron paso en su cabeza y drenaron su voluntad: ¿acaso los alquimistas habían estado haciendo estos experimentos en secreto, a espaldas de la Bástida? ¿Tenían engañado a un mago como Ileah? ¿O por eso Yalend había encarcelado un tiempo al hoy Gran Archimaestre, por oponerse a sus métodos salvajes?

    Comenzó a pasearse por la modesta habitación.

    Ileah seguro quería emendar los errores de sus alquimistas. La guerrera traidora que se les fue de las manos era la última testigo de esa atrocidad, y un peligro para la Bástida más allá de la mancha en su prestigio y la legitimidad de su cruzada. Con razón la pobre enloqueció y arremetió contra los suyos, ¡todos los horrores que le hicieron no podían desembocar en otra cosa! Aunque si era verdad que había destruido una fortaleza de la Era de Las Hordas, no entendía por qué el Gran Archimestre la quería viva. Habría preferido simplificar la tarea a llevarle su cabeza. Pero Ileah la quería viva, y nadie en Imperiae sabía cómo doblegarla.

    ¿Y por qué no la cazaba él en persona, con su Bástida hombro con hombro? Eso se lo había preguntado Ineu. Para zanjar el asunto le respondió que lo atractivo del poder es disponer que otros hagan las cosas por ti. Y le ocultó, tal como se lo pidiera el Archimaestre, referirse al lazo magiae que solo él poseía y que le daba esa ventaja que le había valido salir de una mazmorra y escoltarse de la élite del brazo armado de la Bástida.

    Ese era otro asunto peliagudo, el lazo magiae.

    Ileah, cuando le detalló su misión y le explicó por qué confiaba tanto en él y no otro para cazar a la guerrera renegada, habló del lazo: él, Vorsternel, había conocido y sobre todo amado a una elfa, posiblemente a la última de esas criaturas. La magia de los elfos dejaba un rastro, y a veces funcionaba como un imán. La sangre incorporada a la guerrera atraería inevitablemente todo recuerdo o sentimiento que de Renea él guardara, por mucho que hubiesen pasado los años.

    Esa fue la explicación del Archimaestre. Y aunque no acababa de convencerse de la efectividad de ese raro lazo, las cosas eran así: su libertad y supervivencia dependía ahora de capturar a la guerrera fugitiva.

    Al menos tras tantos desvelos estaban un paso más cerca. La notificación de la bastidae, la presencia de Yove, aquel manuscrito pasado por alto, ¡todo eso debía significar algo! Lo sentía en sus huesos, en ese algo indescriptible que latía en él –dígase intuición, lazo magiae, o lo que fuese. Era el camino correcto: la guerrera estaba cerca.

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    1. Ahora lo tengo todo claro. El desmembramiento del reino cuando le dieron el cienmuertes a Yalend nos trajo a una era de caos. Entonces Sirvanth sería uno de esos experimentos para crear magis y guerreros imperiales, la masacre de los elfos fue para permitir esto último y este señor del capítulo de hoy tuvo un idilio con Renea (aún siento su muerte😂, me cayó bien esa elfa). Vamos a ver si Maxe alcanza a Sirvarth por algún lado, esto se pone interesante. Tienes que terminar esta novela, Gamora, está buena.

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      1. Hola Von, hay cosas que irían revelándose más adelante. Creo que hay un personaje que te sorprenderá ver metido en este potaje jjjj, y que sale en el próximo post (si me da tiempo a darle una última revisada, lo pongo esta misma tarde, si no ya se queda para el lunes)

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    2. Leído hasta aquí. Muy interesante todo. Los personajes me siguen encantando y tu forma de escribir me gusta mucho. Ahora uniendo cabos ya tengo una idea general de la historia que esta excelente. Las transiciones de unos meses y años que se vieron al principio me golpearon fuertemente con la relectura debido a que no sabía a donde iba la cosa con la trama, pero ahora entiendo la importancia que tuvieron. Muy buen trabajo y ánimos con el proyecto.

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  15. En aras de entender mejor esta escena y el personaje principal, sugiero a los que no lo han leído darse un salto por el cuento «La misma piel» publicado en el blog.

    Conteo de palabras: 1673 Total: 18293

    Nadiva.

    El lugar estaba abarrotado a más no poder, y no porque se repartiera la mejor bebida de Vaybora. Retazos de conversaciones llegaban a sus oídos mientras se abría paso en aquel gentío amparada por su ancha capucha. Un par de bacrugs de mirada maliciosa, tres borrachos peleoneros, un enano musculoso que jugaba con una daga, un enorme nómada con el cinto lleno de cuchillos…

    —Busco al que llaman Frimke. —se detuvo ante una mole de hombre que recordaba a un cerdo con ropa y que estaba sentado con dos mujeres en las que, a pesar de sus humildes túnicas campesinas, olfateó a dos hechiceras.

    —Piérdete. —gruñó el hombrón al escucharla. Las disfrazadas se removieron en sus asientos, inquietas.

    —Esto es para ti, Zogo. —Sin inmutarse, arrojó en la mesa que ocupaban un rubí del tamaño de un adoquín.

    Tanto la mole de hombre como las disfrazadas botaron los ojos casi del mismo tamaño de la piedra. Una decena de miradas cercanas también sufrieron tales efectos.

    —Lo próximo rojo que tire sobre la mesa será tu corazón aun latiente si no me llevas con tu jefe. —amenazó desde el amparo de la capucha.

    Pero las amenazas estaban de más. Zogo ya se había puesto de pie, la enorme gema en sus bolsillos.

    —Ven conmigo. —gruñó otra vez, mirando de reojo a izquierda y derecha. Los que presenciaron lo ocurrido tenían muy claras las cosas: volvieron las cabezas y fingieron no haber visto nada.

    —¡Alto, nosotras estamos primero! —se levantó de un tirón una de las hechiceras.

    —Conoces las reglas, nada de magia aquí. —le advirtió por lo bajo el grandote con tono nada amistoso. Y tocando el bolsillo en el que estaba el rubí, agregó: —Ella acaba de pasar delante.

    Siempre al amparo del capuchón, se dejó conducir de la gruta que hacía de salón a la contigua, que funcionaba como cocina. Sorteó ollas, humeantes calderas de bronce, piras de leños, tuberías de latón contrachapado que zigzagueaban por las paredes, y finalmente desapareció tras una puerta camuflada, siempre siguiendo los pasos de Zogo, que con su antorcha apenas si disipada las tinieblas.

    La condujo por un angosto túnel tras la puerta camuflada. Con cada metro ganado se adentraban cada vez más en la tierra, siempre bajando. Calculó que desde la superficie –el torcido granero de fachada–, pasando por la gruta y luego todo lo que habían bajado, posiblemente se adentraban en las colinas que había visto afuera, o quizás hasta más allá.

    Tras un portón de grandes dimensiones y quejumbrosas bisagras de hierro, encontró a quien buscaba.

    —Preguntó por ti. —pronunció por todo saludo Zogo tras descorrerlo. Sus palabras rebotaron en las paredes con un eco de ultratumba.

    Detrás de una larga mesa vio a un viejo de arrugadas pieles colgante, esquelético, con más aspecto de cadáver que de vivo. El viejo levantó la mirada de los papirotes que tenía delante y ella dio un paso, serena. Clavó los ojos en él y supo: olfateaba con su nariz de draco el Vistazor que había en algún lugar de aquellos muros mohosos que apestaban a humedad y a tumba.

    —Déjanos, Zogo. —habló el viejo, con voz tan cascada que le recordó la del difunto Lord Eivar. —Vamos, dime tu oferta, magi. —la apremió una vez que la puerta se cerró con un crujido.

    En vez de responder, avanzó hasta la larga mesa. Varias velas, cuya cera las fundía las unas con las otras, latían arrojando luces amarillas sobre el papel en el que el viejo trazaba líneas. Tomó con indiferencia uno de los rústicos barquitos tallados que había en la mesa y lo examinó.

    —¿Estos son los barcos que prometen cruzar el Velo? —se burló al soltarlo y recorrer rápidamente el boceto en el papel papiro.

    La pléyade de velas, candelabros y antorchas que iluminaba el lugar no dejó que pasara por alto las piernas de Frimke al bordear la mesa. Como sospechara, estaban atrofiadas, deformes, hueso y piel bajo la corta túnica, y no se apoyaban en el suelo: la alta silla que lo sostenía llevaba unas rueditas. Esas piernas, esos pies apoyados en el descansillo del inusual sillón, no conocían el tacto del suelo hacía décadas..

    —El próximo estará listo en tres semanas. El precio es mil seiscientos de oro o quinientos en gemas. Dámelos ahora o márchate. —Frimke asomó una desdentada sonrisa mientras ella se paseaba y descubría las piernas del viejo: —A menos que pienses encargar un modelo especial. ¿Cuánto, magi? Habla rápido que el tiempo es oro.

    Sin inmutarse, se detuvo ante él y dejó caer la capucha con gestos pausados. Las llamas que empercudían de hollín las paredes más próximas destellaron con violencia como si un soplo invisible las hubiese zarandeado.

    —¿Quién eres? —el viejo abró los ojos el doble de su tamaño. La insolente mueca había desaparecido, y el familiar olor del miedo llegó a su nariz de draco.

    Se había quitado la capucha a propósito. Era consciente de lo mucho que impresionaba su ojo derecho, que brillaba con los colores del fuego. Y las postillas y ampollas que habían comenzado a crecerle en ese mismo lado de la cara, por la frente, los pómulos, la línea del mentón y el cuello. Y las escamas que se abrían paso en su sien derecha, entre las vetas de cabellos de un rojo encendido.

    —Solo soy otra que ha pagado el precio de la magia, Frimke. Como tú. —se quitó también con dramática lentitud el guante que le cubría la mano derecha, una mano en la que en vez de uñas humanas habían gruesas garras negras, y en los dedos, donde debía haber piel, resaltaban escamitas pardas. —Tú has pagado con el Vistazor el precio de la movilidad a cambio de una vista juvenil y mente afilada. —señaló con la zarpa sus piernas atrofiadas. —Yo he pagado también un precio por lo que quise. Así que no somos muy diferentes. Por eso voy a ser… comprensiva contigo. —le sonrió.

    —¿Qué quieres de mí? —la voz era un hilo. —Puedo meterte en un barco… A bajo precio, ¡o gratis! ¡Gratis! —rectificó en seguida.

    —¿Un barco? ¿Quién dice que necesito un barco? —se burló.

    —¿No viniste para eso, para que te ayude a cruzar el Velo? —el viejo no dejaba de sacudirse como hoja al vendaval.

    Le sonrió como toda respuesta, ahora revelándole dos colmillos demasiados largos para ser humanos y que antes no estaban ahí. Si Frimke hubiese podido salir corriendo lo habría hecho ya, no le cabían dudas.

    —Busco información. —desapareció de golpe la sonrisa. —Todos vienen a verte, Frimke, todos los que quieren salir de Imperiae vienen a ti, ¿no es cierto? —Preguntaba por pura retórica. —Tú conoces a todos los magis que se embarcan para cruzar el Velo, todos han estado aquí ante ti como estoy yo ahora —se paseó y volvió a sonreírle, ya sin colmillos —porque controlas muy bien quién aborda tus naves. —escuchó al viejo tragar en seco. —Busco a un ente, —borró la sonrisa, la mirada seguía taladrándolo —la última guerrera que hicieron los alquimistas de Las Cortes.

    —¿La que se rebeló? —balbuceó, el temor aun asomando en sus ojos.

    —Ah, la conoces. —dio un paso hacia él.

    —¡No, no la conozco! Oí lo que todos, de lo que hizo, pero aquí no ha venido. ¡Lo juro por los Altísimaaggggh! —la garra rodeó en un rápido ademán el cuello pellejudo y frágil y ahogó las palabras.

    —¡No abuses de mi paciencia! —apretó la carne. Lo sentía debatirse por respirar, producía un desagradable gorgoteo ahogado.

    Frimke no demoró el virar los ojos en blanco.

    —Haz memoria. —lo soltó. Debía calmar al draco. —Haz memoria, ha de estar tan afilada como la vista si consumes un Vistazor tan concentrado.

    —No ha… venido. Lo juro. —jadeó Frimke, tembloroso. —Puedes matarme… leerme las entrañas… y verás que no miento.

    —¡Si eso quieres! —la voz se le distorsionó horriblemente.

    —¡No sé de la guerrera! ¡No la he visto! —las venas del cuello quemado se hincharon por el esfuerzo. —¡Lo juro! ¡Pero a veces vienen preguntando por ella!

    —¿Quién? ¡Habla! —rugió, más el draco que ella.

    —¡No sé! ¡Viene mucha gente!

    —¡Nombres, viejo, o te arranco los huesos uno a uno! —el draco se apoderaba de ella.

    —¡Un bastidita! ¡Vino un bastidita hace poco! ¡Un mago! —alzó un bracito pellejudo en busca de protección. —¡Vrotrinel, Vestrenil…! ¡Andaba con unos manosdehierro! ¡Zogo sí sabe su nombre, pregúntale!

    —¿Solo él?

    —¡Y otro, tampoco sé su nombre! ¡No es un magi! ¡Dice Zogo que parecía un borracho!

    Lo escrutó otra vez. Aquel rostro centenario habría arrancado lágrimas de compasión a cualquier otro –o a ella en otros tiempos.

    —Zogo tiene el pago por los servicios prestados. —comenzó a calarse el guante y después la capucha. El viejo soltaba quejidos de dolor. —Un rubí lo suficientemente grande como para que tus enanos tallen un mástil en tiempo record. Una paga generosa. —caminó hacia la puerta y se detuvo. —Estaré cerca, Frimke, y querré saber si alguno de esos vuelve a aparecer, o de si alguien más viene buscando a la guerrera. Quiero saber lo más mínimo que de ella averigües, y de los que la buscan, así que ten a tus contactos alertas. Y cuidado con lo que haces. Odiaría dejar sin tus servicios a los magis de Vaybora.

    Ya iba a irse, había dado incluso la espalda al viejo –que, incontenible, había vaciado su vejiga ahí mismo en la silla mientras le soltaba el ‘cuidado con lo que haces’ –, cuando volteó la mitad hermosa:

    —Ponte un emplaste con sablina en el cuello. —Y se giró completa, lo hermoso y lo grotesco oculto por la tela. —En cuanto a tus diseños, necesitarán una borda más alta. Y un par de cortahechizos extras en los mástiles no les vendría mal.

    —¿Para qué exactamente? —una nota de desconfianza asomó en la lastimera voz del viejo.

    —Para contener a los monstruos, Frimke, —adoptó otra vez la pose regia, casi solemne —para contener a monstruos como yo. —y dicho esto desapareció en el oscuro túnel.

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  16. Conteo de Palabras: 1924. Total: 20217

    Maxe.

    Aguardaba en las sombras que se proyectaban en aquel traspatio, común a varias casas de botes abandonadas. La noche estaba velada por la bruma y no asomaban ni la luna ni las estrellas. Por si fuera poco, no había ninguna antorcha cercana en esas horas evitadas por todos. Las tinieblas, de momento, eran sus aliadas.

    Sentado en una piedra, daga en mano, se preguntaba si había hecho bien en confiar en Brastan. A fin de cuentas, en siete años uno puede cambiar mucho, y más con los tiempos que corrían y las demandas de su trabajo. Pero tenía que hacerlo. Por Sirvarth, por Elliand. Pero sobre todo por ella.

    “Todo por ella.”, repitió para sí.

    —“Debes encontrarla, Maxe…” —acudió la imagen de Elliand, la frente perlada, los varoniles rasgos desencajados, y aquel terrible pedazo de brazo que le dejaron los manosdehierro. —“Debes encontrarla. Ellos no cejarán hasta matarla. ¡Sálvala por mí, que no puedo!”

    Soltó un mudo suspiro y recostó la cabeza al tablado húmedo contra el que apoyaba la espalda. Quizás Barstan tenía razón y estos trajines ya no eran para él.

    Pero no podía no hacer esto por ella.

    De momento, estaba cumpliendo con eso de ‘al precio que sea’. Camino a aquel rincón olvidado del continente había pagado: estuvo dos veces a punto de morir en los kilométricos pantanales que se interponen entre Vaybora y el resto de la civilización. Uno de ellos engulló a su caballo. En segundos, alforja, espada y caballo, todo junto. Todavía se lamentaba. Hubiese preferido perder un ojo a esa espada… Después, cruzando el Yare-Yare, casi la palma cuando el cascarón de bote que alquiló estuvo batallando contra los remolinos de la corriente y terminó yéndose a pique. Sobrevivió de milagro.

    Todo por ella.

    La sombra que se dibujó, resaltando entre las otras, lo hizo apartar las reflexiones y levantarse, guardando la daga rápidamente en el interior de la manga. Su corazón latió más fuerte de lo habitual aunque sabía que no era Sirvarth. Barstan, que le concertó ese encuentro gracias a sus conexiones, le dijo iría a verlo una gente de confianza de Frimke, alguien que podía ayudarlo. El solo pensamiento de que podía estar un paso más cerca de encontrarla hizo vibrar su ajado corazón.

    La sombra encapuchada se detuvo a unos pasos y preguntó su nombre. Maxe distinguió la voz de una mujer.

    —Maxe. Me envía mi pupilo de Piender. —Era la respuesta que debía dar.

    —Y a mí Espadágil. —la respuesta que debía darle el misterioso contacto. —¿Estás solo? —la encapuchada dio otro paso.

    —Sí. ¿Y tú?

    —También. Pero sígueme, puede aparecer una patrulla. Y las paredes pueden escuchar. —y antes que pudiese oponerse, la sombra se alejó rumbo la orilla, adentrándose en la densa oscuridad.

    La siguió, sin perder el tacto de la daga oculta.

    Llegaron a la orilla desierta y apartada, donde una larga hilera de botes volteados se perdía en la oscuridad de las dunas. El océano, del que solo se apreciaba un arrullo de olas, era presa de las tinieblas. A sus espaldas quedaron las lánguidas luces de la ciudad, muerta a esas horas.

    La brisa lo hizo hinchar los pulmones a pesar de la tensión.

    —Siempre sanadora, la brisa del mar. —sentenció a media voz la encapuchada. Le pareció escucharle un velado suspiro. —Sé que buscas a la guerrera. Nuestros amigos en común me lo dijeron. —fue directo al grano. —¿Puedo preguntar por qué la buscas, por qué me condujeron nuestros conocidos a ti y no a otro cuando hay tantos que la persiguen?

    Apoyó una mano en el cinto, vacío de armas:

    —Puedo preguntarte lo mismo. ¿Quién eres? Ni siquiera me has dicho tu nombre y en cambio sabes el mío. ¿Por qué me citan contigo cuando tantos la buscan? Y quítate la capucha, quiero ver tu rostro.

    De tanta oscuridad casi no hubo diferencia cuando la mujer dejó caer la capucha en sus hombros; no más se dibujó el cabello ladeado a la derecha, por debajo del cual asomaba la inconfundible mancha de un parche ocular.

    —Soy una magi. —le dijo. En la cercanía notó además que llevaba guantes. —Mi nombre es Nadiva.

    —¿Qué tipo de magi? ¿Hechicera? —seguía sin perder de vista sus movimientos.

    —No soy hechicera, pero ¿realmente importa? —advirtió en el tono el dejo de una sonrisa. —Como sea, digamos que soy como ella, como la guerrera.

    —¿Eres una guerrera imperial? —se extrañó.

    Ella no respondió, así que tomó su silencio por un sí.

    —¿Hay más como tú y como ella? —seguía sin creérselo. —Creí que los habían inhabilitado…

    —Exacto. No hay más como nosotras. Por eso la busco. Dos seres al borde de la extinción, lo mejor que hacemos es unir fuerzas para sobrevivir ¿no crees?

    La verdad es que no lo podía creer. ¡Otra guerrera!

    —Escucha, no sé si a ti te cazan o no, pero a ella sí que la persiguen. Ella sí está en peligro.

    —¿Y tu interés por ella?

    —Le juré a alguien que la mantendría a salvo. —demoró en responder, y casi de mala gana.

    —¿‘Juraste’? ¿Solo un juramento y nada de plata de por medio? ¡Puedo respirar tranquila!

    —No es asunto tuyo. —se ensombreció. Había en la voz de la guerrera un timbre de burla que no le gustaba.

    —Sí que lo es. Si vamos a trabajar juntos…

    —Eso está por verse. —interrumpió. —¿Cómo sé que no es una trampa?

    —¡Exacto! —le pareció escucharla rechinar los dientes. —¿Cómo quieres que me crea eso de juramentos y cero compensación? Suena a cuento de un bastidita disfrazado.

    —¡No hables de lo que no sabes! ¡Hago lo que hago gustoso porque le debo mi vida! —y tratando de dominarse, agregó: —La busco para ayudarla, para protegerla, y no tengo que estar dando explicaciones a nadie. ¡Así que dime de una vez qué sabes!

    —No quise ofenderte. Solo me sorprende que no medie un pago. —la voz de ella también era otra, nada de burlas ahora. —Me sorprende porque los hombres son cada vez menos honrados.

    —Y los magis cada vez más traicioneros, hasta con los suyos. —le atajó, picado.

    —Cuida tu lengua. Ya te dije que no quise ofenderte. —la voz femenina se hizo algo ronca y, como secundándola, se alzó una ráfaga.

    “Igual que Sirvarth”, evocó Piender.

    —Dime lo que sepas de ella. —demandó con voz más calmada.

    —Creí que tú sabrías algo. ¿No tienes nada que compartir?

    Giró sobre sí mismo, contrariado.

    —Si no puedes decirme de ella esto ha sido una pérdida de tiempo. Yo tampoco sé nada. Por eso accedí a este encuentro.

    De vez en vez miraba a los alrededores, precavido. La guerrera Nadiva no se ha movido de su sitio en todo el tiempo, como si fuese una estatua. Ya las olas se habían calmado, y el sonido de su acompasado y monótono lamido se fundía con el de las palabras.

    —Vaya, estamos igual… —resopló ella. —Pero no creo que esto sea una pérdida de tiempo.

    —¿Qué quieres decir?

    —Hasta ahora no he dado con ella y tú tampoco. Dos que la busquen, y con el objetivo común de mantenerla lejos de las manos de la Bástida, es mejor que infructuosos intentos individuales. A mí se me hace muy difícil mezclarme, para esos malditos todas las mujeres son brujas. En cambio, tú podrías cubrir el terreno que yo no. Hasta pasarías por uno de esos manosdehierro. Sin ánimos a ofender. Y como yo tengo contactos que tú no… ¿Qué piensas?

    —¿Crees que solo porque nos unamos ella aparecerá? —no estaba muy convencido a pesar que todo lo que le había dicho tenía lógica.

    —Me subestimas. —ella dio un paso hacia él, las manos enguantadas enlazadas por delante.

    —No te subestimo. Pero a fin de cuentas eres una guerrera, como Sirvarth, no me necesitas. —repitió las palabras que, no sin algo de razón, le dijera Barstan.

    —Si lo pones así, ella tampoco te necesita… Pero escucha mis palabras: nadie es lo suficientemente poderoso como para rechazar una mano amiga en estos tiempos. Menos si hacer uso del poder de la magia te pone en la mira de la bastidae y todo lo que eso conlleva.

    ¿Tan malo podía ser aliarse con esta guerrera desconocida? Podría ser una trampa –no se le ocurría el por qué, solo que podría serlo –“en Vaybora todo es mitad verdad mitad mentira.” Pero por otro lado, este también podía ser el camino que lo condujese a Sirvarth, el rumbo por el que tanto rezó a los Altísimos.

    —Buscamos lo mismo. —agregó ella tras la pausa. —Así que mi propuest… —pero se calló abruptamente: alguien se aproximaba.

    Alertado, deslizó el puñal en la mano, listo para lo que fuese. Mas la inesperada sombra tambaleante que parecía ir rumbo a ellos era tan solo un borracho. Ni vieron de donde salió –quizás de uno de los botes que apuntaban sus hinchadas barrigas al cielo.

    Nadiva se pegó inmediatamente a su chaqueta gastada y lo enlazó en un abrazo. Él comprendió la idea, así que la imitó, escondiendo el cuchillo con disimulo. Le sacaba un palmo a esta guerrera –Sirvarth era casi tan alta como él– y tuvo que encorvarse un poco para hundirle la nariz en el cabello y hacer su parte de la improvisada farsa. En Vaybora no había que fiarse ni siquiera de los borrachos.

    El tipo les rebasó a pocos pasos, con su andar irregular y dejó tras de sí una contundente peste a orina y defecación que por suerte la brisa no demoró en disipar.

    Solo cuando estuvo a suficiente distancia se soltaron del simulado abrazo.

    —Como decía, —retomó Nadiva, retrocediendo los dos pasos que la inoportuna presencia la obligó a avanzar. —si unimos esfuerzos podemos encontrarla. Salvándola a ella me salvo yo también, además ¿quién osaría desafiar a dos entes tan poderosos a la vez? Y en cuanto a ti, pues cumples con tu promesa, o lo que sea, y todos felices. ¿Qué te parece?

    Aún se recuperaba del olvidado calor que dejara aquel cuerpo en el suyo. Antes de responder, se aseguró que el borracho seguía dando sus tumbos cada vez más lejos de ellos.

    —Solo quiero que Sirvarth esté a salvo.

    —¿Eso es un sí?

    —Sí. Es un sí. Tienes mi palabra. —extendió la mano derecha.

    Nadiva se quitó el guante de la izquierda, obligándolo a cambiar de mano, y se la ofreció. El apretón fue firme.

    —Tú también tienes mi palabra. —le dijo, y antes de soltarlo: —Todo por ella.

    ¿Las guerreras también leen la mente? ¿O cada una tiene lo suyo? ¿Cómo saber? La única guerrera que había conocido era Sirvarth. Hasta hoy…

    Pero aquellos fugaces pensamientos fueron ahogados por la sorpresa: Nadiva se comenzó a quitar el parche y en el ojo oculto, con destellos que distaba de ser humanos, bailó el fuego.

    Así habían destellado los ojos de Sirvarth en aquel túnel de Piender, solo que no con este amarillo-naranja de las llamas, sino con un pulso verdoso, también sobrenatural.

    —No te asustes. —su voz era sosegada. —Solo quiero que no haya sorpresas desagradables, ya que vamos a trabajar juntos. Ya sabes el por qué del parche. —y guardó silencio.

    Creyó que esperaba a que le preguntase algo.

    —Lo lamento. Sirvarth me contó lo que les hacían… —fue lo que le salió, más por no querer sonar insensible con su nueva aliada.

    —No importa. Todos los magis pagamos un precio por la magia. —Nadiva se acomodó el parche. —Ya sea porque lo quisimos o porque nos lo impusieron. Aunque imagino que lo segundo sea más terrible y doloroso.

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    1. Hola. Aún me falta por leer el último capítulo, pero que puedo decir, genial. Le comentaba a Volgondring que su obra estaba lista para publicar y la tuya también, de verdad me sumerjo en el relato. De hecho todas las historias están muy bien, son personas de talento. Te felicito Gamora, sigue así y a lo mejor tenemos pronto una nueva Elaine Vilar.

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  17. Conteo de palabras: 879 Total: 21096

    Yove.

    Se emborrachó esa mañana más que cualquier otro día de su vida –que no era poco decir. Solo en una pocilga como Vaybora podía haberse sentido tan insuperablemente ofendido, burlado y mancillado, incluso más que cuando el maldito de Vorsternel lo expulsó de la partida y lo denunció.

    Todo empezó ahí –o mejor, después de machacar al tipo aquel en Piender. Su buena estrella lo abandonó en ese odioso lugar: Vorsternel hizo que le quitaran la tarea de rastrear a la última guerrera imperial. Le arrancó la promesa de una jugosa recompensa, prestigio insuperable, y el favor de Las Cortes. Y eso era imperdonable.

    Así que después de ser expulsado estuvo buscándola por su cuenta.

    Pero la mala estrella anidó en su camino. Las lealtades que lograba reunir no le duraban, principalmente porque se había corrido el rumor de que ya no era tan buen líder, que en Piender había alguna fuente de magia maldita que le habían embrujado… Se convenció que necesitaba más que eso para hacerlo darse por vencido. Era un hombre astuto, de muchos recursos. Se las arreglaría.

    Y enrumbó a Vaybora.

    Con razón nadie iba a dar tan lejos de no ser por necesidad. Los pantanos que rodeaban a aquel despojo de ciudad cientos de kilómetros eran los más traicioneros que había cruzado en su vida. Los bandoleros pululaban, de hecho una banda que superaba en número a la suya los asaltó, le llevaron el caballo y un buen par de botas. Después sus ganancias del juego de dados se los tragó el Yare-Yare cuando un remolino engulló la balsa en la que cruzaba. Para coronar todo, la primera puta que contrató al llegar a la ciudad le robó el dinero que escondía en los calzones.

    Después de eso, se quedó sin hombres.

    Logró recuperarse paso a paso. Mientras reunía nuevas espadas investigaba pistas que le condujeran a la guerrera, cazaba magis con su renovado grupo y cobraban las recompensas de los manosdehierro. No le iba tan mal.

    Y como muestra de su recuperada buena estrella, los Altísimos llevaron a Vorsternel a Vaybora.

    Lo había visto a caballo, con su habitual aplomo y su ceño fruncido, rodeado de ese mequetrefe de su ayudante y los que una vez fueron sus hombres. Las cosas no podían ir mejor. Ya se frotaba las manos de solo pensar cómo se la cobraría al muy maldito.

    Pero su buena estrella se volvió a apagar esa mañana, la mañana de la peor borrachera de su vida: no más poner un pie en las calles, listo para un nuevo día de caza, lo confundieron con un notorio estafador y le cayeron a palos. Aunque logró zafarse del malentendido, llegó soltando pestes a una de las cientos de tabernuchas que se multiplicaban por toda la ciudad, y tanto tomó, y tal mezcla de bebidas, que empezó a vomitar. Cuando se le aproximaron, fuese para asistirlo o para sacarlo, se puso peleonero y terminaron echándolo a la calle de una patada en pleno fondillo. Apenas si pudo ponerse en pie, arrastrarse entre maldiciones sin rumbo consciente, y dejarse caer en un cascarón de barcaza donde recuperaría el dominio de su cuerpo, sobre todo de sus esfínteres, ya entrada la medianoche.

    Se incorporó poco a poco, una taladrante migraña aturdiéndolo. Trató de poner en orden sus ideas, asqueado de su propia pestilencia.

    —Vaybora, el culo del mundo, —maldecía saliendo de la barcaza y enredándose con sus propios pies —con la mierda chorreándole por doquier. ¡Vengan al culo de la civilización! ¡Maldito Vorsternel, lamebotas, ojalá revientes, pendejo! —y emprendió tambaleante el rumbo a su posada, si es que la encontraba, mesándose un chichón que acababa de descubrirse en la frente.

    Poco le faltó para meterse en las frías aguas y quitarse la inmundicia, pero mejor cagado que cortado a la mitad por un monstruo de aquellas misteriosas aguas que ni los más entusiastas de la Bástida se animaban a explorar.

    Dejó de gruñir insultos al distinguir una silueta. Se puso en guardia, la mano automáticamente al alfanje que de milagro no había perdido. Pero se relajó al ver que solo se trataba de una parejita.

    “Mira que venir a follar al culo sarnoso del mundo, par de pendejos”, escupió con saña. Siguió avanzando lo más recto que pudo –empresa nada fácil.

    La pareja se pegó más mientras él se acercaba. Incluso se abrazaron.

    “Al menos espera que desaparezca para meterle mano, mal parido. Ojalá no se te pare, hijo de tu perra madre”, siguió con su monólogo interno, ya pasándoles de largo.

    Se tambaleó unos metros más y se internó en las sombras. Le invadió un mareo. Llevaba mucho sin probar bocado. El sabor del vómito y la acidez no ayudaban nada.

    Recostado a una pared de lo que le pareció era una desvencijada casa de botes, trató de ubicarse.

    “Mierda, por aquí no es”, calló en cuenta tras no poco esfuerzo de mente.

    Se volteó para regresar sobre sus pasos y el refulgir que vio ahí, donde la parejita, le arrancó de golpe la resaca. Y es que no era la primera vez que veía el ojo de un magi refulgir por la magia.

    La buena estrella le sonreía otra vez. Y él le devolvió la sonrisa, casi desmayado y apestando a retrete.

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  18. Conteo de palabras: 1836 Total: 22905

    Continente Franjo.

    Ciudadela de Yamedal. Frontera entre Tulvwar e Iroshtar. Siete años después de los sucesos de la fortaleza de Piender.

    Sirvarth.

    La ‘lengua de serpiente’ del enemigo dibujó un arco imposible de esquivar. Su afilada hoja rasgó el cuero reforzado del pantalón y penetró en la carne del muslo arrancándole un alarido estridente. Pero el extremo del arma preferida por los tulvwarenses, y que le daba su nombre, jugó a su favor a pesar del daño: una de las puntas se enredó con las anillas del faldón de su cota dándole un preciadísimo segundo de ventaja. Más allá del dolor que se apoderaba de su cuerpo, más allá de cualquier pensamiento, transmitió toda su fuerza a la cimitarra que blandía. El impacto resultante produjo un sonido sordo al penetrar en peto de placas tachonadas de su adversario y salir encañonándose paso entre la carne, los músculos, los huesos, y el propio reverso de la armadura.

    Estuvo así unos segundos, con el campeón del ejército contario ensartado hasta la empuñadura mirándole apagarse –los ojos empañados por el terror, el último aliento de quien se aferra a la vida–, hasta que dio un fuerte tirón y la cimitarra liberó el cuerpo. Cuando el cadáver calló a la hierba pisoteaba y polvorienta, a sus espaldas estalló un clamor ensordecedor:

    —¡Máralad, Máralad!

    Del otro lado del campo, un silencio sepulcral cubría las huestes enemigas.

    Quedó mirando al vencido apoyado el peso del cuerpo en la pierna ilesa, con la tibiez de la sangre bajándole por la mano, resbalando también por el frío acero y manchando la hierba, y el sudor corriéndole a mares. Podía haber sido ella la que agonizaba en el suelo…

    —¡Máralad, Máralad! —seguía el rugido de cinco mil gargantas.

    Un galopar a sus espaldas la hizo sobreponerse al punzante dolor que mordía su pierna herida y poner una desafiante sonrisa antes de voltearse. Era Léstar, su lugarteniente, que venía a traerle el caballo.

    —Felicidades, Mariscal. —le dijo, ya deteniendo su montura, y con una expresión de orgullo en el rostro curtido.

    Solo hizo un leve movimiento de cabeza y montó sin envainar la cimitarra. El dolor le atenazaba el miembro entero pero se aguantó, como siempre. Antes de espolear al caballo alzó la mortífera hoja y, de cara a sus tropas, rugió un “¡Iroshtaaar!” que inyectó nuevos bríos a aquel coro de escudos aporreados y roncas voces.

    Cabalgó triunfal, tragándose el insoportable dolor, hacia donde se apiñaban los estandartes del ejército iroshí.

    —¡Máralad, Máralad!

    Detuvo su caballo ante el estandarte que llevaba los colores de Ira-Roshtare, la segunda ciudad del reino y bastión del Kaitán, el líder de los ejércitos de Iroshtar. Exactamente a la izquierda del pendón aguardaba él, Ertgarld, sonriéndole con la mirada. Los nobles, caballeros, banderizos, escoltas y escuderos que lo rodeaban la felicitaban, la aclamaban, o hacían un ceremonioso saludo con la cabeza en reconocimiento a su victoria.

    —Yamedal es suyo, Kaitán. —hizo una ligera inclinación, sobreponiéndose al dolor con todas sus fuerzas. Sentía su sangre correr por dentro de la alta bota. Con la mano libre dominaba al caballo excitado.

    —Enhorabuena, Mariscal. —le respondió Ertgarld. —Las familias de Yamedal rezarán por usted esta noche al ahorrarles la masacre de sus hijos.

    Hizo al caballo ubicarse a su derecha. El lugar del Mariscal, del tercer hombre –mujer los últimos dos años– de Iroshtar, algo que a ciertos personajes del reino seguía sin gustarles mucho.

    Allá, donde se desarrollara el combate que acababa de definir la victoria sobre la ciudadela fronteriza, dos jinetes tulvwarenses recogían al campeón muerto. Lo gritos y el estruendo de armas contra escudos de los vencedores no cejaba.

    —Bien, señores, a lo que sigue. —resopló Ertgarld a sus subalternos más próximos, y una parte de ellos enfiló sus monturas hacia el largo abanico de tropas vitoreantes.

    Le entraba hastío de solo saber que ahora venía la parte más tediosa de la victoria: la entrada y posesión del bastión tomado. Hoy, unas cinco mil almas pasarían por el estrecho acceso a Yamedal, lo que significaba varias horas entre acomodos y a la vez que se ponían orden en la ciudad. Lo bueno es que al ser una batalla resuelta con un duelo, no debía haber mayores problemas al ocuparla; los dos reinos compartían esa ley no escrita. Aun así pasarían los primeros días entre pagos de tributos, rescates de prisioneros, repartición del botín…

    —Mi señora.

    Se empinó del pellejo con agua que Trugut, uno de sus ayudantes de campo, le extendía.

    —Solo un vendaje rápido —le devolvió el pellejo. Él ya iba a revisarle la herida.

    Le ayudó a ajustar una improvisada venda por sobre la tela rasgada del pantalón para detener la hemorragia y eso fue todo.

    —Mariscal, cabalgue conmigo. —le dijo Ertgarld en ese momento, tal como esperaba.

    Partieron, ella siempre a su lado, aun en la mano la amenazante visión de la cimitarra roja. Un séquito de una veintena de lugartenientes y caballeros los acompañaba también.

    La distancia entre ellos y los tres mil vencidos tulvwarenses de Yamedal se salvó en un rápido galopar. Sin esperar a que se disipase la nube de polvo, puso su mirada más fiera y recorrió aquellas filas. No habló, no era su papel. Estaba ahí para infundir pavor.

    —¿Entonces a esto se ha reducido el sagrado momento de la guerra, Kaitán? —escupió en iroshí el general enemigo con marcada rabia. —¿Esto es lo que nos espera, brujas de otras tierras comandando los ejércitos? ¿Decidiendo nuestros destinos? —clavó en el aire un enorme dedo apuntándola. —¡No les durará la victoria! ¡Esto va contra las leyes de los dioses y los hombres!

    —Guarda tu veneno, Iakendaraz. La victoria es legítima. —Ertgarld habló con una voz que no admitía réplicas. —Mi Mariscal ha ganado en justo combate a tu campeón. Todos los hombres han sido testigos, tus dioses y el mío también. Venimos a aceptar tu arma en señal de rendición.

    Ella se tensó ahí en la montura; en los ojos del general había un fuego mortal, un odio violento.

    Mas con gesto rápido, el vencido tiró a las patas del caballo negro de Ertgarld su trabajada ‘lengua de serpiente’.

    —El castillo de Yamedal está en tus manos, Kaitán. —gruñó. —Escribe la verdad a tu Kai y a mi Sarl, que venciste por el poder de esa bruja. —y la fulminó otra vez antes de abrirse paso a empellones entre sus hombres rumbo a la ciudadela.

    Ertgarld dio breves órdenes a algunos de sus subordinados, y hecho esto tomó la ‘lengua de serpiente’ que uno de sus caballeros le alcanzaba.

    —No soy mucho de estos sables. Creo que a ti te irá mejor. —se la entregó. —Si no, siempre puedes conservarla de trofeo.

    Ella contuvo la mueca de dolor que amenazaba con aflorar y asintió en aceptación del regalo. Envainó su cimitarra y blandió la majestuosa ‘lengua de serpiente’. La sostuvo con la misma actitud, el brazo extendido como diciendo a los enemigos que no la perdían de vista: “mírame y teme a mi filo, el brazo que me empuña no falla.”

    —Acaba de una vez. —se impacientaba.

    Kin embebía la herida con un espeso emplaste de penetrante olor. Sus dedos se sentían como garras, aunque sabía de la suavidad de sus manos de sanador. Como siempre, los ingredientes de sus medicamentos eran secretos. Y como siempre desde que demostraran su efectividad, ella confiaba en lo que hacía.

    —Ese tipo sabía bien dónde dirigir su arma. No comprendo cómo no te desangraste hasta morir. Deberías hacer reposo.

    —¿Sabes que los hombres apuestan por el día en que dejes de asombrarte de mis heridas, Kin? —apretó más los dientes.

    —Claro que lo sé. Y por supuesto que no me hace gracia, Máralad. —la miró desde sus ojos tatuados según la costumbre de los isleños barladenses. —Nunca entenderé cómo lo haces, o qué tanto te ayuda mi trabajo, solo sé que un día puede que nada sea suficiente. —y presionó los dos labios del hondo piquete, pegando la piel.

    —¡Por tus ancestros! —bufó, engarrotando los dedos contra las enormes raíces nudosas del sicomorral que le hacía de asiento.

    Tenía el pellejo duro, siempre se las arreglaba para recuperarse con asombrosa rapidez, incluso de heridas fatales, pero estaba lejos de ser inmune al dolor.

    En su inexplicable capacidad sanadora no quería pensar. Muchas veces, desde que abrazara su nueva vida en Franjo seis años atrás, ella misma se había preguntado por qué se recuperaba de heridas graves, peores de las que sufrían otros hombres que la doblaban en fuerza y músculos y que terminaban muriendo.

    Quizás tenía que ver con la vida que había dejado en Imperiae… Pero tras seis años sin respuestas, tal vez nunca lo averiguaría.

    —Hoy se me acercó el Kayi Báidikost. —le comentó Kin tras lanzar una mirada a su alrededor. —Estuvo preguntando sobre mis habilidades, sobre mis técnicas y medicinas.

    La fronda del sicomorral se batía con suavidad, invitando a un descanso. Mas el ajetreo a su alrededor, de hombres desmontando lo que quedaba del campamento, borraban el arrullo. Y el escenario allá abajo, en la planicie del valle, la larga procesión entraba apretujada a Yamedal, rebasaba también el invite del árbol. Al escucharlo, dejó de mirar el mar de aceros y arrugó el ceño: el cuñado de Ertgarld era uno de sus más fehacientes detractores.

    —Anda otra vez buscando pruebas de que soy un démonik… —murmuró.

    Hacía tiempo se había extendido ese rumor, sin dudas relacionado al asunto de su asombrosa capacidad de recuperarse de las heridas, sobre todo de las que se consideraban mortales. El rumor en sí no la afectaba. Con el apoyo del Kaitán nadie la enfrentaría directamente con semejante locura. Pero cada vez los nobles iroshís estaban más inquietos. Cada vez hallaba más obstáculos y censuradores en los consejos que se celebraban. Que la acusaran de pertenecer a la raza que casi había borrado al continente podía tornarse algo serio, y más si esa acusación venía de la familia del propio Kaitán.

    —Esto no será suficiente. Ha sido un tajo hondo y debes guardar reposo. No es bueno tentar a los dioses de la suerte. —le advirtió Kin al terminar de ajustar la venda limpia.

    No le respondió. Kin no era nuevo, sabía cuántos quehaceres implicaba para ella la toma de un bastión enemigo.

    —¿Me escuchaste? Delega todo lo que puedas y descansa. Lo necesitas. —le alcanzó, ya de pie, un pantalón de lana que tenían cerca.

    —Eso no será posible. —se levantó, despojándose por completo de la prenda rota. El preparado de Kin comenzaba a hacer su rápido efecto: sentía cierto entumecimiento en el muslo, algo incómodo pero mucho más soportable al dolor. —Iré a verte apenas pueda. —se embutió la pieza de lana ayudada por él. Se mordía lo labios para que no se le escapase un quejido. —No es momento de alejarse de las responsabilidades, Kin. —le dijo, ya anudándose el cinturón con las armas. —Y por Báidikost no te preocupes, cojearé de más para sus ojos.

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        1. Y cómo ha costado! Ya para esta fecha creí haber acabado… es que soy muy quisquillosa y reviso como tres veces, o lo dejo de un día para otro y lo vuelvo a revisar, y ponle el cuño que cuando termine y relea todo me voy a pasar una semana odiándome por las pifias que se me fueron jjjjj
          Bueno, pero a fin de cuentas el NaNo va de crear la costumbre -o afianzarla- de escribir con regularidad y de derrumbar el ‘imposible’ de completar, o al menos acercarse-, a un primer borrador de novela. Dígase de paso, que esto del NaNo llegó para quedarse, no? Es muy buen ejercicio 😉

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          1. Te entiendo, cuando uno se sienta a leer el primer borrador se queda: ¿cómo demonios logré escribir algo así? Pero la cosa es tenerlo terminado, revisar y mejorar el texto es algo que siempre hay que hacer con todos los textos.
            Y sí, el Nano llegó para quedarse, así como la propuesta de quienes quieran terminar sus textos después de que haya terminado la fecha del evento y los lectores puedan terminar de leer la historia ^w^

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    1. Este me encantó, mira que curioso como continuó la vida de Sirvarth lejos de Impereae. Dejando de lado palabras con tildes de menos o nimiedades así fue un pasaje hermoso para mi. Lo tuve en la mente mientras la ciudad caía en el duelo, el ejército ganador toma la plaza y nuestra heroina está herida. Me gusta como lo manejas y la forma en la que narras esto, las palabras dan el aire preciso y me creo lo del paisaje medieval, como cuando leía a Martin que me cautivaba con estas narraciones épicas. La cimitarra me dejó pensando en cuando Sirvarth deja al otro «ensartado» y no es que esté mal sino que me choca pues la cimitarra es de hoja curva y cuando yo me imagino que ensartan a alguien el arma es más bien punzante como una espada o sea larga y recta con una punta afilada. Pero te repito, no es que esté mal, a fin de cuentas el hombre quedó atascado en la cimitarra, le dieron duro. Lo que me lleva a pensar en lo descomunal que puede ser el tajo de la guerrera, suponiendo que el corte entró por el hombro y se llevó la clavícula para encajarse en el tórax hay que suponer que la mano que tiró el tajo es fuerte. No es una muerte imposible, para nada, debajo de la clavícula está la arteria subclavia que nace directamente de la Aorta, seccionarla te desangra a buen paso, agregado a que si las costillas se hicieron pedacitos al igual que la clavícula tendremos un pulmón comprometido con su resultante neumotorax a tensión. O sea que el adversario tuvo una muerte atroz y yo estoy dando mucha lata con la autopsia del difunto XD. Lo que te quiero decir es que esa muerte es posible así como la pones, pero para llevarse músculos, huesos y todo Sirvarth tiene una fuerza de temer. Dura la guerrera. Ya estoy pagando mi deuda contigo y te digo que eres buena en esto Gamora. Me encanta.

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      1. Me había saltado este comentario, ahora es que lo veo. Autopsia aparte jjj la idea es que Sirvarth está lejos de ser nueva en esto: sabe lo que hace y lo hace bien, pone el arma dónde quiere. No por curva la cimitarra es menos punzante (que no, que no he blandido una, pero ensartar a alguien es posible con la pericia adecuada 😎) Y sí, justo la imagen de la hoja atravesado todo (que no por la clavícula, por qué te pareció la clavícula??) es para dejar claro lo fuerte que es -ya que en la escena de la fortaleza de Piender ella no se bate cómo tal con nadie sino que despliega su poder de otra manera: lanzando rayos mientras levita, y todo aquello… Gracias por la lectura!

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        1. Bueno, debo releer, es que me pareció que hubo un tajo que cayó rompiendo huesos y músculos y me pareció que era por el hombro hacia abajo. Error mío entonces y bueno, las cimitarras también pueden ensartar a la gente, no es que sea imposible. Como sea buen trabajo, me leeré lo próximo que pongas.

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          1. Hi. Todo es mejorable: en la reescritura separaría mejor la imagen del tajo que le dan a Sirvarth en el muslo y en el que las anillas de su cota queda enredada el arma enemiga, lo que le da en chance para maniobrar y atravesar al contrincante con su cimitarra, de esta segunda imagen (esta misma de ella ensartando al enemigo con la cimitarra). Saludos y felices fiestas a todos!

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          2. Saludos Gamora, espero que pases un buen fin de año al igual que el resto de los camaradas. Esperemos que este 2022 nos traiga muchos éxitos en la vida y toda la inspiración necesaria para acabar todos nuestros proyectos literarios. Lo de reescribir la secuencia de la pelea así como está se entiende bien, yo tenía la duda de la cimitarra XD pero tu explicación es válida, igual si quieres modificar las imágenes y es para mejor pues suerte con la reescritura. A mi también me va a tocar reescribir una pila de cosas XD. Suerte y nos leemos.

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  19. Conteo de palabras: 920 Total: 23852

    Sirvarth (continuación)

    Solo avanzada la noche, cuando ya todas las murallas de Yamedal resplandecían con los llamados ‘fuegos de la victoria’, llegó el turno del grupo del Kaitán.

    Cabalgaba a su lado, encorvada de sueño y cansancio y rabiando del dolor. A medida que se acercaban a las torres de la barbacana, coronadas de enormes piras, más le urgía bajarse de Volvoreto y que Kin repitiera el procedimiento que la había aliviado durante aquellas horas. Tras las condiciones de las largas semanas de asedio, su cuerpo le pedía también un baño. Una tina con agua tibia sería el más dulce regalo de triunfo ahora mismo.

    —Otra vez te corresponde el primer reparto. —comentó Ertgarld a media voz, sacándola de sus pensamientos. Hacía mucho que se había despojado del yelmo y se había cambiado la reluciente armadura por otra más práctica, de cuero negro reforzado. —Quien lo hubiese pensado cuando te contraté, Máralad. —añadió, pensativo. —Creyeron que estaba loco. “Nuestro Guardián perdió la cabeza.” Y sin embargo, te nos has vuelto imprescindible…

    Sonrió sin mirarle, distraída por la silueta del hombre que desde una de las murallas arriaba la tercera bandera tulvwarense de Yamedal –estandarte que solo se bajaba cuando el máximo líder de las tropas vencedoras entraba al bastión tomado–, dibujados ambos, pendón y soldado, gracias a los fuegos que se multiplicaban en torreones y muros. Poco a poco, como desperezándose, las mismas gargantas que la aclamaran esa mañana en el valle comenzaron a rugir enardecidos ante la simbólica visión.

    —¿Cuántas victorias van ya seguidas, veintinueve? ¿Veintiocho? —preguntó Ertgarld entre el griterío.

    —Léstar sabrá. Gusta llevar cuenta de esas cosas.

    —Bueno, que bien si ya perdemos la cuenta. —afirmó conforme. —¿Qué me dices de tus ambiciones? —siguió. —Tras cuatro años de victorias, ¿hay algo que desees que aún no tengas?

    —¿Qué más hay que ambicionar? —se encogió de hombros. Normalmente esa sería una conversación para momentos más calmados, degustando algún vino requisado a los vencidos. —No puedo quejarme, las cosas no van nada mal.

    —Cierto, no van nada mal. —le respondió con solapado bostezo.

    Debía estar cansadísimo también aunque no se había batido en duelo. Llevaban las mismas semanas de insomnio, trazando estrategias, distribuyendo tropas e interrogando a espías y prisioneros.

    —¿Y el oro del Sarl? —disparó entonces inesperadamente.

    Tuvo que disimular la sorpresa de tal pregunta. Él la observaba, expectante. No tenía la expresión somnolienta que esperó encontrar.

    —El oro es importante para un mercenario. Quien lo niegue, miente. —corrigió su postura mientras se adentraban en uno de los patios, entre la gente que les abría paso y les saludaba, y agregó con tono menos oficial: —Pero sabes muy bien qué pienso del oro del Sarl, Ertgarld.

    Había aprendido a tratar con un hombre de la dimensión del Kaitán de la Ciudad de Hierro, férreo, poderoso. Tras un sinnúmero de batallas juntos, incluso antes que él la nombrara Mariscal, el trato entre ellos no podía ser más franco. Esa era otra de las cosas de las que no se podía quejar a pesar de las rencillas de los que trataban de socavar la influencia que su apoyo le daba.

    —No dudo de ti, Máralad. —él saludaba ceremonioso a los hombres que aparecían a su paso. —Has abierto con tu espada una nueva era para Iroshtar. Pero eres una espada comprada. Sabes que eso hace que algunos de los hombres sientan, a pesar de todo, cierta predisposición.

    —¿Los hombres o los nobles? —atajó sintiendo como se le clavaba el ‘a pesar de todo’.

    —Conoces el reino como la palma de tu mano. Conoces nuestras debilidades tanto como nuestras fortalezas. —siguió Ertgarld entre dientes mientras saludaba a la muchedumbre que atiborraba el patio gritando “¡Kaitán Ertgarld!” y “¡Mariscal Máralad!” bajo el resplandor de los fuegos. —¿Y si mañana el Sarl te ofrece el doble de tus honorarios actuales, o algo que anheles tanto que no puedas rechazar?

    —¿En serio? —saludaba como él. Entre honorarios y botines había acumulado una fortuna nada despreciable. Es más, según el buen cálculo de Léstar tenía riquezas para vivir dos vidas seguidas, “dos vidas largas y despreocupadas.”

    —Sabes lo que se cocina entre los dos reinos. —desmontó él, ya ante el torreón de castillo principal. Mantenía una expresión calmada, como si hablaran de alguna banalidad. Se acercó un paso, ya ella se había bajado de Volvoreto: —No serías el primer mercenario al que tientan y cambia de lealtades en medio de una contienda, y esta es la mayor contienda en décadas, posiblemente en siglos. El Sarl hará todo por frenarnos. No escatimará. Por eso dime, ¿hay algo a lo que podemos adelantarnos a ellos?

    Hombres de sus respectivas confianzas se encargaron de las monturas. Nadie se atrevió, a pesar de la algarabía, a interrumpir el diálogo.

    —¿Quién diría que me cogerían tanto cariño? —bromeó por lo bajo. —¡Y yo que estaba pensando en largarme a Nortad!

    Era mejor bromear. No se le ocurrían salidas inteligentes. La verdad es que estaba a gusto en Iroshtar a pesar de las rencillas de turno. Punto.

    —Hablo en serio, Máralad. Piénsalo. —zanjó él tras mirar de reojo a su alrededor. E hinchando el pecho y esbozando la sonrisa más amplia de las últimas semanas, atrapó una de su manos: —¡Vivas para nuestra victoriosa Mariscal! —bramó, alzándola junto a la suya.

    Los muros de Yamedal estallaron otra vez, como si una tormenta de demonios aullara entre sus piedras, clamando el nombre que había asumido seis años atrás al despertar desmemoriada en las tierras de Franjo.

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    1. Ya me parecía algo sospechosa, pero bueno se explica en la última línea, por lo demás me he leído las últimas tres publicaciones y me he quedado con las ganas. Muy bien logrado todo. No voy a negar que hay bastantes personajes y situaciones y es probable que deba releer algún capítulo anterior para seguir bien los nombres pero hasta ahora no ha sido necesario.

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  20. Conteo de palabras: 1879 Total: 25 731

    Sirvarth (continuación)

    —El negro es fogoso. Será bueno en una carga. —afirmó Ormard.

    —Es muy pequeño. Mira al del general. Eso sí es un caballo de guerra. —Léstar se atizaba el bigote mientras razonaba a favor del semental tulvwarense.

    —Léstar habla razón. El caballo del generala muy bueno, siñora. —terció en su machucado iroshí Bandu, el tercer hombre.

    Guardaba silencio examinando los caballos capturados para elegir el primer botín, lo que correspondía al artífice de la victoria según las leyes de Iroshtar. Ya habían echado mano a su parte del oro, plata, armas y demás bienes incautados. Solo faltaban las bestias. La verdad le estaba costando decidirse entre el poderoso caballo de guerra de Iakendaraz, el general vencido, y uno de porte menos compacto pero muy brioso. No quería apresurar su elección a pesar que fortísimos dolores volvían a morderle toda la herida.

    —¿Todavía aquí? —les llego la voz de Ertgarld. —Fadmer creerá que demoras el reparto a propósito y volverá a marearme con sus quejas. —agregó cuando todos se volvieron. Cuatro escoltas le seguían.

    No hizo ningún comentario. Fadmer era otro de esos nobles que no acababa de aceptar –‘a pesar de todo’– que una mercenaria se despacharse el botín antes que los más antiguos representantes de la nobleza del reino.

    —Magníficos animales. —admiró él a ambos corceles, que coceaban y balanceaban sus cuellos. Con la convulsa madrugada era normal que estuviesen ariscos.

    —Mañana mi vida puede depender de uno de ellos… —comentó, las manos en jarras.

    —Quédatelos. Los dos.

    Ertgarld había atrapado el belfo del de guerra firmemente y lo obligaba a ceder a su tosca caricia. Al escucharlo, le observó en silencio, creyendo que había entendido mal.

    —Pero estos son los mejores de todo Yamedal… —Eran animales por los que valía la pena batirse en un duelo como el de esa mañana.

    —Si lo dices por mí, tengo magníficos corceles de repuesto, tanto aquí como en Ira-Roshtare. Y en cuanto a los kayi, también.

    Sí, había sido una campaña muy favorable para Iroshtar. Y aun no terminaba.

    —¿Y el Kai?

    —A nuestro señor no le alcanzará la vida me temo, por benevolente que sea el Supremo, para montar todos los caballos que posee así use uno cada día del año. —alzó las cejas. —En fin, —soltó al corcel —nos has dado una gran victoria: les hemos cortado el principal acceso a Barld y con tu victoria hemos evitado un asedio prolongado. Además, nadie tiene derecho a quedar inconforme con el botín que le toque hoy porque tú misma no nos has dado tiempo entre batallas a gastar los anteriores. —la sonrisa fue cordial. —Tómalos. Ya nos haremos de muchos otros cuando pasemos el Volondr y comience a caer Llanura Sur ante nuestra arrollada.

    Asintió en aceptación.

    —Cuando termines aquí, ve a verme. —añadió él antes de dar la espalda.

    Lo vio alejarse bañado de sombras y el refulgir de fuegos que bordeaban su paso y el de sus hombres. Cuatro años bajo su mando, dos como Mariscal. Se entendían bastante bien, mas no sabía cómo interpretar tantos gestos generosos juntos. ¿Tendría que ver con lo que hablaran antes? ¿Acaso podía a estas alturas dudar de su palabra?

    —Debería darte un feudo, no caballos. —se enfurruñó Léstar atrapando la brida del más bravo, que le lanzó una mordida.

    —¡Ha sido un buen día, señora! ¡Dos caballos de primera, y el arma de un general! —la codeó Ormard. —¡Y qué más pedir, si hasta todo Yamedal sin combatir!

    Le miró de reojo.

    —Sin que tuviésemos que combatir todos, digo… —rectificó el mercenario.

    A unos pasos, Bandu y Léstar forcejeaban con los caballos. Tuvo que sonreír al ver sus nuevas posesiones, y eso que el dolor crispaba sus labios en una mueca.

    —Tienes razón, ha sido un buen día. —suspiró. —Gran botín y victoria fácil. Y esto es solo el comienzo.

    —¿Comienzo? ¿Y los cuatro años que llevamos guerreando para ellos? —Léstar forcejeaba con el de guerra. Ormard tuvo que ir a auxiliarlo.

    —Ahora no se detendrán en las fronteras. —le respondió, y corrigiéndose: —Ahora no nos detendremos sino hasta Karstere mismo. Yamedal es solo el comienzo de todo lo que nos espera.

    ***

    Encontró a Ertgarld rodeado de un puñado de nobles y una nutrida escolta. Entre los últimos no fue difícil identificar al enjuto Soian de Yamedal, Quidhe Tadeshar, a quien ella misma había ido a presentar días atrás las condiciones para que rindiera su ciudadela.

    —…no serán mis palabras las que mientan, honorable Kaitán. Ya he perdido. ¿Qué más tengo que perder? —alcanzó a escuchar.

    —Mariscal. —la saludó Ertgarld al verla llegar.

    El Soian de Yamedal calló, mirándola de reojo como si se tratase de una alimaña.

    —Soian, ya todo esta dicho. Sin más que exponer, el camino aguarda. —Ertgarld, las manos anudadas a la espalda en gesto altanero, hizo una seña a uno de los escoltas para que retiraran al noble tulvwarense.

    Cuando el Soian se montó en su caballo y partió con la escolta que encabezaba uno de los caballeros de confianza del propio Ertgarld, este le dijo:

    —Ha sido un día endemoniadamente largo para todos, pero hay algo que me urge tratar contigo en privado. Ven, sígueme. —y se dirigió a una de las escaleras cuyos escalones de piedra bordeaban la torre más próxima y moría en uno de los vistosos adarves.

    Subió tras él. A cierta distancia, como de costumbre, un par de escoltas los seguían.

    En el adarve el aire les pegó. En el horizonte se adivinaba la cercanía de la aurora. Ertgarld indicó a los guardas que esperaran, y ya solos avanzaron en silencio por el camino de ronda hasta casi tocar la otra torre, que se erguía una treintena de metros sobre sus cabezas, coronado por una de las banderas iroshís que ondeaban en Yamedal.

    —El Kai me ha dado la potestad para hacerte un regalo en su nombre. Y en el del reino. —comenzó a hablar tras detenerse, ya sin la oficialidad que primaba cuando estaban ante otros. El fuego que danzaba en la torre cercana los bañaba de un suave destello. —Es una muestra de su buena voluntad, respeto, y admiración por tus servicios. Y claro, expresión de los sentimientos del pueblo iroshí por su exitosa Mariscal. —sacó de entre sus ropas un papel doblado.

    —¿Qué, me perdí mi día de resurrección otra vez? —tomó el documento y lo abrió con una sonrisa. Comenzó a leer. —Con tantos regalos hoy lo único que falta es… —iba a bromear pero se detuvo en la tercera línea: no daba crédito a la escritura, que no estaba en iroshí sino en la común lengua franja, que tanto se parecía a la de Imperiae, y que los soberanos de este continente fuesen del reino que fuesen gustaban de emplear en asuntos oficiales.

    —Un feudo. —completó él la frase.

    Y no un feudo cualquiera.

    —¿Yamedal? —su mirada fue a Ertgarld, que no se perdía su reacción. —¿El Kai me está ofreciendo Yamedal? —Aquello era lo más absurdo del mundo: Yamedal era la nueva joya de Iroshtar.

    —El Kai te quiere hacer vasalla, Máralad. Pero sigue leyendo. —En sus ojos vio un velado orgullo, en su boca el trazo de una sonrisa de satisfacción.

    —¿Un feudo? —repitió como una idiota. No necesitaba leer más. —¡Dioses, no! —se apoyó en una almena. El viento le agitó los cabellos recortados y rebeldes, y también el papel en su mano. Adelante y abajo, la negra nada.

    —¿Por el Supremo, acaso renunciarás a un premio como este?

    —No deseo Yamedal. —fijó la mirada del oscuro abismo.

    —Yamedal es la puerta al comercio entre Tulvwar y Barld. —remarcó él como si no se creyese su negativa, o como si ella no supiese ese dato.

    —No ambiciono semejante premio. —se apartó de las almenas con resolución.

    —Bien. Si no quieres Yamedal solo nombra otro lugar. Incluso si aún no lo hemos tomado, me aseguraré que los capturemos para ti.

    Había comenzado a pasearse en torno suyo y al escucharlo se frenó.

    —No quiero castillos ni ciudades. ¿Qué más hay que decir?

    —No sé honestamente qué tienen en contra. Castillos, cortes, palacios, los aborreces por igual. Pero déjame decirte que a pesar de las pestes que sueltas te desenvuelves muy bien en ellos. Por eso no entiendo tu aversión. Casi parece que te hubiésemos ofendido con semejante propuesta.

    De veras parecía que trataba de entenderla. Y ella de veras no quería sonar desagradecida. Le debía mucho.

    —Claro que no me ofenden. Es una oferta más que generosa. Y si me desenvuelvo bien en Ira-Roshtare, supongo que tu Ciudad de Hierro es… diferente.

    No sabía explicarlo, el por qué de su marcada aversión, y en contraste la familiaridad con la Ciudad de Hierro. En cualquier otro lugar de Franjo algo la halaba de regreso a Imperiae, un impulso desconocido, que no comprendía, y que solo en Ira-Roshtare cesaba.

    —Olvídate de castillos entonces. —insistió él. —Eres una guerrera excepcional, el Kai te debe mucho. Todos los iroshíes, piensen lo que quieran, están mejor contigo de su lado. Y estamos en guerra… Y esta vez es diferente. Lo sabes, has sido pieza central de toda esta campaña. No desperdicies esta oportunidad. Pide un feudo menor pues, pero pide algo, algo a lo que puedas aferrarte, asegurar tu futuro. Poseer tierras no es cuestión de nostalgia, Máralad, sino de supervivencia. Si en Imperiae no te queda nada, tu futuro está en Iroshtar.

    —Suena a retiro. Prefiero seguir guerreando. —habló por hacerlo callar. Esa plática la había puesto incómoda, la de asegurar un futuro en Iroshtar, en Franjo, y relegar para siempre de Imperiae, de quien había sido allá…

    —Máralad, guerrear es buena estrella un tiempo. Después, solo certeza de muerte. —afirmó él con mucha propiedad al escucharla, la voz velada. Dio un paso hacia ella. Si ella era alta para una mujer, él lo era más para un hombre. —Hablo como tu compañero de armas, no como el Kaitán. —le puso una manaza en el hombro.

    —Estoy a gusto combatiendo para ustedes. No tienen que pujar con un feudo por mi lealtad.

    —¿Y tus hombres? —preguntó como si no hubiese escuchado, ya retirando la mano.

    —Mis hombres se han hecho ricos combatiendo por Iroshtar. Y esperan obtener mucho más. ¿Por qué habrían de hacer un trueque desventajoso para ellos? —Era la verdad.

    —Puede ser… Pero ambos sabemos cómo cambian los destinos cuando se transitan los caminos de la guerra. —él volvió a anudar las manos detrás. —Las cosas serán mucho más fáciles si eres vasalla y no mercenaria, Máralad, ten eso también en cuenta. Los kayis que no te acaban de aceptar, lo harán si te vuelves súbdita.

    Un instante de reflexivo silencio. La enorme lumbre en lo alto seguía arrojando resplandores lejanos.

    —¿Es tan difícil aceptar que no ambiciono más?

    —¿En serio no hay nada que quieras pedir? —Ertgarld resopló, una mano ahora en el puño de su cimitarra. —Debo escribir al Kai al menos unas líneas como “los deseos de la Mariscal fueron cumplidos, aunque declina amablemente el ofrecimiento de su Majestad” o algo por el estilo…

    —¿Sabes que deseo ahora mismo por sobre todos los Yamedales de Franjo? —se acodó en el muro. —¡Una tina rebosante de agua! —y sonrió de su acertada ocurrencia. —¡Una maldita tina, por todos los dioses!

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    1. Pobre si recordara lo que le espera en Imperae. Me encanta la historia, logras darle un aire diría medieval. Te sientes transportado a la época, no pude evitar recordar a la Banda del Halcón del manga y anime Berserk, donde eran rechazados y envidiados por lo nobles.

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      1. Gracias! Quizás sea influencia de lecturas recientes. Disculpa no entender mucho de las referencias que haces al anime o manga 😦 no son mi fuerte (solo he visto La princesa Mononoké y El Viaje de Shihiro, esas sí me gustan! 🙂 )

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        1. El aire medieval lo logras super bien. Así que nuestra chica no ambiciona un feudo ni más nada. Hay que ver si eso al final actúa en su beneficio o no. Yo ella me quedaba en Iroshtar. Imperiae solo le va a traer problemas pero bueno, si queremos trama Sirvarth tendrá que meterse en problemas, veremos que tal le va cuando el pasado vuelva a tocarle la puerta.

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  21. Conteo de palabras: 2070 Total: 27801

    Ertgarld.

    No llevaban ni una semana en Yamedal cuando uno de los escaramuzadores de Máralad irrumpió en el patio de armas mientras él atendía, rodeado de kayis y caballeros, a los representantes de las aldeas vecinas.

    —¡Mi señora! ¡Mi señor! ¡El enemigo! —jadeaba casi derrengado sobre su caballo, ambos cubiertos de sudor y el polvo de los caminos. —¡Un ejército de Tulvwar… por el paso… y otro por el Camino de Hierro!

    —¿Undar, qué dices? —se había abalanzado Máralad. Él también se abrió paso hacia el jinete mientras un murmullo se extendía por el lugar al escuchar las alarmantes noticias.

    —¿Dos ejércitos enemigos? ¿Estás seguro? —la secundó él, ya ante el hombre.

    —Dos, señor. Lo juro… —El jinete parecía estar a punto de desvanecerse sobre la montura. Las patas del caballo flaqueaban. Debía haber cabalgado hasta reventarlo; las postas, tanto la de los pasos como las del Camino de Hierro, estaban de cuatro a seis días de distancia respectivamente.

    —¿Los viste? —le preguntó Máralad mientras otros de sus hombres le asistían.

    —Koaa… antes de morir me lo dijo… Fueron sus palabras exactas, señora…

    —¿Dónde están los demás? —demandó Báidikost, que también había llegado junto a ellos.

    —Muertos… Cabalgué tan rápido como pude…

    —¡Esto es una trampa! ¡Caímos en una trampa! —los presentes, que se apiñaban alrededor y habían hecho silencio para escuchar, comenzaron a despotricar. —¡Tulvwar nos tendió una trampa en Yamedal y caímos! ¡Trampa! ¡Traición!

    —No puede ser… —Máralad susurró, y cruzaron miradas. Reconoció en su rostro la misma incredulidad que lo cundía.

    —Que regresen las partidas. Rápido con los suministros. —comenzó a ordenar a los hombres a su alrededor. —Aseguren las puertas secundarias, solo abierta la principal. Quiero saber del estado de cada piedra de estos muros. ¡Ustedes, conmigo!

    Caminó con paso rápido dando más y más órdenes, la voz firme a pesar del aturdimiento que causara tan catastrófica noticia.

    Cuando llegaron a la cima de la atalaya ya la sangre fría había vuelto a templarlo. Ahora oleadas de rabia lo dominaban.

    —¡Dos ejércitos! —rugió. —¿Cómo demonios aparecen de la nada dos ejércitos? ¿Cómo no hemos tenido noticias, con la de espías que hemos sembrado a nuestro paso y en el mismísimo Tulvwar, díganme?

    Allá arriba, en el punto más alto de Yamedal, solo quedaban a su lado Eiyaltán, Báidikost, y Máralad, aguardando por sus indicaciones. Ninguno le respondió.

    Se apoyó en las piedras del muro, dándoles la espalda. El paisaje le ofrecía una mañana inmejorable, la vista del mudo horizonte bella pero mortal por el horror que escondía.

    —¿Qué creen de esto? —insistió sin volverse: sabía a dónde conduciría ese giro en los acontecimientos –esas miradas que había visto que le lanzaban a Máralad, y a él mismo, era lo último que necesitaba. —¿Cómo hemos sido burlados así? ¿De dónde salieron? ¿Por qué no ha habido una llama, un ave, un aviso cualquiera? —seguía clavando la mirada en el horizonte. En algún lugar de esos riscos quizás ya habían exploradores enemigos.

    —Teníamos suficientes hombres para vigilar y avisar a tiempo. Hombres de experiencia en lo que hacían. Y sin embargo, semejante cadena ha sido ultimada. —habló lentamente Báidikost. —Esto no es obra de la casualidad, Ertgarld, sino de la traición.

    —Nuestra Mariscal designó personalmente los hombres y las locaciones, sus hombres eran mayoría. —secundó en seguida su joven ayudante, mirándola de reojo.

    —Cuidado, Eiyaltán. —no se hizo esperar la agria advertencia de Máralad.

    —¡Basta! —se giró con brusquedad fulminándolos a los tres. Báidikost, una mano en su cimitarra, la miraba con altivo ademán, Eiyaltán también. Ella estaba tensa, labios y puños apretados. —¿Pueden centrarse en lo que importa? ¡En la sorpresa y rapidez de tomar Yamedal estaba nuestro futuro triunfo en el Volondr! ¡Ahora solo el Supremo sabe qué resultará de esto, cuanto tiempo estaremos inmovilizados aquí! ¡Los necesito concentrados, no lanzándose mordidas como perros rabiosos! Interrogaremos a tu hombre. Te quiero presente. —le dijo a ella. —Y tú, envía una partida sobre el rastro de los escaramuzadores. —se dirigió al joven. —Que procedan con cautela y regresen a informar.

    —Le traeremos noticias frescas. —asintió Eiyaltán. —¿Desea que incluya a los mercenarios en esas partidas?

    Máralad apretaba más los puños.

    —Lleva también mercenarios. Pero que no sean mayoría. —No creyó que se sintiese tan a disgusto pronunciando aquellas palabras.

    Su ayudante se retiró tras el saludo reglamentario.

    —Redobla los hombres apostados, dentro y fuera. Redobla toda la guardia. —dijo a Báidikost. —No me huele nada bien que ninguno de los vigías hayan podido venir a avisar. Si ha sido un plan de Tulvwar desde el comienzo, han de tener gente en Yamedal. Tiende un cerco de hierro en los barrios, en cada esquina, en toda la ciudadela.

    —Eso haré. —Báidikost se rascó la mandíbula a través de la espesa barba. —Si regresara otro de los escaramuzadores, ¿lo apreso al instante para interrogarlo?

    Denegó, paseándose inquieto entre ellos:

    —Nada de apresamientos. Solo condúcelo a mi presencia, Báidikost. Yo le interrogaré y entonces sabremos si apresarlo o no.

    Antes de retirarse, su cuñado le saludó llevándose la mano al pecho y clavó otra vez una mirada cargada de desconfianza en Máralad, que se la devolvió sin miramientos.

    —¿Sabes cómo pinta esto, no? —al quedar solos, pudo hacer uso del trato informal que se tenían. —Debemos mantener nuestros cinco mil hombres intactos si queremos la ventaja en las batallas iniciales en el Volondr.

    Ella lo sabía, pero tenía que desahogarse, lanzar sus preocupaciones en voz alta. Era parte esencial de su comunicación, y por tanto de su éxito.

    —Te dije que no me olía bien de la guarnición de Yamedal. Solo tres mil donde siempre ha habido más, donde esperábamos ventaja numérica por el mínimo… —se apoyó en la muralla como él. —Pero no soy una maldita adivina, Ertgarld. Sé lo mismo que tú. Analizamos las mismas variantes, recibimos lo mismos informes, trazamos la estrategia juntos, estabas a mi lado. Nada indicaba que se nos vendrían dos ejércitos encima, o que Tulvwar podía permitirse algo así.

    —¡Esto no tiene sentido! ¡De la nada no salieron! ¿Confías en Undar? —le enfrentó.

    —Undar es uno de mis mejores hombres, ¿por qué crees que le mandé frente a los escaramuzadores? —curvó las cejas, una de ellas atravesada por un tajo rosáceo.

    —Ellos han dicho algo que no puedo pasar por alto. —señaló por donde habían bajado Báidikost y su ayudante —Teníamos tantos hombres en avanzada, tantos escaramuzadores y enlaces, y en lugares tan claves y secretos, que la única explicación es que haya un traidor entre nosotros.

    —Pienso lo mismo. Lo bueno es que el círculo es bien cerrado. —le brilló la mirada. A veces le brillaba así justo antes de acabar con un contrincante.

    —Báidikost y Eiyaltán también son de mi confianza. —le advirtió, adivinando el sentido de sus palabras.

    Ella se apartó del muro.

    —Solo sabíamos nosotros cuatro. Y los líderes de las partidas. Como Undar.

    —Quince partidas de escaramuzadores, quince líderes. —remarcó con acritud.

    —Y solo Undar ha regresado…

    —Ves solo lo que quieres ver. —dios unos cuantos pasos alrededor suyo. Ya no cojeaba, ni siquiera levemente, como la noche en que le ofreció Yamedal en nombre del Kai. —Lo que ellos quieren que veas. —agregó, y no supo si refiriéndose a Báidikost y a Eiyaltán, o si a todos los kayis.

    —¿Qué hago, por el Supremo, vuelvo a llevarles la contraria sin darles siquiera el beneficio de la duda? —le respondió, airado. Con la toma de Yamedal, los ánimos contra ella se habían calmado un poco. Ahora, todo se reavivaría. Las miradas filosas entre ella y los dos que acababan de bajar de la atalaya era prueba irrefutable. —¿Qué hago, Máralad? ¿Sugieres que no les escuche? ¡Es que eran tus hombres los que debían cuidarnos los flancos, las espaldas, el frente! ¡Comencemos por ahí! ¿Qué explicación tienes?

    —¡Uno de esos hombres se las arregló para avisar! —atajó ella. —¡Uno de mis hombres! —enfatizó el ‘mis’. —Otros kayis tienen gente entre los escaramuzadores y líderes que no dan señales de vida. Son minoría, sí, pero es injusto, ¡imparcial!, buscar al traidor solo entre los míos.

    —¡Maldición! —gruñó otra vez, apretando el muro con ambas manos como si quisiera quebrarlo.

    Un breve silencio. La mañana que los envolvía tan plagada de luz, tan contrastante a la negra traición de los hombres.

    —Aún si nos doblaran en número, tenemos los muros a nuestro favor, el terreno también, y unas despensas llenas. —comenzó a decir ella, la voz reflexiva. —Podemos aguantar lo suficiente hasta que lleguen refuerzos. O hasta que se nos ocurra algo mejor.

    —No apuestes al mismo golpe tantas veces. —le advirtió. —¿Crees que aceptarán un duelo sabiendo que eso de que estabas malherida fue solo una treta? ¿O crees que dejarán que te vuelvas a escabullir entre ellos y me traigas las cabezas de sus líderes?

    Ella detuvo su paseo con un gesto de contrariedad, como si de veras le disgustara no poder repetir la arriesgada pero efectiva receta de decapitar a los comandantes enemigos al amparo de la noche.

    —No trazaremos la estrategia correcta hasta que veamos el cuadro completo. O al menos el papel que en él desempeñarían esos ejércitos. —sentenció, mirando con gravedad el horizonte. —Pero podemos comenzar a considerar variantes. Quizás uno de los ejércitos esté interesado en Vleda y no en Yamedal. Ojo por ojo. No sería la primera vez.

    Vleda no le preocupaba, la habían dejado bien fortificada.

    —Puede ser. Y también puede que no… No me gusta lo que significa todo esto, ¿no lo ves? —comenzó a pasearse ahora él. —No se conformarán solo con tus hombres… —y modulando el tono, se detuvo: —No nos conviene un ejército fracturado, Máralad. No ahora. Dime, en nombre de tus Altísimos y de mi Supremo, ¿qué hacemos? ¿Qué hago? Pusiste tú las partidas, determinaste los puntos para ubicarlos a todos, la mayoría de los hombres son tuyos, y solo un puñado sabía los detalles. Ellos, —habló señalando por donde se habían marchado Báidikost y Eiyaltán —los escaramuzadores que no dan señales, y nosotros… —a ella se le ensombrecía el rostro.

    —¿De veras crees que he tenido algo que ver con esto?

    La necesitaba, no estaba dispuesto a perderla. Pero si seguía apoyándola incondicionalmente quizás Iroshtar cambiase de Kaitán antes de acabar la actual campaña.

    —Sabes que el Kaitán no lleva ese cargo por simbólico. —la miró, irguiéndose. —El Guardián es Guardián mientras vele porque todas las voces del ejército sean escuchadas, porque ni la urgencia de la guerra prive a soldados o jefes de la justicia. —hizo una pausa. —Siempre has tenido mi apoyo. ¿Cuándo fue la última vez que puse en entredicho tu palabra? —Ella no respondió. —Con esto, —continuó —muchos pedirán que reconsidere tu lealtad, Máralad.

    —Claro. ¿Cómo no cuestionar primero la lealtad del mercenario?

    Ella tenía una de esas miradas que le daban escalofríos, y eso que era un hombre difícil de intimidar. Hacía mucho no se respiraba tal tensión entre los dos.

    —A unos cuantos kayis les viene como anillo al dedo esta situación, ¿no te parece? Deberías considerar eso también. —continuó ella. —A fin de cuentas, yo también soy parte de tu ejército. A mí también me debes justicia. Es más, ¿has considerado lo contenta que estará cierta Kaitana de apartarme del camino para que su hijo ocupe el puesto?

    —Cuidado, Mariscal. —la interrumpió con acritud.

    El trato familiar quedó roto. Clavó en ella una severa mirada:

    —Esta noche celebraré un consejo. Si se pide que te releve del cargo, al menos hasta que se aclare lo sucedido, así deberá hacerse. —En el tono seguía primando el muro de las jerarquías. —No tendrás mi apoyo hasta que se aclaren las cosas, así que ve a ver qué haces o cómo te comportas. —no creyó a estas alturas tener que darle advertencias como esas.

    —¿Y a Báidikost? ¿Y a Eiyaltán? ¿Les relevarás también hasta que se aclaren las cosas?

    Sabía perfectamente que no.

    —No quiero duelos en nombre de tu honor, ni con ellos ni con ningún kayi, ¿entiendes?

    —Entiendo perfectamente. —su voz también parecía salida de una oquedad. —Pero si mi lealtad puede ser cuestionada con tanta facilidad y premura, —agregó —quizás es hora que Iroshtar tenga otro Mariscal.

    —Retírate. —le dio la espalda, tan cortante como ella, y fijó la mirada en el valle. Quedó así unos minutos, apoyado en el parapeto con hombros desencajados. El futuro del reino, de la guerra, nunca había pesado tanto como en esos momentos.

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    1. Bien, muy bien, la tensión es enorme, también yo he estado tenso, con ganas que la protagonista machaque a los revoltosos. Has sabido dar en el clavo, el lector se queda angustiado, esperando que va a pasar. Cuando la historia termine voy a copiarla por completo y guardarla como uno más de mis libros digitales, así haré también con las otras. Y mis felicitaciones Gamora, casi casi, has terminado el reto y como hubo una semana perdida, sin duda lo cumpliras.

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  22. Conteo de palabras: 1578 Total: 27 309

    Continente Imperiae.

    Vaybora. Un mes después de la alianza entre Nadiva y Maxe.

    Ineu.

    —Señor, ¿me mandó a buscar?

    Dentro de la habitación su mirada se encontró otra vez cara a cara con el invitado, un enano de sonrisa arrogante.

    —El maese Glote se unirá a nuestra partida. Págale un cincuenta por ciento de adelantado y dale un sitio y una ración. —ordenó Vorsternel sin levantar la vista de algo que escribía.

    Miró de reojo al enano. Los magos no eran precisamente admiradores de esa raza, tan propensa a robarles los trabajos e imitar sus talentos. Es más, solo los elfos se habían llevado bien con los enanos –o eso es lo que se decía. Su maestro quizás los toleraba por influencia de aquella elfa que se rumoraba había sido amante suya…

    —¿Es retardado este mozo? —la voz fañosa del enano resonó en la habitación.

    —La Casa del Gobierno está llena. —ripostó sin mucha cortesía.

    —Acomódalo en tu habitación. —le atajó Vorsternel. —No será mucho tiempo, y no ocupará mucho espacio.

    Hubo cierto resquemor en la cara del enano al escuchar eso de que no ocuparía mucho espacio.

    —Sí, como ordene.

    Los maldijo a ambos para sus adentros y salió, cerrando la puerta tras de sí. Pero a diferencia de otras veces, quedó escuchando. Después de todo, iba a compartir cuarto con ese indeseado ser.

    “—Como le decía, señor Vorsternel, no se arrepentirá de darme ese adelanto. Cuando vea los resultados querrá tener siempre un enano en su mesnada.” —escuchó al fañoso regodearse.

    “—En ese adelanto van las lecciones que deberá dar a mi ayudante, Maese, no lo olvide. Asegúrese de que sean las mejores y yo me aseguraré que el resto del pago sea del agrado de alguien con sus habilidades.” —fue la respuesta.

    Unos pasos en el tablado del pasillo le alertaron. Se separó de golpe de la puerta y, simulando que acababa de salir, se volteó. Se trataba de Igen, y por lo visto directo de la posta en la que vigilaba desde hacía dos noches porque no se había sacado la capucha de indigente siquiera.

    —¿Qué sucede?

    —¡Yove! —detuvo es seco su paso apurado. Por poco choca con él.

    Abrió la puerta de un golpe:

    —¡Señor! ¡Yove! —y haló adentro a Igen.

    El enano les lanzó una interrogante mirada. Vorsternel se levantó como movido por un resorte:

    —¿Qué hay con ese?

    —Salió con su gente, armados, y con él iba uno de ellos… —Igen, con entrecortado aliento, señaló al enano, que seguía en su asiento expectante a la situación. —Y no se tambaleaba, señor, parecía sobrio…

    Todos sabían qué significaba: cuando estaba a punto de realizar una captura de importancia, Yove Lindyut relegaba unos días de su vicio.

    —No estamos listos aun. —Vio a Vorsternel fruncir aún más el ceño. —Pero quizás no tendremos otra oportunidad… ¿Tú y yo? ¿Te atreverías?

    —Si su ayudante no es tan malo como dice, sí, tendremos oportunidad. —el enano respondió con indiferencia.

    Enrojeció al escucharlo:

    —¡Soy el aprendiz de uno de los mejores magos de este tiempo, enano, mide tus palabras!

    Aquello debió sonar a amenaza, pero el pequeño magi apenas si se inmutó.

    —Igen, regresa y llévate tres hombres. Déjanos uno que nos guíe. Y avisa a los demás se alisten —ordenó Vorsternel pasando de su arranque. —entonces se dirigió al enano: —Maese Glote, una clase resumida sería muy acertada dada nuestra premura. Le aconsejo que comience. Ineu, abre las orejas. —le dijo a él, y se comenzó a calar los guantes con resignación: —Bien, es hora de hacerle una visita a nuestro viejo amigo Yove.

    Yove.

    —¿Ahora? —susurró con voz carrasposa uno de sus compinches. Simulaban examinar unos puñales en un tenderete. En la carpa de enfrente, la guerrera encapuchada y su robusto acompañante parecían comprar unas hierbas, aunque quizás tramaban algo, como mismo él y sus hombres tras el puesto de cuchillos.

    Había dividido en grupos su veintena de contratados. Si Vorsternel estaba en Vaybora, tendría espías, y si algo debía concederle al muy maldito era tener buen olfato, así que no estaba de más ser precavido, así que algunos llevaban disfraces para despistar. Al que si fue difícil camuflar fue a Sasoro, el enano que contrataron para poder reducir la magia de la guerrera y apresarla. El propio Sasoro le había facilitado la compra de dos enormes grilletes dobles del más fuerte acero y enormes piedras de belladita para garantizar la sumisión del ente. También les proporcionó mefistos del mercado negro de Vaybora, asegurando que en todo Imperiae no había amuletos protectores más efectivos.

    La buena estrella estaba de su lado; no podía ser de otra manera.

    —¿Ahora?

    —¿Puedo ayudar a mis señores? —el dueño del quiosco los abordó.

    —Lárgate. Solo miramos. —le espantó. Y dirigiéndose a sus cómplices, murmuró: —No, aun no. Aquí hay mucha gente. Debemos sacarlos a un lugar más apartado si queremos la menor competencia posible.

    —¿La costa?

    —La costa. —asintió. Terminar las cosas donde todo había empezado sonaba casi como una de esas canciones de los bardos. —Eso, hagámosles ir a la costa. Y recuerden, él no me importa, pero a ella la quiero en una pieza ¿entendieron? Vamos, alisten los lazos. Revisen los mefistos. Tú, ve y díselo al grupo de Sasoro…

    Nadiva.

    Cuando el fuerte empellón del ratero lo lanzó al piso, creyó que había tratado de robarle la bolsa a Maxe, pero resultó tratarse de una de sus armas.

    —¡Me cago en tus muertos, mi daga! —maldijo Maxe y salió disparado tras el ladrón con asombrosa rapidez.

    Se incorporó dando manotazos a su túnica, contrariada. Acomodó la capucha, algo corrida, cuando alguien se le arrimó por la espalda, lo suficiente para escucharlo susurrar: “Haremos picadillo a tu amiguito, guerrera”.

    Sintió al draco tensarse. Ya el hombre, encapuchado también, había seguido de largo corriendo en pos de Maxe y del truhan que le llevara el arma.

    No sabía de qué iba exactamente aquello, pero estaba relacionado con la guerrera. No podía quedarse al margen.

    Maxe.

    Quinientos metros de carrera y sentía el corazón en la boca. La agilidad que le permitió acercarse al escurridizo ladrón ahora menguaba, y tuvo que detenerse, maldiciendo, contra una de las casas de botes en las que esperara a Nadiva noches atrás.

    —¡Maxe, cuidado! —escuchó su voz. Llegó a voltearse justo a tiempo para esquivar el navajazo de un segundo encapuchado.

    Entre forcejeos la vio llegar corriendo, la capa ondulante.

    —¡Yo puedo, no te metas! —tuvo tiempo de gritarle en medio de la lucha para que no hiciera uso de su magia de guerrera.

    Pero ya ella tomaba al atacante por el cuello, quitándoselo de enfrente con gran facilidad. Vio los pies del cautivo separarse del suelo mientras recuperaba el aliento. Y entonces, escuchó un galopar cada vez más cercano y el distintivo cántico de un enano.

    Tomó rápidamente el sable corto que había dejado caer el truhan –que yacía ahora a los pies de Nadiva con el cuello en una posición poco natural. Vio como les rodeaban una veintena de hombres a caballo y otros a pie, armados todos, y entre los que resaltaba un enano cargado de mefistos, los brazos abiertos en cruz y entonando el raro canto.

    —¡Suelta el arma, quien quera que seas! ¡Nuestro asunto no es contigo! —dijo uno de los jinetes con voz ronca y amenazante.

    —¡Ven si te atreves! ¡Podemos con todos ustedes! —se puso en posición defensiva. Sabía diferenciar hombres inexpertos de lo que si sabían manejar la espada, y estos apuntaban ser de los segundos.

    Pero los hombres no se movían. El enano subía cada vez más el tono de su cántico y el jinete de voz ronca sonreía desfachatadamente en dirección a Nadiva.

    La miró de reojo y quedó atónito:

    —¿Qué haces…?

    Ella se había quitado la capa y ahora se sacaba el vestido.

    —¿Qué demonios haces?

    —¿Sabes cuánto ahorca este tipo de tela? No tienes ni idea lo incómodo que es. —masculló ella sin mirarlo, los ojos clavados en el que los había convidado a rendirse.

    —¿De qué hablas? ¿No piensas ayudarme? —insistió entre dientes. Un escalofrío le recorrió el espinazo: ¿una trampa acaso?

    ¿Pero por qué se desnudaba?

    Confundido, su mirada iba de ella a los asaltantes que los rodeaban. Nadiva cada vez tenía menos prendas encima.

    —¡Basta de juegos, guerrera! —voceó el jinete ronco. —¡Vamos, aprésenla! ¡Terminemos con esto! —dio la orden a sus hombres.

    —¡Alto en nombre del Gran Archimaestre! —retumbó una voz mucho más potente.

    Se volteó a un lado y vio más jinetes frenar sus cabalgaduras. Bastiditas. Ni les escuchó llegar de lo entonado que estaba el enano cantor.

    “Todo por ella”, apretó el mango de su arma listo para llevar a término su promesa, aunque eso significara el fin del camino –rodeado así no podía ser de otra manera, a menos que Nadiva fuese a hacer algo realmente épico y destructivo, como había hecho Sirvarth en Piender.

    —¡Esta magi pasa a nuestro cuidado por orden real! ¡Quien intente interponerse será severamente castigado, quedan todos advertidos! —enunciaba uno de los bastiditas con férrea voz.

    —¡Púdrete, Vorsternel, yo llegué primero! —le desafió el otro, el jinete ronco.

    Al escuchar ese nombre, no vio más nada. De la sorpresa hasta bajó la guardia.

    —¡Tú! —el rugido le salió del alma: erguido sobre la montura, una mano en las riendas y otra en la cadera, rodeado por una treintena de manosdehierro equipados hasta los dientes, reconoció en el líder bastidita al asesino de Elliand, Vorsternel de Alevand.

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    1. Lo leí ayer, pero estaba medio dormido, hoy lo vuelvo a leer y esta perfecto, se viene una escaramuza fuerte. Dedusco que los enanos dominan un tipo de magia que disminuye o deshabilita temporalmente los poderes de los mágico.¿ Es así?

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      1. Hola, Sauron. Sí, con los enanos es algo por el estilo -aunque aquí no están lidiando con los ‘magis’ habituales… He sacrificado algunos elementos dando prioridad a escenas que mueven la trama. La intención es más adelante ir incluyendo las demás piezas de ese mundo.

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      2. Con este fragmento me sucedió algo: dándole una última revisada terminé borrándolo sin querer! y no le había llegado a hacer copia de seguridad!, así que tuve que volverlo a escribir de cero y contrarreloj para postearlo! De ahí la cantidad de errores,no solo ortográficos sino de palabras omitidas o repetidas muy cerca unas de otras, formas verbales que no cuajan e ideas que se pierden… Mil disculpas, mis neuronas ya no daban para más! 🥲

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  23. Cantidad de palabras: 1076 Total: 30 455 (Reto cumplido)

    Vorste.

    Encontrar junto a la guerrera a uno de los hombres del difunto comandante de Piender le daba la razón al indeseable de Yove: esas gentes mintieron. Reconoció al tipo tras escucharle soltar un “¡Tú, escoria bastidita!” Su carapachón algo encorvado, los cabellos nevados y el corte de la barba eran inconfundibles. Cómo no serlo si estuvo casi todo el tiempo como estatua de piedra junto al difunto comandante mientras se entrevistaba con él en aquella noche tormentosa. Hasta recordó el secreto goce que le produjo ver a Yove, a su lado en esos momentos, transpirar nervioso ante aquellos dos guerreros llenos de cicatrices, de miradas fieras, que habían sobrevivido al horror de la vieja fortaleza.

    —Maese Glote, por favor. —ordenó tras la breve apreciación que sobrevino al “¡Tú, escoria!” del de Piender.

    Como acordado, su enano se unió al cántico del otro.

    —¡No permitiré que te la lleves! —voceó Yove, señalándole con la punta de su espada.

    —¡La guerrera pertenece al Gran Archimaestre, Lindyut! ¡A la Bástida! ¿Eso quieres, entrometerte en su camino? —le respondió a gritos, aun sorprendido de ver que aquel ente que suponía un peligro proverbial todo lo que hacía era desvestirse junto al guerrero de Piender ante la mirada de ambos bandos. —¡Si cooperan, todos pueden llevarse una paga por sus servicios! —habló para todos, que seguían la escena tensos, inmóviles. —¡Les doy mi palabra! ¡Pero si se entrometen, no tendremos piedad!

    Algunos se removieron, intercambiaron miradas con otros, pero eso fue todo. Ni siquiera el hombre de Piender, que aguardaba solitario junto a la guerrera semidesnuda, dio señales de reconsiderar su posición.

    —¡El de Piender, eso es contigo también! —voceó a ese. —¡La Bástida solo desea proteger a la guerrera y…!

    —¡Cállense, enanos!

    Fue la voz de ella, de la guerrera, la que ahogó sus palabras.

    —¡Callen o mueran! —repitió, la voz más gruesa, deformada.

    Vio al de Piender mirarla de reojo. A su lado, Glote invocaba una magia antigua que pocos sabían utilizar, y su vozarrón competía con el de Yove, que no cejaba allá en medio del abanico de cazarrecompensas.

    —¡Basta! ¡Cállense, malditos! —inesperadamente la guerrera extendió una mano y lo que pasó a continuación le dejó paralizado: de la mano, en la que parecía haber una ¿garra? salió un cegador chorro de fuego.

    A duras penas lo esquivó, sobre todo porque no iba dirigido a él sino a Glote. La cercanía del fuego hizo a su caballo pararse en dos patas. Forcejeó por mantener el equilibrio en la montura, dominar al animal y alejarse de las llamas en vez de concentrarse en lanzar un hechizo protector.

    —¡Aprésenla, rápido! —gritó a sus hombres, aún batallando con el zaíno encabritado, cuyos relinchos se mezclaban con al desesperante agonía del enano, que se cocinaba vivo junto a su montura ahí mismo.

    Y entonces sucedió.

    Maxe.

    Había estado dudando en a quién atacar primero, si a los que tenían pinta de bandoleros, o a los bastiditas del tal Vorsternel, todo esto esperando que Nadiva desatara su magia de guerrera y prendiera fuego a los enemigos, o hiciera llover rayos, o batir el viento, invocar olas, lo que fuese –total, ya los manosdehierro estaban ahí. ¡Pero ella solo se desnudaba!

    Por un segundo creyó que se había aliado con una loca, hasta que vino aquella voz distorsionada, luego un gruñido, y lo próximo que supo fue de un calor abrasante: Nadiva había mandado fuego a los enemigos –aunque no como Sirvarth hiciera en Piender. La vio al retroceder, alejándose instintivamente de aquel chorro de fuego, su desnudez bañada de destellos, su silueta rematada en cuernos, garras en vez de manos, y el atisbo de colmillos reluciendo en su escalofriante sonrisa.

    Algunos retrocedieron, como él, y otros huyeron del mortal abrazo, tanto cazarrecompensas como bastiditas. El que Vorsternel había llamado ‘Lindyut’ se escudaba tras un pavés junto a un puñado de hombres. En medio de aquel horror, el enano de los manosdehierro se cocinaba con caballo y todo. Solo los más valientes cargaron contra ella a una voz del bastidita, protegiéndose con sus sofisticados escudos.

    Ya se aprestaba a vender cara su muerte cuando Nadiva lanzó un rugido que nada tenía de humano.

    Nunca, mientras viviese, lo olvidaría.

    Los caballos se alocaron, los bastiditas rodaron por el suelo.

    Cuando el monstruoso rugido resonó por segunda vez, otra columna de fuego lo obligó a retroceder aún más, a alejarse, encandilado. Rezó a los Altísimos por que los contrincantes estuvieses tan cegados como él y no lo ensartara de una estocada en medio de aquella confusión. Pero cuando un par de segundos después retiró el antebrazo, si creyó que lo había visto todo se equivocaba: Nadiva estaba soltando fuego por la boca. Sus ojos brillaban más, sobre todo el que no parecía humano sino de reptil, y que por algún motivo que se había perdido no tenía ya el parche. Sus rasgos se habían distorsionado también, moldeándola en algo diferente, entre reptil y humano.

    “¿Qué tipo de magi eres?”, cruzó por su cabeza, poniendo otra vez el antebrazo de visera para protegerse del hálito del fuego. En la otra mano seguía blandiendo el arma para defenderse, pero la carga había terminado antes de empezar: alrededor todo era caos, fuego. Hombres y caballos calcinados. Los que cargaran instantes antes se contorsionaban en el suelo, prendidos en llamas. Otros ya no se movían.

    Por entre el remolino de fuego vio al tal Lindyut retroceder, también a Vorsternel. Su grito le hizo creer que volverían a intentar una carga, pero no. Junto a otro de sus hombres le vio gesticular y proyectar un halo azulado hacia Nadiva y su fuego.

    No tuvo tiempo de preocuparse siquiera, todo sucedía más rápido que lo que su cabeza lo procesaba. Ella comenzó a cambiar: la desnudez se ensanchó, creció grotescamente entre el remolino candente que fundía el suelo, se agigantó con crujidos de escamas y bufidos, entre hubo y lenguas de fuego que alcanzaban varios metros de alto, y ante él y todos los ahí presentes se irguió escupiendo fuego una criatura que solo existía en viejas crónicas.

    Se olvidó del bastidita Vorsternel, de sus ganas de venganza, de Elliand, de Sirvarth, de sus anhelos, y de su promesa. Era imposible no fuera así entre el batir de enormes alas negras, del suelo temblando a sus pies, y la horrible visión de aquel monstruo en el que se había convertido Nadiva y que arremetía contra todos con su tormenta de llamas.

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    1. Tengo que leerme el cuento que dijiste En la misma piel o algo así, me gustan esas escenas, llamas, muerte, confusión, muy bien logrado, me repito, pero ed la verdad, me encanta lo que estoy leyendo, por demás felicidades, reto logrado.

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      1. Gracias! Por leer y por los feedback! Sí, para el personaje Nadiva debes leerte el cuento La misma piel publicado aquí mismo en el blog, te da más elementos de qué tipo de ‘magi’ es, etc. Su historia se desarrollaría mucho antes de la que da inicio a esta, o sea antes de la de la elfa y el veneno. Estos últimos post fueron muy caóticos, dándole ayer la relectura ayer casi infarto jjjj. Cosas que pasan. 😉

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  24. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 2 707 / Total de palabras: 33 162

    Continente Franjo.

    Ciudadela de Yamedal. Vísperas del Consejo.

    Ertgarld.

    “Una considerable suma ha sido desviada hacia la frontera, Kaitán. Y no era para Tánglida. Ni para mi Yamedal. Para las villas tampoco. ¿Por qué si no vendría oro a esta parte del mundo, oro procedente del propio Karstere? Piénselo. Usted es un hombre astuto. Y no serán mis palabras las que mientan, honorable Kaitán. Ya he perdido. ¿Qué más tengo que perder?”

    Las palabras de Tadeshar resonaban en su cabeza.

    ‘Hombre astuto’, había dicho. Quizás solo lo quería emular, pero no dejaba de pensar justamente en lo último: ¿qué más tenía que perder? Si era cierto lo que decía, podía habérselo callado y dejar que la desgracia cundiera en el ejército, saborear así la fría venganza por la derrota sufrida. ¿Qué ganaba con decírselo? ¿Odiaba tanto más a Máralad que al propio ejército iroshí? Estaba lejos de ser el primero despojado de sus posesiones gracias a ella…

    —¿Me mandó a llamar, Kaitán? —entró su mensajero personal.

    —Sí. Tengo un mensaje para el Kai. —se apartó de la ventana por la que se veía parte de los muros y entraban los sonidos de los preparativos para el asedio. —También tengo uno para la Kaitana. —tomó los dos mensajes sellados de encima de la mesa. —Llévate veinte hombres. —se los extendió. El mensajero había salvado la distancia de la acogedora sala en la que atendía todas las cuestiones inherentes a su mando. —Escoge una ruta que se aleje del Camino de Hierro y los pasos, no importa que el rodeo los retrase unos días. Los mensajes deben llegar a su destino.

    —A su orden, Kaitán. —asintió el hombre, una mano al pecho y en la otra los rollitos apergaminados.

    Ya solo, se sentó ante la mesa. Tenía varios mapas y papeles sobre ella. Estuvo mirándolos pero sin concentrarse en alguno en particular. De los malditos ejércitos que se venían sobre Yamedal no acababa de tener noticias. Era muy pronto, recién habían salido los hombres de Eiyaltán a traerlas. Y de los escaramuzadores que originalmente emplazara Máralad no había retornado más nadie. Como ella misma había dicho, sin el cuadro completo, trazar una estrategia en estos momentos era casi como apostar a la suerte de un juego de azar.

    Máralad… ¿Sería capaz de traicionarle, después de todo lo que habían logrado juntos? A fin de cuentas, si era más que una simple mercenaria se debía a él, a su apoyo. Ambos se debían al otro, era la verdad. Y de una traición así, ella perdería más que él, Iroshtar, y todos los kayis juntos.

    ¿O no?

    Una parte de sí se negaba a creer que lo hubiese traicionado. Pero sería un insensato si no se permitiese siquiera la duda.

    ¿Por qué se había negado a ser dueña y señora de Yamedal? Podía haberlo tomado, y después arremeter contra Iroshtar si era una traidora. Estratégicamente habría sido efectivo, una buena jugada. ¿O se negó porque prefería seguir en las sombras, encubierta, saboteando desde dentro a cuentagotas? Así haría mucho más daño…

    Se levantó y comenzó a pasearse otra vez frente a las ventanas. Su cuerpo cortaba los haces del sol del ocaso que se colaba por los trabajados cristales multicolores regándose por el salón en amalgamado arcoíris.

    Era una mercenaria extranjera. Báidikost no dejaba de repetirlo. Ajena a la historia, las tradiciones, y al dios de la milenaria Iroshtar. Alguien a quien solo le importa la paga –ella misma había dicho en cierta ocasión que el oro era la razón de pelear, ganar y vivir de un mercenario. Y si a eso se le agregan las palabras de Tadeshar…

    —Kaitán, Iad Yal pide verle. —entró uno de los guardas apostados fuera.

    —Que pase.

    La silueta armada del guarda desapareció en la puerta entreabierta y su lugar lo ocupó la de su versátil sirviente.

    —Mis oraciones al Supremo por usted, Kaitán. —acompañó la inclinación de su cabeza con una mano al pecho. El lugar se llenó de su perfume dulzón. —He traído una decena de candidatas para su elección. Si lo cree apropiado, podría verlas ahora.

    —Ahora no. Solo asegúrate de que estén bien atendidas. —casi ni le miró, deteniendo su paseo ante la mesa. —Te necesitaré listo para partir a Ira-Roshtare mañana en la noche, Iad Yal. Encárgate de los preparativos ahora mismo, elige los caballos más rápidos y descansados, y venme a ver después del Consejo para ultimar detalles.

    —¿Mañana? Claro, mi señor… Si me permite, la noche hoy puede que sea larga con ese asunto del Consejo. —se detuvo, buscando aprobación para continuar.

    Le había servido bien y mucho tiempo así que le permitía estas indulgencias de vez en cuando. Al ver que lo miraba expectante, Iad Yal continúo:

    —Pienso que necesitará despejar la mente, mi señor. Podrá ayudarle a ver las cosas desde una perspectiva más fresca. ¿Cuál es el objetivo de mi trabajo sino disipar los pesados nubarrones de la cabeza del Kaitán? Y ahora se ciernen muchos…

    Quizás tenía razón.

    —Tráelas pues. —resopló, como si no hubiese más opción que acceder.

    Apenas si tuvo tiempo de volverse a situar junto a la ventana, dedicar un último pensamiento a Máralad y a las amenazas que se cernían sobre sus planes para Iroshtar, cuando Iad Yal regresó con un murmullo de telas y quedos pasos. Se volteó y ahí estaban, alineándose bajo la mirada de su sirviente doce mujeres envueltas en largos mantos que les cubrían el cabello y arrastraban el piso. Recorrió los rostros, en todos había lo de siempre: miedo, incertidumbre, en algunos adivinó huellas de lágrimas. Pero en algo coincidían: todos eran, de una manera u otra, hermosos.

    —Mantas abajo. —dijo Iad Yal, imperativo, los pulgares en los pliegues de su ancho y vistoso cinturón de terciopelo. —Mantas abajo, dije. —insistió en tulvwarense al ver que algunas se contenían. —Mantas abajo. —terció en el idioma de Barld a una cuya piel resaltaba por ser más oscura que la de las otras.

    Todas las telas ya estaban en el suelo y él se paseaba frente a los cuerpos desnudos.

    —Ella… Ella… Y ella. —señaló tres tras un rápido pero confiado escrutinio.

    Iad Yal hizo dar un paso al frente a las tres seleccionadas.

    —Que a las otras les den tareas aquí en el castillo. —ordenó antes que se retirara con las nueve restantes.

    Una vez a solas, detalló a las elegidas para su Desposario con más detenimiento.

    —¿De Barld? —preguntó a la de tez más oscura en el idioma de la Gran Isla. Era esbelta, a pesar que se encogía como si un pesado manto invisible pudiera cubrirle la desnudez.

    —Ciuksa. —le habló esta sin levantar la mirada.

    —¿Qué hacías en Yamedal? —Una joven de la segunda capital de la Gran Isla podía tener noticias interesantes por los círculos que normalmente frecuentaría, fuese del gremio que fuese.

    —Ciuksa. Ciuksa. —fue la respuesta obstinada de la barladense. —¡Ciuksa!

    Contrariado, se plantó delante de la segunda. Era de cabellos largos, muy claros y brillantes. Bastaba una mirada para adivinar que fuese quien fuese, había tenido cierta posición.

    —¿Y tú? —le habló en el tulvwarense de la frontera.

    —De Covegarra. —respondió ella en el lenguaje común de Franjia, y a diferencia de las otras dos, sostuvo su mirada con actitud desafiante.

    —¿Covegarra? ¿Cómo viniste a parar aquí? —se interesó, cambiando a ese mismo idioma.

    —El Soian Tadeshar me compró. Era su favorita. —respondió, para su asombro, ahora en iroshí.

    Eso explicaba mucho –la tez y el cabello cuidados, uñas largas, una piel tersa. No podía ser otra cosa sino una Doña, ya que no llevaba tatuados los dedos ni las manos, indiscutible sello de las mujeres de la nobleza de Tulvwar.

    —¿De dónde eres? —se dirigió a la tercera, cambiando otra vez a la mezcla de iroshí y tulvwarense de esas tierras limítrofes.

    —Miesti, señor… —en medio de un manojo de trenzas medio deshechas, la mirada no soportó la suya y fue al suelo. Lucía un poco descuidada, pero también era bonita.

    —¿Qué eras allá?

    —Ayudaba al tasador con las cuentas.

    Era de esperar. Las villas y aldeas bajo el patronato de Yamedal se dedicaban a cuanta actividad genera el comercio, todo gracias al flujo de barcos que venían río arriba desde la costa. Barcos provenientes de la neutral Barld.

    —¿Saben quién soy? —se paseó, dirigiéndose a todas. Seguro sabían, pero prefería escuchar sus versiones. Siempre podía aprender algo…

    —Eres el Kaitán de Iroshtar.

    La que habló fue la de cabellos claros, la Doña del Soian Tadeshar.

    Dio unos pasos y quedó frente a ella otra vez.

    —Exacto. Han escuchado entonces del Desposario de Ira-Roshtare. Suele acompañar mucho a mi nombre. —siguió en el dialecto de la frontera.

    —Por supuesto. —la Doña de Tadeshar hablaba como si el diálogo fuera solo con ella. —¿Cómo no saberlo, mi señor Kaitán? Su Desposario es muy famoso.

    —Entonces deben saber que el Desposario es mucho más de lo que se dice, sobre todo en Tulvwar, que tiende a demonizar todo lo que venga de Iroshtar. —reanudó el paseo. —Es más que un lujoso harén de excesos. Es más que un canto de alabanza a la belleza y a los sentidos. Es un lugar de mucho prestigio y oportunidades, donde una simple tasadora —miró a la de Miesti —puede llevar una vida que nada envidiaría a la de las mujeres de la realeza. Igualdad de oportunidades para todas, sean de Balrd, Franjia, o Tulvwar. Pero solo si me sirven bien. ¿Entienden?

    La barladense de Ciuksa lo mirada con ojos desbordados. Poco debía entender. La de Miesti había vuelto a clavar la mirada en el piso. Le atrajo más comenzar el interrogatorio con la covegarrense.

    —¿Cómo te llamas? —fue hasta ella, las manos a la espalda, mirándola desde su altura.

    —Náharaíne. —la voz salió aterciopelada.

    —Bien. Dime, Náharaíne de Covegarra, ¿escuchaste algo que pueda ser de mi interés mientras compartías tu tiempo y atenciones con el Soian? Pagaré con creces tu ayuda. Y no solo con oro. Sería muy buen comienzo para una recién llegada a la Ciudad de Hierro. —Sabía de sobra como tratar a una Doña a la que se le estaban abriendo las puertas de su Desposario y la fuerte competencia que habitaba sus salones.

    La mujer enlazó las manos por delante, pero no para cubrirse con recato –cada vez parecía más a gusto mostrando su desnudez:

    —¿Algo como qué, señor? —preguntó.

    —Cualquier cosa.

    La mujer pareció pensárselo un poco. Mientras, él seguía detallándola. Le pareció que se erguía con sutileza, despliegue imposible de pasar por alto. ¡Y tenía unos ojos! Sensuales era la palabra –toda ella era, ciertamente, muy sensual. Sería una buena adquisición para el Desposario. Y si encima dominaba varias lenguas, pues valor añadido.

    Al cabo, la de Covegarra alzó una ceja perfecta y agregó:

    —Bueno, tampoco es que Tadeshar empleara su tiempo conmigo concretando estrategias de combate, al menos no de ese tipo de combates… pero algunas cosas sí atisbaba. —habló en iroshí, y con marcado gesto miró de reojo a las otras, que seguían inmóviles a su lado.

    Comprendió.

    —Lleven estas dos mujeres a Iad Yal. —ordenó a uno de los guardas que acudió a su llamado. —Que lo ayuden en los preparativos.

    Cuando la puerta se cerró, volvió a medir de arriba abajo a la favorita del Soian Tadeshar.

    —Estamos a solas. Habla.

    —Hace varias noches, antes que la Mariscal de Iroshtar viniese a desafiar a Tadeshar en un combate de campeones, trajeron un mensaje.

    —Imposible. Nadie pasó nuestro cerco. —sacó rápidas cuentas. Estaba segurísimo –aunque ya no podía fiarse de nada…

    —Usted sabrá, señor, pero yo estaba con Tadeshar cuando entraron. Eran dos. Con ropas de guerreros iroshís. Y vi el mensaje.

    —¿Qué decía, lo sabes? Y procura que lo que salga de tu boca sea la verdad. —endureció la voz.

    —Oro. El mensaje hablaba de oro. Y mucho.

    “¿Por qué si no vendría oro a esta parte del mundo, oro procedente del propio Karstere?” volvió a recordar las palabras del enjuto Soian, la cara demacrada y la mueca de desprecio.

    —Tal era la cantidad que Tadeshar se alarmó. —continuó ella. Había adquirido un aire casi ceremonial. —Le pedían que resistiera en Yamedal, que evitara los estragos, que una vez el oro llegara a su destino todo cambiaría.

    ¿Para qué alguien enviaría oro a Tadeshar, así sitiado como estaba? ¿Tendría que ver con la encerrona de los dos ejércitos que se les venían encima?

    Tadeshar era su enemigo. Lo había vencido, le había quitado su ciudad, lo había lanzado a una vida de besabotas. No había que fiarse por completo de sus palabras, o de las de su favorita. Además, si ese oro había entrado a Yamedal en el botín no había aparecido –y debía haberlo hecho si era tanto como ambos afirmaban.

    —¿Quién lo mandaba, lo sabes? —la enfrentó. Tadeshar había dicho que Karstere…

    —No supe en ese momento, —se le acercó un paso —pero Tadeshar sacó los mejores guerreros que defendían las murallas para ir en pos de ese oro, para protegerlo y asegurarse que llegara a su destino. O al menso eso escuché. Después, esa misma noche, ustedes atacaron. O sea, amagaron con hacerlo.

    Recordaba esa noche. Él observaba desde lejos el resultado de la estrategia que junto a Máralad construyera: fuego, caos y matanza al pie de las murallas, tanto como para que los defensores creyeran que se les venía el mundo encima. Una receta para el miedo, para que el Soian de Yamedal optara por resolver las cosas con un combate de campeones, y para lo cual también habían ideado esparcir antes el rumor de que a la Mariscal Máralad la aquejaba una vieja herida. Esa noche, hostigando las murallas, comenzó la victoria sobre Yamedal. Eso había dicho luego la propia Máralad y razón no le faltó.

    —Todo fue muy confuso… —hablaba la Doña. —No hubo tiempo para otra cosa que no fuese preparase para el asalto. Aunque después ustedes no atacaron, estuvimos convencidos que sí lo harían, que era el fin… ¿Es cierto que tu Mariscal estaba ahí, al pie de las murallas? ¿Es tan despiadada como dicen?

    —Sí. Y es tal y como dicen.

    “No tienes idea”, estuvo a punto de añadir, pero ella continuó:

    —Los hombres de Tadeshar hablaban muchas cosas. Las saconides de los templos, los mercaderes… Todos hablan de ella. Dicen que es una poderosa démonik que has invocado, y que tras cada victoria celebran devorando los corazones de los caídos, bebiendo su sangre. Que es inmortal, que ningún arma humana la puede detener, y que no parará hasta arrasar todo Franjo en pago por la masacre de los de su raza. Que es Fádwatram encarnada, pero más oscura y despiadada…

    A la verdad que la gente tejía cada cuentos.

    —Otros dicen que espía para los de Nortada… —dio otro paso hacia él. —y que te ha hechizado. —posó una mano en su pecho con suavidad —Que comparten lecho en campaña, y en la Ciudad de Hierro también. Y que te ha prometido un poder sin par. —la deslizó hacia el cuello, enlazándolo lentamente.

    La dejó hacer, pero no quitó la gravedad del rostro ni respondió a su juego.

    —Dijiste que no sabías en ese momento para quién era ese oro. Pero ¿y después? ¿Qué supiste, que fue de él? —detuvo la mano, cuya caricia amenazaba con subir de tono.

    —No sé qué fue del oro, mi señor Kaitán. Si llegó a Yamedal, o siquiera si los guerreros del Soian lograron salir del cerco para irles al encuentro a quienes lo traían. —se encogió de hombros, dejando la mano sobre su pecho. —Pero sí logré enterarme que el oro venía de Karstere, de las arcas personales del Sarl, y por orden directa suya para pagar a un nuevo mercenario al servicio de Tulvwar.

    Las palabras cayeron como un cubo de agua fría, porque fue la imagen de Máralad la que surgió al escucharlas.

    —Un mercenario muy caro. Uno que puede hacer que la balanza de los dioses se incline a favor de Tulvwar. —continuó ella, casi en un susurro, y pegándosele a la distancia de un beso. —Un mercenario que no es de estas tierras. Un mercenario de Imperiata…

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    1. Hay una intriga interesante con la aparición de los dos ejércitos enemigo. También con la identidad del traidor. A nuestra heroína le siguen tirando tierra y las cosas se le van poniendo difíciles. Interesante eso del desposario, estos nobles tienen sus excentricidades como todos. Creo que ya con esto me puse al día. Cuando pueda deme más contenido, señora escritora. Que la historia está buena.

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  25. Ciudadela de Yamedal. Vísperas del Consejo.

    Sirvarth

    La imagen venía últimamente con más frecuencia a su cabeza: el suelo desmoronándose a sus pies y un mar embravecido debajo.

    Había sido un sueño muy recurrente. Con el asedio no había tenido tiempo ni para dormir, menos para soñar, y ahora muchísimo menos con el asunto de los dos ejércitos enemigos; pero la maldita imagen seguía perturbándola incluso despierta, como ahora.

    Seis años abriéndose paso desde cero, buscando un lugar, una vida, y cuando parecía que por fin lo lograba todo comenzaba a desmoronarse como en ese sueño…

    Terminó de degustar maquinalmente el vino negro que se había servido y quedó inmóvil, pensativa, en la soledad de la recámara que ocupaba y en donde latía una solitaria vela junto a la puerta de entrada. Una gota de luz en un mar de penumbras, pues hasta las ventanas y sus cortinas estaban cerradas.

    ¡Dos ejércitos! ¡Cómo si uno no bastara, dos! ¿De dónde había sacado el Sarl, y en tan poco tiempo, dos ejércitos? Los fidedignos espías que tenían en Tulvwar llevaban meses reportando que a duras penas se completaban las defensas del Volondr, ¡como para que ahora apareciesen dos malditos ejércitos! Se exprimía los sesos repasando todo, tratando de descifrar cómo o cuándo se le escapó un detalle, un indicio, ¡el más pequeño! de que aquello podía pasar.

    Y ese zorro de Báidikost no perdió el tiempo. La acusó en seguida de traición. Los demás kayis, claro está, no se hicieron esperar. Conociéndolos, aprovecharían para separarla definitivamente del puesto y arrastrar su nombre por el suelo. A ponerla en su sitio: el sitio de la mercenaria forastera que escaló demasiado.

    Se sirvió más vino y esta vez ni lo saboreó, se lo empujó de un golpe.

    Podían querer apartarla del Mariscalato, pero no más de lo que deseaban seguir redibujando las fronteras. Por eso no tenía sentido que estuvieran tras el asunto de la traición. Que Báidikost y sus aliados arriesgaran Yamedal haciendo que los atenazaran dos ejércitos con las fuerzas de Iroshtar dentro, incluidas las propias, no podía ser la respuesta. Tampoco, muy a pesar suyo, apuntaba ser resultado de las maquinaciones de la Kaitana para que Ertgarld diese protagonismo a su primogénito, colocándolo en el puesto. A la verdad se le fue la mano al esgrimir ese argumento. La rabia la desbordó, perdió la sangre fría. Tendría que pedirle disculpas a Ertgarld…

    Podía estar molesta con él por prestar oído a tan débiles acusaciones, pasar tan fácil de su lealtad. Podía incluso molestarse de que la protección que le brindaba su cercanía había terminado siendo un arma de doble filo: se había acomodado demasiado, se había despreocupado y la habían tomado por sorpresa, tanto los tulvwarenses con los malditos ejércitos como los kayis con sus rencillas. Pero más molesta estaba consigo misma: algo se le escapaba, algo importante.

    —¿Crees que en la oscuridad encontrarás las respuestas que buscas? —la ronca voz de Mudarka, acompañada del haz que se filtró brevemente por la puerta al abrirse, inundó el lugar y la sacó de sus pensamientos.

    —Es buena consejera, la oscuridad, a pesar de lo que pregonan las saconides en los templos. —espetó con acritud mientras la habitación volvía a sumirse en penumbras y el tintineo de las inseparables espuelas del visitante acompasaban su caminar. —¿Qué quieres?

    —Hablar. —llegó ante ella. —Hay mucho de qué hablar, querida mía.

    —No tanto como crees. —bajó las botas que apoyaba en la mesa y, enderezándose, sirvió con parsimonia su vaso y luego otro para el Kayi de Turgali, que ya se sentaba frente a ella sin esperar invitación.

    —Escuché que tu escaramuzador está recuperándose. Por lo que ha contado, fue una suerte que escapara con vida. Otra pudo ser la historia… —Mudarka retiró su recipiente antes que ella terminara de escanciar el vino de la garrafa y se derramó un poco. —¡abre las ventanas, o enciende algo, por el Supremo! ¡No sé cómo puedes estar así!

    No contestó. Quedó observando su silueta apenas velada por la distante llama, una mano en el vaso y la otra mesándose los labios. Hasta el día anterior le hubiese confiado casi cualquier cosa a Mudarka, tanto como a Ertgarld.

    —¡Más amargo que diez Doñas celosas! —saboreó el primer trago. —¿Esto es lo mejor que tienes?

    —Ve a saquear a Ertgarld y déjame en paz.

    —No me enseñes los dientes, Máralad. Estoy de tu lado. No todos nos creemos eso de que eres una traidora.

    —Dímelo después del Consejo. Báidikost y compañía harán todo para probar que sí lo soy. Y si no, algo tramará para afectarme. Apuesto lo que quieras.

    Mudarka no hizo ningún comentario a pesar que siempre tenía algo que decir si de apuestas se trataba. Seguro detallaba su silueta igual que hacía ella.

    —¿Por qué estás aquí? —formuló tras un sorbo.

    —Porque detesto los cambios. Más si son desfavorables para mí. Y mucho más si se dan de esta manera tan… —no halló la palabra. O no quiso decirla. —Es tu culpa que esté tan a gusto con las cosas como están, querida. —suspiró medio burlón. Era habitual que se burlara hasta de las cosas más serias.

    —Pues vete acostumbrando. Tras esta noche, y con dos ejércitos marchando sobre nosotros, muchas cosas cambiarán. —atajó sin contagiarse con su frescura.

    —La guerra no es un guión redondo, lo sabes tanto como yo. Un ejército, dos, no importa ahora. Importará mañana, pero esta noche no son la prioridad. —hizo una breve pausa. —En unas horas deberá superarte a ti misma, Máralad. Retando a Báidikost o a cualquier otro para lavar tu honor no es la solución esta vez. Primero, porque ninguno sería tan suicida como para aceptarlo. Los matarías en un pestañazo y honor lavado. En segundo, porque si te deshaces de ellos de la manera que mejor sabes ¿después qué? Unas cabezas nobles y testarudas no ayudarán tu caso. Solo empeorarían las cosas.

    No respondió tampoco ahora. Mudarka la conocía bien, igual que Ertgarld. Era así si ambos habían llegado a advertirle que no se batiera. ¡Con la de ganas que le tenía a Báidikost! Casi estaba convencida que la salida era esa, batirse con él.

    —Sabía que eso iba a pasar tarde o temprano. Estaban esperando un error, uno solo, para poner a Ertgarld en mi contra. —se permitió, no obstante sus recelos, una confesión. —Si han logrado convocar un Consejo, no se conformarán con irse de manos vacías. Algo traman.

    —Pedirán separarte del cargo, del Mariscalato. —Mudarka afirmó, como si pensase en voz alta. —Pero creo que aún estás a tiempo de reconducir todo esto. —se dio otro trago. Por su bufido, seguía pensando igual de la bebida. —Mi consejo que propines un golpe contundente, pero no con el puño ni con un arma. Con la cabeza. Y no precisamente estampándola en la nariz de Báidikost, ni de ningún otro…

    —Que me toque propinar los golpes más duros no es algo nuevo.

    —¿Vas a dejarme hablar o seguirás interrumpiéndome? —gruñó. —Hoy se deciden muchos futuros. El de la campaña. El de Iroshtar entero. Tú futuro, el mío…

    —Seguiré interrumpiéndote si te pones a repetir lo que ya se. —lo cortó otra vez.

    —No me importa que lo sepas, te lo repetiré. Puede que tengamos una oportunidad de disolver esta tirantez, de poner unos cuantos traseros orgullosos en su sitio y salir mejor parados que antes. Al menos por tiempo suficiente como para seguir exprimiendo a Tulvwar, claro, y…

    —¿Por qué me apoyarías? —disparó. Ya no podía confiar ni en Mudarka aunque quisiese. Esperó que bromeara de todo el asunto, pero él había adquirido una voz grave. Imaginaba en su negra silueta un ceño fruncido y surcos de preocupación en su amplia frente —Estoy a punto de pasar a ser una capitana de segundo rango, eso en el mejor de los escenarios. ¿Por qué me aconsejas, por qué me apoyas? Eso podría restarte influencias, bien lo sabes.

    —Bah. ¿En serio te lo tengo que decir?

    —Por favor. —en ese par de palabras había de todo menos súplica.

    —Ustedes los de Imperiata son medio dramáticos, ¿sabes? Muy bien, como quieras. —acompañó el resoplido con un tamborilear de dedos en la madera de la mesa: —Iroshtar y Tulvwar. Tulvwar e Iroshtar. Ellos atacan, nosotros nos defendemos. Nosotros atacamos y ellos se defienden. Y volvemos a repetir el guión, tanto que cuando nos volvamos polvo nuestros descendientes seguirán atorados en ese bucle… Me importa un bledo quién se despache primero el botín mientras eso signifique un continuo saqueo a Tulvwar. Más debilitados ellos, más ricos nosotros, más felices nuestras familias, y un largo etcétera que, como odias que te repitan tanto las cosas, me lo ahorraré. —hizo una breve pausa. —Antes de tenerte ente nosotros fertilizando el suelo con sangre enemiga, se nos morían las cosechas, Máralad. —continuó. —Así de sencillo. ¿Satisfecha, querida, o mando a que lo compongan en una sonata, o que lo borden en tu bandera? —le escuchó darse otro trago. —¡Por las pelotas arrugadas del Supremo, esto es veneno, no vino!

    —¿Viniste solo a decirme lo que ya sé y a criticar mi vino?

    —Tú preguntaste, querida. Y en cuanto al vino, es una soberana mierda.

    Asunto del vino aparte, preguntó sabiendo la respuesta. Y aun así esperó descubrir algo importante en las palabras de Mudarka. Pero no fue el caso. Solo consiguió acentuar su rabia consigo misma, con Ertgarld, con Báidikost. Hasta con Mudarka. ¡Cómo extrañaría su frescura y franqueza si en el Consejo se fraguaba un camino que la alejara de Iroshtar!

    —Estás sobrando entre la oscuridad y yo, Mudarka, a menos que tengas algo que realmente me ayude. —gruñó tras terminarse la bebida de su recipiente.

    —Enfréntalos con la verdad, esa que se niegan en reconocer. La verdad que han comenzado a olvidar a conveniencia, Máralad. La que acabo de decirte.

    —Ese eres tú. Ellos se preocupan más por quién mete primero la mano en el botín, o si no quiero rezar a su Supremo, o si tras el peto hay un par de tetas, y cien sandeces más. —volvió a servir vino, pero solo en su vaso. —¡Si han comenzado a tratarme así abiertamente es que no me necesitan tanto!

    —¡Claro que sí te necesitamos! ¡Refréscales la memoria, Santísimos Desposarios! Que te necesitan si quieren seguir mandando a sus castillos caravanas de regalos, y añadiendo tierras a sus herencias. Que antes de tu llegada nos pasábamos años avanzando a paso de tortuga, y luego más años estancados en un lugar para luego retroceder, y repetir el mismo guión una y otra vez. Que cuando había un buen Kaitán frente al ejército adolecíamos de un buen Mariscal, uno que durara lo suficiente en el cargo y no muriera al mes, o no lo destituyeran sus propios hombres. Y que cuando teníamos el Mariscal perfecto el Kaitán resultaba ser un saco de incompetencia, senil o estúpido. Ahora, cuatro años confirman que Ertgarld y tú son la respuesta a las plegarias de todas y cada una de las benditas saconides de los templos de Iroshtar.

    Los demás kayis tampoco eran ajenos a aquello…

    —Y si eso te parece poco, —continuó él —añádele que eres una apuesta segura en los combates. Querida, sé cuánto has sangrado y aullado de dolor, pero cada vez que blandes un arma y matas y no mueres, la moral de nuestras tropas va a dar a los cielos. ¿Olvidaste los vítores más recientes? El Sarl no tiene a nadie como tú en sus filas. Recuérdales también eso a Báidikost y compañía, que te necesitan hasta con los rumores de si eres una bruja de Nortada, una démonik rencarnada, una delincuente de Imperiata, ¡yo qué sé! Que se lo crean si eso significa que temblarán al saberte de nuestro lado. Por los dioses de tu Imperiata…

    —Es Imperiae.

    —¡Imperiae, Imperiata! ¡No importa! Por los dioses que allá moran, no seas orgullosa y recuérdales que te necesitamos. ¡Háblales de tu valía, esa que envidian pero que tan bien les ha venido al dedo! Iroshtar te necesita.

    Y ella necesitaba a Iroshtar. Se aferraba a lo que representaba con una desesperación inaudita.

    —Saca trapos sucios, restriégaselos en la cara, ante los otros, da golpes bajos… tú me entiendes. Tienes unos cuantos de esos por ahí.

    —Me están acusando de traición, ¿lo has olvidado? De primera y golpe, ¡Máralad traidora! —se exasperó. —No me necesitan tanto si me tratan como a un perro. Y Ertgarld ni siquiera puso peros… ¿Cómo puede creer que le traicionaría después de todo lo que hemos pasado juntos?

    Una larga pausa. Sin tragos sin resoplidos.

    —¿Ya hablaste con él? —Mudarka rompió el silencio.

    —Lo que necesito es probar que no tengo nada que ver con la traición de la que se me acusa, —prefirió hacerse que no había escuchado —ni yo ni mis hombres. ¿Para qué te lo digo? Lo sabes bien. ¿Conoces al verdadero causante de todo esto, de lo sucedido con los escaramuzadores? ¿Puedes traerlos ante mí para llevarlos al Consejo? ¡Claro que no! —la volvió a cundir la cólera. —¡A menos que lo tengas escondido en la bragueta, estás repitiendo lo mismo a lo que llevo dándole vueltas, y con mucho mejor resultado en la soledad que escuchándote! —y descargó un golpe en la mesa. El vino de su vaso se derramó.

    —Yo también estaría así de rabioso en tu lugar. Y lamento no tener escondido en la bragueta lo que necesitas. —un ligero tinte de broma. —Mi consejo es que te tragues la soberbia y no juegues su juego, porque tratarán de provocarte. Ahí dentro habrá una jauría lista para despedazarte, Máralad, y que aprovecharían una oportunidad así al máximo si se la brindas. Olvídate de honor, del orgullo si es preciso, o de lo que sea que valoren ustedes los de Imperiata. Si aún estas tan a gusto en Iroshtar como me confesaste una vez, no dejes que nada se interponga en tu camino. Y eso empieza por tu soberbia, ese impulso tan destructivo sirve en un combate pero no en un Consejo como el que te espera. —Se puso de pie. —En fin… tienes mi apoyo y el de unos cuantos kayis más, pero salvarte o hundirte está solo en tus manos, querida.

    Alumbrado por la solitaria vela, Mudarka llegó a la puerta acompañado del tintinear de espuelas. Allá vio dibujarse su perfil aguileño:

    —Lo digo en serio. Bájate un poco esos humos, por todos tus dioses. —lo escuchó. —Necesitas la cabeza bien fría.

    ***

    Estuvo un largo rato inmóvil tras la partida de Mudarka pensando en sus palabras. Y en Ertgarld, que arriesgaba no poco noche, también pensó…

    ¿En qué bando estaría al terminar el Consejo: en el de los resentidos, o en el de los que la apoyarían incondicionalmente? La respuesta, de haberse planteado semejante dilema días atrás, ¡hubiese estado tan clara!

    ¿Había olvidado cómo recuperó su preciada Ira-Roshtare cuando Tulvwar se las ingenió para comenzar una revuelta dentro de sus muros? ¿De veras podía creer que la misma mano que había logrado que preservara su ciudad, y quizás hasta el pescuezo, podía clavarle un puñal por la espalda? Podía haber cometido un error al no preveer lo de los dos ejércitos enemigos, pero de ahí a ser tratada como traidora, a prescindir del beneficio de la duda…

    Por otro lado, ¿cómo la enfrentarían los kayis, qué tramaban?

    Báidikost se conformaría con sacarla del medio. Arrastrar su nombre, como había dicho a Mudarka. Eiyaltán, Fádmer, y los demás kayis querían eso, desquitársela por todas las veces que les hizo quedar en ridículo en lizas y combates, planificando la guerra o preparando a los hombres para ella, en salones y en campos de batalla. ¡Oh, sí! Apostaba cualquier cosa a que se las habían guardado todas. El recelo de cuatro años no era poca cosa…

    Y seguro una vez libre el puesto de Mariscal, los kayis intercederían para que Ertgarld nombrara Mariscal a Báidikost.

    ¿Estaba dispuesta a soportar todo eso a cambio de conservar un lugar en Iroshtar?

    Se puso de pie y se ajustó con lentitud el cinto, que había aflojado antes de sentarse a beber. Atravesó con paso seguro las penumbras hasta la puerta y salió al corredor que llevaba al patio de la casona. Entornó los ojos, desacostumbrados a la claridad: junto a la ancha arcada de medio punto que marcaba la entrada, la luz de la tarde siluetaba a uno de los guardas.

    —Busca a Léstar. Que se asegure de emplear todos los recursos a mano para evitarnos sorpresas desagradables esta noche. Y que me espere aquí. Iré donde el Kaitán. —le ordenó una vez ante el hombre, y sin dar tiempo a nada que no fuese un “sí, mi señora” enrumbó hacia la cuadra en la que estaban sus caballos.

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    1. Maravillosos diálogos y razonamientos, es como si se vieran los pensamientos de los personajes, muy bien logrado. Ardo en deseos de leer que sucede en el consejo, ver como se le dan vuelta a todas las intrigas.

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  26. Reto del NaNoWriMo concluído.
    Conteo de palabras: 3 916 / Total: 39 871

    Karstere. Capital de Tulvwar.

    Taiyane Sarlyá

    Los trinos, el apacible murmullo del follaje, las suaves melodías de las arpistas cercanas, todo pareció paralizarse ante la protesta del soberano:

    —¿Quién te crees, Taiyane, Fádwatram rencarnada? ¡Si tanto te aburres solo dímelo, por los dioses, y deja de meter tus narices en cuestiones de generales!

    Apretó los puños, no tanto por la decena de sirvientes que presenciaban la escena sino porque el Sarl, en vez de escuchar sus ideas para la guerra, ideas que acababa de comentar y había sido tan mal recibidas, prefería tasajear vísceras y entretenerse con su mascota de turno.

    —¿De veras crees que solo regando un par de rumores se gana un conflicto? Se necesita más que eso. —continuó él, concentrado en los metódicos cortes que hacía a una liebre despiezada, tiñendo con sangre las joyas que adornaban sus dedos. —Se necesita conocer de estrategia, y tener ojos y oídos en todas partes para apuntalar bien esa estrategia. Y oro, mucho oro para comprar y mantener lealtades, los ojos, las bocas, y todo lo que implica que el rumor cale en el enemigo como la verdad más absoluta… —le vio alzar las cejas para subrayar las palabras. —Lleva logística y planificación cuidadosa, Taiyane, asuntos que no te incumben. Además, esas intrigas hay que alimentarlas con miedos, hay que tener una mente fría y calculadora. No es tarea para una Sarlyá. Encima, correr un rumor no es asunto de tres personas, sino de los cientos, e involucra tantos factores que no cabrían en tu cabeza. ¿Para qué te lo digo? Ya lo hemos hablado.

    —Lo sé, pero…

    —¿Qué buscas, revolverme la úlcera? ¿Arruinarme el día?

    Era mal asunto importunar al Sarl en su retiro del bosque. Había estado intratable desde la caída de Yamedal.

    —Si me escucharas, verías que solo trato de ayudarte. —volvió a la carga con voz más que dulce tras indicar con un gesto a los sirvientes y perreros más cercanos que les dieran espacio. —Mis contactos en la frontera aseguran que hay crisis en Yamedal, mi Sol, y que esa crisis se debe al rumor que…

    —¿Crisis? —volvió a interrumpir de la tarea que le ocupaba. —La guerra en sí misma es una gran crisis, por si no lo sabes. ¿Cómo vas a saberlo? ¿En cuántas guerras has estado? —la furia del Sarl iba en aumento.

    —Pero…

    —¡Que es asunto de generales, por los Once! ¡Acaba de grabarte esto: no eres militar, no eres general, ni siquiera has blandido un arma con tus manos! —la apuntó con el cuchillo rojo, fulminándola. —¡Y eres una mujer! ¡Lo que crees que sabes de la guerra no son sino cuentos de salón! ¡Así que no te quiero escuchar otra vez hablando de estrategias, planes, ni nada de eso!

    —¡Escucha…!

    —¡Ya he hablado, Sarlyá! —Tono y mirada, terribles ambos, le advertían no seguir presionando. —¡Estas no son cuestiones para ti! —bajó el cuchillo. —Céntrate en otra cosa, por amor de los Once, y no me des más problemas. Cualquier otro asunto es mejor a meter tus narices en la guerra con Iroshtar. —moderó el tono. —Rezar para que a los de allende el Confín no se les ocurra cruzarla con ánimos conquistadores, por ejemplo. Y menos para aliarse con nuestros enemigos. O empéñate más con los ritos para que los dioses nos acaben de conceder un hijo. —la sola mención del asunto hizo vibrar en sus entrañas una mezcla de sentimientos. —Madre Edrier recibe hoy a unos desamparados que huyeren de la frontera. —pareció recordar. —Deberías acompañarla. Socorrer a los pobres es buena forma de emplear tu tiempo y fortuna cuando se es la Sarlyá. Los ancestros, dioses mediante, nos lo retribuirán.

    Claro: a los ancestros les complacía que las mujeres arreglaran el desmadre que causaban los hombres con sus armas. Siempre era así.

    —Hay mil cosas en las que puedes volcar tus virtudes y desvelos. —en su voz ya reinaba la calma, y la mirada había regresado al rojo. Las arpas reanudaban su suave melodía y él la tarea que le ocupaba, como si en vez del Sarl de Tulvwar fuese un vulgar carnicero. —Deja de preocuparte por cosas que escapan de tu comprensión y que no pueden sino traerte desdichas, o los Once sabrán cuáles castigos… Ya he hablado. Retírate, vamos.

    El poder de la Sarlyá terminaba donde empezaba la voluntad del Sarl. Labios y puños apretados, las alhajas tintineando en sus muñecas tatuadas, dio media vuelta. Uno de los entrenadores pasó por su lado halando la cadena de un lobezno, la nueva mascota que robaba la atención de su consorte. No pudo contener una mirada de desprecio al animal.

    Sus sirvientes ya la rodeaban con premura, solícitos, uno de ellos conduciendo por la brida a su vistosa zebrala de paseo. Montó de lado, ayudada por dos pajes que acomodaron el faldón de la túnica y el velo cargado de los ornamentos, moda de la estación, y luego se caló los guantecitos de montar. Una vez lista, hizo a la zebrala abrir la marcha de su pequeño séquito rumbo a las estilizadas torres que destellaban su plata en la distancia de una corta galopada campo traviesa.

    ***

    Aun rabiaba al bajarse de la zebrala; ni acarició su belfo como de costumbre. Aun fruncía el ceño y apretaba los puños. Y no era para menos.

    En verdad no había visto una guerra de cerca, pero no era la ignorante que el Sarl creía. Años había dedicado a estudiar, casi siempre en la más hermética discreción, las largas crónicas y memorias de guerras pasadas. Y siempre se rodeó de militares y generales a los que comía a preguntas, actitud que primero la hizo diana de miradas de desaprobación, y que después supo reconducir a medida que crecía en las cortes, encontrando el balance perfecto entre salirse con la suya y ser la dama que exigía la sociedad tulvwarense.

    El plan que había concebido, y que infructuosamente trató de comunicar al Sarl, fue trazado bajo el minucioso asesoramiento de algunos de esos generales que, desesperados por la situación de los últimos años, se tragaron el hecho de que la Sarlyá en persona se interesara por el destino del reino. Y no era un mal plan. Su pequeño círculo estaba convencido que detendría el arrollador avance iroshí y les permitiría ganar un poco de tiempo a su favor. ¡Pero el Sarl siempre la espantaba como a un tábano antes que pudiera ilustrarlo!

    “He pagado espías y fieles por todo Yamedal, ¡todo el Patronato!” —era la personificación de la rabia la que subía la escalinata. —“Mil ojos espían para mí para asechar, localizar y exterminar en el momento oportuno las partidas que los iroshíes pusieron en los pasos de la cordillera. Mil bocas para difundir que dos ejércitos tulvwarenses marchan indetenibles hacia la ciudadela, las las atrocidades que acometerán los kayis y sus mercenarios, y la salvación que traerán los ejércitos. Cientos de simpatizantes para encender las llamas de una revuelta entre esos altos muros. Cien lenguas que digan que la Mariscal mercenaria está ahora en la paga del Sarl. ¡Ojos y bocas en la mismísima Ira-Roshtare!”

    El Sarl debería cubrirla de halagos en vez de apartarla de un puntapié.

    Quizás actuaba así por el venenillo de alguna saconide, empezando por la vieja Edrier. Ya la imaginaba susurrando con su boca desdentada: “Da mucha ala a la Sarlyá, señor. Los dioses nos castigan día a día por sus transgresiones. Póngala en su sitio, por amor a los Once.” O era instigado por alguna Doña impaciente por sacarla del medio: “Ella lo hace parecer débil, mi Sarl. Si no han sido bendecidos con un hijo es porque su destino no es ser su consorte…»

    —Mi Sarlyá, Iakendaraz está aquí. —salió a su encuentro una jovencísima Doña, regalo más reciente del Sarl para su séquito, cuando ya salvaba el último tramo de los escalones que conducían a su ala del palacio.

    —¿Iakendaraz? —detuvo el paso y su ira se disipó por la sorpresa. Creía al fiel general aun prisionero.

    —Y otro hombre. —añadió la joven. —Dijeron que les urgía verla, y ahora esperan en el Salón de Agrísh.

    Reanudó la subida y una vez en las galerías se internó por los pasadizos propios de la servidumbre, ramales que atravesaban los Once Salones acortando las distancias.

    Se quitaba al vuelo los guantecillos, los adornos del velo, la sobretúnica de montar y las joyas de más. Seguían su rápido andar dos pajecitos, tomando las prendas que desechaba.

    Desembocó finalmente en el último salón: un laberinto de patios techados con enredaderas en flor. Un banquete de olores, pétalos, columnas ricamente talladas y estanques, entre los que se alzaba un obelisco con un hermoso relieve de la última de los Once, Agrísh. La Diosa-Mujer. Su favorita. Una saconide prendía incienso en el altar mientras dos Doñas acomodaban las cortinas multicolores que caían desde las pérgolas y que se mecían a voluntad de la brisa. Aves cantoras soltaban sus trinos desde jaulas de mimbre esparcidas por el lugar.

    —No esperé verte tan pronto. —se lavó las manos sin apuros en un recipiente de jaspe, rebosante de agua perfumada con esencias florales, que otra Doña puso ante ella.

    —Mi Sarlyá. —escuchó una voz ronca.

    Al levantar la vista, la brisa que hacía retroceder la vaporosa cortina más próxima le reveló, embutida en ropas de campesino, la robusta anatomía de Iakendaraz haciéndole una reverencia. Uno pasos más atrás, una sombra enjuta con un sombrero de paja en la mano y cabeza gacha.

    —¡Tadeshar!

    El Soian de Yamedal, tan exuberante siempre en el vestir, también llevaba una burda túnica.

    —Prepárenme un baño de hierbas. Y traigan unas bebidas. —ordenó a la Doña del recipiente, entregándole el paño con el que se había secado las manos. —Y que venga el conde de Lorrida.

    Ya sola con los vencidos se dejó caer en la montaña de cojines que había cuidadosamente colocados en su sitio favorito.

    —Les creía aún huéspedes del Kaitán. ¿El Sarl sabe que están aquí?

    El general cruzó una breve mirada con Tadeshar.

    —Comunicamos nuestra llegada a palacio, y como escuchamos que el Sarl está en su retiro del bosque no quisimos importunarlo. Pero le veremos esta noche, mi Sarlyá. Sin embargo, no quisimos hacerla esperar a usted…

    —Claro. Soy toda oídos. —indicó que se sentaran, simulando con regia pose el placer que le produjo tal detalle. —¿Por qué el Kaitán les liberó tan rápido?

    —Fue obra de esa bruja de su Mariscal. —habló Tadeshar con roña. —Solo los dioses saben qué bajeza le dijo para que se deshiciera tan rápido de nosotros.

    —¿Pero les dio tiempo a hacer algo de lo que acordamos, no? —su corazón palpitó.

    —Claro, mi señora. —se apresuró el general. Ahora que lo miraba bien, su habitual orgullo parecía barrido. —A pesar del breve tiempo que tuvimos entre ellos, hicimos todo a nuestro alcance para desprestigiar a esa maldita mujer. La acusé delante del propio Kaitán y sus hombres, y el ejército todo, de ser una démonik.

    —Yo sembré personalmente la duda en el Kaitán con el asunto del oro. —le secundó Tadeshar.

    —¿Y?

    —No pudimos hacer mucho más… Pero bastaba ver las caras de los kayis para saber que más de uno no está cómodo con ella.

    —Entonces, nuestros propios enemigos se han vuelto aliados involuntarios. —acariciaba el rico brocado de los cojines en los que descansaba los brazos.

    —Y por los caminos escuchamos que los iroshís se preparan para un crudo asedio en Yamedal, —agregó Iakendaraz y en sus ojos brilló una chispa. —Parece que se creyeron lo del asunto de los dos ejércitos enemigos.

    —Claro que se creerían lo de los ejércitos. Esa saconide sabe lo que hace. Y lo que le conviene. —sonrió. Eran buenas noticias.

    —Y aún queda la Doña. Confiemos que sabrá avivar la llama de la discordia entre el Kaitán y esa bruja.

    —Confía. Náharaíne sabe bien cuál es su tarea. El Kaitán se lo pensará dos veces antes de pasar de ella. Tiene tanto de ingenio como de belleza, así lo dispuso Agrísh. —jugueteó con los flecos de los cojines. —¿Y la Mariscal, qué me dicen de ella?

    En los ojos del guerrero se avivó una llamarada:

    —¡Pranadhor, que en la gloria de los Once esté, le dio un tajo capaz de arrancar un miembro en limpio y apenas si se tambaleó! ¡Es de verdad una démonik, mi Sarlyá, no puede no serlo!

    —¿Estaba envenenada la hoja?

    —¡Embebida con yerba culebra! ¡Debió caer fulminada ahí mismo en la más agónica muerte! ¡Pero la muy perra aún respira! ¡Y como si nada! ¡Debió haberla visto!

    —Necesitamos deshacernos de ella lo más pronto posible, mi Sarlyá. —movió la cabeza Tadeshar. Había permanecido en silencio, la mirada algo perdida. —Hablé con ella solo una vez y fue suficiente para calarla.

    —¿Cuándo hablaste con ella? —se interesó.

    —El Guardián la mandó a proponerme los términos de la rendición. —por su expresión, no le hizo gracia recordar aquello. —¡Una víbora disfrazada de mujer! Después la vi en los muros, una noche que amagaron con atacar. Masacraron a los prisioneros que habían hecho. Los despedazaron ante los muros… Fue horrible. Nunca vi horror igual. Cabezas cortadas, cuerpos decapitados, empalamientos. Todo por orden suya… ¡La próxima vez que me encuentre con esa mirada venenosa desearía que fuese estando su cabeza clavada en una lanza, así lo dispongan los Once!

    —Si florece la discordia tal como queremos entre los kayis —agregó el general —quizás ellos mismos nos hagan el favor.

    A la verdad que el Sarl la había subestimado. Ya se imaginaba su cara de asombro primero, y de orgullo después, cuando se enterara de lo mucho que estaba haciendo desde las sombras por la causa de Tulvwar. Olvidaría sus transgresiones –si es que aún continuaba considerándolas tal cosa.

    Dio unas palmadas, sin borrar la satisfacción que había aflorado en sus labios, y entraron cuatro Doñas llevando bandejas con un surtido de bebidas refrescantes adornadas con flores y frutos secos embebidos en licores y mieles. Sus invitados no se hicieron de rogar ante semejante convite.

    —Si esa bruja mercenaria cae en nuestras manos, pido a mi señora que interceda con el Sarl para darme la gracia de reducirla a menos de lo que una sabandija como ella se merece. —Iakendaraz había vaciado una de las bebidas de golpe. —¡Déjemela! ¡No hallará mejor verdugo para lavar la afrenta que ha causado a nuestras tierras!

    —Vas muy rápido, Iakendaraz. —dejó de lado su bebida de azahares. —Si es realmente de Nortada, o de Imperiata, hay que tener cuidado. Puede que resulte ser más peligrosa de lo que creemos. Nadie sabe de qué son capaces los seres que quedaron del otro lado del Confín.

    Por todo Tulvwar, desde la evidente brecha en el Confín allá frente a las costas de Franjia –brecha por la cual seguían arribando forasteros cada vez con más frecuencia– y las habladurías de la démonik mercenaria al servicio de Iroshtar, pululaban dos preguntas: ¿de qué eran capaces las razas de los Continentes Perdidos? ¿Eran todos una amenaza para el reino?

    —O puede que no sea nada de eso. —continuó, reflexiva. —Ni forastera ni démonik, y solo una guerrera con habilidades excepcionales.

    De cierta manera, la Mariscal mercenaria de los iroshís le causaba admiración. Hasta le habría gustado conocerla. Principalmente porque transgredía límites ancestrales que también se aplicaban a una Sarlyá. Por eso entendía rechazo, tanto de Iakendaraz al ser vencido por ella, como el de los recelosos kayis: era una mujer, una mujer haciendo la guerra como un hombre, cabalgando como hombre, mandando y decidiendo el destino de hombres. Y sin hijos que criar. En la mente del general tulvwarense, de los iroshí, y de buen aparte del continente, no cabía perdón a su conducta.

    —Qué es o qué no es no lo averiguaremos aun. —removió su bebida con una rosa de largo tallo. —Así que de momento el plan contra ella es debilitar su influencia entre los iroshís, no ir abiertamente en su contra. No sabemos las opciones que habrá sobre la mesa en día de mañana, la semana siguiente, la siguiente luna o el siguiente mes, ni qué habrá sido de la guerra para ese entonces. ¿Saben cómo se tomó el rumor de los ejércitos?

    —Nuestra salida fue muy apresurada. No pudimos contactar con ninguno de nuestros fieles en Yamedal. Además, los hombres del Kaitán nos vigilaban a cada momento. —señaló Iakendaraz —Deben tener tantos espías por nuestras tierras como en Iroshtar nosotros, mi Sarlyá. —Tadeshar asintió a las palabras del guerrero, muy serio, conteniéndose de devorar una suculenta pera que chorreaba almíbar en sus manos. —Pero si se parapetan en Yamedal para enfrentar un asedio, no es descabellado confiar que sí se lo han creído.

    Nada mal.

    No fantaseaba con que sus tribulaciones fuesen suficientes para definir la guerra, de eso ya el tiempo se encargaría, pero de momento sí que tendrían el peso suficiente como para frenar el indetenible avance iroshí. Paralizarlos en Yamedal era el primer paso. ¿Cómo no conformarse con eso?

    —Estarán tan divididos entre la verdad y la mentira que para cuando vean que no hay tales ejércitos, ya será tarde. Nos darán el tiempo que necesitamos para recuperarnos y sacarlos a patadas de ahí.

    —Aún así, hay que hacer algo con esa maldita víbora. —insistió Tadeshar, la boca llena de la pera. Sus jugos se le escurrían por la barba desaliñada. —Es demasiado peligrosa, mi señora. No estaremos en paz hasta que caiga en nuestras manos.

    —Y no olvidemos al Kaitán. —Iakendaraz tomaba otra bebida. —Seguirá teniendo un ejército poderoso aun si quitamos a esa mercenaria de la ecuación. Por mucho que los debilitemos, mi Sarlyá, sus kayis seguirán compactados como rocas bajo su mando. Si hay algo que tiene ese hombre es que sabe aglutinar a la gente. Mira cuánto tiempo ha logrado que acepten a esa diabla como Mariscal. No podemos desentendernos de él.

    Sí, el Kaitán era otra pieza clave. La columna vertebral del ejercito iroshí según los generales de Tulvwar y los espías en Iroshtar. Y la saconide de Ira-Roshtare, tan cercana a él, también coincidía.

    —¿Qué te pareció, Tadeshar, el Kaitán? —se interesó. Gustaba cosechar de diferentes prismas para conformar su propia imagen de una persona.

    —Lo que se dice, señora. Un líder nato. El tipo de hombre que uno desea que juegue para tu bando. —se limpió ofuscado el almíbar que le resbalaba por el mentón.

    Miró a Iakendaraz en espera de su opinión.

    —Lo que escuchó, mi Sarlyá. Es además un guerrero de respeto. Pero dudo que sea de los que cambia de lealtades.

    —Respecto a las lealtades… —iba a recordarle a Iakendaraz que nada es absoluto si de lealtades se trata, cuando:

    —Mi señora, mis señores. —la agradable voz masculina del conde Lísagor llenó el espacio.

    —Nos honra con su presencia, conde. —sonrió al apuesto franjiense, invitándolo a acercarse. —Les presento a Lísagor Pendrarróat, Conde de Lorrida. —sus huéspedes se habían volteado hacia el recién llegado. —Conde, el general Baytgul Iakendaraz y el Soian de Yamedeal, Quidhe Tadeshar.

    Los hombres se saludaron con leves movimientos de cabeza.

    —No he tenido el placer de cruzarme antes con usted, conde. —dejó caer Tadeshar, suspicaz, junto con el leve saludo.

    —Porque ya ustedes estaban en Yamedal cuando acogimos al conde en nuestra corte. —se adelantó ella.

    Iakendaraz y Tadeshar no necesitaban más: cuando uno de los nobles de la devastada Franjia aparecía en los palacios de Tulvwar era en busca de apoyo para unir –o más bien intentar unir– los pedazos del antiguo reino. Siempre a cambio de favores. Lísagor era evidentemente el último candidato.

    —¿Y qué aportará a nuestra causa el Conde de Lorrida? —disparó Iakendaraz sin apartar la filosa mirada de la altiva del conde, que seguía de pie ante ellos.

    —Mucho más de lo que cree, general. —se defendió este en seguida.

    —El conde es nada más y nada menos hermano de uno de los hombres de confianza de la Mariscal. —le defendió. Disfrutó la sorpresa que causaron sus palabras en los otros dos. —Por favor, conde, siéntese con nosotros y comparta la mesa de Agrísh.

    El apuesto conde, dirían los poetas, la besó con la mirada al sentarse.

    —¿De confianza de la Mariscal? —Tadeshar parecía hacer memoria. —Debo haberle visto. ¿Quién es?

    —Mi hermano menor es la mano derecha de la mercenaria que Iroshtar tiene a la cabeza de sus ejércitos. —se regodeó el conde, tomando casi con desdén una tajada de manzana especiada de la bandeja que había ante ellos. —Él, como yo, anhela restaurar la gloria y dignidad a la vieja Franjia. Tanto así que no ha dejado de enviarme parte del botín que cae en sus manos…

    —No veo como eso debería agradarnos. —el orgullo de Iakendaraz dio un coletazo. —Tu hermano se llena los bolsillos con despojos nuestros gracias a esa bruja, ¿y tienes el descaro de regodearte de ello ante nosotros, y de nuestra Sarlyá?

    Un pesado silencio anidó entre los cuatro. Pero solo por un par de segundos.

    —Iakendaraz, por lo Once, —rompió la tensión con una espontánea sonrisa, como si acabaran de soltarle un buen chiste —deja que el conde termine de hablar.

    —Gracias, mi Sarlyá. —el conde inclinó la cabeza en humilde gesto. —Tranquilice sus pesares, general, eso que llamas despojos de Tulvwar es una carga nada despreciable que he retornado a sus legítimos dueños.

    —¿Dices que tu hermano nos es fiel? ¿Espía para nosotros también, o solo nos manda parte del botín arrebatado?

    —Si es su mano derecha como dices, —Tadeshar no dio tiempo a que el conde pudiese responder las preguntas del general —no veo cómo puede convenirle perder su estatus. Después de todo, conde, no es él quien está asilando en Karstere en espera de favores del Sarl y la Sarlyá…

    No necesitó mediar esta vez.

    —No, no espía. Al menos aún no. —Lísagor no pereció inmutarse ante la hostilidad. —Pero las lealtades pueden cambiar, Soian, tanto como los destinos atrapados en los caprichosos tejeres de la guerra. Usted mismo, ya no tiene su amado Yamedal. —Tadeshar enrojeció. —Si pongo a mi hermano a elegir entre su actual status, como dice, su jefa y su vida de mercenario, la gloria y los tesoros que ha obtenido, todo eso en un lado de la balanza y en la otra el sueño que hemos tenido desde que éramos niños, el de revivir Franjia de sus cenizas y volver a hacerla grande bajo el estandarte de los Pendrarróat, elegirá lo segundo. No les quepa duda, mis señores.

    Los dos tulvwarenses cruzaron miradas en silencio y luego las dirigieron hacia ella.

    —¿Ven, mis fieles? Son tantas las buenas noticias de hoy que deseo celebrar. —alzó su bebida. —Con el favor de los Once, mañana amaneceremos un paso más cerca de la victoria.

    Los tres hombres la imitaron:

    —¡Qué la gran Agrísh derrame bendiciones sobre usted, Sarlyá!

    —¡Por la victoria, mi Sarlyá, que sea la voluntad de los Once Divinos!

    —¡Por la gloria de Tulvwar y de nuestra bella e inteligente Sarlyá!

    Bebió con amplia sonrisa.

    Ahora comprendía un poco los estados de ánimos del Sarl, tan efusivo a veces y tan rabioso otras: todo en dependencia del éxito o fallo de sus planes, planes como estos que ella tramaba y que no eran sino una pequeña cucharada de todo el poder que pasaba por las manos de su soberano y compañero. ¡Y bien que podía acostumbrarse a tajadas más grandes! ¡Al diablo con las transgresiones!

    Las seductoras perspectivas la mantuvieron de buen humor el resto de la noche.

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  27. Reto del NaNoWriMo concluído.

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    Ira-Roshtare, La Ciudad de Hierro de Iroshtar.

    Kaitana Sálkchan.

    —“… y en el Supremo encontrarás la fuerza vital para soportar las duras pruebas de tu destino y erguirte impoluto y digno de luz. Así siempre ha sido, y así siempre será. Porque el Supremo premia la abnegación y al rectitud, el sufrimiento y la lealtad. Así fue mientras barría nuestras tierras de infieles démoniks…”

    Kojtche, su saconide, recitaba con su arrastre de Barld un texto del Devocionario sentada en el medio del magnífico Salón Protocolar Este. Su voz retumbaba en las paredes como si el dios hablara a través de ella.

    —“…y las saconides, devotas portadoras de su verdad, harán que las sagradas palabras…” ¿Mi Kaitana? —interrumpió la lectura. —¿Por qué no se sienta? Es difícil encontrar paz y serenidad en las palabras del Devocionario si no se está quieta y concentrada.

    Hacía un buen rato se paseaba escoltada por el eco de sus pasos y la voz de Kojtche, hasta que se detuvo ante el enorme mural tallado que abarcaba en semicírculo las paredes curvas del Salón. Un fragmento de la antigua historia del continente atrapada en piedra.

    —¿Mi Kaitana?

    Se sabía de memoria las figuras ricamente conformadas: las vencidas huestes de démoniks de grotescas formas, las tropas victoriosas del Supremo con los estandartes al viento y las armas en ristre, las Hijas de la Guerra sobre piras de huesos y cadáveres de infieles… Y Fádwatram, la líder de las Hijas de la Guerra. La Única. La démonik que luchó del lado de los hombres. Se le antojaba demasiado parecida a la Mariscal, con su fiereza en el rostro, los músculos tensos blandiendo una espada en alto y la montaña de huesos a sus pies. Justo de esa talla no apartaba la vista.

    —¿Mi Kaitana? —insistió Kojtche.

    —¡Cuánta razón tenías desde tu sabio corazón de saconide! —suspiró finalmente. La magnífica acústica del lugar proyectó las palabras con eco sobrecogedor. —Esa mujer no es humana. Es…

    —¿Sanguinaria? ¿Despiadada?

    —Eso. —Cuando Máralad pasaba por su lado siempre sentía uno de esos escalofríos que el pueblo llano llamaba ‘mal agüero’. —Oscuridad, caos, tragedia. ¿Cómo Ertgarld no se da cuenta?

    —Se dará cuenta. —escuchó a sus espaldas como Kojtche cerraba el Devocionario. —Se dará cuenta porque el Supremo lo ama y le quitará la venda de los ojos a su debido tiempo. Y porque es un gran líder, un hombre digno de su ciudad y su señora. —su voz pronto estuvo a su lado. Sus pasos nunca hacían ruido.

    —¿Cuándo será eso, cuando sea demasiado tarde? —no pudo evitar una nota de hostilidad. La verdad es que estaba molesta con el Supremo, y eso que contaba como la más devota feligresas.

    —Los planes del Supremo pueden resultar confusos y desesperanzadores, pero solo porque nuestra lealtad y nuestra fe está siendo puesta a prueba. —Kojtche habló con dulzura. Sus enormes ojos tatuados desprendían una tranquilidad que solo las saconides podían lograr. —No puedes permitirte un momento de duda, Kaitana. Ahí es cuándo debemos mostrar nuestra fe al Supremo. Y nuestra fe es nuestra mayor fortaleza.

    Cerró los ojos y un suspiro se le escapó por lo bajo. Seguro Kojtche la creyó lanzando una plegaria al dios.

    —¿Cuándo te vas? —abrió los ojos y corrigió la postura.

    —Parto en una hora. Los astros y las aves así lo disponen. Pero no debe preocuparse, mi señora. Serán pocos días, y estoy segura que el Supremo hará mi barco surcar las aguas como el más veloz, tanto de ida como de regreso. Y regresaré iluminada por mis hermanas y los Altos, y verteré esa luz del Supremo en usted y su señor, y sus hijos y sus hijas, para el bien de Ira-Roshtare y de todo el reino.

    —Sí, por favor, ve y regresa pronto. —se apartó del mural con brusquedad, en un esfuerzo por dominar el desconsuelo que la cundía. Se había acostumbrado mucho a Kojtche, más que a ninguna otra saconide en sus años en Ira-Roshtare. Y eso que hacía solo tres años había sido designada para atenderla. —Rezaré al Supremo para que el viaje sea tal y como dices. Te necesito más que nunca a mi lado. —le confesó.

    Kojtche caminó junto a ella, aguardando en su silencio que dijese algo más.

    —Por más que pido al Supremo fuerza y luz, las penumbras siguen poblando mis sueños. Quiero ayudarlo, —habló de Ertgarld —pero en esas pesadillas está tan lejos que la oscuridad lo engulle y termino perdiéndolo. Y yo también me pierdo… Hacía mucho no temblaba tanto en un sueño, ni me despertaba llorando como un niño, ¡con el pecho oprimido! —puso ahí una mano. Las frías joyas evitaron el contacto con la piel.

    —¿Ha sido esa pesadilla influenciada por alguna mala noticia, Kaitana? —preguntó Kojtche con tacto.

    —Sí. Han llegado noticias. —recordó el alarmante contenido de la carta.

    —¿Una carta del Kaitán?

    —No. De Arldzán… Dejó Vleda y se dirige a Yamedal para apoyar a su padre. ¡Temo que cabalgue hacia una trampa!

    —¿Una trampa? ¿Por qué dice eso? —Kojtche le cortó el paso y la tomó de ambas manos, incapaz de esconder su incertidumbre. —¿Acaso no está Yamedal en poder del Kaitán?

    —Arldzán fue al encuentro de Ertgarld porque Tulvwar tendió una trampa en Yamedal. —sentía sus ojos inundarse de lágrimas. —Báidikost le escribió. Se lo dijo, que estaba seguro que los tulvwarenses entregaron la ciudad solo para atraparlos dentro, que la situación es delicada… ¡Dos ejércitos atenazarán Yamedal! ¡Y él va hacia allá! ¡Temo perderlos! ¡Oh, Kojtche! ¿Qué clase de prueba es esta? —incapaz de contenerse, rompió a llorar.

    —Mi Kaitana. Mi bella Kaitana. —Kojtche no demoró en abrazarla. —Las pruebas del Supremo son duras, pero hay luz en ellas. —la arrullaba. El Salón se había llenado de sus susurros de consuelo y los ecos de su tristeza. —En ellas aguarda la victoria para los justos y los devotos, como usted y el Kaitán. Y su Arldzán. —tomó delicadamente su mentón y la obligó mirarla a los ojos: —Vencerán, Kaitana. Así lo dispondrá el Supremo. Vencerán a los infieles que le desafían, empezando por esa démonik que siembran el mundo de ponzoña y reniega de él. Tenga fe que sí. —y le limpió las lágrimas con delicadeza.

    Confiaba en su saconide, y por lo general sus palabras la reconfortaban. Pero aunque no supiese mucho de estrategias y guerras –la verdad es que detestaba todo el asunto–, la idea de dos ejércitos cayendo sobre Yamedal era demasiado alarmante, incluso para un guerrero como Ertgarld y un ejército como el que tenía. En cuanto a la Mariscal, era una espina en el costado. Ertgarld la adoraba, cegado como el pueblo de Ira-Roshtare por sus victorias. Alrdzán, en cambio, la detestaba: Ertgarld siempre daba la razón a la forastera, en privado o ante otros y los encontronazos entre ambos, primogénito y mercenaria, no se hicieron esperar. La última vez las cosas se pusieron tan tensas que Ertgalrd mandó a Arldzán a Vleda. Con ello, le quitó la oportunidad de estar cerca de él y aprender del oficio de Kaitán, de cubrirse de gloria con las conquistas, y hasta de competir por el puesto de Mariscal, puesto que por tradición le correspondía. Había tanto rencor ahí acumulado que la idea de Arldzán y la mercenaria en el mismo espacio le producía esos escalofríos de mal agüero…

    —Las murallas sostendrán a…

    —Las murallas sostendrán a los tulvwarenses un tiempo, pero estarán atrapados ahí. —cortó a Kojtche y terminó la idea. —Y Báidikost escribió que sospecha que esa bruja sanguinaria haya tenido algo que ver. —su pecho subía y bajaba tratando de recomponerse, de apartar el sentimiento de que era inevitable una desgracia. —¡No sé a quién temo más, si a los tulvwarenses o a esa maldita mujer! ¿Cómo puedo mantenerla calma? —se limpió los restos de una última lágrima con rabia: se avergonzaba que las tallas que representaban a grandes del pasado fuesen testigos de su debilidad.

    —Mi Kaitana…

    —¿Cómo es posible que ella se pasee impune, denigrando a dignos devotos, y el Supremo no haga nada? ¿No debería fulminarla y hacerla pagar por su prepotencia, por negar de él? —continuó, la mirada aun empañada y fija ahora en el rostro otra vez sereno de Kojtche. —Dime, ¿por qué el Supremo no la castiga? ¿Por qué permite que ciegue a un hombre como mi Ertgrald, que injurie a mi Arldzán? ¿A respetables kayis como mi hermano? ¿Por qué, Kojtche?

    —Los destinos que ha dispuesto el Supremo, solo él conoce su fin. —entonó la otra con voz solemne. —No somos quienes para cuestionarlo, ni a sus planes ni los destinos que escribe. Solo debemos tener fe en su grandeza y su justicia.

    Se apartó de Kojtche, retorciéndose las muñecas. ¡El misticismo en torno a las obras del Supremo a veces resultaba odiosamente inútil! Mas desechó rápidamente ese pensamiento; quizás por eso el dios la estaba castigando con pruebas tan duras, por la poca fe que a pesar de toda su devoción se agazapaba en lo más hondo de su ser.

    —Ustedes las saconides son las únicas que tienen un poco de acceso a los poderes del Supremo… —comenzó a decir.

    —Solo para servir al Supremo. O a los Once si hemos sido enviadas al otro reino. Solo para eso. —agregó en seguida Kojtche.

    —Lo que quiero decir es: ¿no crees que Máralad pueda ser una de ustedes, una saconide que ha roto las reglas? —En la frente tersa y despejada de la otra aparecieron arrugas que rompieron la simetría de sus tatuajes. —¿De dónde si no sus habilidades tan… sobrehumanas al luchar, o sanar?

    —No. —Kojtche endureció aún más la expresión. —Ya lo he dicho en otras ocasiones, mi Kaitana: las saconides no romperíamos jamás las reglas del Supremo. Se nos confió un poco del poder, sí, pero para ejercerlo estamos atadas a un juramento que, de ser traicionado, nos traerían la más horrible y dolorosa de las muertes porque significaría traicionar al Supremo mismo, o los Once si a los Once servimos, y sobre todo porque traicionaríamos todo lo que somos: —señaló con un gesto el mural —el balance del continente desde los tiempos de Fádwatram, Kaitana. Ile sabri nulte. —enunció en su idioma.

    Claro. “Ile sabri nulte.” “Siempre neutrales.” Había olvidado lo neutrales que son los de Barld. Y las saconides más que nadie.

    Y Máralad no era neutral. Ni parecía estar siendo castigada con una muerte horrible y tormentosa…

    —Mi Kaitana, ¿qué importa qué es esa mujer? —la seriedad de Kojtche se suavizó, sus delgadas cejas se alzaron en la frente de ébano. —Lo que cuenta es que desafía las reglas del Supremo, reniega de él, y ni siquiera porque abrace a los Once de Tulvwar. Dice alabar dioses que no existen sino en su mente ponzoñosa. No me extrañaría si fuese una mentira también, así como que vino de Imperiata. O de Nortada siquiera. Por todo eso, es inevitable que el Suprmeo intervenga y le dé su castigo.

    Kojtche lo decía por el más reciente desaire de la mercenaria: rechazar la petición del Kai de renegar de los dioses que decía adorar y abrazar al Supremo. Eso, y porque de los forasteros que arribaban a las costas de Franjia una mitad estaban locos de remate según los reportes de Barld, y la otra mitad actuaba completamente diferente a Máralad: por lo general no se enrolaban en guerras, se acogían rápidamente a los dioses y costumbres del continente, y ninguno parecía tener habilidades tan inusuales y llamativas como las de ella. Como si tampoco perteneciera a esas tierras desconocidas.

    —Entonces… si no es una saconide, ni de ningún otro lado, tiene que ser una démonik. —afirmó en voz alta. No había otra explicación.

    —Eso, uno de esos démoniks que aparecen cuando los tiempos se tornan inciertos, y viene a desafiar y atormentar, a destruir todo a su paso, proyectando sombras y destrucción en el mundo. —en la voz de Kojtche primaba la pasión. —Lo que intento decirle, mi Kaitana, es que el Supremo ya está castigándola. Ya empiezan a verse sus mentiras. Arldzán va a Yamedal porque así lo dispone el Supremo, porque ahí encontrará la reivindicación que merece, demostrará a su padre y a todos los kayis su valía, y desenmascarará finalmente a esa démonik-mujer. Este es solo el comienzo de tiempos mejores, ya lo verá.

    La miró con ojos desbordados. Sabía de primera mano de lo que era capaz Máralad, y la idea de Ertgarld, Arldzán o Báidikost cruzando aceros con ella en nombre del Supremo era algo terrible. ¡El dios no podía ser tan cruel!

    —Pero, ¿y las victorias, Kojtche? —balbuceó, no muy segura. Vencer era la razón de ser de Ertgarld. —Si ello place al Supremo, a fin de cuentas, ¿no crees que…?

    —Sus victorias no son sino insultos disfrazados. —la otra fue tajante. —Hoy ni siquiera se sabe dónde radican sus lealtades si el kayi Báidikost ha escrito semejante cosa, mi señora. Tenga fe. Si es solo una mujer de alma negra, el Supremo la castigará. Y si es una démonik de aquí, o de dónde sea, el castigo que le deparará no será menos terrible. Puede poner toda su fe en ello, en el obrar del Supremo.

    —Eso suena bien, pero…—la imagen de Máralad luchando contra sus tres seres queridos a la vez tampoco le servía de alivio: la había visto despachar a seis hombres ella sola y salir solo con un chichón en la frente. —Yo… —el salón comenzó a darle vueltas. —Tengo un mal presentimiento… —se tambaleó.

    Kojtche la sostuvo a tiempo y la guio hacia unos de los balcones que se abrían más allá del Salón Protocolar:

    —Necesita aire fresco, mi señora. Venga conmigo. ¡Grimard! —voceó.

    Apenas un pie fuera y el fuerte sol de Ira-Roshtare hirió los ojos. Grimard, portando un abanico que doble su altura, les dio alcance en su despacio caminar y ayudó a Kojtche a sentarla en uno de los largos y cómodos bancos acojinados que habían a la sombra de un mar de toldos. Una vez descansando en pose relajada, con Kojtche a su lado, el sirviente se plantó en total mutismo detrás de ambas y comenzó a mover el enorme abanico.

    —Mi Kaitana, está muy pálida.

    —Fue solo un mareo. —cerró los ojos.

    Sintió una mano posarse con delicadeza en su vientre, por encima de las ricas sedas. Abrió los ojos y ahí estaba Kojtche, escrutándola como si pudiera leer en ella. Eso le daba escalofríos también. Casi que aguantó la respiración ante la posibilidad que sugería el gesto.

    —Imposible. —dijo por fin tras ese segundo que le pareció interminable. Kojtche apartó la mano del vientre pero la posó en uno de sus brazos con igual delicadeza. —Él lleva mucho tiempo fuera, en campaña. —a pesar que no debería compungirse por eso, otra lágrima amenazó con salir.

    —Tiene que ser fuerte, mi señora. No me alejaría de usted en estos momentos si no fuese necesario. La peregrinación…

    —No te preocupes. —trató de sonreír. De suerte, la lágrima se resistió a rodar. —Sé que tienes preparativos qué hacer. Ha sido una debilidad momentánea, es todo. El calor, las noticias, la incertidumbre… ¡Demasiado últimamente! ¡Mueve más ese abanico, Grimard! —No soplaba ni pizca de brisa ahí afuera. —Mejor: deja eso y trae hielo para refrescar los pies.

    El sirviente obedeció.

    —El Supremo sabe cuán fiel y obediente le soy, cuánto he seguido sus preceptos. —comenzó a decir entre dientes cuando quedaron solas. —Sabe cuántos santuarios y templos he levantado en su nombre, cómo esparzo sus enseñanzas, cómo vivo a través de sus palabras. Él puede ver en mi corazón, y no hay otra más fervorosa, más abnegada y obediente, con todo y mis debilidades y dudas de humana.

    El mundo parecía se había detenido para que ella hablara. No se escuchaba ningún sonido allá en los balcones; ni aves, ni voces distantes, ni tañer de laudes. ¿El Supremo intentaba escucharla? Hablaba con el corazón, y el Devocionario decía que cuando se hablaba así él escuchaba siempre.

    —He cumplido con todo. —continuó, tras una breve pausa para organizar las ideas. Lo que estaba por pedirle a Kojtche podía ser mal recibido, y lo menos que quería era alarmarla antes de su peregrinación a Barld. —He cumplido con lo que depende de mi voluntad, y con lo que no. Con lo que me place y con lo que detesto. Con el peso de mi posición, con lo amargo y lo dulce, con los desafíos y los beneficios de tener un esposo como Ertgarld y gobernar la Ciudad de Hierro en su ausencia. Todo, Kojtche. —su voz se había vuelto cada vez más sombría. —He cumplido obedientemente con todo. El Supremo no puede abandonarme. Ni a los míos. Si esta es una prueba también la aceptaré, pero dime: si hay algo más que deba o pueda hacer y no haya hecho, ¿me lo dirías? Sé que tu poder de saconide tiene un límite, que hay reglas, que hay cosas que no puedes hacer. Cosas que no podrías hacer ni aunque quisieras. Pero si sabes de algo, lo que sea, Kojtche, que pueda ayudarme a sacar del medio a nuestros enemigos, empezando por esa infiel démonik maldita, ¿me lo dirías?

    La mano de Kojtche había dejado la suya desde que preguntó el primer “¿me lo dirías?”

    —No te pido nada que ofenda al Supremo ni viole sus reglas. —se apresuró. —No pediría nada que ofenda a los dioses de Tulvwar tampoco. Pero ¿averiguarás al menos? ¿Para mí? Ya que estarás en Barld unos días, los Altos pueden saber algo que tú misma ignores. Quitando a esa maldita del medio, ¿acaso no regresaría un balance a estas tierras?

    —Claro, mi Kaitana, claro que puedo preguntar a los Altos. —conciliadora, Kojtche asintió. Aun así, le quedó la impresión de que no estaba muy cómoda con el giro de la conversación.

    —Oro, créditos, aprendices. Trabajadores. Información… Les daré lo que quieran si apartan la oscuridad de esa démonik de mi camino y del camino de Ertgarld. Y de todo Iroshtar.

    —Y del Supremo.

    —Y del Supremo, por supuesto. Por el balance de Franjo. —Debió nombrar al Supremo el primero…

    —Claro. Así se hará. No lo dude ni un segundo, Kaitana.

    Kojtche, tras esa afirmación, había quedado recostada con la mirada en el horizonte de torrecitas y chimeneas y el humo de las fraguas semiocultas por los altos pinos, palmeras y eucaliptos que rodeaban con su muralla verde el castillo. Un horizonte tan lejano e inescrutable como sus pensamientos. La miraba de reojo y se preguntaba si había sido demasiado directa. No estaba bien que pidiera esos favores, aún si en parte realmente lo hacía para honrar al Supremo. Ya iba a citar un fragmento del Devocionario que hablaba de los sacrificios, cuando:

    —Por cierto, dejaré con usted a las aprendices. —pareció recordar Kojtche. Sus ojos abandonaron el horizonte. —La Doña Gaona estará al frente. Ha mostrado mucha devoción últimamente. Me pregunta mucho por la vida en Barld, de las saconides, de las enseñanzas de los templos.

    —¿Ah, sí? —De otra Doña, tal noticia hubiese resultado menos sorpresiva. Pero de Gaona…

    —Sí, mi señora. Quisiera darle una oportunidad, ponerla a prueba. A todas, la verdad. Las he instruido bien para que la atiendan durante mi ausencia, tanto con los deberes, las lecturas, los rezos, como con el resto de actividades de su día a día. Todo lo que usted quiera hacer, todo harán. Y sé que lo harán bien porque de que usted quede satisfecha dependerá si son enviadas a Tánglida o no.

    —¿En serio crees que Gaona quiera dejar el Desposario? —no pudo ocultar la esperanza en su voz.

    —Estoy convencida. En este viaje hablaré de ella a mis hermanas. Es más, creo que la próxima vez que vaya a Barld la llevaré directo ante los Altos. Creo que tiene mucho potencial.

    Potencial o no, era una noticia excelente. Kojtche, una vez más, había pensado en todo y en más incluso, recordando lo mucho que deseaba sacar a Gaona no solo del Desposario sino de Ira-Roshtare.

    —¡Kojtchevawul Bel Ad Etin, qué sería yo sin ti! —le sonrió complacida.

    —No diga esas cosas, mi señora. Usted es la Kaitana de la Ciudad de Hierro. —Kojtche le devolvió la sonrisa. —La mujer más devota, sublime y bella de Iroshtar. Y la más fuerte también. Está destinada a grandes cosas, por eso el Supremo le depara grandes pruebas. Yo soy la que está honrada de guiarla en su camino de luz. —y besó el dorso de su mano con devoción.

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  28. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 1 873 / Total: 45 150

    Ira-Roshtare, La Ciudad de Hierro de Iroshtar.

    Kojtche.

    Atravesaba los enormes pasillos del Desposario con rapidez, una sombra entre sombras. Con los ejércitos lejos, el exuberante palacete se volvía la parte más aburrida, silenciosa y oscura del enorme castillo del Kaitán.

    En su camino se cruzaron algunas Doñas. Todas pararon sus cuchicheos e hicieron una breve reverencia con la cabeza, que ella respondió con un sutil bajar de la mirada.

    Pasó los muros tapizados con alfombras de hilos de plata, oro y bronce que daban a las instancias de las favoritas, donde sí se velaba por mantener todo iluminado, y fue directo a la quinta arcada, la que marcaba la habitación de Gaona. Apartó las cortinas de muselina roja, cuya función además de adorno era el de puerta, y entró sin avisar.

    Gaona estaba tirada bocabajo desnuda, recibiendo un masaje de una de las Doñas de menos nivel. Su piel aceitada brillaba bajo las llamas de numerosas velas, y tenía en la mano una de sus célebres pipas. El incienso ardía en las cuatro paredes de cargada decoración hasta hacer pesado el ambiente, incluso para una saconide habituada a esas humaredas balsámicas.

    —Déjanos. —ordenó a la masajista.

    Gaona alzó la cabeza al escucharla. Al verla con su adusta e inmutable pose de saconide de manos enlazadas ceremoniosamente por delante y el mentón bien alto, sus largas cejas acentuaron su contrariedad.

    —¿Tenías que interrumpirme ahora? Todavía voy por la mitad. —refunfuñó, incorporándose a medias. —¿Y bien? ¿Qué sucede, Kojtche?

    Se aseguró primero que la otra Doña se hubiese marchado.

    —Estarás al frente de las aprendices. —habló entonces. No había matiz alguno en su voz. El dulzor con que hablara momentos antes a la Kaitana había desaparecido por completo.

    —¿Las aprendices? ¿Van a mandarme a Barld? —Gaona, primero extrañada, luego se escandalizó. Al pararse de un salto sus aceitadas carnes vibraron. —¿Fue idea de esa desquiciada amargada? —los dientes le rechinaron; se había aconsejado de bajar la voz. —¡No puede hacerlo, no sin el consentimiento del Kaitán!

    —¿Vas a dejar de berrear y escucharme? —los ataques de Gaona no la sacarían de paso esta vez. —La idea ha sido mía. Te necesito para que sigas sus movimientos y sus palabras. Todo mientras yo no esté.

    —Menuda mierda… —rechistó inclinándose y recogiendo con impetuoso ademán un subi de seda tirado en el suelo. Se pasó por la cabeza la prenda más popular del Desposario: un enorme cuadrado de tela con un agujero en medio –prenda que a ella en particular le parecía una ridiculez por su semejanza con las de saco que usaban los esclavos de la Barrera– y le recriminó: —Sabes que no soporto a esa mujer, ¿en serio vas a ponerme a rendirle pleitesías a esa odiosa amargada? No sabía que podías ser tan cruel. Se supone que las saconides son justas. ¡E imparciales! —y tomó con genio la larga pipa que había cerca y comenzó a fumar, su fino rostro todo colorado.

    —Seré rápida, Gaona, tengo muchas cosas que hacer y esta maldita sauna está tan cargada que siento que me darán náuseas. Así que escucha bien: —dio dos pasos hasta situarse delante de ella —si quieres sacar a la Kaitana del medio harás lo que te diga, sin excepción —alzó una ceja.

    —Pero…

    —Si te digo que le beses los pies, que te rías de cada palabra suya, o que la mantengas satisfecha en las noches, ¡harás todo! —su voz se fue endureciendo. —Esto es lo que preciso de ti. Si todavía te apetece aspirar a algo más que esta minúscula jaula de oro —miró con desdén el cargado lugar —no quiero volver a escuchar ni una sola queja.

    Gaona había quedado con su cara de inconforme inmóvil, fumando con la boquilla apresada en la comisura izquierda de sus carnosos labios y envuelta en su humo. Estuvo unos instantes así hasta que dijo:

    —Por el Supremo, relájate. Te arrugarás. —y como si quisiera dar el ejemplo, su expresión se ablandó entre las volutas de fantásticas formas. —Haré lo que quieras, ¿no tengo opción, verdad? —y sin esperar respuesta le extendió la pipa: —¿Podré mandar a las aprendices cómo yo quiera?

    —Sí. Les dije que tú estarás a cargo. —no se hizo de rogar y la tomó. —Pero no para que saldes cuentas pendientes con ellas. —le advirtió antes de una larga cachada.

    Aspiró profundo. Soltó el humo con verdadero placer y repitió. Gaona preparaba las mejores pipas del Desposario, de eso no había duda. La proporción de sus mezclas era uno de los secretos mejor guardados. Lo mucho que le gustaban al Kaitán era, en cambio, dominio de toda la Ciudad de Hierro…

    —¿A quiénes elegiste? —Gaona se acostó a lo largo del mullido diván con total descaro una vez la pipa regresó a sus manos.

    —A Irri, Yalais, y Sadiétkale. —volvió a anudar las manos por delante.

    —Irri me tiene mala fe. Creará problemas. —Gaona siguió fumando, la cabeza reposada en una mano.

    —No los creará porque las tres arden de deseos de volverse saconides en Tánglida. Querrán que todo salga perfecto. —comenzó a pasearse con lentitud por la habitación. —Saben qué significa una oportunidad como estas, Irri la que más. —fue apagando velas e incienso de más a su paso —así que te aguantará como mismo tú aguantarás a la Kaitana Sálkchan.

    Apagó un par de inciensos más y regresó ante ella, adoptando su habitual pose. Gaona, sin soltar la pipa y envuelta en los arabescos de una nube cada vez más densa, la seguía con la vista, el ceño fruncido otra vez.

    —Bien, estaré al mando y seré un amor con todas. —con una mano batió el humo. —¿Alguna petición especial además de vigilar a la Kaitana y mantenerla ocupada? —volvió a ofrecerle de la pipa.

    —Ocupada y satisfecha. Debe seguir creyendo en mis palabras y promesas. No lo olvides.

    Se tomó tiempo para unas cuantas cachadas cortas.

    —Entiendo. —dijo Gaona tras la pausa, en la que permaneció muy ocupada despegando la traslúcida seda de los aceites esparcidos por su cuerpo. —Pero me debes otro favor. Ve anotándolo, Kojtchevawul. —dejó de arreglarse el subi y se puso seria: —Me pregunto cuando obtendré por fin lo que quiero.

    —Paciencia. El Supremo traza caminos…

    —¡Oh, no! ¡No uses tus peroratas del Supremo conmigo! —se molestó. De un salto ya estaba otra vez de pie y le arrebató la pipa.

    A diferencia de Sálkchan, Gaona no era de las más devotas. Cumplía para guardar apariencias, pero hasta ahí.

    —Es la costumbre. No pretendía hacerlo. —endulzó un poco la voz. La pipa comenzaba a relajarla. —Respecto a lo que preguntaste, sí tengo una petición especial.

    Gaona volvió a tirarse en el diván, y continuó fumando con pose desenfadada. Su cuerpo trazaba voluptuosas curvas. No en vano era una de las favoritas del Kaitán.

    —¡Habla! —se desesperó ante su silencioso escrutinio. —¿Cuál es esa petición tan especial?

    —Asegúrate que escuche, sin querer, —comenzó a decir muy espacio —de lo que se ha sabido por las cartas de los soldados a sus familias aquí en la Ciudad de Hierro: que la mercenaria no deja la carpa del Kaitán ni un segundo, ni de noche, ni de madrugada, que a veces la sorprende el sol al salir de ella. Que entraron a Yamedal estribo contra estribo sonriendo el uno al otro que daba gusto. —Los rasgos de Gaona comenzaron a mutar con cada palabra. —Que Ertgarld intercedió personalmente con el Kai para regalarle un feudo, que para celebrarlo incluso… ¡Por el Supremo, Gaona, cálmate! ¡No es verdad! ¿Serás idiota? —se molestó al ver cómo se había descompuesto el bello rostro de la Doña.

    —¡Mierda, Kojtche, por un segundo creí que hablabas en serio! —tomo una honda bocanada y la soltó con alivio. —¿Y se supone que sé todo eso por cartas?

    —Cartas de los soldados, edecanes, caravaneros que vienen de allá, ya sabes… En tiempo de guerra es normal revisar el correo para que nadie filtre información delicada, aun si es sin querer. Eso por no hablar que las historias vuelan más rápido de boca en boca. ¿De qué se habla en Ira-Roshtare sino de la campaña en Yamedal? —torció más la sonrisa. —Y si tantos dicen tantas cosas por el estilo, pues algo ha de ser verdad.

    —La Kaitana es idiota, pero no tan idiota. —se levantó con movimientos felinos y se paseó alrededor de ella sin dejar de fumar. —Ya de entrada será difícil que me acepte atendiéndola en tu ausencia. Seguro has intervenido por mí, no lo dudo, pero de ahí a que no le resulte sospechoso que precisamente yo le hable de…

    —No es que se lo sueltes todo junto. Ni que tengas que ser precisamente tú la que se lo comunique. Solo asegúrate de sembrar esos detalles ahí y allá de manera que llegue a sus oídos. Siempre debe llegar a sus oídos. Puedes incluso lucir desconsolada ante las aprendices por la cercanía del Kaitán con la mercenaria. ¡Tú improvisa un poco, qué sé yo! Sálkchan hará el resto solita.

    Gaona regresó al diván. No parecía muy convencida.

    —No me mires así, ya te dije que haré lo mejor que pueda. —rebufó, soltando humo por la nariz. —Pero la Kaitana me detesta, Kojtche. Será un trabajo complicado por mucho que tú la hayas convencido de que me acepte. Eso por no hablar del mal rato que pasaré arrastrándome a sus piececitos. ¿Su eminencia la Sarlyá pagará con intereses también esto, no?

    —¡Calla, insensata! —atrapó su mentón a la velocidad de un rayo.

    —¡Ay, suelta! ¡Dejarás marcas!

    La soltó. Sus largas uñas se habían clavado en la delicada piel.

    —¿Perdiste la cabeza, Gaona? ¡No menciones a esa aquí! —un dedo amenazador apuntó a su cara.

    —¡Yo también arriesgo demasiado! —se mesó la quijada. —¡Y su eminencia hace rato no envía ningún incentivo! ¡De solo promesas no se vive!

    Razón no le faltaba.

    —Es que quiere resultados. Y pronto… ¡Y los tendrá! —le arrebató la pipa. Todo era más complicado de lo que había pensado. A veces lo olvidaba. —Solo sé paciente y haz tu parte. Ya nos tocará tener lo que nos han prometido.

    Se hizo silencio.

    —¿Cuándo regresas? —Gaona se había cruzado de brazos.

    —Tres días, quizás cuatro. Depende de cómo salgan las cosas. —saboreaba la indescifrable mezcla de hierbas y sustancias, polen y raíces maceradas.

    —¿A dónde irás exactamente? No pensarás acercarte a…

    —En lo que a ti y a todos respecta, la Kaitana la primera, ando en mi segunda peregrinación a Barld. —le devolvió la pipa, tajante. Otra chupada y terminaría perdiendo la cabeza. Algo que no podía permitirse aún.

    Gaona la tomó en silencio y la puso a un lado, sobre el diván.

    —¿Ya te vas?

    —Sí.

    —Estás tensa. Te esfuerzas por mostrar que no, pero cualquiera puede ver que sí. —sostuvo su mirada. —¿Una despedida, quieres? —y la tomó de las manos y la haló al diván, sonriente.

    —No. —se soltó, pero sin brusquedades. —No hay tiempo. Apenas si me queda media hora antes de dejar la Ciudad de Hierro. Cuando vuelva será. —y se inclinó y la besó en los labios en despedida. —Cuando vuelva. —repitió. —Así tendremos algo qué celebrar —y dio media vuelta y se fue.

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    1. Perfecto Gamora, magníficos detalles sobre las construcciones, comidas, ropas, religión, costumbres, gestos faciales, por los ¡¡Once!!, felicidades, me gusta, solo sacame de una duda hay un Kay y un Kaytan? O es el mismo.

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      1. El Kai viene siendo el soberano, el ‘rey’ de Iroshtar; el Kaitán (que es Ertgarld y que en iroshí se traduciría como ‘Guardián’) sería como el máximo líder de los ejércitos, con potestad para designar al Mariscal, por ejemplo, o tener la última palabra en Consejos, etc. Por lo demás, me alegra no decepcionar a pesar de que de me ha dilatado un poco la escena del Consejo 🙂.

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  29. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 3398 / Total: 48 548

    Yamedal. Vísperas del Consejo.

    Sirvarth.

    Ya débil e incapaz de colarse en el interior de la ciudadela, el último rayo de sol despedía la larga jornada.

    Cabalgaba aplastada por el incierto destino. En contraste, Alcéfir caracoleaba y rebufa, extrañado de su nuevo jinete, y ante su brío se apartaban yamedalenses que volvían a sus casas con premura, soldados iroshís y mercenarios que hacían sus rondas, saconides envueltas en sus mangas que arrastraban el piso, chiquillos que jugaban con palos a guisa de espadas… Algunos bajaban la vista, otros fingían no verla. Pero la mayoría susurraba y la seguía con la mirada.

    No quería prestarles atención; debía enfocarse en la oportunidad que se abría ante ella y que, como dijese Mudarka, quizás fuese la única para reconducir la tirantez con Ertgarld. Mas temía a sus reacciones, a no ser capaz de dominarse. Y es que había cierto límite, aun indescifrable, que una vez sobrepasado la hacía olvidar razones y la volvía pura rabia y destrucción. Era un útil recurso para el campo de batalla, pero ahora constituía todo un estorbo.

    Antes de impulsarse por el pontón que daba acceso a la parte del castillo que ocupaba Ertgarld corrigió la postura, irguiéndose en el lomo del magnífico animal. Atravesó el amplio patio plagado de soldadesca iroshí. Tenían aquellos rostros la misma sombra de duda que había visto mientras se abría paso por las calles: “¿Será realmente una traidora?”

    O quizás no se trataba de eso y solo se preguntaban si les había fallado.

    Alcéfir arqueó el cuello y resopló cuando su firme tirón lo detuvo:

    —Vengo a ver al Kaitán. —Su voz recorrió el patio, cortando lo que fuese que diría Akbar, el soldado que se interpuso entre ella y el edificio. A sus espaldas, muy cerca, había dos centinelas que no se perdían sus movimientos. Los conocía a los tres –como a casi todos ahí–, eran de la guardia personal de Ertgarld. Habían entrenado juntos varias veces.

    —Aguarde aquí… Mariscal. —respondió Akbar, indeciso en gestos y palabras, y dio media vuelta para adentrarse en el palacete.

    Bajó del caballo, sobreponiéndose a la punzada que mordía de vez en vez la herida más reciente, y extendió la brida al guarda más próximo. El soldado, sin embargo, se tomó su tiempo. Por un segundo creyó que no obedecería su muda orden, pero tras unos segundos –demasiado largos para su gusto– él tomó a Alcéfir por la brida y lo condujo a una de las caballerizas contiguas.

    Quedó erguida, las piernas ligeramente separadas, una mano en la cadera y la otra en el largo puñal que llevaba en el cinto. La cimitarra había quedado con el caballo. Volvió a preguntarse si los vítores, alabanzas y muestras de respeto podían ser tan efímeros, si en el segundo que dejara de ser favorecida todos la apartarían como a una paria.

    Sintió una gota de sudor bajar lentamente por su sien aunque el atardecer era bastante fresco. La limpió simulando apartar rebeldes mechones y miró de reojo a ambos lados: los soldados parecían indiferentes, pero sabía muy bien que no la perdían de vista.

    Akbar no demoró en regresar:

    —El Kaitán la recibirá. Pero debe dejar todas sus armas conmigo.

    Ertgarld.

    —Entonces, ¿me enviarás a mí también al Desposario? —Naháraíne tomó rápidamente sus manos cuando terminó de anudarle el elegante collar de perlas de aguazulí. —Creí que tendría más tiempo contigo…

    —Es peligroso estar en Yamedal. La guerra no ha acabado. —se apartó para volver a recrearse en la imagen que le ofrecía: combinaba muy bien el intenso azul de las perlas barladenses con su piel clara y el vestido vaporoso de tonos turquesa ajustado al talle. El cabello suelto y sin adornos añadía una frescura que invitaba. Estaba radiante, así salpicada por el último latir del ocaso que se colaba por los ventanales.

    —No importa. No es mi primer asedio. —le sonrió con la misma gracia con que había recibido el regalo. —Creo que podría incluso gustarme la vida en campaña. Siempre que tenga tu compañía, claro.

    —Una mujer como tú debe estar lejos de todo esto, a salvo en Ira-Roshtare —le dio la espalda y comenzó a pasearse en sentido contrario, las manos anudadas detrás. —Vete ahora. Tengo cosas que hacer —añadió, ya entregándose a sus pensamientos.

    —¿En serio recibirás a esa traidora?

    Tuvo que voltearse.

    —Esa mujer es muy peligrosa, señor. En estos momentos, con todo lo que se dice de ella, lo es aún más. ¡No la reciba!

    Quiso reprenderla por su impertinencia. Pero aquellos ojazos bajaron rápidamente al encontrarse con los suyos y comprender que había sobrepasado los límites:

    —Disculpe, mi señor. No soy quién para pedir tal cosa… —parecía realmente avergonzada. Y seguía siendo una beldad. —Es que esa mujer me da escalofríos. Y además… ni siquiera he tenido tiempo para agradecerle por el regalo —alzó los ojos, una mano fue al magnífico collar y la tierna sonrisa regresó al rostro.

    La dejó aproximarse y enlazarlo en un beso, primero muy suave y después tan ávido que le fue difícil desprenderse. La verdad es que no había tenido tanto tiempo con ella como hubiese deseado.

    —¿Ves? —Náharaíne hablaba entre beso y beso. —¿Para qué recibirla ahora? Estarás ocupado un buen rato —sus manos estaban por todas partes. —Ella te traerá dolores de cabeza. Yo, sosiego.

    ¿Para qué había dicho que recibiría a Máralad? Ya el sol se ponía, en media hora vendría el rezo de La Primera Estrella y poco después iniciaría el Consejo. ¿Qué tenía que decirle con tanta urgencia que no podía esperar?

    —Puedo ser mucho más útil aquí que en el Desposario —Náharaíne seguía suspirando entre la humedad de los besos. —Conozco estas tierras, conozco mucha gente —los tirantes del vestido cayeron hasta la cadera. —En el Desposario, tan lejos, no seré de ningún tipo de ayuda…

    Su mente, por más que intentó apartarse de todo lo que no fuese la fogosa Doña que tenía en brazos, ya cocinaba una decena de hipótesis del por qué de la urgencia de Máralad. Era imposible no recibirla. Los fuertes lazos creados entre ellos al calor de cien batallas aún primaban a pesar de toda aquella turbulenta intriga que la alejaba cada vez más de su confianza.
    Iba a desprender a Náharaíne con decisión al sentirla explorar sus pantalones, ya desabrochados, cuando la puerta se abrió con impulso:

    —Necesito hablar contigo. —y entró Máralad.

    Sirvarth.

    Encontró el saloncito sumido en penumbras similares a las que recibieron a Mudarka allá en su casona. Los ojos se acostumbraron rápidamente y alcanzó a ver, recortados contra una de las ventanas en las que el mortecino ocaso desplegaba sus últimos colores, una silueta hacerse dos. La más alta era inconfundible; la segunda era una mujer, sus líneas la delataban.

    —Después te veré. —carraspeó Ertgarld a la mujer, que terminaba de acomodarse rápidamente la ropa, y esta murmuró en respuesta una brevedad que escapó su comprensión. ´

    La mujer pasó por su lado con premura y desapareció tras puerta. El aroma floral que la envolvía quedó flotando ahí dentro.

    Ertgarld seguía contra la ventana, ahora dándole la espalda. Le pareció que se acomodaba el cinto. Esperó encontrárselo reconcentrado, como mismo Mudarka la encontró a ella, partiéndose la cabeza con mil interrogantes de cómo enfrentar las amenazas que se cernían sobre ellos y toda la campaña. Pero bueno, cada cual lidia con los problemas de forma diferente…

    —Siéntate. —le ordenó él, ya volteándose.

    Avanzó tres pasos pero permaneció de pie. Él se había apartado de los ventanales y prendía una lamparita de aceite sobre la mesa. Luego pasó a encender los candelabros más cercanos. Las nuevas lumbres comenzaron a teñir ornamentos y mobiliario, rostros y paredes.

    Lo siguió con la vista en silencio, preguntándose cómo obrar a continuación. Una parte de ella, la más orgullosa quizás, le volvía a decir que no debía estar ahí: en la atalaya, al calor de la discusión, le había dicho que era hora que buscara otra Mariscal. La rabia, la peligrosa rabia, la cegó. Pero Mudarka tenía razón: si quería quedarse en Iroshtar, si Ira-Roshtare se sentía más hogar que la misteriosa Imperiae –en cuyos vagos recuerdos no había rastro de quién pudo ser o por qué se fue– debía entenderse con Ertgarld. Además, de todos los nobles, mercenarios y comandantes que había conocido a lo largo y ancho del continente, y que no eran pocos, él seguía siendo el que seguiría de buen grado. Y por eso se obligaba a poner de lado incluso su orgullo y tratar de arreglar las cosas.

    —Por el Supremo, dime que no has hecho alguna locura que me obligue a tomar acción en tu contra. —gruñó él, sentándose tras la mesa sembrada de pergaminos, papeles, libros con cubiertas de cuero y mapas.

    —Todos tus kayis conservan sus cabezas, si es lo que te preocupa. —respondió con acritud.

    Creyó que Ertgarld diría algo, que insistiría en que se sentara, pero él solo la miraba con ese gesto de disgusto de cuando las cosas no eran de su agrado. Quizás juntaba las palabras que diría a continuación, las elegía con cuidado. Aguardó ahí erguida, y el tiempo volvió a hacérsele insoportablemente largo.

    —Hay algo que debes saber antes del Consejo. —tomó la iniciativa ante el prolongado silencio. Ertgarld frunció aún más el ceño al escucharla. —Realmente lo sabes, pero parece que necesitas que te lo recuerde. Aún Iroshtar sigue sintiéndose como lo más cercano a un hogar, y en un hogar las relaciones pueden ser difíciles. No todos los miembros se llevarán bien siempre… —No planeaba empezar por ahí, pero fue lo primero que salió. —Lo que trato de decir es que Tulvwar tuvo su oportunidad de tenerme de su lado y la perdió, lo sabes. No hay manera que su oro me tiente. Ni todas las riquezas del Sarl juntas harán que olvide la afrenta y le bese las botas.

    Hacía cuatro años ofreció primero su espada a Tulvwar, pero la despreciaron, la humillaron como no recordaba haber sido humillada antes. De ahí marchó a Iroshtar y el Kaitán la aceptó en su ejército. Ertgarld brindaba con frecuencia por eso: “¡Por la estupidez de los que te rechazaron!”

    Los recuerdos fueron fugaces. Ertgarld se había acodado en el antebrazo del sillón, mesándose el bigote con el índice y el pulgar, y la mano izquierda aferrada al brazo correspondiente del mueble. Su penetrante mirada seguía, bajo las negras cejas, clavándose en la suya. Seguía sin gustarle esa expresión.

    —Por más mercenaria que sea no tengo un precio para Tulvwar, por mucho que haya kayis que quieran que sí —continuó. —No aceptaré el argumento de traición en el Consejo porque no soy traidora. Júzgame por negligencia, por no poder prever este asedio ni lo sucedido a los escaramuzadores, pero no repitas ese estúpido argumento que ni tú te crees. Porque si te lo creyeras sin cuestionarlo siquiera…

    —Hablas de hogar. —la cortó. —¿Por qué no aceptaste Yamedal entonces?

    Era una pregunta justa, aunque hubiese preferido que no la hiciera.

    —¿Eso no te habría acercado a lo que buscas, Máralad? Dime la verdad, ¿por qué lo rechazaste?

    —¿La verdad?

    La verdad era una corazonada rara que se limitaba a obedecer, no a entender. Le gustaba pensar en ella como pragmatismo, pero se sentía como algo más. Y era la misma que la hacía verle como el único señor digno de sus servicios, la misma que la había asaltado cuando le ofreció Yamedal y decidió rechazarlo.

    —¿La verdad? Es simple. —Trató de ganar tiempo cambiando de pose. Un silencio demasiado largo no convenía, podía dar pie a ideas equivocadas. —No se sentía bien aceptarlo. Más que hacerme un favor, atraería problemas. —luchó por parecer más segura de lo que sonaba: los problemas habían venido de todas maneras.

    Ertgarld, por lo visto, quería escuchar más.

    —Rechazar Yamedal no me hace traidora. Quizás estúpida a lo ojos de otros, pero no traidora.

    —Máralad…

    —Exploté en la atalaya. Con Sálkchan. —agregó rápidamente. Era lo primero que debió hacer, disculparse por su arremetida.

    Se imaginó a Mudarka a su lado dándole un empellón para que lo hiciera mejor.

    —Supongo que la injusticia hace ver enemigos por todos lados… pero no debí arremeter contra ella. Más si no hay pruebas… —el grave ceño de Ertgarld se suavizó un poco. Seguro no esperó una disculpa, si siquiera una tan torpe como esa. —Estaba procesando en esos momentos todo tan de golpe como tú. Y ellos tampoco pusieron de su parte provocándome —habló de Báidikost y Eiyaltán. —¿Cómo querías que reaccionara? ¿Qué guardara silencio mientras me acusaban injustamente?

    —Máralad, en nombre del Supremo, ¿qué buscas? ¿Qué quieres exactamente de mí? —Ertgarld se inclinó hacia adelante, acodándose sobre los pergaminos y mapas y enlazando las manos. —Si lo que quieres es que anule el Consejo…

    —No vine a pedirte eso. —su voz se endureció. —¡Maldición, Ertgarld! ¡Nunca te he dado razones para que desconfíes de mí! He sangrado por ti, por tu familia, ¡por tu Ira-Roshtare, por el Kai, y por cada uno de esos malditos que hoy me acusan! —La rabia volvía a dominarla al lanzar esas palabras en voz alta. Se esforzó por contenerse. —¿Crees que echaría por la borda todo lo que he logrado entre ustedes, todo lo que me ha costado, para ir a besar las botas de los que ya una vez me humillaron y despreciaron? Con todo esto que se ha armado no gano nada. —abrió los brazos. ¿Qué más quería escuchar? —¡Abre los ojos! La que va a quedar pisoteada, reducida a nada, y sin necesidad que dos ejércitos desbaraten Yamedal para eso, ¡soy yo!

    Sentía la furia rebullir en sus entrañas. Él seguía tan… ¡impasible! ¡De piedra!

    —Nunca he dudado de ti. —dijo él por fin, mas la hostilidad en su mirada no se desvanecía. —No después de Ivici…

    En la batalla de los Valles de Ivici salvó su vida por primera vez.

    —Pero no son solo los kayis los que te cuestionan. No son los únicos que te acusan, Máralad.

    —¡Por los Altísimos, siempre han existido habladurías sobre mí! ¡De todo tipo! ¡Y nunca te han importado! ¿Por qué ahora es relevante lo que un montón de desconocidos enarbolen como verdad? Esos que ponen en tela de juicio mi lealtad, sean quienes sean, no me conocen Ertgarld, ¡pero tú sí! ¿Y por qué rayos ya mi palabra no es suficiente si dices que confías en mí?

    Pudo ver su mirada empañarse. Podía leerla: dudaba de ella aunque acabara de decir lo contrario. Y habría dado cualquier cosa por saber la razón exacta –un par de habladurías no podía ser suficiente, no debía ser suficiente.

    —Preguntas qué hago aquí, qué busco —moduló la voz, dominándose. —No solo te he seguido porque eres un hombre capaz o porque te he considerado justo, Ertgarld, sino porque eres el mejor líder que tiene este continente. No es lisonja, es la pura verdad. Es la objetividad de alguien que se gana la vida de la manera en que me la gano yo: —apoyó las manos en la mesa y se inclinó —Tulvwar no tiene a nadie que se equipare contigo, Franjia menos, y Barld no tiene ejército siquiera. ¿Cuál es mi lugar sino en tus filas? ¿Por qué sabotearía entonces mi maldito futuro?

    Quedó apoyada en los papeles, mesa de por medio, agazapada como si fuese a saltarle encima. Bajo el destello bruñido de las llamas Ertgarld parecía haber envejecido, las arrugas en la comisura de los párpados y la frente se habían acentuado. No parecía impresionado por sus palabras.

    —No negaré que me cuesta creer que me hayas traicionado —apenas si movió algún músculo. —Solo puedo prometerte que…

    —¡Padre! —el familiar sonido de la puerta al abrirse bruscamente acompañó la voz de Arldzán.

    Se giró y lo vio entrar seguido de dos enormes guardias.

    —¿Máralad? —fueron las próximas palabras del joven kayi al descubrirla ahí.

    —En nombre del Supremo, ¿qué haces aquí? —Ertgarld se había puesto de pie de un salto, alarmado. —¿Por qué no estás en Vleda?

    —¡Esta mujer debe estar encadenada! ¡Arréstenla! —ordenó Arldzán a sus hombres como si no hubiese escuchado a su padre.

    Los enormes guardias dieron un paso, prestos a desenvainar sus cimitarras de exagerada curvatura. Sería una fea pelea sin dudas, pero vencer no sería un problema a pesar de la inicial desventaja. Mas sabía el precio si arremetía contra ellos, y no estaba dispuesta a pagarlo. No había ido hasta ahí para terminar las cosas como en la atalaya, o peor. Ya las manos se crispaban en puños a pesar de toda la valoración, cuando:

    —¡Alto! —Ertgarld los detuvo, tajante.

    —¡Es una traidora, padre! —Arldzán dio un paso, desafiante. —No te resistas, Máralad. Tienes mucho qué explicar, y acabar con tu vida aquí no me permitiría desenmascararte ni exponer tus bajezas ante el Consejo.

    Un rugido resonó en sus oídos al escuchar tales palabras: era la sangre, azotando en marejadas su cabeza, pulsando el ímpetu que a duras penas podía dominar. Un ímpetu mortífero.

    —Ya no seguirás manipulando a mi padre ni a más nadie. —Arldzán se había colocado al lado de Ertgarld. Bajo las luces era su viva imagen, pero con veinte años menos. —Tengo pruebas de cuánto has socavado a Iroshtar, Máralad. De verdad tengo pruebas, padre, de que es una traidora. No te preocupes por Vleda, quedó bien protegida. Esto es demasiado serio como para mantenerme al límite. Tenía que venir.

    ¿De qué pruebas hablaba? ¿Los escaramuzadores? ¿Qué pruebas podía tener de algo que no existía? ¿Qué treta era esa?

    Ertgarld, flanqueado de los dos guardias y su hijo, la miraba como si se tratase de una completa extraña.

    —Tenemos que resolver esto rápido si queremos tener una oportunidad contra esos dos ejércitos que se aproximan. —siguió Arldzán. —Apresemos a esta traidora antes que haga más daño y acabemos con…

    —¡Llámame otra vez traidora y olvidaré quién eres! —sintió que, a pesar de todo cuánto trataba de calmarse, comenzaba a ceder a la furia.

    —¡Basta! —rugió otra vez Ertgarld, interponiéndose entre los dos al ver que Arldzán llevaba la mano al pomo de la cimitarra en respuesta. —¡De mis hombres, yo dispongo los castigos! —fulminó al joven. —En el Consejo se decidirá si Máralad es traidora o no y qué hacer con ella. Ahí expondrás lo que tengas que decir. Y tú, márchate.

    Eso último era con ella. Demoró en reaccionar, había quedado aturdida por las palabras del joven: pruebas de su traición, había dicho.

    —¿Dejarás que se vaya, padre? ¡Es una locura!

    —Márchate, Máralad —repitió Ertgarld entre dientes. —Sea cual sea la verdad llegaré a ella. Si no es esta noche lo será luego, pero llegaré, y si eres inocente tendrás todas las disculpas que quieras. Pero si estas involucrada en esto, en lo más mínimo, vive el Supremo y todos los dioses que olvidaré que has sangrado por mí y por los míos, incluso que te debo la vida. Ahora, márchate.

    Ese frío en su mirada…

    —¡Pero huirá si la dejas salir de aquí! ¡Cometes un error, padre!

    —¡Mientras estés en mi ejército soy el Kaitán de Iroshtar, no tu padre! —el vozarrón retumbó.

    —¿Qué garantías hay que no faltará al Consejo? ¡Apenas salga por esa puerta no la capturaremos nunca!

    —¿Garantías? —por fin le salió la voz tras ser ahogada por aquel “¡Basta!” —Te diré qué garantías: las de que haré que te comas tus falsas acusaciones y tus supuestas pruebas, tú y todos los que las enarbolan, pero tú el primero. Y si eso te parece poco, —dio un paso mientras las palabras seguía saliendo despacio, amenazantes. Advirtió a los guardias removerse, alertas: —piensa entonces, Arldzán, en lo mucho que me placerá reírme cada vez que cuenten por ahí cómo en el Consejo de Yamedal un gallito presumido hizo el ridículo por bailar al son que le puso un viejo zorro.

    La alusión a Báidikost era evidente. Si Arldzán había aparecido en Yamedal apostaría cualquier cosa a que Báidikost tenía algo que ver, eran uña y carne esos dos.

    —¿Te parecen suficientes garantías? Porque se me ocurren un puñado más.

    La altanería de Arldzán había desaparecido. Su rostro descompuesto mutó en algo parecido el miedo. Ella, en cambio, había recuperado toda su sangre fría.

    Lanzó una última mirada a Ertgarld antes de abrirse paso entre ellos y salir de ahí.

    Iroshar se tornaba, cada vez más, un hogar al que era cada vez menos bienvenida.

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  30. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 3939 / Total: 52 487

    Riscos de Talgat-Deuza. Cordillera cercana a Yamedal.

    Eiyaltán.

    El sol ya se había hundido en el horizonte y el monótono paraje se llenaba rápidamente de sombras. Tras reventar los caballos toda la tarde, la partida cabalgaba sin mucho entusiasmo, aunque no por ello menos alertas a los alrededores.

    Su mente estaba en Yamedal, en el Consejo que dentro de un rato se celebraría ahí.

    Debía haberse limitado a lo que Ertgarld le ordenó: organizar las partidas que revisaran las postas de los escaramuzadores que no daban señas de vida. Mas él prefirió ir al frente de sus hombres, dar el ejemplo como siempre hacía Máralad… Ni Báidikost ni el propio Ertgarld negaron su petición de última hora –siendo el ayudante de guerra del Kaitán, y encima joven, debía probarse y exigirse más que otros.

    —Regresan. —el comentario de Larlan, que cabalgaba a su diestra, le sacó de sus pensamientos.

    En efecto, el par de jinetes que había enviado de avanzada regresaba a todo galope.

    —Nada sospechoso, señor. Los alrededores siguen despejados. —le informaron ya a su lado.

    —Bien. Descansaremos aquí. —ordenó a Larlan tras el escueto reporte.

    Su segundo al mando transmitió las órdenes, cuidándose no obstante de dar voces. Con ritmo envidiable sus hombres se apearon, organizaron algunos centinelas, colocaron los caballos como barrera circular y se dejaron caer en medio, sacando un bocado para aplacar el hambre antes del rezo.

    Prescindiendo del fuego, comieron su ración fría. El silencio poco a poco dio paso a conversaciones a media voz sobre la jornada que acababan de dejar atrás.

    —¿Las caravanas tendrán tiempo? —preguntó uno. Se habían dado cruce con ellas poco antes del atardecer.

    —Iban muy cargadas. No ganarán la ciudadela sino bien entrada la madrugada, eso si los ejes de las carretas aguantan estos caminos. —comentó otro.

    —No les pasará nada. Juko y los mercenarios los escoltan. Además, no hemos avistado ningún tulvwarense, ni solo ni en grupos. —intervino un tercero.

    —Quizás el hombre de Máralad se equivocó y no andan tan cerca. —se refirió alguien al escaramuzador que llevó a Yamedal la noticia de los ejércitos de Tulvwar.

    En todo lo que llevaban de marcha, desde el mediodía hasta ese momento, ni ellos ni los caravaneros rezagados ni los pocos aldeanos que se dieron cruce habían advertido presencia enemiga. Esto no hacían sino arrojar sombras a una situación ya de por sí turbia…

    Había hecho bien en mandar de regreso a Yamedal a los pocos mercenarios que componían su partida. El pretexto empleado fue la necesidad de escoltar esas caravanas.

    —Pues yo me juego la paga del mes que esos perros están escondidos, —carraspeó otro y soltó un escupitajo —que les han ordenado mantenerse invisibles, ¿sabes? Si no, ya nos hubiesen cosido a flechazos. Y por mí, que la tierra se trague a todos esos franjenses y forasteros con sus carros y mulas.

    En seguida saltaron varios comentarios.

    Los escuchaba sin particular interés, entre bocados de torta de trigo y tragos de sav rebajado con agua, hasta que quedó observando la empinada sombra que se divisaba a su derecha del horizonte.

    —¿Exploraron aquel risco? —preguntó a uno de los jinetes, instalado no lejos de él.

    —No, señor. Es difícil el acceso, y está lejos… como no hay ningún indicio del enemigo y venía la hora del rezo…

    —Guren, selecciona un hombre y exploren aquel risco. No quiero sorpresas. —ordenó a un suboficial.

    Las laderas de Talgat-Deuza eran traicioneras, pero su altura y ubicación las hacían visibles desde Yamedal, y Yamedal desde ellas. Si el enemigo estaba escondido como topo, ese sería un buen lugar para espiar mientras permanecía oculto.

    —Al diablo con ellos o si los asaltan. ¡Parásitos es lo que son! —le llegó la continuación de los comentarios una vez los dos guerreros se alejaron a galope. —No pienso derramar una sola gota de sangre por esos vagos. No saben ni pelear. ¡Que se abstengan de pasar por aquí entonces con sus carricoches y tarecos!

    —Hacemos bien en proteger a los caravaneros, sean de donde sean, Karid. —habló Fulkost, uno de los más veteranos de su grupo. —¿Quieres que te quite la cimitarra y te dé en su lugar las riendas de la mula para que vayas de una punta del continente a la otra sosteniendo el comercio? Y agradece que los forasteros que naufragan en las costas de Franjia no se interesen en guerrear. A saber si terminarían engrosando las filas del enemigo.

    —El Supremo nos libre de tener más enemigos.

    —Esos forasteros están medio locos, Fulkost, no saben por qué lado se toma el arma.

    —Y los pocos que saben, el Kaitán es lo suficientemente astuto como para atraerlos en seguida a nuestro bando.

    Al menos sus hombres mantenían buen ánimo dadas las circunstancias. Quizás porque eran gente fogueada y orgullosa. O también por no haberse topado aun con los tulvwarenses…

    —Un brindis por el Kaitán. —propuso al escuchar que se referían a Ertgarld. —Que el Supremo siempre le muestre la verdad. —y se dio un trago de sav.

    —Por el Kaitán. —Sus hombres le imitaron en seguida.

    —Por nuestro Kaitán.

    —Por que el Supremo siga mostrándole el camino para derrotar a nuestros enemigos.

    —Por que la victoria permanezca de nuestro lado.

    —Por que no se nos distraiga mucho en las piernas que lo atrapen ahora, así sean las de la Mariscal.

    —No se refieran más a ella así. —intervino con firmeza. —Hay razones suficientes para creer que es una traidora. Y una traidora no puede llevar tal cargo. Es una ofensa a Iroshtar, al Supremo, a la sangre que han derramado, a ustedes mismos.

    Los hombres quedaron en silencio. La admiraban en menor o mayor grado, y el asunto de su traición aún les parecía imposible. Muchos incluso la habían defendido abiertamente cuando se extendieron por Yamedal los rumores de su cambio de lealtad. No en vano Báidikost había señalado que los kayis debían poner lo antes posible a la soldadesca en su contra: si ella continuaba gozando del mayoritario apoyo de las tropas, costaría mucho más mantener el ejército unido tras su destitución, uno de los objetivos que buscaba el Consejo de esa noche. Pero por lo visto, una parte nada despreciable de las huestes necesitaría pruebas irrefutables de que su estimada Mariscal se había vendido a los tulvwarenses.

    Iba a agregar que no importaba qué tan buena había sido mientras luchaba para el Kai, si era una traidora lo mejor que podía pasar era desenmascararla y sacarla del camino, pero mientras organizaba las ideas de manera que calaran más en sus hombres, Larlan, sentado a su lado, le preguntó por lo bajo:

    —Mi señor, ¿de veras cree que la Mariscal… que Máralad nos ha traicionado?

    —Sí. Lo creo. —respondió, asegurándose que todos lo escucharan. —¿Cómo si no el enemigo descubrió a nuestros escaramuzadores?

    Los hombres quedaron atentos a sus palabras. Solo se escuchaba el bufido de algún caballo.

    —¿Cómo supo el enemigo en qué agujero de las cordilleras buscar, eh? —recorrió aquellas sombras. —No hablamos de uno, hablamos de decenas de guerreros curtidos que no serían presa fácil para nadie. Los tulvwarenses se habrían pasado meses peinando las cuevas, las laderas, los picos desde Cola Antana hasta Talgat-Deuza para encontrarlos. Y sin embargo, cayeron todos en un pestañazo. Así ha sido si no hay noticias de ellos. Ya son cadáveres. En tres días lo verán con sus propios ojos cuando lleguemos a la primera de esas postas. —sonó lo más convencido que pudo. —Aparte de Máralad, solo el Kaitán, el kayi Báidikost y yo sabíamos las locaciones. Y de los apostados, se supone que ninguno sabía con exactitud dónde estaban los próximos. De todos, ¿quién traicionaría la causa de Iroshtar? ¿Sus hijos legítimos, o un mercenario que vende su espada al que pague su peso en oro?

    —¡Esos malditos tulvwarenses, que se jodan los unos a los otros! —habló Caiyús, el más malhablado de la mesnada, una vez que él calló. —Siempre se las arreglan para joder todo. Con los bien que nos iba con ella al frente. Mas si se vendió la muy perra, ¡que se joda también!

    —Cuesta creer que hizo algo así. Idiota no es…

    —Pudo haber sido alguno de sus hombres el que se vendió, no ella…

    —Las mujeres son insaciables…

    —El Kaitán nunca debió ponerla al frente de los ejércitos. —la grave voz de Rerdas El Feligrés se alzó sobre las otras. —Es una transgresión, una muy grave. El Supremo nos está castigando por ello.

    Muy a pesar suyo interrumpió el debate que suscitaría aquella afirmación: ya se divisaba en el cielo con todo su esplendor La Más Brillante, El Diamante de los Cielos, La Morada del Supremo. La Primera Estrella.

    —Basta, guerreros. Es la hora del rezo. —ordenó.

    Los hombres se incorporaron y buscaron el astro, y con una mano en el pecho comenzaron a murmurar el fragmento del Devocionario que habían elegido para alabar al dios e invocar sus favores.

    Pidió con fervor al Supremo que lo guiara a un camino en el que él, Eiyaltán de Koirala, superara el renombre de cualquier otro guerrero en los anales de Iroshtar; uno que le permitiera resaltar a los ojos del Kai, del Kaitán y de toda la nobleza y el pueblo llano, uno en el que protagonizaría proezas que opacaran las de Máralad, que asombraran a las generaciones venideras y los bardos repitieran en salones, tabernas y plazas de todo el continente. Pidió con todas sus fuerzas, abriendo su corazón y su alma, y cuando se hacía eso el dios siempre escuchaba.

    No había pasado mucho desde que terminaran los rezos cuando un galopar los puso alertas. Todos se hicieron en seguida de sus armas.

    —Mi señor, avistamos fuegos tras el risco, en dirección del valle. Unos cincuenta. —la voz de Guren se escuchó por sobre el inquieto cocear de su caballo, que ya frenaba ante él.

    No podía creerlo. En toda la jornada no hubo el más mínimo indicio de presencia del enemigo. Resultaba inusual que encendieran fuegos si hasta ese momento se habían cuidado de mostrarse.

    Se mesó la barba, intranquilo.

    —Vamos a acercarnos. —decidió en seguida. Tejiendo conjeturas no resolvería nada. —Larlan, quedas al frente. Cinco hombres, conmigo.

    Kojtche.

    La distancia entre Ira-Roshtare y los riscos de Talgat-Deuza le resultó insufriblemente larga, incluso para un breve viaje por la Nada. Si a eso se le sumaba el viaje de esa mañana desde la propia Ciudad de Hierro hasta los caminos por los que aún conducían a Iakendaraz y al Soian de Yamedal, y después transportarlos junto con ella a las cercanías de Karstere –distancia cinco veces mayor que la que acababa de salvar– y al regreso corre a sermonear con lecturas del Devocionario a Sálkchan como si nada, y después corre y precisa todo con las aprendices y Gaona… en fin, que apenas si había tenido tiempo para recuperarse. No era de extrañar que este último viaje drenara buena parte de sus fuerzas, dejándola exhausta, arrodillada en el pedregal e incapaz de incorporarse a la primera.

    Debía recuperarse. Solo así podría hacer lo que se requería de ella ahí en la negra soledad de los riscos.

    La vez anterior se trató de localizar a lo escaramuzadores iroshís y levantar una polvareda por todo el horizonte, una que engañara los entrenados ojos dispersos por los pasos de la cordillera y les hiciera creer que se trataba del mayor ejército que habían visto esas tierras desde los tiempos de Fádwatram. Lo uno y lo otro fue pan comido, incluso deshacerse de los hombres con solo un puñal y un poco de ayuda del propio vórtice de la Nada. Pero ahora debía crear fuegos, iluminar el valle detrás de los riscos con mil fuegos. Ni uno menos. Mil pidieron en Barld, mil repitió la Sarlyá: “Mil para que no haya dudas, para que se vea desde los riscos, desde los escondrijos de las cordilleras, para que se extienda la voz y llegue el pavor a Yamedal.” Dudaba si sería capaz de lograrlo tras un día tan agitado y tanto uso de su limitado poder.

    Sacudió la túnica ahí en las rodillas, ya de pie pasado un rato, y gruñó una maldición: las malditas rocas se le habían hincado por todas partes. Buscó en aquel mar de penumbras y en seguida divisó el lejano resplandor de Yamedal. Con rápido cálculo ubicó donde debía proyectar los fuegos y quedó mirando ese punto: el valle que, ahora oculto por las sombras de la noche, advertirían los centinelas apostados en las murallas de Yamedal que los ejércitos enemigos estaban a apenas un día de distancia gracias al oportuno tejer de la geografía entre riscos y cumbres. Erguida, las manos inertes a los lados y el viento de los riscos azotando sus ropajes e hinchando sus largas mangas como si fuesen dos enormes alas, hinchó sus pulmones y comenzó a vaciar su mente. Comenzó a sentir como la sangre le hervía, como el poder corría por sus venas y la arrastraba a un trance.

    Primero fue un titilar muy tenue, uno solo. Después otro, luego un par, cinco, diez. Aquí y allá. Lejos y más cerca. Y de decena en decena, el paraje que ocupaba el valle se llenó de fuegos, primero moribundos y luego brillantes, como si el mundo se hubiese puesto de cabeza al dibujar estrellas a sus pies.

    Apenas había logrado prender un centenar de fuegos cuando sintió la viscosidad de la sangre bajarle por la nariz hasta los labios.

    ¡No, todavía no!

    Hizo un esfuerzo, se obligó a continuar –¡tenía que continuar! Solo así todos tendrían lo que querían: Tánglida, la Sarlyá, y ella también… “Kojtche, una de los Altos.”

    Y por un segundo creyó que podía, que el anhelo la mantendría en el trance, pero estaba forzando sus límites. La sangre que bajaba ahora desde el otro orificio nasal lo evidenciaba y la concentración comenzó a fallarle, tanto que la mitad de los fuegos no demoró en apagarse.

    Tuvo que detenerse a tomar aliento, contrariada.

    “¿Podrás tú, Kojtchevawul?”, le había preguntado Sraguinarta. “Claro que puedo”, respondió airada.

    Soltó una maldición al recordar la duda en la mirada del Alto. Se limpió la sangre con gesto tembloroso y, decidida, se dispuso a repetir el proceso. ¡Estaba tan cerca de lograr algo importante!

    Vino la mente en blanco, la sangre rebullendo, la sensación de levitar que la sumía en el trance…

    No supo si fue mucho o poco (fue un trance profundo), pero cuando recobró la conciencia le sangraban también los lagrimales y los oídos. Podía sentir el sordo dolor de la sangre presionándole las sientes, agolpándose en su garganta, ahogándola y cegándola.

    Un poco más, solo un poco más…

    Pero las piernas le fallaron y calló al rocoso suelo.

    Apartó como pudo los pedruscos que se le hincaron en las nalgas y miró al valle: el medio centenar de fuegos que latía en la distancia parecían burlarse. No era suficiente para asestar en Yamedal el pánico que buscaba. Debía descansar. Y después volver a intentarlo. No tenía de otra. Recogió las piernas sin reprimir un quejido y se abrazó a las rodillas, dejando que la invadiera la somnolencia que se apoderaba de su cuerpo cada vez se acercaba a los peligrosos límites de sus habilidades.

    No había pasado mucho cuando creyó escuchar un ruido.

    Aguzó el oído, pero nada… Quizás fue el viento en los riscos, que a veces simula voces y sonidos.

    Mas se equivocó:

    —Alto en nombre de Iroshtar. —La voz, apenas un susurro, estaba casi a su lado.

    Demasiado tarde para intentar siquiera adentrarse en el vórtice. Aun no se había recuperado del todo.

    Eiyaltán.

    Había logrado acercarse tanto gracias a la espesa oscuridad, mas la benevolencia de la noche no fue la que le permitió advertir la silueta del hombre sino los fuegos que se recortaban a sus espaldas allá en el distante valle.

    —Alto en nombre de Iroshtar. —se cuidó de alzar la voz, no de sonar amenazante. —Hay dos decenas de arcos apuntándote. —mintió. Realmente con él avanzaban solo dos hombres. —Ríndete y te perdonaremos la vida, a ti y a los demás que estén contigo. Tienes mi palabra. —se acercaba sin prisas, pisando con cuidado para no resbalar con las rocas sueltas y buscando en la difusa sombra un destello que delatara el filo de un arma.

    La sombra no respondió. Estaba apenas a dos metros, inmóvil. Los distantes fuegos no permitían apreciar si se trataba de alguien menudo o fornido.

    Los nervios amenazaban con traicionarlo. ¿Había sido demasiado arriesgado? ¿La oscuridad sería aliada del enemigo en vez de suya? Comenzó a arrepentirse de su arrojo. Pensó fugazmente en si los hombres que habían quedado con Guren y los caballos tendrían tiempo de ayudarlos en caso de que los asaltaran. Pero todo pensamiento huyó al advertir un par de destellos repentinos ahí en la sombra, unos destellos blancos… y acto seguido los negros riscos se bañaron de reflejos naranjas y penetrantes alaridos rompieron con el silencio de las laderas.

    Convencido que se trataba de un asalto comenzó a lanzar fintas como un poseso. No obstante, en medio del frenesí y los desgarradores gritos de sus hombres comprendió que eran devorados por el fuego. Acababa de verlos rodar en llamas cuando un candente abrazo atenazó sus pies y subió por sus piernas. ¡Sus botas se habían prendido de la nada, como si estuviesen embebidas en aceite!

    Rodó por la tierra, gritó y trató de apagarlo antes que subiese más. Se quemó las manos, las palmas y el dorso, mientras lo consumía un terror mayor al que jamás había sentido.

    —¡Detente! ¡Detente por favor! —gimió sin dejar de contorsionarse entre las piedras.

    Las llamas que envolvían sus botas se apagaron como si nunca hubiese existido.

    Alzó la vista, confundido y asustado, los pies y las manos ardiendo por el reciente beso del fuego y vio, alumbrada por las hogueras en que se habían convertido sus hombres, que la sombra que había invitado a rendirse no pertenecía a un guerrero tulvwarense sino a una mujer. Para mayor horror, en su rostro brillaban ojos con un imposible blanco lunar, y de ellos y la nariz brotaba sangre, que goteaba y manchaba sus ropajes.

    Fuegos que aparecían y desaparecían, caos, muerte, y esos ojos vacíos de blanco fantasmal…

    —¡Déjame! ¡Aléjate de mí, démonik! —empuño la cimitarra, que no había caído lejos cuando trataba de apagar el fuego. A su alrededor ya comenzar a extenderse el olor a carne quemada y los gritos de sus desdichados hombres se habían vuelto quejidos espaciados.

    Ella, las manos enlazadas delante como las saconides –cayó en cuenta que iba vestida también como una– habló sin alzar mucho la voz:

    —Puedo hacerte arder hasta los huesos antes que puedas siquiera tocarme con esa cimitarra. Bájala y dime tu nombre, iroshí.

    Estaba paralizado, su brazo no respondió y siguió apuntándola con la cimitarra aunque lo último que pasaba por su mente era intentar algo.

    —Eiyaltán… —se aconsejó a obedecer.

    —Verás, Eiyaltán, necesito mandarle un mensaje a una vieja amiga que está en Yamedal. Solo por eso te he perdonado la vida. No será difícil dar con ella. Se llama Máralad y es bastante popular entre los tuyos.

    ¿Máralad?

    Por un segundo creyó escuchar mal.

    ¡Por supuesto! ¡Resulta que era una démonik de verdad!

    —Máralad… Sí, la conozco. —le rechinaron los dientes. ¡Si tan solo pudiese apresarla y tirarla a los pies del Consejo! —Tu amiga será destituida esta noche… posiblemente en este mismo instante el Consejo del Kaitán la está acusando de traición. Hoy solo habrá dos salidas para ella, y ninguna favorable… —su mente trabajaba: ¿cómo apresarla sin arder como un carbón? —Tú serás la próxima, démonik, en correr la terrible suerte que el espera a esa bruja de Máralad, a menos que cooperes conmigo.

    No estaba en posición de amenazar, ni siquiera de hacer contraofertas, pero trataba de ganar tiempo, de consolidar un plan.

    —No me interesa nada que puedas ofrecerme, iroshí. —ella ni se inmutó, ahí bañada del resplandor de los mortales fuegos.

    —Soy un kayi… soy Eiyaltán de Koirala, hijo del kayi Odernald. Y soy ayudante del Kaitán. Tengo muchas influencias. Dime lo que quieres y será tuyo si colaboras con Iroshtar. Doblaremos lo que sea te pague Tulvwar.

    Por un instante le pareció que ella se tambaleaba, aunque quizás era el efecto del viento agitando sus largos ropajes.

    —No me interesa. —clavó en él aquel par de ojos tan llenos de luz y tan escalofriantes de vacíos. —Mira los fuegos, kayi. —No pudo evitar fijarse los puntos brillantes que latían allá abajo en el valle. En la oscuridad de la noche tal parecía que se trataba de un mar en el que se reflejaban las más brillantes estrellas del cielo. —Es solo una pequeña muestra del peso que caerá sobre Yamedal. La victoria ya es nuestra. —destelló el blanco fuego de sus ojos.

    Ahora que lo pensaba, nunca había visto los ojos de Máralad brillar así, ni de noche ni de día, y mira que habían compartido espacio y tiempo juntos…

    —Te acercaré a Yamedal. Máralad estará ansiosa de tener noticias mías y de mis ejércitos. —la vio dar un paso. —Y no te preocupes, cuando arrasemos la ciudadela no correrás peligro.

    Apretó la cimitarra: si daba otro paso, se arriesgaría. La llevaría a Yamedal, viva o muerta. El Supremo la había puesto en su camino, ahora dependía de él tener el valor suficiente para ganarse esa gloria.

    Pero ella no llegó a dar el otro paso, y un entumecimiento repentino le engarrotó los miembros. La cimitarra escapó de su agarre y lo invadió un desmayo, una sensación de desamparo aplastante, y no supo más de sí.

    Lo despertó ella, la démonik de rostro sangrante, y al recobrar la conciencia el dolor volvió a sacudir su cuerpo. Se sentía como si lo hubiese pateado un caballo.

    —Vamos, kayi. Ahí está Yamedal.

    Se incorporó tambaleante. Estaban en una de las colinas donde el ejército estuvo apostado durante el asedio, en el límite de un bosquecillo de sicomorrales. Ella estaba a su lado, sus ropajes mecidos por la brisa, y ante ellos se erigía la soberbia ciudadela con sus muros sembrados en enormes fuegos, alardeando de inexpugnable. Pero ahora, habiendo visto lo que vio y sabiendo lo que sabía, la derrota parecía inevitable.

    Kojtche.

    —Este es el mensaje que debes transmitirle: que los ejércitos están listos y que aguardamos su señal. Y no te sientas mal contigo, kayi, no hay vergüenza en escoger el camino de la supervivencia. Además, Máralad premiará de buen grado tu colaboración.

    Hacía grandes esfuerzos por mostrarse impasible y poderosa, pero la verdad es que estaba a punto de desvanecerse. Seguía ahogándola su propia sangre, no aguantaría mucho más. Por suerte él no parecía notarlo, solo la miraba con ojos desbordados, con un terror similar al de los escaramuzadores aquellos que acuchilló en los lejanos pasos.

    —Tienes un segundo para echar a andar o sufrirás una muerte más dolorosa que tus hombres, kayi. Y te estaré vigilando. Al más mínimo signo de duda, un paso desviándote de Yamedal, y morirás en la más insoportable agonía. —le amenazó con las fuerzas que le quedaban.

    Solo cuando él comenzó a dar tumbos hacia Yamedal se permitió temblar como una hoja. Y cuando su sombra se perdió en la oscuridad, pudo permitirse caer desfallecida. Sonrió a pesar del dolor que engarrotaba sus nervios, sus músculos, sus articulaciones y sus latidos: no había prendido mil fuegos –posiblemente en Yamedal no se divisase ni uno solo pues quedaron muy abajo en el valle–, pero los iroshí tenían ahora un importante testigo de la traición de la mercenaria.

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  31. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 980 / Total: 53 467

    Yamedal. Poco menos de una hora antes del inicio del Consejo.

    Léstar.

    Los cuerpos se liberaron. Ella se dejó caer a un lado y él quedó bocarriba en las penumbras de la habitación, recuperando el aliento entre el revolico de sábanas, cojines y sudor. Las pacas de cuero que el antiguo dueño de la casa dejara atrás en su huida, y que estaban apiladas contra las paredes, inundaban el espacio con su olor.

    —Mierda. —la escuchó farfullar. Sus cuerpos habían quedado tan cerca que advirtió cómo se ajustaba la venda del muslo.

    También la sintió incorporarse, y poco después una de las hojas de la ventana se abrió de golpe. Entró la brisa y un poco de luz de los hachones, el suave aroma de las flores nocturnas que inundaban el patio interior y también voces aisladas. Su silueta quedó contorneada mientras quedó mirando hacia afuera, las manos en las hojas de la ventana. Iba a decirle algo cuando la cerró de un golpe seco. Se aconsejó permanecer callado: seguía molesta.

    La sintió regresar al lecho. Un chasquido, otro, y la llama que prendió con yesca y pedernal lo sorprendió con las manos en la nuca. Ella, vela en mano, se incorporó y comenzó a buscar su ropa sin mirarlo siquiera. No tardó en reunirla toda.

    —El Consejo demora aun —comentó, siguiéndola con la vista, —y a ti te toma menos de cinco minutos estar lista… Si lo que te preocupa es los hombres, todo está en orden. Pasé revista a las postas y doblé la guardia —en eso estaba cuando un soldado le avisó que Máralad lo había mandado a buscar. —Puse ojos extras en las barriadas, con incentivos suficientes. Todos los hombres están listos para enfrentar el peor de los escenarios. Nadie se toma esto a la ligera, te lo aseguro.

    —Conque todo está inmejorable. —espetó. Había ido hasta una de las antorchas de la pared más cercana y la había prendido. La habitación se llenó de destellos anaranjados y ella también, de la cabeza a los pies. —¿Tratas de retenerme más tiempo, o son ideas mías?

    —Son ideas tuyas. —sonrió levemente sin cambiar de pose.

    La verdad, daría cualquier cosa por retenerla un poco más.

    Máralad no respondió. Ya de regreso junto al lecho comenzó a vestirse, el cabello revuelto y el ceño aun fruncido.

    —¿Me dirás de una vez que pasó? —agregó sin abandonar la cómoda posición. Esa mañana, tras las alarmantes noticias que trajo el pobre Undar, estuvo como fiera enjaulada. Las cosas parecían haber empeorado desde que regresara de las instancias de Ertgarld.

    Pero Máralad siguió callada. Se sentó en el colchón para ponerse el pantalón. Por su cuidadoso proceder velaba de no zarandearse demasiado la herida con las costuras y refuerzos de la prenda.

    —Siempre has sido diligente, pero hoy te pasaste —lanzole por fin una mirada por sobre el hombro, un hombro surcado por una larga y vieja cicatriz, evitando responder su pregunta.

    —El ambiente está muy tenso. ¿Qué clase de subordinado soy si no hago todo por satisfacer… tus expectativas?

    Ella gruñó. No pareció hacerle gracia.

    “Ertgarld recapacitará en cuanto vea que sin ti no es tan fuerte como cree”, quiso decirle. Pero ella ya lo sabía. Y conociéndola, odiaba que le repitiesen las cosas.

    —Vístete. —dijo a secas. Se había puesto ya la camisa y la ajustaba ahora por dentro del pantalón. —Viene una noche larga, y no tengo ni idea de cómo va a terminar —pasó a anudarse el cinto.

    En seguida vino el tahalí con la daga. ¡Chaks! chirrió la guarda del arma al chocar con el borde de la funda: siempre, tras ponérsela, comprobaba que podía deslizarla con facilidad.

    —Escucha, —se incorporó en la cama, como si el chasquido lo sacudiera de la modorra —si quieres mandar a todo Iroshtar a la mierda, solo hazlo. Por tu cara, ese diálogo no salió muy bien que digamos, ¿no? ¡Deberían estarte besando los pies, Ertgarld el primero! Ni siquiera tienes que ir a ese maldito Consejo. ¿Quieres ver cómo se repite la humillante escena que ya vivimos en Tulvwar hace cuatro años? —vio su tez reaccionar a aquel recuerdo. —¡Tienes todo el derecho a escupir en ellos, su Supremo y su Consejo y largarte a…!

    —¿A Franjia? —le cortó, rabiosa. Se acomodaba las altas botas. —Eso sí te gustaría, ¿no?

    —¿Por qué luchar por lo que yo creo es tan diferente que luchar por lo que sea que cree Ertgarld? —se ensombreció.

    Ella terminó con las botas, sin mirarlo y sin darle una respuesta.

    —Máralad, por todos los dioses —se mesó las sienes y el cabello, —sabíamos que esto iba a pasar, que en cuanto cantaran más sobre tus hazañas que sobre la grandeza del Supremo, el linaje de los Fádmer o la belleza de la Kaitana, alguien iba a salir con el orgullo herido. —Ella lo observaba erguida, tan hermosa y fiera a sus ojos. —Tómate un tiempo lejos de todo esto. Eso hablamos, ¿recuerdas? Aléjate hasta que se te ocurra algo mejor, como si quieres intentar algo en Franjia, y si no, pues olvídate de eso también. Y si no quieres regresar, o si no quieres ya ni luchar, no luches pues. Haz lo que te plazca. Medios tenemos para ello, para lo que sea que quieras hacer. El grueso de los hombres te seguirá. Yo te seguiré.

    Por un momento le pareció que reflexionaba, que diría algo, pero lo que salió de sus labios, torcidos en una mueca desabrida, fue un descarnado:

    —No me importa cuanta seguridad hayas desplegado, aquí adentro ya no me eres de ayuda. Sal y revisa todo otra vez. —Tomó de una bandeja cercana una manzana mordida: —Los quiero no el doble sino el triple de alertas. Esta noche, todos son nuestros enemigos. Hasta nuestras sombras —y salió de la habitación, llevándose un poco de la luz y el calor consigo.

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    1. He estado atrasado pero ya estoy al día, felicidades Gamora, de veras sabes como tener a tus lectores en tensión, estoy desesperado porque se descubra el complot contra Maralad, pero que va, se sigue complicando y enredando la trama, es perfecto, me tienes atrapado. Éxitos.

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      1. Hola Sauron, juro que no es adrede alargar la escena del Consejo! 😅 Ya está ensamblada, pero no me convence todavía, así que voy a dejarla descansar un poco más. Gracias por la lectura -y la paciencia. 😊 Saludos.

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  32. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 4840 / Total: 58 307

    *Sirvarth*

    “Enfría la cabeza” había dicho Mudarka, y eso fue lo que se le ocurrió. Si a otros le funcionaba, ¿por qué a ella no? Por lo general tendía a evitar este tipo de relación, no porque pudieran socavar su liderazgo sino por…

    Sus fugaces reflexiones sobre el revolcón que acababa de tener con Léstar desaparecieron de golpe al descubrir, ahí en el portón de la entrada, los amplios patios del castillo plagados de kayis y caballeros. Tras rápido escrutinio de su entrenado ojo vio que solo faltaba ella, y aquello no le gustó nada.

    En seguida descubrió a Báidikost entre la multitud. Y él a ella. Sus ojos de rapaz desprendían ceremoniosa altanería, pero ni eso podía velar el desprecio que emanaban de detrás de esa máscara de diplomático que tan bien sabía llevar cuando quería.

    —¿Qué significa esto? ¿Iban a empezar antes, y sin mí? —llegó ante él, dominando a duras penas la rabia que la cundía.

    —No todo gira en torno tuyo, Máralad. Deberías tener claras tus prioridades. Mas si resultan ser otras diferentes a las que nos acucian… —No terminó la frase. Dio media vuelta dejándola con la palabra en la boca y se abrió paso entre los kayis que ya se agolpaban alrededor de ella para expresarle apoyo o pedirle explicaciones sobre los alarmantes rumores que sobre su cambio de lealtad se habían extendido por la ciudadela.

    Les respondió con brevedad, sin hacer mucho caso ni siquiera a Mudarka, que también había llegado a sulado: había quedado siguiendo a Báidikost con la mirada. Fue abriéndose paso hasta llegar a Ertgarld, quien hablaba con el jefe de su guardia. Cerca de él, clavadas hasta su primer tercio en el mullido césped que bordeaba las losas del patio, estaban las temibles Espadas del Consejo. Su presencia era más que simbólica: una estaba destinada a ejecutar el castigo de los culpables, y la otra para perdonar inocentes. Había empuñado ambas en pasados Consejos a petición de Ertgarld, incluso a petición del propio Kai… Apartó la mirada de aquellas armas que conocía y volvió a la figura de Ertgarld. Intercambiaba ahora unas palabras con Báidikost, aún ajeno a su presencia.

    Siguió tan concentrada en ellos que no escuchaba los comentarios de Mudarka ni de los otros que la circundaban. No dejaba de preguntarse cómo siendo un hombre sagaz y práctico, Ertgarld había permitido que las cosas derivaran en esto, en un maldito Consejo poniéndola en esta posición. Podía haber resuelto las sospechas y las tensiones de otra manera –lo había visto impartir justicia antes mil veces, podía ser recio, incluso inflexible, mas esto era demasiado. Justicia, había alegado. Sabía que lo presionaban desde varios frentes, pero esto era inconcebible; no parecía sino un fiasco, uno que le causaba repulsa y empañaba la imagen que de él tenía. Recordó su cara cuando dijo que confiaba en ella, pero era difícil creerlo siendo esta su forma de actuar.

    En el instante en que contemplaba esa idea, Ertgarld levantó por fin la vista y sus ojos la encontraron. Seguía aquella dureza en su rostro, la misma de la atalaya, la misma de hacía apenas hora y media. La misma en la que latía la desconfianza y en la que ahora, además, se le antojaba una prematura condena.

    Un gélido presentimiento se hincó en sus entrañas. No, definitivamente no podía confiar. No había exagerado al decir a Léstar que esa noche todos eran sus enemigos.

    *Ertgarld.*

    Debía ser neutral para poder impartir justicia y buscar la verdad a cualquier costo; eso era lo que debía hacer como Kaitán. Pero hoy la tarea le pesaba, algo inusual en todos sus años en el cargo. Es más, hasta seguía sin poder creer el contenido de las cartas que le mostró Arldzán. Y eso que los informantes eran de suma confianza. ¿Por qué, a pesar que las evidencias que seguían agolpándose en contra de Máralad, seguía dividido? Cada vez que intentaba convencerse –sí, convencerse– de que era culpable de lo que sucedía una parte de sí se rebelaba, se negaba a aceptarlo. ¿Lo lastraba acaso su deuda? Y por otro lado, ¿no estaba siendo demasiado extremista? Su posición aparentemente permanecía lejos de cuestionamientos, pero solo en apariencia: si la mayoría ahí reunidos pedían culpabilidad para Máralad y él se negaba, no había garantías que el próximo en enfrentar un Consejo no fuese él mismo…

    Recorría a los presentes, que ya se habían colocado en semicírculo a su alrededor, y leía de todo en aquellas miradas: escepticismo, soberbia, incertidumbre, dudas, alarma… Ninguna se le clavaba como dos filosos puñales, solo la de Máralad.

    Si a pesar de todo ella resultaba ser inocente al final de la noche, en el momento en que se revelara el contenido de aquellas cartas quizás sentiría algo de lo que lo invadía a él en esos momentos: la amarga duda de si quien había considerado su mano derecha le había traicionado.

    —Primero trataremos la noticia de dos ejércitos enemigos, y segundo… —comenzó, quitando la vista de dónde Máralad, que había quedado muy cerca a su izquierda, flaqueada por Mudarka y los kayis que sentían cierta afinidad a ella, o al menos a la garantía de éxitos que representaba —…y segundo, nos ocupará determinar la responsabilidad de la Mariscal ante tal crítica situación. Al final, cuando no quede nada por decir y se emita el veredicto, se cumplirá la voluntad del Supremo —una mano fue a su pecho como muestra de respeto al dios y con la otra indicó a las dos vetustas pero afiladísimas hojas clavadas en el césped, las únicas armas permitidas en el Consejo.

    Comenzó haciendo un lacónico recuento del origen de la noticia de los ejércitos enemigos, aun si la mayoría de los presentes había sido testigo de la llegada del escaramuzador mercenario. Luego hizo una seña y dos guardias que esperaban en una de las sombrías esquinas del amplio patio se abrieron paso llevando al hombre de Máralad, que daba pasitos inseguros ayudado de un bastón.

    —Escaramuzador, —llevó la mirada al hombre, ya ante él —¿cuál es tu nombre?

    —Undar Surdali de Almarraz, mi Kaitán —la voz era un hilo en contraste con la suya, que emitía poderosos ecos en los circundantes muros.

    —Undar, es evidente que aún no te recuperas del todo, pero debes ser interrogado. Ninguna de las otras postas emite señal o aviso y solo tú has regresado —su voz se iba endureciendo a medida que hablaba. —Según las leyes de Iroshtar, todos los presentes en este Consejo tienen potestad para interrogarte y tú estás obligado a responder con la verdad. ¿Eres fiel al Supremo?

    —Con todas mis fuerzas, mi Kaitán.

    —Él será tu mayor y más poderoso juez. Si mientes, no solo arrastrarás desgracias sobre ti y tu comandante —señaló a Máralad, que apretaba los puños (Mudarka se inclinaba y murmuraba algo en su oído en ese momento) —sino sobre todos los presentes, incluidos los civiles de Yamedal, tus demás compañeros, y tu propio Kai. ¿Comprendes lo que eso significa?

    El hombre asintió.

    —Undar de Almarraz, cuéntanos qué sucedió.

    Sin hacerse de rogar, el mercenario comenzó a describir los eventos. Empezó hablando de una polvareda que él y sus compañeros de posta descubrieron alzarse inesperadamente en el horizonte, allá en Cola Antana. Habló de lo estupefactos que quedaron y de cómo, acto seguido, sin salir del estupor siquiera, cayeron bajo ataque.

    —Fue una tarde plomiza en Cola Antana, las nubes, la niebla… el enemigo debió auxiliarse de ellas. Solo así pudo habernos cogido por sorpresa, porque no dejamos nuestro puesto ni un instante. Cumplíamos bien con nuestro deber, mi señor.

    Su narración era algo caótica, retrocedía y avanzaba en el orden de los sucesos, pero no daba lugar a dudas: un enemigo fuerte, rápido y letal, los había sorprendido. Todos estaban muy atentos a sus palabras, Máralad la que más, inmóvil, de brazos cruzados.

    —Solo la mano del Supremo levantó esa niebla por unos instantes y nos permitió ver en la distancia la polvareda, justo antes de ser atacados… Todo sucedió muy rápido. El enemigo se movía como un espectro…

    En la voz del sobreviviente primaba un gran pesar. Las pausas que con mirada perdida hacía en su relato reforzaban la tragedia.

    —Yo pude llegar al caballo —continuó tras una pausa más prolongada. —Sabía que el enemigo estaba a mis espaldas, lo sentía… Esperaba un dolor mortal en cualquier momento, una flecha, una lanza, un filo que acabara con mi vida… Solo pensaba en escapar, en alertar a Yamedal de lo que podía significar aquel ataque, aquella polvareda que borraba el horizonte. Y escapé. No sé cómo… Vi caer a los otros, pero yo no morí. Cuatro hombres de probado valor, buenos guerreros, hermanos míos, muertos… Y no sé si estar agradecido por ello… Mientras huía, no muy lejos encontré a Koaa…

    —¿Koaa era de tu partida? —interrumpió Báidikost.

    —No. De otra, señor.

    —¿Qué hacía ahí entonces? Ninguna posta sabía de la siguiente. Fuimos cuidadosos al ubicar los hombres y al mantener las locaciones en secreto. ¿Cómo sabía de la ubicación de tu posta? —aunque era con el hombre, Báidikost fulminaba a Máralad.

    —No lo sé, señor. No sé dónde estaba apostado Koaa, solo sé que estaba ahí tirado entre las rocas, desangrándose. Tampoco estaba tan cerca. Quizás ni sabía de mi posta… Solo sé que cuando lo vi, me bajé a ayudarlo…

    —¿Huías con el enemigo en tu nuca, para informar, y arriesgaste todo eso por un moribundo? ¿No pensaste que era una insensatez, o que podía ser una trampa? ¿Arriesgaste todo eso? —saltó entonces Fádmer, tan impetuoso como siempre.

    —Los soldados han sido instruidos en la lealtad. Lealtad al compañero también —escuchó alzarse la voz de Slarkast, plantado no lejos de Máralad. —¿Cuántas veces hemos desdeñado el peligro para salvar a un hermano de armas? Eso no es raro, Fádmer.

    Las afirmaciones no se hicieron esperar. Aunque se cuidaba bien de mostrar cualquier emoción como el imparcial juez que era, no pudo sino estar de acuerdo también con el kayi de Almatria: tanto él como Máralad, el uno por el otro, habían blandido esa lealtad en un pasado no tan lejano. Y volvió a sentirse profundamente dividido.

    —¿No escuchas? El tal Koaa estaba lejos de su posta. Antana es enorme, ¿por qué estar justamente en los alrededores de la de este hombre? Si huía también en busca de ayuda o de alertar, debía haberle encontrado más abajo en la cordillera, ¡no tan cerca de su locación, por el Supremo! ¿Cómo es que no te suena sospechoso? —Fádmer arremetía contra Slarkast.

    —Señor, conozco a Koaa… —alzó la voz el escaramuzador con evidente esfuerzo —le conocía… no era un traidor. No sé por qué estaba ahí… pero en ese momento no pensaba en eso. Solo en ayudarle. No podía dejarle. Estaba muriendo… No podía hacer nada, pero tampoco podía simplemente pasar por su lado como si no le hubiese visto —descolgó la cabeza. No había que estar cerca para advertir que el hombre trataba de reprimir los sollozos. —Él… murió rápido. Apenas tuvo tiempo para decirme que había visto un ejército por el Camino de Hierro antes de morir.

    A pesar que en mayor o menor grado ya todos los presentes dominaban el dato, los kayis que más recelaban de Máralad comenzaron a alzar sus voces:

    —¡Si el otro ejército baja por el Camino de Hierro, Vleda tendrá que asumir la defensa! ¡Y no podremos ayudarles aquí asediados por otro maldito ejercito!

    —Es cierto. Con un ejército basta para inmovilizarnos aquí.

    —¡Se harán con todo el norte mientras nos acorralan en Yamedal!

    —Bloquearían nuestro comercio con esa parte de Franjia…

    —Puede ser una maniobra, ¿y si viran y nos atenazan ambos ejércitos aquí? ¡Iroshtar quedará sin ejército, por el Supremo! ¡Quedará desamparado si nos destruyen! ¡La guarnición de Vleda no será suficiente para defender todo el reino!

    —¡Nunca debimos entrar en Yamedal! ¡Caímos en una trampa!

    Los comentarios de los que señalaban que aún no se sabía con certeza la cantidad de hombres de cada ejército tulvwarense fueron ahogados por otros gritos por el estilo. Algunos comenzaron incluso a señalar a Máralad y decir que había destruido el ejército que cuatro años les tomó formar, que su estrategia había resultado tan mala que los había llevado un atolladero y que peligraba no solo la campaña y los logros de esos años sino el futuro del reino. Era una apreciación algo exagerada por prematura, pero no intervino. Debía estar, como Kaitán al fin, imparcial todo el tiempo.

    Máralad solo fruncía el ceño, mirando a los que protestaban. Le sorprendía que no hubiese alzado ya la voz. Que tratara de no perder los estribos hablaba, al menos, de que hacía un esfuerzo por no empeorar las cosas. Mudarka otra vez susurraba algo en su oído. Esto sí que no le sorprendía. Que Mudarka mostrara abiertamente su apoyo hablaba de su ambición: aceptaría cualquier cosa que asegurara que sus manos nunca estuvieran vacías. No en vano había respaldado a Máralad desde las primeras victorias. Era normal que ahora le costara soltar a la causante del considerable incremento de sus riquezas…

    —El Supremo debe amarlo, mercenario —vibró la voz de Báidikost por sobre las protestas y todos callaron para escucharle. —El enemigo por lo visto se asegura de cegarnos en los pasos y sin embargo milagrosamente escapa usted, a caballo, sin un rasguño, y encima le da tiempo a acunar a su amigo moribundo que inexplicablemente está lejos de su posta, cuya locación dices ignorar. La posta de este tal Koaa era… ¿cuál era, Máralad? —se giró, encarándola. —Ideaste los puestos, ¿no es así?

    Por un segundo, el ambiente se tensó más. Pero Máralad respondió con una calma que ya no esperó ver en ella:

    —Partmit, Báidikost. Koaa estaba designado a Partmit junto con dos soldados iroshís.

    —Partmit. Ya escucharon —continuó su cuñado. —Desde esa parte de Cola Antana se domina uno de los accesos al Camino de Hierro. Aunque hay algo que no cuadra. Tiene sentido que viera al enemigo, sí, pero no que llegara tan rápido a Siete Quebradas, que era tu posta en Antana ¿no, escaramuzador?

    —Sí, Siete Quebradas era mi posta… —el hombre de Máralad se ensombreció.

    —Suficiente, Báidikost. Este hombre no es culpable de nada, en todo caso solo de actuar como un héroe —retumbó, por fin, la voz de ella.

    —¿Héroe? Hay cosas aquí que no están claras —saltó Fádmer. —Y hasta que no descubramos la verdad que nos elude, nadie debe ser considerado inocente, ¡menos un héroe!

    —¿Cuestionas el obrar el Supremo? Ese era el camino trazado para este hombre —habló Ásbangar, uno de los caballeros. —Hablas de que las cosas no están claras, ¿cuándo ha estado clara la voluntad del Supremo? Y el heroísmo de este hombre, en todo caso, es lo más claro de todo esto.

    Varios kayis lo secundaron. Otros, con Fádmer a la cabeza, seguían alegando que era demasiado sospechoso si se le sumaba como todo lo sucedido había reconducido a eso: a Yamedal amenazado por fuerza superiores, convertido de victoria fácil en pérfida ratonera. Báidikost, las manos anudadas atrás, fulminaba ora a Máralad ora al escaramuzador, que a duras penas se sostenía apoyado en el bastón.

    Advirtió con una mirada de reojo por sobre el hombreo a Arldzán, que había quedado algo apartado del semicírculo. No le sacaba los ojos de encima a Máralad. Siempre lamentó que no se entendieran bien. Incluso hubiese preferido que las acusadoras palabras de esas cartas las trajera otro, no él.

    —Para que el escaramuzador de Cola Antana estuviese ahí en Siete Quebradas debía salir dos días, o uno y medio, con antelación para que te diera tiempo a encontrártelo, —comenzó a hablar pausadamente el kayi Oderland, como si reflexionara. —Además, ya tendríamos otras noticias del ejército en el Camino de Hierro si lo que vio es cierto, aun si no quedaran escaramuzadores en Antana. Con la de refugiados y caravaneros, alguno debía haber visto algo, sería lo lógico.

    —O igual se han cuidado bien de lo que hacen, y además de exterminar a nuestra gente en Antana se saben hacer invisibles en esas cordilleras —Mudarka fue quien respondió, algo socarrón. —¿Acaso Tulvwar no puede ser tan astuto como para eso? ¿Cuatro años de victorias les han borrado de la mente lo fuertes rivales que siempre han sido?

    Otra vez criterios encontrados. Ilgdartmol ‘Kayi-Soian’ –como lo apodaban por su cambio de bando– habló del ingenio de sus coterráneos para maniobrar en las montañas y aquello fue un detonante para que comenzara a armarse revuelo.

    —¡Señores! —Fádmer se posicionó en medio del semicírculo desplazando a Báidikost, quien se apartó con discreción. —¡Señores, no nos detengamos en lo irrelevante! ¡Este hombre, cuyo testimonio hemos escuchado, —señaló al escaramuzador, desencajado en el bastón que apenas lo sostenía —puede o no ser un traidor, pero por lo pronto descubrirlo no influirá de sobremanera a aclarar las cosas! ¡Veamos más allá! ¿Acaso él nos dictó la estrategia a seguir?

    Sabía por dónde iba, incluso antes que pronunciara aquel retumbante: “¡La culpa, señores, de las desgracias que ahora amenazan nuestra campaña recae en los hombros de esta mujer!” y con un dedo acusador hiriera el aire apuntando a Máralad. Mas en aquella pregunta descubrió el peso de un atisbo de culpabilidad que jamás confesaría.

    —¡Ya escuchamos a tu hombre, ahora deberíamos escucharte a ti! —se alzaron varios reclamos. —¡Habla! ¡Confiesa! ¡Di la verdad!

    Ante la evidente acusación Máralad se descruzó de brazos y volvió a apretar los puños.

    —¿Qué hay que decir? Undar es uno de mis hombres de confianza. Se la ganó con sangre y con hechos, no con lisonjas ni oro —Máralad, con el mismo aplomo con que daba órdenes en la batalla, dio un paso adelante, desafiando a Fádmer. —Sé distinguir la traición, y mi hombre no es un traidor, por más que sigan cuestionando la suerte que ha trazado algún dios en su camino. ¡Doy fe de su fidelidad, de su valentía y de su honor! —Sus palabras retumbaron en los muros, y los fuegos parecieron agitarse al compás de ellas. Incluso los guardias del patio y los de las murallas, recortados contra los crepitantes fuegos, parecían pendientes de sus palabras. —Undar no solo sobrevivió, se ciñó a su misión de alertarnos y lo hizo a riesgo de su propia vida. Hizo lo que se esperaba de él. ¿Por qué se empeñan en despreciar su fidelidad buscando manchas en su proceder? ¿Acaso trataremos así a los hombres leales de ahora en adelante? —Su mirada quedó fija en él al plantear esa pregunta.

    La sostuvo. Más directa no podía ser.

    El silencio se extendió. Esperaban que dijese más, pero ella no volvió a abrir la boca.

    —Máralad, —comenzó a decirle —si ya has dejado clara tu postura respecto a tu hombre, ahora corresponde escuchar los testimonios que han llegado a nuestros oídos y no pueden ser ignorados, sea cual sea su naturaleza, y que nos hacen cuestionarnos, como ha manifestado Fádmer, tu papel en toda esta situación. —Las palabras pesaban como bloques.

    Hizo una seña a otro de los guardias que aguardaba en los límites de la multitud, y al advertirlo los presentes se giraron con curiosidad mientras de las sombras, acompañando al soldado, avanzaba Naharaíne.

    *Sirvarth.*

    La multitud, expectante, quedó presa de un silencio sepulcral. La desconocida era una mujer envuelta en una larga capa gris que arrastraba el piso y solo dejaba ver su cabeza. Aunque no lucía joyas y llevaba el cabello recogido con sencillez, algo en su porte desprendía una serenidad propia de los nobles.

    ¿Quién era? ¿La habría visto ya en algún lugar? ¿La mujer que estaba antes en las instancias de Ertgarld? ¿En el Desposario de Ira-Roshtare?

    La mujer llegó ante él, enlazó las manos por delante y bajó la cabeza en señal de respeto.

    —Ella es Naharaíne de Covegarra, favorita del derrotado Soian Tadeshar, señor tulvwarense que ostentaba Yamedal —la presentó el propio Ertgarld. —Cuéntale al Consejo, Naharaíne, bajo la mirada de hombres y dioses, los tuyos y el nuestro, lo que me contaste. Y pobre de ti si las palabras que han salido y saldrán de tu boca son mentiras —retumbó.

    Vaya, así que una Doña, y favorita del Soian Tadeshar…

    No pudo detenerse mucho en el dato: la mujer, solemne, comenzó a hablar con voz clara, y a medida que las palabras salían de su boca no daba crédito a lo que escuchaba: decía haber sido testigo de un mensaje para el Soian, un mensaje en el que se hablaba de una cantidad exorbitante de oro que Tadeshar debía proteger pues el destinatario de tan sustanciosa suma sería el artífice de la anhelada victoria que tanto deseaba Tulvwar. Pero ni siquiera eso fue lo más alarmante, sino:

    —El oro venía de las arcas personales del Sarl, y era para un notorio mercenario de Imperiata, uno capaz de propiciar ese viraje tan radical que exige la contienda para que Tulvwar supere a Iroshtar. Lo juro por mis Once. —Y para coronar todo, la mirada de la Doña se detuvo, acusadora, en ella.

    Había quedado tan muda como el auditorio.

    —¿La favorita del Soian, acusando a la causante de la desgracia de su señor de ser una traidora a Iroshtar? ¡Que oportuno! —fue Mudarka quien rompió el silencio. —¿Se supone que debemos tomar como pruebas de peso las palabras de una Doña tulvwarense que en mayor o menor medida disfrutaba la compañía y beneficios del Soian que perdió Yamedal?

    Alguno kayis y caballeros secundaron las palabras de Mudarka. Había reclamado directamente a Ertgarld, que impasible, seguía la escena.

    —No miento, mi señor —la doña salió en su propia defensa. —Solo repito lo que escuché y vi con estos ojos que me dieron los Once. Era la favorita de un Soian, sí, pero ahora me debo al Kaitán de Iroshtar. A él está atado mi futuro. Mintiendo no haría sino desbaratar las posibilidades de rehacer mi vida, una vida mejor.

    Murmullos en apoyo o rechazo comenzaron a recorrer los presentes. Al menos los kayis seguían divididos, pero temía que no por mucho tiempo: aún faltaba que Arldzán interviniera, y sus amenazas seguían atormentándola. ¿Qué demonios podía él blandir en su contra? De hito en hito le buscaba con la mirada pero seguía como ausente, escondido tras la estoica silueta de Ertgarld.

    —Queda claro que tienes experiencia en tomar este tipo de decisiones, querida, —la voz de Mudarka volvió a escucharse por sobre los comentarios y acusaciones —pero resulta que hay demasiado en juego como para no cuestionar a una cara bonita que cambia de lealtades con facilidad.

    —¿Acaso viste o escuchaste mi nombre relacionada a ese oro? —exigió, más que preguntar, a la mujer, sin dejarla que respondiera a la perspicacia de Mudarka.

    —¡Escúchate, por el Supremo! —se burló Fádmer oportunamente –la Doña titubeaba. —¡No trates de hacernos mirar a otro lado, Máralad! ¿De quién puede tratarse sino de ti? ¡Todo está claro! ¡Siempre supe que había algo sospechoso contigo!

    La rabia bullía cada más en su interior, crecía y la sofocaba. Aquello ya era demasiado: acusaciones directas y sin pruebas más allá de las palabras de esa extraña; Ertgarld como si estuviese ciego, sordo y mudo; conjeturas sin sentido. El Consejo era una burla.

    —Calma —Mudarka debió advertir algo porque la agarró con disimulo por el codo, y alzando la voz señaló: —¿Tanto oro, a las puertas de Yamedal, y no ha aparecido en ningún saqueo? ¡Qué conveniente que lo más parecido a una prueba se esfume sin más!

    La discusión se avivó: que si había que volver a revisar la ciudadela en busca del oro, que si Máralad podía haberlo interceptado primero, que debía estar en prisión hasta que se aclararan las cosas. Otros desgaritaban que la confesión de la Doña no eran sino figuraciones incapaces de ser probadas… En medio de todo aquello, la mujer la miraba de reojo. Cada vez se convencía más que debía ser la misma mujer que encontró con Ertgarld. ¿Desde cuándo la conocía como para confiar tanto en sus palabras y hacerla testigo clave del Consejo? ¿Era una espía encubierta acaso? Conocía a casi todos los espías, y a todos los importantes, ¿por qué a esta no? Quería ir hasta ella y zarandearle la verdad: si todo eso no es más que una invención, quién le paga de ser así, o si de veras había escuchado todo eso y si sabía algo más.

    Pronto, el revuelo de aquellas voces y sus vanos intentos de descubrir cómo encajaban las palabras de la mujer con la amenaza de Arldzán comenzaron a aturdirla. Por suerte, Ertgarld empezó a exigir silencio: la Doña –a quienes algunos kayis comenzaron a llamar mentirosa– quería agregar algo.

    —No puedo hablar de lo que no sé. No pudo hacerlos creer o no, mis señores. Solo los dioses pueden juzgarme. Lo que sé, expuesto está. Mi conciencia está limpia.

    —Mi conciencia también está limpia si de traiciones se trata —ahora retumbó ella, incapaz de seguir callada.

    Se hizo otro de esos profundos silencios. Caminó en pos de la Doña y quedaron frente a frente.

    —No sé qué historia es esa que has traído, pero no soy la única que ha venido de Imperiae. Y mercenarios hay por doquier en Franjo —la enfrentó, aunque sabía que no era un argumento precisamente fuerte. —No sé quién eres, no sé de tu historia, tus motivos ni tus lealtades, —su tono era suficiente para que todos escucharan —pero todos los aquí reunidos me conocen desde hace cuatro años —miró a Ertgarld, —unos más que otros. —Hace cuatro años sangro junto a los iroshí, ¿y sabes por qué? Porque los tulvwarenses me rechazaron.

    En la pausa reconoció la velada sorpresa que se posó en el armonioso rostro de la Doña. Se giró, recorrió a los demás, sobre todo sus detractores.

    —Hace cuatro años Tulvwar me despreció. Consideró que una mujer armada es una transgresión y una burla a sus dioses. Los kayis de Iroshtar me dieron la oportunidad de demostrar lo contrario. Y eso he hecho estos cuatro años. ¿Cuántas tierras han recuperado? Retribuí la oportunidad que me dieron con victorias —recorría a los presentes. —¿Crees tú, o alguno de ustedes, que aceptaría trabajar para ellos después de haber probado su desdén? ¡Ni todo el oro de las arcas de Karstere puede borrar el pasado! ¡Todo esto —encaró a la Doña —me parece más una conspiración para socavar nuestra unión!

    —Basta de discursos, Máralad. Tu lengua venenosa no te salvará esta vez.

    Las palabras la helaron: era Arldzán, que salía a su encuentro. Parecía haber despertado del letargo de silencio y reflexión que había mantenido hasta ese instante.

    —Si crees que solo arremetemos contra ti por las palabras de esta mujer, te equivocas.

    Se tensó. Sabía que el golpe venía, pero no lograba discernir por dónde.

    —Iroshtar se ha vuelto más grande, sí, y nosotros también más ricos. —Hizo una estudiada pausa, y continuó, ahora avanzando hacia ella. La Doña, al verlo, retrocedió dejándola sola en medio del semicírculo. —Tenemos fidedignos espías en Tulvwar, tú sabes de ellos, Máralad, has confiado en sus palabras mil veces. Y volverías a confiar ciegamente porque han demostrado ser fieles, ¿no es así?

    No respondió a su retórica. No habría podido responder nada: un sordo rugido se apoderaba de sus nervios, tensándola y alistando cada fibra como siempre que esperaba un golpe y se preparaba para devolverlo.

    —Esos infalibles informantes comunican que el desespero del Sarl es tanto que podría estar dispuesto a fundir las once Torres Sagradas de Karstere con tal de frenar en seco nuestro avance. O sea, fortuna tiene para comprar lealtades, las que sean… Lo que quiero decir es que si queremos ser justos ante los ojos del Supremo, hay que ser valientes y encarar la traición, venga de donde venga. O de quien quiera que venga —Arldzán la había comenzado a rondar como un buitre. —Dices que ni todo el oro de Karstere puede comprarte. Yo digo: ¡ni todas las riquezas que has puesto a nuestros pies puede hacernos voltear la cabeza ante las claras señales de tu traición!

    Solo entonces vio tres papeles en la mano que Arldzán tuvo anudada a sus espaldas todo el tiempo. Los blandía como si se tratara de estandartes. ¿A eso se había referido cuando dijo que tenía pruebas de su traición?

    Buscó a Ertgarld, cualquier gesto en su rostro podría darle una pista de a qué se enfrentaba, pero él seguía inmutable cuan estatua de piedra con los brazos cruzados.

    —¡Tres experimentados espías aseguran que esta mercenaria es una traidora! ¡Fidedignos espías en los que hemos confiado desde antes que aparecieras en estas tierras, Máralad! —vociferaba Arldzán, enaltecido y triunfal. —¡Lee y dime si esto también es una mentira! —y le extendió, tajante, los tres papeles.

    Estuvo un segundo ahí inmóvil, con la rabia volviendo a nublarle los sentidos, sin tomar los papeles. Pero Arldzán insistió:

    —¡Lee en voz alta para que todos escuchen! —Y acercando el rostro al suyo, chirrió entre dientes: —Lee y después búrlate de mí y llámame mentiroso, bruja traidora.

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    1. Al fin pude leerme el capítulo, genial, sigo en suspenso, pero sospecho que la cosa no se va discernir en el consejo, las acusaciones a Sirvarth no van a parar ahí, la veo huyendo y la historia promete ser larga, muchas fuerzas en juego, muchas tramas que van a ir uniéndose, lástima que aquí como aprendí hace poco publicar no es negocio, es duro para un fan ver las librerías atestadas de libros que nadie quiere, solo porque cumplen con los requisitos u otra cosa, muchos libros que desaparecen en días por ser altamente cotizados no se reeditan y otros nunca ven la luz y lo repito, todas las obras del Nanowrimo podrían publicarse, su calidad es superior a muchos libros que he leído, entretienen, te ponen en tensión. Te hacen pensar, un aplauso para Gamora y el resto de los camaradas que nos regalan tan buenas historias.

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      1. Hola, Sauron! Si,la historia da para mucho más. Aún tengo los hilos de Maxe y de lo que sucedió tras Nadiva convertirse. Trataré de seguir, entre col y col jjj De momento la idea es que siga fluyendo la escritura. Gracias por pasarte u leer 🙂

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  33. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 1974 / Total: 60281

    *Léstar*

    Dejó la casona por una de las puertas laterales con el mejor de los humores a pesar del asunto del Consejo y la amenaza de asedio. Y es que el sinsabor que le dejó la aspereza de Máralad no demoró en desaparecer mientras se vestía: si se miraba bien, el escenario creado no tenía por qué ser tan devastador como apuntaba. Si Ertgarld y sus kayis daban de lado a Máralad podría volver a hablarle de la campaña que por tanto tiempo había anhelado hacer en Franjia. Una vez calmados los ánimos había más posibilidades de que accediese si le volvía a mencionar el asunto, ya fuera por restregarle a los iroshí el error que habían cometido, o porque de veras se había hastiado de los muy ingratos.

    La combinación de todo cuanto a su favor veía puso una involuntaria sonrisa en su rostro. Debía tenerla todavía cuando se dio cruce con Viula en las afueras de la casa porque este lo miró con extrañeza bajo la luz de una apestosa antorcha.

    —¿Cómo está tu gente? —adquirió una actitud más seria, achicando los ojos por el brillo de la llama.

    —Un poco nerviosos. Todos se preparan para el asedio y nosotros apenas trasladamos un par de tarecos de aquí para allá…

    —Son las órdenes. Tú has tu papel de jefe y dales unas palabras de aliento —palmeó su hombro con confianza.

    —También hay otra cuestión… —Viula lo detuvo. Antes de continuar se rascó la calva con tosco embarazo. —Los de aquí han empezado a murmurar… sobre lo que se dice de Máralad. Y sobre que la población parece demasiado tranquila con el asunto del asedio. Todo eso no da buena espina.

    —¿Vas a ser parte de eso, Viula? —le reprendió con voz de pocos amigos. —A esta gente le da lo mismo quien ocupa Yamedal con tal de que la ciudad no sea pasada por las armas y el fuego. Solo han conocido el gobierno de Tulvwar, es normal que recelen de nosotros a pesar de nuestra benevolencia. Te necesito alerta y firme. Si los hombres te ven seguro se calmarán. Y en cuando a Máralad, se las ingeniará para sacar partido a la situación, siempre lo hace.

    Viula estaba profundamente serio, acentuándose en su maltratado rostro una decena de cicatrices, marcas y costras. En su calva, en cambio, la luz resbalaba sin interrupción.

    —Estén alertas todos, tanto con el dichoso Consejo como con los locales, Viula. No quiero sorpresas desagradables.

    Máralad estaba siendo puesta a prueba; ellos, como sus hombres, debían ser más que nunca ejemplos de profesionalidad. Se lo dijo. Viula asintió.

    —Voy a dar una vuelta —moduló la voz, —solo hagan lo que saben hacer.

    Tras dejar al subjefe se encaminó a dar una ronda por las postas que pudieran resultar de particular interés. No dejaba de cavilar sobre el resultado que podía salir de ese Consejo –los locales no le preocupaban tanto, eran gente deshabituada a las armas: podían degradar a Máralad, o separarla del Mariscalato temporalmente en el mejor de lo casos. Aunque no mereciera ninguno de los dos escenarios a su entender, nada le placería más que verla libre de ataduras, mandando a todos los iroshís al infierno y marchando a su lado como la comandante de las huestes que restaurarían la gloria de Franjia.

    Sorteaba grupos que martilleaban una incipiente armazón alumbrados por hachones, tipos escupiendo órdenes, barricadas en plena construcción… Iroshís, yamedalenses y hasta mercenarios preparaban la ciudadela para resistir al asedio. De momento no se sentía el pánico. La gente trabajaba mecánicamente, sin esa premura que había visto antes en situaciones similares. Quizás se debía a que solo había en toda la ciudadela un testigo del enemigo: Undar. Un mercenario del que no pocos kayis decían era un traidor al igual que Máralad.

    Regresó su mente a la posibilidad de convertirse en el reunificador de Franjia, y con Máralad a su lado. Dejar de ser un hombre que vive de su espada.

    Miles se les unirían por los caminos engrosando la hueste inicial, que estaría formada por buena parte de la mesnada mercenaria, sobre todos los franjenses. Si se le sumaba el ejército que Liságor habría estado reuniendo gracias a su nada despreciable ayuda, sin dudas serían una fuerza considerable. Hablando de su hermano, al diablo con sus ínfulas de ostentar el primer bastión: el fronterizo Covegarra, el primero en tomar, se lo daría a Máralad. No cometería el mismo error que los kayis. La trataría mejor que a una reina y…

    Reconocer la silueta del gigantesco barladense lo sacó de sus cavilaciones.

    —Bandu —le saludó a media voz. Las escasas personas de esa calle estaban ocupados descargando unos maderos bajo la supervisión de unos soldados iroshíes.

    —Toda en orden en mía calle —respondió el otro desde unas sombras que las danzante luces cercanas apenas podía hollar.

    —¿Y Arkachóiska? ¿Has mantenido comunicación con él?

    —Casi ahora. Dice que en barriada del mercado toda estar tranquila.

    Le dejó tras un par de indicaciones y siguió su camino atravesando las calles, indiferente a los grupos de menor o mayor tamaño, y que iba multiplicándose a medida que se alejaba del barrio en el que Máralad había establecido su centro de mando y residencia mientras estuvieran en Yamedal. Enrumbó hacia la ancha Calzada del Muro, donde bien valía la pena echar un vistazo. Ahí había un acceso que comunicaba el castillo con los barrios extramuros, solía ser muy empleado por la servidumbre.

    Su mente regresó a los planes de conquista de Franjia, aunque no por ello desatendía los alrededores.

    Si se sumaban los mercenarios de Máralad a la horda de resentidos franjenses que se les irían sumando serían la mayor fuerza armada de Franjia, y con Tulvwar e Iroshtar despedazándose mutuamente, la más fiera. Con esos ánimos, tomar Covegarra sería pan comido. ¡Ya imaginaba el empuje! Y si era como el que habían llevado contra Tulvwar tendrían Covegarra, Lorrida, Lafers y Aramerginol en cuestión de poco más de un par años. ¡Casi la mitad de Franjia! Ya casi visualizaba su paso triunfal por los fronterizos Covegarra y Lafers cuando un grito rompió el hechizo.

    Su mano fue instintivamente a su arma, mas las lumbres de la calle le permitieron ver que se trataba de un iroshí, uno conocido por cierto, que apremiaba a otros que rodaban unas grandes tinajas de barro. Al cruzarse intercambiaron saludos con un gesto. Cuando lo dejó atrás su mano derecha se aferró aún más al mango de la espada: venía una parte de la calle semidesierta, y pobremente alumbrada además.

    “Esta noche todos son nuestros enemigos…” avanzó escuchando las palabras de Máralad.

    —Jefe Léstar.

    Acababa de adentrarse en las semipenumbras cuando escuchó su nombre. Se giró y una distante llama le permitió identificar, a tiempo antes que intentara algo por puro instinto, la familiar silueta de Kin.

    —¡Mil démoniks, Kin! ¿Quieres ganarte una ensartada? —así de sutil había sido el sanador al acercarse. —No es aconsejable estar haciendo trabajos a domicilio hoy.

    —¿Ha visto a Máralad? —el otro no respondió a su observación.

    —No desde el ocaso —mintió. —Debe estar preparándose para el Consejo. ¿Por qué?
    Kin miró a ambos lados, como si temiera que alguien les asechara desde los puntos más oscuros del entorno.

    —Me preocupa su herida, Jefe —habló a media voz.

    —¿Su herida? Ella está normal… o sea, recuperándose como siempre. ¿Por qué habría de alarmarte? —Lo que hizo con Máralad no hacía mucho echaba por tierra cualquier preocupación que pudiese tener el sanador.

    —Estuve observando hoy su herida a media tarde tras la última cura y… —refirió entonces lo más bajo que pudo: —hay algo que no me gustó. Una coloración extraña.

    —¿Veneno? —frunció el ceño. Decenas de veces había visto las heridas cambiar de color por hojas embebidas en toxinas mortales.

    —Es posible. Pero no estoy seguro. No se parece a nada que haya visto antes, ¡y a la vez se parece a una decena de padecimientos, incluidos varios por envenenamiento! —siseó.

    —Pero Máralad está casi recuperada… No se queja, ni siquiera cojea ya. —Sus ojos se habían vuelto apenas dos rayitas. Trataba de recordar algún gesto que pudiera apuntalar las sospechas del sanador.

    —Mi punto es que si se trata de veneno, nunca la he visto recuperarse de uno.

    —Yo tampoco. Desde que la conozco, nada de venenos. Al menos que yo sepa.

    —Necesito volver a revisarla en cuanto acabe ese Consejo, jefe. —Kin volvió a mirar con recelo por sobre su hombro. —Si me he equivocado, habrá sido solo un error y la atiborraré de pociones capaces de sacarle el hígado a cualquiera. Pero a eso si puede sobrevivir… Mas si tengo razón, no lo quieran los dioses, estamos hablando de un peligro mortal, ¡en cuestión de horas todo puede empeorar! Una vez que la vuelva a examinar, deberá hacer reposo mientras trato de descifrar con qué estamos lidiando… Usted la conoce desde hace tiempo, son cercanos. Es su mano derecha. Necesito que me ayude a hacerla ver el peligro.

    Apartó las sospechas que le suscitaron aquel ‘son cercanos’.

    —Está bien, Kin —asintió, aunque no acababa de relacionar tamaño peligroso con el reciente despliegue de vigor de Máralad. —Cuando termine el Consejo le pediré que te vaya a ver con urgencia. Aunque para como están las cosas no creo que priorice mucho el asunto… Regresa con los hombres y quédate quieto ahí el resto de la noche. O al menos hasta que acabe ese Consejo. Órdenes de Máralad. Y no vayas a mencionar ninguna de tus sospechas a los hombres, no necesitamos ponerlos más nerviosos de lo que puedan estar —resopló. —Ya después veremos qué hacer.

    Kin se marchó acatando sus órdenes y él reanudó su marcha hacia la Calle del Muro.

    A pesar de sus reservas, el barladense había probado ser bueno en su trabajo tantas veces que era imposible no hacerse eco de sus preocupaciones. ¿Algún alimento? Máralad había compartido de lo mismo que sus hombres, y no se había reportado nadie con ningún padecimiento esa tarde tras su ronda vespertina. Pensó en la herida. Kin había mencionado que cambio de color. Todos los venenos que conocía actuaban en seguida, por lo que el cambio tardío en la coloración resultaba sospechoso. Aunque claro, estaba lejos de ser un experto en venenos… ¿La hoja del campeón tulvwarense? ¿Dónde quedó esa arma? Quizás ella sí supiera. Le preguntaría. Si podían recuperarla quizás Kin encontrara algo útil, algún resto que le permitiera identificar la toxina. ¿O podía alguien haber contaminado los instrumentos y preparados de Kin, sobre todo los que empleó para curarla? El sanador era muy cuidadoso, recelaba sus pertenencias, sobre todo los ingredientes e instrumentos que usaba en su labor. Era poco probable que hubiesen manipulado sus cosas, pero…

    El galopar primero fue muy débil, pero bastó para sacarlo de sus cavilaciones. Luego fue cada vez más fuerte, lanzando ecos en las pulidas piedras que conformaban la calzada y en los establecimientos que la bordeaban. Ya estaba en guardia, la hoja lista para deslizarse en su mano, cuando el jinete frenó a su lado diciendo:

    —Eres difícil de encontrar, lugarteniente.

    Las escasas luces de esa sección de la calle bastaron para revelarle las ropas de un guerrero de Iroshtar.

    —¿Qué quieres? ¿Quién eres? —exigió sin dejar de buscar rasgos familiares en aquel rostro.

    —El Kaitán solicita urgentemente tu presencia en el Consejo.

    Se extrañó. Eso era para los nobles, y los caballeros y jefes encumbrados. Y el Mariscal, claro. A menos que le citaran para hacer de testigo. Mas eso se anunciaba con tiempo…

    —¿Qué esperas? Vamos, muévete —ordenó el jinete, imperante.

    —El Consejo aún no ha de haber empezado —gruñó: no aceptaba órdenes de iroshí, y menos de un desconocido cualquiera. —Dile al Kaitán que estaré a tiempo.

    —Te equivocas, lugarteniente, ya el Consejo comenzó. Y tengo órdenes de escoltarle a él.

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  34. *Sirvarth*

    Un guardia se abrió paso y el torbellino de kayis que le exigía explicaciones sobre el contenido de aquellas cartas que Arldzán le había prácticamente obligado a leer en voz alta, calló de golpe: detrás del soldado caminaba Léstar.

    Un desagradable hormigueo le recorrió la nuca. ¿Estaría de veras involucrado?

    —El segundo de Máralad, Léstar de Lorrida, mi Kaitán —alcanzó a escuchar al guardia. 

    Léstar quedó clavado en el lugar, recorriendo con rostro grave los presentes. Al descubrirla su mirada se detuvo en ella, interrogante.

    Aún resonaban en su mente las palabras que acababa de leer, y ahora, viéndolo ahí, cada fibra quería interrogarlo, exigirle la verdad. ¡Tenía que escuchárselo decir, que era un malentendido, una treta!

    Se contuvo. Debía contenerse.

    Ertgarld repitió con Léstar la fórmula ceremonial que había usado con Undar. El arrastrar de su habla, los ojos desprovistos de toda empatía… ¡Altísimos, ¿acaso ya había tomado su decisión?!

    De ser así no podía culparlo. Creer una sola palabra de esas cartas y ella misma ya estaría señalando a Léstar como culpable. Pero la verdad simplemente no podía ser esa: un traidor acurrucado al amparo de su sombra, ¡en sus narices durante tanto tiempo!

    —¿Lísagor de Lorrida es tu hermano, mercenario? —Tras buscar aprobación en la mirada de su padre, Arldzán empezó el interrogatorio.

    —Es mi hermano mayor —respondió Léstar sin dejar de buscar en ella una explicación. Todos estaban pendientes de las reacciones de ambos, la suya y la de él.

    —Máralad no puede ayudarte, mercenario, mírame. —Arldzán encaminó su paseo hacia él blandiendo las tres cartas que había arrancado de sus manos al terminar la lectura. —Nuestros espías afirman que Lísagor de Lorrida es el noble franjense de turno en Karstere. ¿Sabes qué significa eso?

    Todos sabían. Léstar también, pero se contuvo de responder.

    —Claro que lo sabes —continuo Arldzán, paseándose ahora por delante de Ertgarld. —A Lísagor de Lorrida el Sarl de Tulvwar le ha prometido apoyo para recuperar Franjia a cambio de su cooperación. Pero ya hemos escuchado eso antes, y todo ha quedado en… nada, ¿verdad? Mas esta vez es diferente. Aquí lo dice, ¡y también que tú, mercenario, espías para Tulvwar!

    —¡Eso no es cierto! —restalló Léstar. Parecía desconcentrado.

    —¿No es cierto que mandas botín a tu hermano, mercenario? —saltó Báidikost. —¡No nos tomes por tontos, lo sabemos todo!

    —¿Niegas haber enviado apoyo a tu hermano, parte del botín que le arrebatamos a Tulvwar al costo de nuestra sangre y la sangre de nuestros hermanos? —arremetió Arldzán. —¡Ni te molestes en negarlo! ¿Por qué sabes quiénes te han desenmascarado? ¡La Tríada!

    Por eso resultaba tan contundente el contenido de aquellas cartas. La Tríada eran un grupo de los más leales y eficientes informantes de Iroshtar infiltrados en territorio enemigo. Solo el Kai conocía su identidad. Algunos comentaban que Ertgarld, como Kaitán, también. El punto es que se trataba de una eficiente red de espías que abarcaba desde las más aisladas aldeas hasta el círculo más cerrado del Sarl; nadie escapaba de su cuidadosa vigilia. Es más, habían sido uno de los pilares del triunfo de la campaña: la estrategia a seguir se apoyaba en los oportunos informes de la Tríada. Confiaba en ellos y las palabras que mandaban con ojos cerrados. Y ahora, en esas cartas, hablaban de la traición de Léstar -y de las sospechas de la participación de la Mariscal Máralad en un complot para socavar a Iroshtar.

    —No soy un traidor. Quien ha escrito eso, miente. —Léstar parecía un toro dispuesto a embestir.

    —La Tríada te acusa, y no se equivoca. Tu hermano Lísagor se vanagloria de tu apoyo abiertamente, ¡incluso insinúa en los círculos cerrados el apoyo de la Mariscal! ¡Lo sabe todo Karstere! ¡Somos una panda de imbéciles a los ojos de nuestros enemigos, mercenario! —el odio crecía en la mirada de Arldzán. —Dime ahora, ¿te atreves a decir que no eres culpable? ¿A negar que nos socavas? ¿Igual que ella?

    Léstar volvió a buscarla con una mirada. Se le devolvió, más porque buscaba algún indicio de su traición. Veía sorpresa, algo de vergüenza, y hasta vacilación, pero no acababa de ver tal mancha.

    —¿Has o no has enviado parte de tu botín a tu hermano? —preguntó lentamente Ertgarld en la pausa. Ni siquiera tuvo que levantar la voz como su hijo. Y aun así resultó diez veces más intimidante.

    —He enviado parte de mi botín para ayudar a mi hermano, eso sí lo he hecho. La parte que gané con mi sudor y mi sangre. Eso no es traición… —comenzó a decir Léstar, mas el estallido de protestas ahogó el resto de las palabras.

    —¡Traidor! ¡Miserable!

    —¡Le ayudaba como mismo se ayuda a cualquier familiar con la pensión de las guerras! —Léstar tuvo que alzar la voz para hacerse oír. —¡Pero eso es todo! ¡No tengo nada que ver con Tulvwar, ni con lo que sea que digan esas cartas! ¡No respondo de lo que sea que hace mi hermano en Karstere! ¡No soy un traidor!

    Le dieron ganas de abalanzarse a él al escucharlo: ¿pensión de guerra? ¡Había mandado dos tercios de lo ganado en cuatro años, y eso era bastante! Los cálculos de la Tríada coincidían con lo que había ganado en esos años de contienda. ¡Y ahora todo eso estaba de regreso en Tulvwar! ¡Y Lísagor se pavoneaba por Karstere!

    —Mandar parte del botín a un familiar no está prohibido, franjense, pero no hablamos de una bolsa, ¿verdad? —uno de los kayis que estaba cerca de Fádmer hizo el cometario.

    —Ni siquiera de un cofrecito —se burló Báidikost.

    —Enviabas montos capaces de comprar un ejército. También caballos, armas, armaduras… —terció Arldzán retomando la palabra. —En cuatro años, eso son unas cuantas carretas. ¡Una caravana nada despreciable! ¡Y tu hermano se vanagloria de la cantidad! ¡Todo está aquí! —Una vena se hinchaba en su cuello mientras exprimía las cartas. —¿Vas a decir que la Tríada, que confirma las cosas varias veces antes de emitir algún criterio, miente? ¿Osas tomarnos por imbéciles, traidor?

    ¡Léstar, maldición! ¿Qué has hecho?

    La verdad es que no había tenido motivos para desconfiar de él. Creyó que enviaba su parte a diferentes bancos, que invertía en algún negocio, que las vendía aquí y allá como la mayoría de los mercenarios que no las dilapidaban en apuestas, o que incluso perdía un poco en los juegos. ¿Cómo demonios no le pasó por la cabeza que esos malditos dos tercios podía terminar en Tulvwar, y que esto podría afectarlos?

    Se obligó a recordar los diálogos con él, su insistencia por marchar a Franjia, sus ansias por tener tierras y de ser algo más que un tercerón obligado a ganarse la vida con la espada. Había tratado ya varias veces, incluso antes de entrar al servicio de Iroshtar, de convencerla para reunificar Franjia.

    ¿De eso iba, de conquistar el Viejo Reino? ¿Lísagor en Tulvwar, y él haciéndose de no poco para contribuir? ¿Y la había traicionado por ello?

    —Y eso no es todo —continuó Arldzán, encarando a los que seguían apoyándola. —Máralad sabía de ello y no lo impidió. Ni siquiera se molestó en mencionarlo. Ha pujado incluso por darle lugar en nuestros Consejos de guerra, por introducirlo en los círculos donde se debaten asuntos de vital importancia, donde se maneja información delicada. ¿Extraña ahora que Lísagor de Lorrida insinue su apoyo? —Se detuvo otra vez ante ella. —¿Qué gana ese franjense lamebotas diciendo una mentira así que puede ponerlo en entredicho si el Sarl pide pruebas o algo por el estilo, eh?

    Léstar se removió allá, picado por la ofensa a su hermano. Al ver la mirada que le lanzaba se contuvo de cualquier otro movimiento, como si le hubiese dado una muda orden. Pero no lo fulminaba por eso, sino porque seguía sin encontrar el motivo por el cual no le había hablado claro sobre el destino de su maldito botín. ¡Si le hubiera dicho! ¡Tal vez podía haber avizorado algo así, por los Altísimos! ¿Por qué demonios no le confió nada? ¡Era el más cercano, su más viejo conocido desde su arribo a Franjo! Si la Tríada afirmaba que Lísagor llevaba meses en contacto con el Sarl y la Sarlyá aunque solo recientemente era el centro de atención en la corte tulvwarense, debía saber algo. ¿Cómo le ocultó eso? ¡No podía no saber!

    Sin separar su mirada de la de Léstar se hacia esas preguntas. Y también que si se evaluaba fríamente la situación, no era un simple edecán, sino un lugarteniente, con suficiente rango para tener acceso a información delicada…

    Soltó un escupitazo a un lado, asqueada: ¿y si la verdad era tan llana como que decidió traicionarla, y punto?

    Buscó a Ertgarld. Ahí estaba, una perenne estatua de gravísimo ceño. ¿Así que eso se sentía que quien considerabas tu mano derecha apuntara a haberte traicionado?

    —Recordemos todo lo que ha venido sucediendo en esta repentina racha de mala suerte, señores: los enclaves en las cordilleras a descubierto, y nuestros hombres casi seguro masacrados, además de la encerrona que a todas luces se ha vuelto el dócil Yamedal. —Era Báidikost quien volvía a la carga. Hizo una pausa, las manos anudadas a la espalda. —Si Tulvwar se las ha ingeniado para armar todo esto debió ser con ayuda, y no cualquiera. Eso explicaría el por qué de sus acertados movimientos: que están siendo actualizados con información de nuestros círculos más cerrados, círculos e informaciones a las que él, como tu segundo, Máralad, ha tenido acceso.

    Sus palabras la hicieron sentirse en un callejón sin salida.

    —Es que aun si no ha pasado información o espiando para Tulvwar, solo con enviar todo lo que ha mandado de regreso a manos de los enemigos es un acto de traición en sí —esbozó una sonrisa y se encogió de hombros, como quien sabe que ha ganado la partida. Y con la misma, frunció el ceño y dijo con voz grave –la seguía mirando a ella pero hablaba para todos: —Mañana esas armas matarán a nuestros hombres, a conocidos, a familiares. A inocentes. Y hasta a nosotros mismos. Vive el Supremo que sí. Todo por culpa de ese hombre.

    La verdad es que solo teniendo a alguien en una posición importante dentro de Iroshtar, Tulvwar podría anticipar y responder en tan poco tiempo y con tanta efectividad como estaba haciéndolo. Aquella duda la atravesó mientras buscó otra vez cualquier nota delatora en la mirada de Léstar.

    —¡He dicho que no soy un traidor! —repitió este tercamente. Su pecho subía y bajaba, hablaba a resoplidos. —¡La Tríada miente!

    —Mercenario, tu hermano es el mimado de la corte —Báidikost dirigió ahora su paseo hasta él. Parecía saberla en un callejón sin salida, y parecía regodearse de ello, —frecuenta círculos importantes del Sarl y es inseparable de la Sarlyá. A ellos y a sus círculos ensalza tu valentía de actuar desde el corazón mismo de Iroshtar. Y no lo ha dicho una sola vez. Entonces, ¿pretendes que lo ignoremos solo porque eres el hombre de confianza de Máralad? ¿Máralad, de quien está por ver el grado de culpa que lleva en todo esto, si solo metió la pata estúpidamente o si es el eslabón más importante en esta red de mentiras y traiciones? ¿Ella, de quién cada vez estoy más convencido que no tienes las manos tan limpias como quieres hacernos creer?

    —¡Traidor! ¡No lo toleraremos! ¡Que los culpables paguen! —se escucharon varias exclamaciones interrumpir el discurso de Báidikost.

    A un gesto de Ertgarld los presentes callaron sus protestas.

    —Naharaíne, ¿qué sabes de esto? —preguntó a la Doña.

    Ella, que había permanecido inmóvil cerca de él, dio un paso adelante:

    —Mi señor, muchos nobles van y vienen a Karstere, y aunque poco he estado allá, supe hace unas semanas que el protegido de turno de la Sarlyá tiene fuertes conexiones en Iroshtar. —Dijo esto clavando la mirada en Léstar. —Pero no puedo afirmar si se trata de este hombre, mi señor —y regresó a su sitio en total mutis.

    —¿Que tienes que decir? Es tu hombre, Máralad.

    Los kayis que la rodeaban, anonadados como ella, volvían a pedirle explicaciones. Su mente trabajaba con rapidez, tratando de recordar alguna palabra, algún momento en que podría haber deducido todo esto del comportamiento de Léstar… pero las cosas sucedían más rápido de lo que su mente pudiera funcionar.

    —¿Que tienes que decir, Máralad?

    Pestañeó. Ertgarld le hablaba.

    —¡Máralad, mírame, no soy un traidor! ¡No espío para Tulvwar! ¡La Tríada se equivoca! —la voz de Léstar se adelantó a su respuesta. Dos guardias le sujetaban, inmovilizándolo. Se había perdido el motivo por el momentáneo azoramiento.

    Era imposible comprender qué gritaba cada cual: qué le decía Mudarka, por qué Dlakder tiraba de su manga vociferando, qué amenazas aullaban ahora en su contra los otros kayis, qué palabras acompañaban los amenazantes puños de los que arremetían contra Léstar. Solo alguien no vociferaba: Ertgarld. Juraría que la misma rabia ciega que comenzaba a invadirla habitaba en él.

    —¡No tengo nada que ver con Tulvwar! ¡Soy inocente! ¡Máralad, tienes que creerme! ¡No soy un traidor!

    Encontrar pruebas de su inocencia -o no-, requeriría tiempo. Lo que sí ya había decidido es que por mucho que confiara en la Tríada, esta vez las cartas no eran suficientes para ella. ¿Acaso no debía ser así también para los demás, Ertgarld el primero? ¿No era acaso eso justicia?

    —No me basta con la palabra en esos papeles, así sea de la Tríada. Respondo por él. No es un traidor —alzó por fin la voz. Solo los Altísimos sabían que tampoco es que estuviera tan segura. —Al menos hasta que encontremos pruebas de verdad. No más palabras al viento, o escritas —miró a la Doña y luego a Arldzán. —Necesitamos pruebas de verdad, o mañana todos los hombres del ejército deberán someterse a un Consejo por la más mínima habladuría. Y cuando aparezcan pruebas, si revelan que es ciertamente un traidor, —sostuvo la gélida mirada de Ertgarld —como ya dije, mi propia mano ejecutará la sentencia. Pero solo con pruebas de verdad —remarcó alzando las cejas.

    —¿Estas tratando de ganar tiempo, Máralad?

    Fue Arldzán quien la desafió cuando ya creía haber sembrado algo de duda en los presentes, en Ertgarld el primero.

    —¿Temes que descubramos cómo estás relacionada? ¿No lo ven? —Se había ubicado cerca de Léstar, que con las manos amarradas la miraba con ojos desbordados. —¿Acaso no es evidente? Nuestra ilustre ex-Mariscal nunca aceptará ninguna prueba que presentemos, ¡porque todas hablarán de su traición!

    Ertgarld se removió. Casi le pareció escucharlo gruñir.

    —Alegas que aún no está clara la participación tuya, Máralad —continuó Arldzán. —Para mí está más que claro, todas las señales apuntan a ti. ¿O ya olvidaron lo que presenció esta mujer? —señaló a la Doña. —Es doloroso para todos nosotros, has portado el estandarte de la victoria. ¡Pero no podemos ser ciegos ante la verdad! ¡Al Supremo solo le vale la verdad! ¡Y el Supremo no entiende de dilaciones si de traidores se trata!

    —¡Suficiente! —tronó Ertgarld. —¡Aprésenlo! —ordenó a continuación señalando a Léstar. La voz le salió terrible. Terrible era la expresión en su rostro.

    Léstar la miró. Ya le amarraban las manos con unas vueltas de soga. Un alivio comenzó a cundirla: al menos eso era algo. Algo hasta encontrar las pruebas que…

    —¿Apresarlo? ¡Ganarán tiempo para lo que sea que planeen! ¡Hay que actuar rápido, dar una lección ejemplarizante! —ladraba Arldzán, buscando apoyo en los kayis.

    Ni Báidikost ni Fádmer pujaron esta vez, solo intercambiaron miradas.

    —¿Ahora resulta que no confías en la Tríada? ¿Qué conveniente, Máralad? —arremetió contra ella. —¿No es conveniente? ¿Qué crees, tío Mudarka? —Ni Mudarka, que seguía a sus espaldas, quedó libre de las embestidas del joven. —¡Di algo inteligente ahora! —una breve pausa para recuperar el aliento —¡Este hombre es culpable! —señaló a Léstar. —Y desde este minuto lo es también de los hombres que morirán por ese oro y esas armas que ha regresado a Tulvwar. Y nosotros, si sabiéndolo no hacemos algo al respecto, ¡seremos tan culpables e indignos a los ojos del Supremo como ellos! ¿Díganme que no es esa la verdad, kayis? —retumbó el desafío en las murallas. —¿Ella misma no dijo que no le temblaría la mano si alguno de sus hombres era un traidor, padre? —se dirigió a Ertgarld. —¡Pues que cumpla! ¡Si se niega, si lo protege, es tan traidora como él!

    Casi todos los presentes comenzaron a asentir. Había que ver cómo el joven había heredado también la habilidad oratoria de su padre.

    —¡Suficiente! —fueron las palabras de Ertgarld.

    Pero Arldzán, enaltecido, no escuchaba ya:

    —¿Por qué si no rehúye de demostrar que aún podemos confiar en su palabra? Después de todo lo que hemos visto aquí y todos los rumores que de ella se dicen, es lo menos que podría hacer. ¡Será tan culpable como él de esas futuras muertes si se niega! ¡Su negligencia los ha matado ya! ¡Matará a miles con ese ejército que marcha hacia acá! ¡Solo el Supremo sabe cuántos de nosotros moriremos también por su culpa! ¿No lo ven? ¡En lo que su traición se prueba, más seguirá hundiéndose Iroshtar! ¡Qué se gane ese ápice de confianza que pide, que cumpla su palabra!

    —¡Sí, sería un buen comienzo que cumpliera con su palabra! —escuchó la voz del kayi Oderland.

    —¡Y si es traidora también, pues es justicia del Supremo: traidor matando a traidor! —voceó otro entre la multitud.

    Sintió que perdía el temple. ¡Léstar no podía ser un traidor! Buscó la mirada de Ertgarld, no sin antes pasar por la desmesurada de Léstar.

    —Ese hombre nos ha traicionado, y a ti también —le habló Báidikost con voz serena. Se lo agradeció internamente: los gritos de Arldzán la habían irritado bastante ya. —Si te niegas a reconocerlo, Máralad, solo queda afianzar nuestras sospechas de que estas de su lado, del lado de la traición. Que algo tienes que ver en ella, mucho o poco, siendo ‘poco’ cada vez menos una opción, ¿entiendes?

    —¡Que cumpla! ¡Cumple tu palabra, Máralad! —exigieron varios kayis. Incluso a su alrededor escuchó varios ‘¡Hazlo, Máralad!’ y ‘¡Cumple!’

    ¡No, Altísimos! ¡Necesitaba tiempo!

    Impotente, fue presa de un atropellado cúmulo de emociones. Todo comenzó a mezclarse: el aroma de los patios, la chamusquina del fuego, las lumbres en los muros, los rostros, la noche…

    Ertgarld comienza a hablar. Lo escucha como bajo el agua, lejos. Sigue tratando de ver la traición en las acciones de Léstar. Por muy terribles que sean, sin pruebas sería una condena injusta.

    Apenas si escucha qué están votando: si la culpabilidad de Léstar, o la suya, si una ejecución o una remoción del cargo.

    Y entonces Ertgarld lanza el veredicto; solo alcanza a comprender el férreo “dejará de ser la Mariscal de Iroshtar”. Todo lo demás que dijo, todo, seguía disolviéndose en el shock. Se siente zarandeada por un mar bravío, un mar que cada vez la hunde, la ahoga, la deja sin aire…

    —La ejecución la llevará a cabo de su propia mano por voto mayoritario de este Consejo, y frente a los testigos presentes aquí y ahora, si no hay ningún otro testigo o criterio.

    Eso sí lo escuchó con toda claridad.

    Recorrió a los presentes. Fádmer, Báidikost, Arldzán. Los otros más allá. Altaneros, triunfales. Vengativos, sobre todo el joven kayi. Algunos aplaudían incluso. Otros lucían decepcionados, molestos. Eran los menos. Otros denegaban con la cabeza. Pero ya no había nada que hacer: el Consejo, presidido por un impasible Ertgarld, ya había votado.

    ¿Y Léstar? Ahí estaba. El terror le invadía el rostro.

    ¿Qué le decía el instinto? ¿Era traidor o no? Pero la voz que otras veces la movía ahora callaba. O la ahogaba el rugido de la furia que aún la atenazaba de pies a cabeza.

    —¡Máralad, el Kaitán te ha hecho una pregunta! ¿Acaso no contestarás? —el grito de Báidikost la zarandea, la saca del aturdimiento.

    —Usa fríamente la cabeza —murmura Mudarka a sus espaldas, muy cerca, entre dientes. —O rodará la tuya.

    —¡Máralad! —es la voz de Ertgarld. Obliga a quitar la mirada de la cara descompuesta de Léstar. —¿Qué dices?

    —¿Acaso no tienes palabra, Máralad? ¿O eres más culpable que él y la pizca de conciencia que te quede te hace vacilar? ¿Temes el destino que te aguarda? ¿Acaso temes al castigo que el Supremo tiene para los traidores? —se escuchan varios gritos.

    Su inocencia a cambio de la vida de Léstar. Ha confiado en él desde antes de estar a las órdenes de Iroshtar y conocer a los fieles informantes de la Tríada, o saber de la justicia de Ertgarld… Aún así, la duda se clava en ella: confía tanto en su inocencia como en la posibilidad de su traición. ¡Qué ironía! ¡Está en los zapatos de Ertgarld!

    ¡Pero de ahí a ajusticiarlo por su mano sin estar siquiera convencida! ¡Necesita tiempo! ¡Si tan solo tuviera un poco de tiempo!

    “Su cabeza o la tuya”, resuena una voz en su cabeza.

    Nunca sobreviviría a una decapitación. Nadie sobrevivía a una decapitación. Y ella no sería la excepción por muy duro que tuviese el pellejo.

    “Esta noche todos son nuestros enemigos…”

    Ya en su mano esta una de las Espadas. No sabe cómo llegó, quizás se la alcanzó un guardia, o el propio Ertgarld. Y Léstar es arrastrado ante ella, puesto de rodillas.

    “O rodará la tuya…”

    —¡Máralad! —implora Léstar con un hilo de voz.

    La espada sigue abajo; ella, inmóvil. No escucha lo que vocean, ni quién vocea, solo ve a Léstar suplicante. Hasta que deja de suplicar y se yergue un poco, quizás en un último despliegue de entereza.

    ¿Realmente espía para Tulvwar? ¿Fue capaz de usarla? ¿De traicionarla?

    —¡Cómo pudiste ser tan insensato! —se escapa de entre sus dientes, rechinantes. Un impulso la domina, un impulso despiadado y mortífero que apenas puede contener.

    Él ya no la mira, parece hipnotizado por el brillante filo de la espada. ¿Resignación?

    —¡Démonik! ¡Miserable démonik traidora! —Un desgarrador rugido retumbó en ese momento por todo el patio.

    Levantó la vista y vio, abalanzarse hacia ella con un sable en mano, empujando a todo el que se interponía en su camino, a un Eiyaltán descompuesto, de ropas raídas y chamuscadas, con la ira de mil diablos ardiendo en sus ojos

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    1. Magnífico, de verás Waoo. Me sentí dentro del consejo, viendo todo en primera persona y rabioso porque sigue la intriga hacia Maralad, no se la palabra correcta pero me sentí integrado, vinculado, parte de la narración, adelante Gamora, talento sobra.

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  35. Continuación…

    *Eiyaltán*

    —¡Infiel démonik maldita! —avanzó con el sable apuntando amenazadoramente hacia Máralad. —¡Tu cabeza decorará las murallas de Yamedal! ¡No tienes escapatoria!

    Ella estaba a punto de ejecutar a un hombre. No le importaba quién era el infeliz ni por qué había terminado de rodillas ante ella. No veía nada, solo a la muy arpía.

    —¡Ya sé tú secreto! —se detuvo a cinco pasos de ella, aconsejándose aun en medio de su rabia a permanecer lejos del alcance del arma que pendía de su mano. –¿por qué diablos estaba armada?  —¡Sé quién eres! ¡Confiesa, o te sacaré la verdad a golpes!

    —¡Eiyaltán! —Le llegó la voz de su padre, pero no apartó la vista de Máralad, que se había volteado por completo.

    Todos habían quedado inmóviles, incluso los guardias que habían corrido tras él al verlo llegar y renunciar a los primeros auxilios.

    —¡No intentes negarlo, démonik! ¡Sé muy bien qué has hecho! ¡Ni tú ni esa otra infiel que esta allá afuera, ni sus malditos ejércitos, podrán con nosotros! ¡Pagarás una y mil veces tu traición! ¡Me aseguraré que así sea!

    Máralad escuchaba sus amenazas, también sin mover un solo músculo. La brevísima sorpresa se esfumó dando paso a una de esas miradas que producían escalofríos. Pero no importaba. Si había sobrevivido a todo lo que había sucedido en Talgat-Deuza, no podía amilanarse ahora; el Supremo había probado estar de su lado.

    —¡Tira el arma, traidora, y empieza a hablar! —la desafió. —¡Es hora que todos sepan la verdad!

    —¡Eiyaltán! ¡Hijo! —exclamó otra vez su padre en algún lugar de la multitud que no podía buscar: no perdería de vista la hoja de Máralad por nada del mundo.

    —¡Démoniks al servicio de Tulvwar! ¡Lo vi con mis propios ojos, kayis! ¡Los ejércitos enemigos están ya en los riscos, vi sus fuegos, y esperan su señal para atacar! ¡Esta démonik maldita nos ha traicionado! —agitaba el sable el dirección de Máralad y vociferaba. Los kayis debían reaccionar. Necesitaba que lo hicieran. —¡Me decoró así otra como ella! ¡Habla, Máralad! ¡Juro por el Supremo que te destruiré si no te rindes, perra traid…!

    En su furia había dado un paso adelante y Máralad arremetió contra él. Tuvo tiempo de parar el tajo, retroceder y contratacar, buscando arrebatarle la espada. Pero ella detuvo el golpe sin apenas inmutarse y su hoja, más larga y poderosa que la de su sable, no solo paró la otra sino que la hizo añicos.

    Una exhalación de sorpresa se escuchó en los presentes, como si el metal al partirse los sacara de algún trance. Le pareció incluso oír el grito de una mujer.

    —¡Perra… traidora! —murmuró entre dientes con el pedazo de sable en la mano. En su mente lanzó un fugaz pensamiento al Supremo para que no lo abandonara ahora.

    Y el apoyo llegó: tras la silueta de Máralad se agigantaron sombras. En la primera distinguió a su padre. Pero a ella no se le escaparon –debió delatarles sin querer, o quizás las advirtió con otro de sus trucos de démonik– y giró, el arma antes que ella, y con una secuencia de rápidos golpes hizo retroceder a sus atacantes.

    Reaccionó un poco tarde, hipnotizado por su forma de pelear y el destello que emitía la hoja: arrebató un arma sin mirar siquiera quién era su portador. Cegado por todo lo que había visto y escuchado, y sintiéndose incapaz de hacer a todos comprenderlo, se aproximó a ella convencido que el futuro de Iroshtar estaba en sus manos.

    Máralad se deshacía de la decena de atacantes, Ertgarld vociferaba que detuvieran la pelea o los apresaría a todos, mientras, él se aproximaba calculando cómo no ser alcanzado por la larga espada, sintiendo el punzante escozor de sus quemaduras. Le costaba adivinar la próxima brecha, la muy maldita no le daba permanentemente la espalda sino que giraba, contratacaba, estaba en un lugar y luego en el otro, la espada siguiendo ángulos y vueltas complicadas y mortales.

    Ya iba a intentar su golpe cuando, dando un grito de guerra, Máralad barrió con un hondo y largo tajo a la redonda a los contrincantes. Varios rodaron, aullando: más de uno fue alcanzado por el filo de su espada.

    —¡Máralad, detente ya! —retumbó Ertgarld.

    La poderosa voz hizo que ella, que amenazaba a un Báidikost caído con la punta de la espada en su garganta, la apartara y se irguiera un poco.

    Era esta su oportunidad de arremeter.

    Pero entonces lo vio: su padre yacía en un creciente charco de sangre a unos pasos de Báidikost, al igual que otros de lo que se habían lanzado contra ella. Gritó ante el descubrimiento, gritó de rabia y de dolor, y con una furia que nunca había sentido, ni en el más encarnizado de los combates, le fue arriba.

    Fue una estupidez gritar, lo comprendió casi al mismo tiempo que a Máralad le daba tiempo a voltease. Luego vinieron un par de empellones y ella, usando la espada como un mazo, lo tiró al suelo sin mayores esfuerzos. Bizco del golpe, adolorido hasta la médula de las quemaduras, sintió la caricia de un filo en su mejilla.

    —Explícame qué demonios pretendes, antes que la cabeza que adorne Yamedal sea la tuya —la escuchó rechinar los dientes con una voz de ultratumba.

    Un negro terror se esparció por su cuerpo, haciéndolo olvidar al Supremo y a su padre inmóvil en las losas del patio: los ojos de Máralad no destellaban como los blancos y vacíos de aquella démonik de los riscos, pero sí desbordaban una sed de sangre espantosa.

    *Sirvarth*

    —¡Démonik! —Eiyaltán escupió un diente junto con una baba rojiza.

    Parecía un loco. Sus ropas sucias, quemadas, echas jirones, como si le hubiesen asaltado o hecho atravesar un gran fuego. Chamuscados el pantalón y las botas, en una apenas tiene suela. Las manos ensangrentadas también se le han quemado, en una cuelga un retazo de piel. Pero a él no parecía importarle. 

    —Dame ahora mismo un motivo para no acabar con tu miserable vida —repitió con un gruñido al ver que solo había lanzado aquel ¡démonik! junto con el escupitajo como toda respuesta.

    —Mátame, traidora. Mira a tu alrededor. Nunca podrás con todos. ¿Y sabes qué? —volvió a escupir sangre, —te llevarás a unos cuantos, pero ya todo Iroshtar sabe qué eres una traidora. ¡Una démonik! ¡Y como démonik arderás eternamente en las llamas del Supremo! —impulsó el cuerpo adelante en un arrebato.

    —¡Basta! —vibró la orden.

    Es Ertgarld, que se ha acercado. Lleva la otra espada ceremonial en la mano.

    —¡Ya me escuchó, mi Kaitán! —Eiyaltán rechinaba los dientes. Había lanzado un rápido vistazo a Ertgarld. —¡Esta mujer es una démonik! ¡Los ejércitos del enemigo esperan su señal para atacar! ¡Ella nos trajo aquí! ¡Es una traidora que busca nuestra destrucción y la del Supremo! Eiyaltán gritaba para todo Yamedal. Estaba perdiendo la paciencia; solo la orden de Ertgarld la detenía.

    —¡La otra démonik nos prendió fuego como a bolas de heno! ¡Me trajo aquí con sus poderes prohibidos y me perdonó la vida para que avisara a Máralad que los ejércitos aguardan por su señal allá en Talgat-Deuza! ¡Perra traidora! —clavó en ella una mirada cargada de odio. —¡Yo sé qué eres! ¡Mátame, como a mí padre,  serpiente, pero ya todos saben que eres una démonik que trabaja para Tulvwar! —y con la velocidad de un rayo le fue arriba blandiendo una daga.

    No, no una daga: el pedazo de sable que debía haber ocultado.

    Pero la espada en su mano fue más rápida: por el suelo rodó la mano de Eiyaltán aun empuñando el arma rota, y un chorro rojo y cálido salió disparado.

    Y entonces el caos se adueñó de los patios de Yamedal.

    *Ertgarld.*

    Todo sucedía muy rápido. En un pestañazo Oderland y Nargard, el jefe de la guardia, yacían inmóviles. Con aquel tajo Máralad los había dejado tendidos. Báidikost y un par de guardias apenas si tuvieron tiempo de esquivar sus golpes por más tiempo y quedaron tendidos también, heridos o muertos. Y ahora Eiyaltán, desangrándose. Incrédulo, alcanzado por el corro de sangre que salió disparado de las arterias de su ayudante, escuchó a Báidikost gritar a sus espaldas un desgarrador:

    —¡Escucharon, es una traidora! ¡Y ha matado al testigo de su traición! ¡A ella! —Y a pesar de la prohibición de entrar armas al Consejo, en todas las manos –en las que ya no las había– aparecieron dagas, largos cuchillos, espadas cortas y puñales. Algunos incluso portaban sables o cimitarras. Por algún lado vio un hacha.

    Al grito de Báidikost, Máralad se giró y su mirada, que daba un rápido recorrido por las armas de los presentes, chocó con la suya. Era y no era ella. Era la Máralad imparable del combate. La Indetenible, como la llamaban cuando saltaba a una batalla. La Fádwatram Rencarnada de las canciones de los bardos. Y, presa de un temor inexplicable, retrocedió un paso.

    —Máralad, escúchame… —le habló ahora que tenía su atención, —te prometo que buscaremos pruebas más allá de las palabras… Mírame… —y sin poder creer lo que hacía (su razón le dictaba lo contrario) bajó lentamente la espada ceremonial en su mano.

    Un haz de luz destelló en la negra mirada de ella.

    —Máralad… —comenenzó, pero el grito de guerra de varias gargantas segaron aquel instante en que creyó que quedaba una pequeña oportunidad para impedir que las cosas escalaran a peor.

    *Sirvarth.*

    En un campo de batalla, rodeada de enemigos, todo era más sencillo. Ahora no. Con el mismo ímpetu que desbordaba rabia, deseaba ser capaz de detenerse.

    Pero era muy tarde: Báidikost se ha abalanzado sobre ella y a partir de ahí todo se volvió confuso. Como si no estuviese en control, como si otra empuñara el arma. Como si el tiempo trascurriera lento, muy lento, cuan sueño lastrado por un pesado letargo.

    Y Báidikost no arremetía solo: guardias y kayis la rodean, una decena de hojas la apuntan, la amenazan. Y no estaban estáticas, venían con la velocidad de las saetas. Mas sigue pareciendo que para aproximarse llevan todo el tiempo del mundo. No piensa ser lenta: finta, gira, mueve la muñeca, guía el arma, y los gritos comienzan a salir de las bocas de sus agresores, que han dejado de aproximarse lento y se mueven al vigoroso ritmo de una esgrima mortal. Caen gritando, sangrando. Uno de aguanta las entrañas que asoman de su rasgado ropaje. Otro mira aterrorizado un miembro cercenado. Gritos y más gritos. Golpes primero, gritos después.

    Y entonces vino la mano de Eiyaltán volando, tiñéndola de rojo. Y después Ertgarld, que bajó el arma. Y después más gritos, y volvió al ataque.

    No escuchaba, solo veía las armas que iban hacia ella. Gorimar, Sirgdak, dos guardias más, todos caen al piso. Tajos arriba y abajo, un contrataque, una finta baja. La alcanzan un par de tajos pero no se detiene, no los siente, deben ser superficiales. Hay gente al margen, otros se van sumando a la lucha. Se concentra en Fádmer y pronto deja de ser una amenaza. Más gritos. No distingue, no sabe si la animan o la condenan. No importa. Es matar y morir.

    La hoja comienza a teñirse de rojo y el suelo también. Los atacantes retroceden al letal empuje de la espada. Le pasa por encima a un Sirgdak que grita tratando en vano de detener la hemorragia de su pierna casi cercenada en limpio, aparta a Gormar, que ya tiene los ojos vidriosos. Sigue desembarazándose de los asaltantes: ahora es Báidikost, que había vuelto al ruedo y esta vez cae de bruces con el cuello en posición rara.

    Y la próxima hoja que tiene que parar es el de Ertgarld.

    No, es Arldzán.

    Es un despertar. Intercambia espadazos pero se limita a defenderse. Es un límite invisible pero poderoso que se niega a traspasar por alguna razón, una de esas que no entiende pero que obedece.

    Apenas habían chocado aceros una decena de veces cuando Arldzán tropezó aparatosamente con uno de los cuerpos desperdigados por el suelo del patio y cayó. No era un cuerpo, es Léstar, y atrapa a Arldzán entre sus fuertes brazos, aun si sus manos siguen amarradas con dos vueltas de soga. Del aparatoso forcejeo el sable sale desprendido de las manos del joven kayi.

    Por un segundo escucha los gritos de Ertgarld. Abajo, ve la mirada vengativa de Léstar, que tiene inmovilizado a Arldzán. Puede ahorcarlo si quiere. Y quizás lo merezca…

    —Suéltalo. —Su voz es apenas un gruñido, pero él la escucha y obedece. Pero no deseaba obedecer, lo ve en sus ojos.

    —¡Detente, Máralad! —escucha ahora, claro como quien sale de un tomentoso mar a la calmada superficie, la voz de Ertgarld.

    Se gira. La Espada de los Culpables pende en su mano, embebida en sangre, y él se acerca, la otra espada ceremonial apuntándola, la Espada de los Inocentes. Esta vez no parece titubear como antes. Uno de sus brazos está doblado en alto: la seña para detener a los arqueros. No los busca, pero han de estar en algún lugar de las murallas, más cerca o más lejos de las enormes llamas, apuntando a su pecho con la certera técnica que ella misma les ha enseñado.

    —No empeores esto. ¡Suelta el arma y ríndete! —insiste.

    Arldzán esté sentado en el piso, paralizado. Léstar lo ha soltado pero sigue cerca. Ertgarld sabe que a una seña suya y el joven es historia. ¿Pero por qué pensaría eso?

    —¡Suelta la puñetera espada, Máralad! ¡Es mi última advertencia! —su voz es un rugido gutural.

    Se ha volteado muy despacio, ha alzado lentamente la espada para encararlo, y ha agazapado la pose sin quitarle la vista a él o a la gemela de su hoja. No quiere enfrentarlo, pero tampoco aceptará rendirse. Y la rabia vuelve a dominarla.

    —¡Máralad! —alcanza a escuchar el grito de Mudarka.

    No va a girarse, no va a perder a Ertgarld de vista. Además, ha reconocido en el timbre de Mudarka un llamado a detenerse. A rendirse. No. Bajar el arma es reconocer la culpa, es volverse lo que tanto ha tratado de demostrar que no es.

    Ertgarld ha ido plantándose, parece convencido de enfrentarla. En sus ojos antes hubo temor, pero ahora se ha esfumado. Es uno de los pocos con quien ha entrenado casi a diario, y es posiblemente el único que la conoce suficiente en el arte de la espada como para adivinar, si no todos, buena parte de sus trucos. No le teme no obstante, pero sigue reacia a enfrentarlo.

    ¿Se ha equivocado también con él? Todo indicaba que sí. Pudo con una palabra haber hecho que las cosas fueran diferentes. Pudo ahorrarse el baño de sangre, evitar todo esto. Merece lo que sea que suceda a continuación. Pero ahí late otra vez la extraña voz, la que obedece sin reservas siempre.

    Y se iba a rendir, de veras. Contempló en esa pausa la carnicería que los rodeaba, la que ella había provocado. Se suponía que fuese mejor que eso. Y se asqueó su incapacidad para frenarse, y hasta para avizorar una salida. Había cortado nada más y nada menos que con el filo de la Espada de los Culpables los últimos hilos que la ataban a Iroshtar. Y se sintió tan o más sola que cuando despertó desmemoriada en Franjo. Se iba a rendir, ¡por los Altísimos que sí!, pero en su torso se abrió paso un repentino y agudo dolor: por la espalda, a la altura de la cintura, un filo dentado e irregular había penetrado y desgarrado la piel y arañando huesos.

    —¡Padre, ahora! —escuchó la voz de Arldzán mientras tratada de dominar sus pies, que amenazaron con fallarle.

    Había sido él. No necesita verlo, ha escuchado de dónde viene su voz. Y hace un movimiento que ha usado mil veces: por sobre el dolor que roba sus fuerzas gira el brazo, guiando la mortífera hoja. El arma, empujada por sus dos manos y una descarga de fuerza colosal, encuentra algo en su camino, algo que la detiene un segundo y que luego ya no le hace resistencia, y continua hasta completar el arco que ha trazado.

    Tambaleante, por sobre el horrible alarido de Arldzán, escucha las palabras:

    —Acabas de firmar tu sentencia de muerte.

    ¿Se lo han dicho a ella?

    ¿O ella lo ha dicho a alguien?

    Otra vez la bruma, la confusión. Y una furia cegadora que grita desde su interior que todos, de una manera u otra, la han traicionado. Léstar el primero. Y envuelta en ellas, bruma y furia, avanza hacia él. Son tres pasos no más, tres pasos que por poco no completa, pero nadie osa interponerse en su camino. Va sedienta de una venganza implacable que habita sus profundidades, una sed vieja, y eso la mantiene en pie aunque estos amenacen con fallarle.

    Llega ante él. Apenas puede mantenerse completamente erguida. Léstar busca algo en ella. No sabe qué pueda ser ni le importa. No obstante, separa en un esfuerzo la mirada y recorre el patio: al crepitar del fuego se ha sumado indistintos quejidos y estertores de muerte, y al amplio espacio lo invade el hedor férreo de la sangre. Ahí parece haberse congelado el horror y el caos.

    Tropieza con la mirada de Mudarka. Lo ve inmóvil, como si no pudiese creer lo que ha hecho, la boca entreabierta y un puño en el pomo de un alfanje recortado que ha sacado a saber de dónde.

    Mira a Ertgarld, un rictus de la familiar rabia y venganza que la cunde ensombrece su rostro. Mira a Arldzán, que está en sus brazos. Sus ojos parecen fijos en algo invisible a los demás.

    La mirada regresa a Léstar, acompañada de gemidos distantes y el eterno crepitar de las llamas. Él, desde el piso, observa como hipnotizado la hoja que gotea su rojo a apenas unos centímetros de su cara.

    Y alza el arma.

    Él no atina a levantar las manos siquiera para defenderse. Ni siquiera se ha puesto de pie.

    Desde su altura lo mira, piensa en las pruebas de su traición, en sus dudas, y en lo que ha sucedido, todo esto mientras alza más la espada y la invade un vacío. Es asomarse un abismo y no distinguir el fondo. Lo único que ve con claridad: no importa ya que haya querido por cinco, seis largos años. No importa si ya ha cortado todos los hilos.

    No importa nada ya…

    La espada ceremonial que ha ejecutado culpables desde hace siglos cae como un rayo, aunque vuelve a parecerle que todo sucede con una lentitud desesperante, y como si estuviese la margen viendo como todo pasa, incapaz de impedirlo o condenarlo. Como si otra tuviese el mando.

    Pero no hay dos, es solo ella.

    Cae la espada y la cabeza rueda. Todo ha sucedido en apenas una exhalación de tiempo desde que alzara la espada. Y la rabia y el ímpetu la abandonan de golpe cuando una debilidad aplastante se apodera de cada fibra.

    Mareada, adolorida, sintiéndose desfallecer, se voltea a Ertgarld, que sigue arrodillado con Arldzán en sus brazos sobre las losas escarlatas. Sostiene por un par de segundos aquella mirada cargada de un odio que debía fulminarla ahí mismo, y luego arroja ante ellos, padre e hijo, la espada que se hacía inexplicablemente pesada en su mano.

    El arma resonó su metálico eco en los patios de Yamedal. Se estaba rindiendo, por primera vez desde que pisara el suelo de Franjo. O desde que tenía memoria.

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    1. Iba a hacer comentarios pero daría información, spoiler, he aprendido ese termino con los y las camaradas del puente. Así que lo dejo en excelente narración, buen suspenso y buenas escenas, diferentes puntos de vista coincidiendo en la trama, espero con ansias la continuación. Aplausos. Mariscal Gamora

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      1. Oh, de teniente a Mariscal , que honor ! Jjj En serio gracias por la lectura Sauron, y por comentar, ayuda a motivarse, a seguir el saber que alguien aguarda por leer tus intentos de escritura. Tengo algunas escenas más en mente. Veremos que maduren un poquito. 😊

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  36. Reto del NaNoWriMo concluído.

    Conteo de palabras: 2523 / Total: 69 751

    Mazmorras de Yamedal. Largo rato después del apresamiento.

    *Sirvarth.*

    —¿Qué esperas? ¿Una invitación con fanfarria? —repitió Mudarka bajo la antorcha, la puerta de la celda ya abierta.

    Es tanta la sorpresa que vacila. No, Mudarka no es una alucinación.

    Se incorporó aguantándose de los barrotes roídos por la humedad y el tiempo, resoplando como un animal apaleado. Una febril sudoración entumecía cada músculo y hacía brillar sus brazos desnudos.

    —¿Qué haces aquí? —bufó por el esfuerzo.

    —¿Podrás andar? —Con una nota de preocupación en la voz, él entró en el espacio. Compendió que a duras penas se mantenía en pie. —Ven, hay que salir de aquí —pasó sin dilaciones un brazo por debajo de su sobaco. —Aguántate de mí. Vamos.

    Dio los primeros pasos encogiendo los ojos por la cercana llama –Mudarka aún acomodaba su agarre sosteniendo la lumbre con la otra mano. Se aferraba a él con un acopio de sus escasas fuerzas, tratando de anular en su mente el dolor de cada movimiento.

    —¿Sabes lo que estás haciendo? —gruñó.

    —Deja de hacer preguntas y coopera. ¡Cómo pesas!

    La luz de la antorcha alumbraba débilmente el pasillo. Salvados los primeros accesos, descubrió con sorpresa que estaban desprovistos de guardias. Consciente de que cabía la posibilidad de tener que enfrentarles (o salir corriendo en el mejor de los casos) de un momento a otro, forzó el paso de sus débiles piernas. Los emplastes de Kin habían aplicado menguaron considerablemente los dolores, incluso los de las puntadas de su más reciente herida, pero aún estaba muy reciente. El dolor la cortaba en dos. Para colmos, incluso la herida de la pierna, ya casi sana, parecía haberse sentido también. Se obligó a continuar, renqueando y apoyando casi todo su peso en Mudarka. Cada paso, una decena de puñales clavándose por doquier.

    Siguió primando el asombro con cada paso, por la ausencia de soldados y por la aparición de Mudarka. La verdad es que no esperó ver a nadie más una vez que Kin se retiró bajo la celosa mirada de los guardias una vez terminada la cura y vendaje de las heridas.

    Y no sabía cómo sentirse al respecto. Rumiaba una mezcolanza de ideas en su agotada mente. Pero si hablaba, temía perder las pocas fuerzas que le quedaban. Los resoplidos de ambos es lo único que rompe el espeso silencio.

    Las corrientes de aire que se escurrían aquí y allá por los agujeros de ventilación se colaban por su camisa sin mangas, salpicada de sangre seca al igual que el pantalón. El frío anidaba en su pecho; el mundo se había congelado para ella.

    A veces creía escuchar pasos, voces, y miraba por sobre el hombro, esperando ver surgir guardias de la oscuridad que dejaban atrás. Pero seguían sin aparecer, como si aquella red de serpenteantes túneles estuviese vacío. A sus espaldas solo se abría la amenazante boca negra del camino que quedaba detrás.

    Vinieron escalones, un techo bajo, y grietas en el suelo que la hicieron tambalear aún más. Luego vino inesperadamente una bajada sin escalones –la antorcha alumbraba cada vez menos– y estuvo a punto de perder el paso y arrastra consigo a Mudarka.

    Unos pocos metros más y Mudarka se salió del pasillo, colándose entre dos paredes semiderruidas que marcaban el comienzo de un angosto acceso. Debajo, el suelo trazó una pendiente cada vez más pronunciada, tanto que salvados una decena de lastimosos pasos, él tuvo que llevarla casi en alzas.

    —Sabrán que fuiste tú… —jadeó cuando tras quince eternos minutos de sudor la pendiente desapareció y ante ellos se abrió el fin del pasadizo.

    Mudarka no hizo caso. Le tendió la antorcha y empezó a tantear en la pared de roca mientras ella se apoyaba en la pared, desencajada. Claro, tenía que tratarse de un paso secreto o algo de eso. Los castillos de Franjo estaban plagados de ellos, todos sorprendentes por el ingenio de sus diseñadores, y siempre tratando de superarse los unos a lo otros. Iba a preguntar cómo sabia del lugar pero su cansada mente le recordó que había estado al frente de los que revisaron los recovecos de Yamedal en busca de tesoros escondidos.

    —¿Los guardias? ¿Qué hiciste? —preguntó bajo la titilante antorcha al ver que no surgió ningún comentario a aquel “Fuiste tú”.

    Pero él estaba ocupado forcejeando con la piedra. Hasta que dio con el mecanismo oculto y logró accionarlo. Un crujido hueco, y un fragmento de la pared cedió perezosamente.

    —Vamos. —MudarKa volvió a alzarla y ambos se adentraron en el apretado y polvoriento boquete no sin trabajo.

    La antorcha, privada de suficiente oxígeno, amenazó con apagarse. El polvo y la humedad de aquellas viejas piedras le arrancaron un acceso de tos, y el eco que se produjo fue tal que no pudo reprimir una maldición trastabillando con las irregularidades del suelo: bien podía haber avisado su ubicación a toda la guarnición del castillo. Mas Mudarka no dijo nada, solo siguió arrastrándola, redoblando esfuerzos por la traicionera superficie del pasadizo.

    Su mente, atolontrada por los fuertes brebajes que Kin le hizo beber después de suturar la herida del torso, se disipaban poco a poco; el instinto de supervivencia los obligaba a desperezarse. Quizás por eso afloró la negra sombra de una duda: ¿por qué Mudarka hacía esto? Antes no preguntó, solo lo siguió hacia la promesa de libertad. Pero ahora no podía dejar de pensar en ello. El apoyo que le brindó fue evidente para todos los presentes en el Consejo. Fue de los pocos que se mantuvo firme a su lado hasta que pasó lo que pasó. Y dado el resultado, Ertgarld no estaría en su faceta más benevolente, ni siquiera con él. ¿Por qué ayudarla cuando lo más posible es que él ya había perdido buena parte del favor de Ertgarld? Recordó su rostro, sus palabras, su rabia visceral: uno guardias la reducían y el pronunció su sentencia: sería ejecutada apenas terminaran con los asuntos de Yamedal, y en Ira-Roshtare, con una ejecución pública para que aquellos que tanto la aclamaron y la veneraron se quitaran la venda de los ojos como mismo le sucedió a él. Estaba fuera de sí y no podía culparlo, pero sus amenazas no eran por ello menos ciertas… ¿Por qué entonces Mudarka le desafiaba de esta manera? ¿Por qué arriesgar más de lo que ya había arriesgado? Ertgarld era un hombre peligroso, y ahora era su enemigo. Y vio, claro, tras estas reflexiones el rostro de esa sombra negra: otras veces, si la situación lo ameritaba, Ertgarld había ‘escenificado’ fugas de prisioneros importantes para probar que habían fallado a su palabra, que estaban involucrarlos en complots, y sacar provecho de lo que sea que derivara de aquel teatro al que el prisionero en fuga no era sino el último en enterarse –si es que alguna vez llegaba a hacerlo. Antes, ella había sido parte de aquello también. Mas ahora estaba en el otro bando…

    Se frenó –con trabajo, pues Mudarka aplicaba todas sus fuerzas para no dejarla caer.

    —Dime por qué… o por tu maldito Supremo… no doy otro paso —resopló. Pensó fugazmente en si le podía arrebatar la antorcha y usarla como arma. Pero se sentía tan débil que casi esperaba que Mudarka la desmayara de un puñetazo si las cosas tomaban ese rumbo. —Él… está al final de donde sea que me lleves… —habló de Ertgarld.

    —¡Máralad, por el trasero peludo del Supremo, que burra te pones! —él simplemente afianzó el agarre que se había ido resbalando. —Vamos, sigue.

    Ganaron otro tramo. No podía simplemente barrera la desconfianza que había vuelto a anidar en ella, pero solo siguió arrastrando los pies. Total, tampoco es que tuviera más opciones. Aunque seguía escapándosele qué ganarían Ertgarld y Mudarka escenificando una frustrada fuga de su parte…

    Y es que no quiere pensar. Ya es suficiente con el dolor físico, el peso en su conciencia y la idea de estarse escabullendo por las entrañas de aquella maldita ciudad como una cobarde, algo impensable hacía apenas unas horas.

    Siguieron bamboleándose como una pareja de ebrios contra las estrechas paredes, tropezando y gruñendo. El pasillo simplemente torcía, infinito, y la antorcha alumbraba cada vez menos.

    —Aguanta. No puedo… Un descanso… —se detuvo. Ya no tenía fuerzas. Sus piernas no respondían, respirar era una tortura y el sudor le corría a mares a pesar del frío del túnel.

    —Vamos, Máralad. Un esfuerzo más.

    —Decórate igual que yo y entonces insiste en seguir —le enseñó los dientes aguantándose ahí en el torso, por sobre la profusa venda, la herida.

    —Toma. Sujétala fuerte. Todavía no aprendo a ver en la oscuridad —le tendió la antorcha. Y con evidente esfuerzo la cargó en brazos. —Sujétate del cuello —dio un paso buscando equilibrio.

    Siguieron el resto del camino sin pronunciar una palabra. Estuvieron caminando –bueno, Mudarka, porque ella iba como doncella en noche de bodas– por largo rato. Él resoplaba como un toro, y tuvo que hacer varias paradas para tomar aliento. Ella seguía sujetada a él en esos descansos. No pudo evitar pensar en qué hacer si los capturaban, si al final esperaban guardias armados con Ertgarld a la cabeza, un Ertgarld decidido a terminar con los problemas ahí mismo. Y temió por él.

    —Mudarka… —comenzó a decirle, pero él la cortó creyendo adivinar el reproche que sobrevendría:

    —Peiné cada uno de estos túneles dos veces, Máralad. Sé bien a dónde vamos. No estamos dando vueltas en círculos.

    —¿Y Ertgarld, no sabe de estos pasadizos también?

    —No le dije todo —estuvo a punto de perder el paso y soltó una maldición.

    —¿Por qué?

    —Porque sí.

    Por lo visto no quería hablar. O simplemente se concentraba en seguir caminando.

    No demoró tras ese diálogo en surgir una claridad ahí delante. Esperanza y alerta pujaron en su interior. Altísimos, que sea vuestra voluntad, les dedicó un pensamiento, sabiendo que no tenía fuerzas ya para nada. Estaba tan rota en la carne como por dentro.

    Alcanzaron la luz, que se colaba desde arriba por una sección circular que recordaba el brocal de un pozo, y la brisa que se colaba avivó la llama de la antorcha. Mudarka se la quitó al depositarla en el suelo con cuidado y llevándose una mano a la boca produjo un suave chiflido imitando una de las aves nocturna de esos lares. Con el corazón latiendo a mil, la mente despierta en un esfuerzo por recuperar sus sentidos, vio una soga caer segundos después por el agujero, cuya apertura era lo suficientemente ancha como para permitir escalar a tres hombres a la vez. Lanzó una mirada interrogante a Mudarka, que cogió la soga en su mano libre.

    —Estamos cerca de Miesti —le dijo.

    Miesti quedaba a medio camino entre Yamedal y la cercana costa. El mar era de Barld: no había peligro de tropas enemigas ahí. Si lograba montar en un barco sería intocable, a menos que los Altos de Barld decidieran lo contrario.

    —Arriba esperan hombres con caballos. Llevan ropas de soldados iroshís —siguió, —no vayas a arremeter contra ellos. Son de tu mesnada, de confianza —y le extendió la soga.

    —¿Quiénes?

    No podía creerlo. La esperanza y la gratitud disipaban cada vez más la sombra que la ha asaltado. Quiso preguntarle desde cuándo concibió semejante fuga, y cómo ha logrado evadir los guardias, o cómo pretende librarse de las sospechas cuando se descubra que la traidora de Máralad –porque ya no es sino eso a los ojos de Iroshtar– se ha fugado de Yamedal. Pero no hay tiempo para eso.

    —¿Quiénes?

    —Tu ayudante de campo. Y los barladenses esos que parecen tallados en piedra carbón. Y el sanador.

    Tugrut, Bandu y Arkachóiska. Y Kin.

    —Tienen suficiente en la bolsa como para desaparecer un tiempo… ¿Qué esperas? Es una corta subida, y yo te ayudaré —ve que vacila en subir.

    —Nunca imaginé terminando mis días exiliada en Barld —torció los labios en un gesto que quedó a medias entre sonrisa y mueca.

    —Pues a menos que tengas alas guardadas y salgas volando, me temo que tu camino va a la Gran Isla, querida.
    Lo sabía. No tenía de otra: a la derecha estaban las tierras de Iroshtar, a la izquierda las de Tulvwar, y en frente la cordillera infestada de partidas de ambos bandos. Solo le quedaba el mar, y Barld.

    —Vamos. Ya te las arreglarás. Siempre lo haces. Un puñado de religiosos resentidos no es lo más peligroso a lo que has hecho frente…

    —¡Ven con nosotros!

    Aquello salió de su boca antes de pensarlo siquiera. Y al segundo comprendió que era una estupidez: Mudarka tenía obligaciones, familia, un hogar allá en Turgali.

    —Soy más necesario aquí, Máralad. —Como si de veras pudiera elegir.

    —Mis hombres —recordó. —Son libres de hacer lo que quieran. Luchar o irse. No sería justo represalias contra ellos.

    —Haré lo que pueda. Tienes mi palabra. Pero ya que lo mencionas, conviene que se queden, que Ertgarld y los demás vean su lealtad. La lealtad de los mercenarios de Máralad.

    —Eso no me abrirá las puertas de regreso —suspiró, muy a pesar suyo. —Y aunque lo hiciera, ¿qué te hace creer que regresaré?

    —No me digas que irás con Tulvwar —la claridad permitió verlo alzar una ceja. No supo si bromeaba. Por un segundo creyó que no.

    —Barld ahora, quizás luego Franjia…

    ¡Qué paradoja: Léstar muerto y ella considerando irse a Franjia!

    —¿Franjia? Nunca te gusto aquello. No has llegado a la Gran Isla y ya hacer planes para irte de ahí.

    —A veces olvido cuanto me conoces —intentó sonreír para espantar la tristeza.

    —Y cómo te conozco, tarde o temprano regresarás. No soportarás a las saconides cantando odas y alabanzas, dialogando con fragmentos del Devocionario, presionando para que te conviertas. Y nosotros habremos aprendido la lección cuando los tulvwarenses nos saquen de aquí de una patada en el trasero y nos preguntemos por qué demonios fuimos tan estúpidos como para no mantenerte con nosotros. ¿Quién sabe?, quizás hasta te ganes unas tierras por acá y un buen corro de pretendientes. —Y ya poniéndose serio agregó: —Ertgarld habrá aprendido la lección. Siempre ha sido así, desde niños. Rara vez la caga, pero cuando lo hace vive el Supremo que lo hace en grande… Y te recibirá.

    —No esta vez. —Recordó a Arldzán en el piso, desangrándose. —¿Y Arldzán?

    —De momento vive. Pero está mal herido… Anda —soltó un hondo suspiro, —lárgate de una vez o nos haremos viejos aquí. Métete donde quieras hasta que la tormenta pase, pero no se te ocurra regresar a Imperiae…

    No pudo contenerse de soltar la soga que él había comenzado a acomodar en sus lastimados brazos y abrazarlo con fuerzas, unas que no esperó tener ya: siempre decía Imperiata en vez de Imperiae. Él calló y la abrazó también. Y también con fuerzas, como si hubiese olvidado sus heridas y golpes.

    —Cuídate, ¿sí? —se aferró a sus anchos hombros tras separarse. Contuvo a duras penas las lágrimas que comenzaban a nublarle los ojos. —Haz lo que sea que cueste para que no te pillen. Odiaría tener que regresar para salvar tu trasero una vez haya puesto pies en polvorosa… Vamos, dame un empujón o nunca saldré de este hueco.

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    1. Leído, interesante continuación, en espera de nuevos capítulos, eres experta en el suspenso, ya lo he comentado antes, cuando la novela este completa voy a relerla desde el principio, hay muchos personajes y subtramas y puede que que en este momento se me haya olvidado alguno, pero no quiero regresar atrás, lo que viene es muy intetesante

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      1. Realmente este fragmento lo apuré y se me fueron detalles ahí que no debieron irse, pero bueno creo que al menos se entiende. Gracias, me tomé a pecho lo del plan Scherezada ☺! Ahora sí descansaré la historia, tengo la idea general del curso de los acontecimientos pero eso debe madurar más. Como ‘avance’ puedo adelantar que la historia regresaría a Imperiae… al menos por un tiempo.

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