
Chel, cuánta distancia. Cuán sola soy sin ti en esta Fortaleza del Alto. Quieran los dioses que aún vivas para mi corazón.
Ha empezado el asedio. Las columnas mercenarias que vimos acampar sobre la meseta, en la ribera opuesta del lago, ya están dispuestas en el valle bajo nuestra fortaleza, y preparan sus puentes para el cruce del foso. Sídara, mi maestra, juzga que deberíamos volver a abrir las claraboyas de los calabozos, cegadas desde el tiempo de sus abuelos, porque están casi al nivel del agua, y servirían a nuestros ballesteros para clavar las piernas de los asaltantes. Así se lo dijo al Jefe, pero este no decide aún. Las claraboyas son lo suficientemente grandes como para que por ellas pase un hombre sin armadura, y por eso bien podrían causar nuestra perdición. El Jefe es de los diestros en la defensa desde lo alto, ya ordenó demoler los pequeños templos donde los viajeros rezan a sus dioses extraños, para aprovechar sus piedras.
Lo cierto es que esta incursión temprana ha tomado por sorpresa a todos. Allí en tus recámaras, seguro escuchas las peleas a gritos del Señor, nuestro digno Señor Tabia de la Primera Montaña, y sus oficiales. Tus amigos los escribanos deben pasar ratos muy malos. Afortunado tú, que solo debes servirles el vino por las noches en sus aposentos, cuando ya están muy cansados como para dedicarte su mal humor.
Pero, según te contaba, no tuvimos tiempo para reunir piedras en la meseta, y sí apenas para llenar a medias las despensas a costa de las villas próximas, y limpiar las vías de agua que nos abastecen desde el lago. Muchos de los nuestros habían solicitado permisos este otoño, para ir a las villas de sus familias y ayudar en las cosechas, y el Jefe se los negó. Mereció que le blasfemaran tras los dientes en las formaciones, y le dedicaran maliciosas, si bien pequeñas, hechicerías, de las que no hizo el menor caso, pero gracias a ello tenemos la guarnición completa. Sídara preferiría haber contado con más ballesteros, el Jefe con una tropa a caballo más numerosa para lanzar incursiones nocturnas sobre el campamento de los sitiadores, y mi parecer, que no he mencionado porque mi voz es pequeña, es que deberíamos traer de las villas más brujos curadores, mientras nos quedan desfiladeros libres para el movimiento de pequeños grupos de personas en la oscuridad.
Ahora anochece, el primer golpe será en la mañana. Las pupilas de Sídara pasamos la tarde en los desfiladeros, recogiendo hierbas. Me duelen los hombros y la espalda, pues regresamos muy cargadas. Venenos y antídotos, hierbas para limpiar heridas, para cerrarlas, para espantar fiebres. Y mucha raíz de núfera, esa que prohíben en las ciudades, pero que mantienen a un soldado en pie, lanza en mano, durante un arco entero del sol sobre su cabeza, mientras no deje de masticarla. Estamos agotadas, pero no dormiremos. Tenemos que repasar los libros, no hay tiempo de consultas cuando alguien se desangra delante de ti, cuando estás rodeada por cien bocas que se aguantan los gritos, y cien pares de ojos que no se los aguantan, y suplican, y maldicen. Tú nunca has visto nada parecido. Yo solo una vez, durante una incursión tras la frontera. Éramos diez pupilas con Sídara, los heridos no fueron más de veinte, y el peor tajo que hubimos de tratar fue un lanzazo envenenado en una ingle. Nunca he cercenado miembros aplastados, ni cosido vientres abiertos tras acomodar las vísceras, ni extraído puntas de flechas de rostros desgarrados. Nunca, en personas. Y tengo miedo. Miedo de desmayarme, miedo de tartamudear los sortilegios, miedo de mirar a los ojos de un herido de muerte y no saber sonreírle.
Así, ya lo sabes, comienza todo. El fin, del fin, al fin. Esta carta mía saldrá al alba, junto a tantas otras. No sé que le pesará más al mensajero en su bolso, si los pergaminos que de súbito salen de las manos de aun los iletrados, o los amuletos que parecen lloverle, para su protección y la de los mensajes que porta. Al menos, sé que estas palabras te llegarán pronto, porque el hombre también lleva misivas para el Señor y sus oficiales. Después, no sé.
Debo dejar de escribir. Me llamarán pronto a la sala de prácticas de Sídara.
Por favor, espera por mis cartas, espera por mí.
Y, por favor, dime que volveremos a sentarnos junto al mar.
Realis, pupila de Sídara.
Fortaleza del Alto, fronteras del poniente, día 79, cena 320 de la Primavera de las Crisálidas.
Leo tus palabras, Realis, y tiemblo. Por ti, por mí, por todos nosotros. Nuestro Señor no enviará refuerzos a la Fortaleza del Alto, y esto, si vuestro Jefe no lo ha dicho aún, y creo que no lo dirá, debes mantenerlo en secreto. Dudé, mucho dudé, si decírtelo a ti en esta carta pero, ¿recuerdas?, tú y yo no nos mentimos. Eso lo juramos aquella tarde junto al mar, ¿recuerdas? Y eso fue solo parte de un juramento aun mayor, ¿recuerdas? Más vale que el Jefe y Sídara sepan mantener sus muros, para que vuelvas a mí, y hundas tu cara en mi pecho.
Tabia, nuestro Señor, partirá mañana con sus oficiales, y yo iré también, pues el copero principal ha huido del servicio y partido a las fronteras del poniente, tiene allí a su familia. Tabia visitará las fortalezas del río, porque se rumora sobre una flotilla que viene bordeando la costa, y son barcos de pobre calado y muchos remos, propicios para entrar al estuario y seguir corriente arriba. En todo caso, el invierno está al llegar, y el Señor espera que las fortalezas de frontera, como esa donde sirves y aprendes, resistan hasta las primeras nieves. Sabe que el enemigo querrá continuar su avance, y entonces él tendrá sus ejércitos dispuestos en las tierras altas. Quiere vencerles y echarlos del país en pocos golpes, batallas campales como esas sobre las que se hace leer un día tras otro por sus escribanos, a pesar de que sus oficiales recomiendan aniquilar al oponente en los desfiladeros, tal y como siempre han hecho sus mayores.
Sobre estos pormenores tú y yo tenemos pareceres, pero no el poder de hacerlos valer. Somos pequeños, y quienes mandan lo hacen porque los dioses así lo quieren. Imagino que podríamos hablar sobre esto y mucho más, sobre el orgullo y la idiotez de los grandes, tendidos en el lecho de aquella cabaña junto al mar, ¿recuerdas?, con las brasas suaves que corrían sobre la leña, y nuestras bocas que, al correr la una sobre la otra, dejaban a veces tiempo a las palabras. Pero no hay cabaña, no hay mar, ahora. No hay brasas, ni bocas. Eres tú, muy lejos, y yo sin ti, y todo en derredor es prisa e inquietud, y también tengo miedo.
No voy a malgastar palabras en decirte que seas fuerte. Han pasado días desde que empezó el asedio a tu fortaleza, y cuanto temías, ya debes conocerlo bien. Solo espero que hayas sido fuerte, y lo sigas siendo. Cierra heridas, cose vientres, extrae puntas de flecha, alivia las fiebres. Para eso estás allí. Para eso quisiste estar. Para aprender junto a Sídara. Fue tu elección, es por eso que estamos lejos, sin mar y sin cabaña, y no quiero creer que esta distancia ha sido en balde.
Volveremos a sentarnos junto al mar.
Volveremos a decir nuestros nombres, y que el mar se los lleve, junto a lo que éramos antes de saberlos.
Sé fuerte.
Te escribiré desde la caravana del Señor. Quiera el Pastor que todas lleguen a ti.
Chel, copero de Tabia.
Fortaleza en la Primera Montaña, día 86, cena 320 de la Primavera de las Crisálidas.
Chel.
Chel.
Chel.
Dame fuerzas.
Dondequiera que estés, a la zaga de nuestro Señor, por los caminos de este país condenado, dame fuerzas.
Déjame repetir tu nombre, como si lo dijera sobre tus labios, como si tuviera aquí tus labios, como si tuviera aquí tus oídos.
Chel.
Chel.
Chel.
Este país está condenado, Chel. Condenado.
No te diré de estos largos días de sangre. Sangre en los campos, sangre en el aire, sangre en mis manos. Resistimos, porque la piedra siempre ha sido más dura que la carne, y hasta ahora ni una mano enemiga ha logrado asomar sobre los muros. Pero sí las saetas, y las rocas, y las bolas de hierro que caen sobre nosotros sin un instante de reposo, como si el enemigo se empeñase en arrojarnos cuanto existe en el mundo, hasta que la fortaleza se hinche y reviente como esos peces que capturábamos en la arena del mar cuando jugábamos de niños. ¿Recuerdas cuando éramos niños, Chel, cuando ya sabíamos lo que el otro pensaba con apenas un pestañeo?
Pero te diré lo que vimos anoche, parados sobre las almenas de la torre del Jefe, la principal de la fortaleza.
En la oscuridad, era como un río de fuego que fluuyera por los desfiladeros de las montañas más allá del lago. Aun si marcharan con una antorcha para diez hombres, aquellas legiones bastarían para quebrar las rodillas no solo de este país, sino de todas las tierras del Camino del Pastor. Y con el resplandor dorado del fuego, mezclado con él, un plateado susurro de armaduras. Y el tronar de los cascos. No eran tropas del montón, Chel. Era un río de caballería completamente equipada, pesada, disciplinada. Y marchaban así de noche, de completa armadura, con la intención de advertir, de intimidar. Eso era claro. Para que quien los viera saliese corriendo a escarbar con las uñas un refugio bajo cualquier roca. Para estremecer los corazones ocultos tras las rocas de todas las fortalezas de las fronteras. A los pocos instantes de contemplar aquel terrible desfile, el Jefe blasfemó, y dijo que no sería de extrañar que las demás fortalezas se rindiesen sin presentar resistencia. Sídara, mi maestra, asintió, y dijo que una caballería semejante nunca marcharía sola, que vendría acompañada por cuatro veces su número en infantería, arqueros y ballesteros, y más aún en servidores, portadores y acémilas. Y bandidos, hordas de bandidos atraídos por los despojos que un ejército deja siempre tras su paso.
Aquella marcha duró hasta el mismo amanecer. Luego, durante el día, pasaron las columnas de vituallas, la infantería y el resto del ejército, pero no podíamos prestarles atención, ni siquiera para adivinar su número, porque cada soldado tenía su puesto en los muros, todos teníamos nuestros puestos, y el asedio empezó con saña tremenda esta mañana.
Eso es todo, Chel. No tengo fuerzas para escribir mucho más, hace mucho que oscureció, los mensajeros están por salir. Y no quiero guardar esta carta hasta la próxima ocasión, porque tal vez no la envíe, porque tengo miedo de que sientas mi miedo, de que creas que fluaqueo, de creer que acaso tengas razón al creerlo, y es insoportable.
El Jefe ha jurado no rendir la fortaleza. Supongo que eso aliviará a nuestro Señor. Pero dudo que lo salve, dudo que salve a nadie en este país.
Dame fuerzas, Chel.
Di que volveré junto a ti.
Solo dilo, cada noche antes de dormir, cada día al abrir los ojos. Dilo como si rezaras, como una súplica, como una orden.
Dame las fuerzas para complacerte, para obedecerte.
Para vivir, regresar y olvidar.
Para ser tuya.
Chel.
Chel.
Chel.
Dame fuerzas.
Realis, pupila de Sídara.
Fortaleza del Alto, fronteras del poniente, Día 99, cena 320 de la Primavera.
Realis.
Realis.
Realis.
Lo he rezado cada noche, cada día. Lo he suplicado, lo he ordenado. Pero las noches pasan, también los días, y la esperanza se me deshilacha como un tapiz viejo.
Quiero creer que estas líneas llegarán a tu fortaleza, que estarás allí para recibirlas. O mejor, en secreto, quiero creer que estás de regreso, tras abandonar la fortaleza rendida, y que podríamos entonces huir hasta el mar, hasta aquella cabaña nuestra, y esperar a ser perdonados por los invasores y los dioses. Sé que una sola fortaleza en las fronteras, ahora, no es más que una piedra pequeña en el centro de un torrente que fluye por sus lados y sigue adelante, internándose en el país. También sé que tu Jefe y Sídara no la rendirán, porque les he conocido a través de otras bocas, y sus corazones están muy forjados. Demasiado, acaso. Y también sé que a cada jornada que transcurre, el territorio tras la fortaleza es más y más del invasor, y por eso con cada jornada el regreso a casa sería más y más imposible.
¿Pero qué hago? Estas palabras no te darán esperanza.
Escucha.
El Señor ya no se hace leer los libros antiguos. Viaja ceñudo en su silla de manos, y llama a todos sus capitanes, y pregunta por los hombres reunidos, por las villas fortificadas, por el avance del enemigo. Ahora nos movemos sin cesar por el bajo país, porque el Señor cree que su presencia será favorable para reclutar más lanzas. Ha consultado con sus tesoreros y está dispuesto a dar buena paga. Quiere esperar con sus huestes en el bajo país, hasta saber cuál será la ruta del invasor, y entonces encararlo. Sabe que un ejército tal no podrá demorar su marcha, porque el avituallamiento empezará a mermar, y el invierno ya sopla su primer hálito hiriente. En cuestión de pocos días ya sabrá dónde plantar batalla. Si se arrepiente o no de sus deseos de una gran victoria en las planicies, no lo sé. Tampoco importa. Solo importa que tras una victoria de Tabia, nuestro Señor, los sitiadores de tu fortaleza tendrán que retirarse, pues el asedio les será difícil con la helada y las nieves, y puesto que son mercenarios, tratarán de asegurar la paga adeudada por sus derrotados amos. Eso es lo que importa, lo único que importa.
No sé si creer en esa victoria, pero debo creer. También tú.
Realis.
Realis.
Realis.
Lo seguiré rezando, suplicando, ordenando, cada día, cada noche. Sé fuerte.
Chel, copero de Tabia
El bajo país, día 112, cena 320 de la Primavera.
Perdona si mi letra es algo confusa, pero tengo los dedos muy fríos. La nieve está sobre nosotros. Escribo en los muros, a la luz de la luna, porque el Jefe ha ordenado economizar la leña y los aceites, y por eso nuestra fortaleza está a oscuras, cada paso de los centinelas sobre la piedra helada resuena como desde la garganta de un dios, y el Jefe y su consejo hacen sus planes en una recámara a la luz de solo dos velas, cubiertos con mantas y pieles, soltando por las bocas más vapor que palabras.
El mensajero que enteró al Jefe sobre la derrota del ejército de nuestro Señor en las planicies no tenía ánimos para alzar la cabeza. También estaba herido de flecha en un brazo, porque tropezó con una patrulla mercenaria en los desfiladeros. Yo le curé, y por él supe detalles, y creí vislumbrar el tremendo desastre que tú seguro viste con tus propios ojos. Supe del sacrificio inútil de nuestra caballería, al caer en los fosos que el enemigo había preparado de antemano. Supe de la desbandada de nuestros arqueros, cuando los magos del enemigo les devolvieron sus flechas. Supe de nuestra infantería pisoteada por una ola de caballos y hachas largas. El mensajero descansa ahora, y partirá mañana, llevando, entre otras, esta carta. Está débil por la sangre perdida, y por el miedo. Sé que me perdonarás si le doy aquel amuleto que me regalaste cuando éramos niños, el que era de tu madre. Sé también que darías hasta los huesos de tu padre para que estas palabras llegasen a ti. Sé que yo daría los huesos del mío.
El Jefe supo de unos soldados que planeaban su fuga de la fortaleza. Los hizo ejecutar en los muros. Eran cinco. Yo no conocía a ninguno. Tampoco vi la ejecución. La helada es cruel con los heridos, y a algunos que podrían vivir, pues sus heridas no son tan graves, la fiebre, en cambio, los consume y se los lleva. Colocamos los cuerpos en un rincón del patio principal, en un montón, porque necesitaríamos aceites para que el fuego prendiese, y la tierra está demasiado dura, y los soldados demasiado agotados, como para que sean enterrados. Y claro está, con los soldados tan agotados, somos las pupilas de Sídara, junto a varios hombres muy viejos o muy jóvenes para ser de utilidad en los muros, quienes nos encargamos de reunir los cadáveres y apilarlos, tras ocuparnos de los heridos y preparar las comidas.
Las despensas se mantienen, por fortuna. Partimos y raspamos el hielo en las vías de agua. También aprovechamos los trozos que nos lanzan los sitiadores.
El asedio es menos violento, aunque no cesa. El enemigo ha destinado varios destacamentos a forrajear, a cazar, a romper el hielo del lago para buscar peces. Hace poco les llegó una caravana de barriles de vino y licor. También recibieron una caravana de pan.
Vimos pasar más tropas. Ya no en desfile ostentoso, pero igual contamos una gran caballería, seguida por una columna de sillas de manos. Sídara sostiene que se trata de magos, acaso reclutados en los puertos de las Tierras Estrechas. El Jefe nada comenta sobre eso, pero sé que siente alivio al saber que los mercenarios que nos asedian no cuentan con muchos artesanos de la Esencia entre sus filas.
Supimos que las guarniciones de las otras fortalezas han sido hechas cautivas y esclavas. Dudo que a nosotros, la única tropa invicta, nos aguarde semejante misericordia. Por eso solo nos queda sostenernos, y confiar en la sabiduría de nuestro Señor y sus oficiales. Ojalá pudieran beber mucha de esa sabiduría en el vino que les sirves. Ese vino que sirves caliente, especiado, mientras yacen sobre esos cojines que ni aun en retirada arrojan al sendero. Ese vino que deseo beber contigo, sentados sobre un peñasco cualquiera, salpicados por el sacrificio de tantas olas.
Perdona. Por favor, no me dejes pensar en eso. No dejes que te haga pensar. Es injusto.
Nuestros centinelas llaman al cambio de guardia. También esos, los de afuera, piden el relevo. Y yo debo dormir algo, por eso me despido. Pondré esta carta en la bolsa del mensajero dormido, junto a las que son para Tabia, nuestro Señor.
Si alguien te pregunta, di que resistimos, que seguimos con vida, que la única razón por la que seguimos resistiendo es porque queremos seguir vivos. Para regresar. Mañana. El día después. Algún día.
Ayer, un día antes, ojalá.
Quiero sentir tus labios. Los míos están tan fríos.
Realis, pupila de Sídara.
Fortaleza del Alto, fronteras del poniente, día 131, cena 320 de la Primavera.
Cabalgo en la retaguardia de la columna. Nadie ríe, solo chasquea la nieve bajo los cascos de los caballos, y yo pienso en ti. Son duros días de marcha, cruzando un país oscuro y asustado, y tu cara viaja delante de mí, y tu cuerpo, y tu sombra.
Escribo estas líneas a la montura. Acamparemos cerca de alguna villa o poblado, y tendré que salir a buscar vinos, licores, cervezas, cualquier jarra que aplaque la rabia de los oficiales de nuestro Señor. Tabia no bebe. Sus sirvientes apenas logran obligarlo a comer algunos mendrugos de pan untado en miel. Tabia parece no ver nada, va en su silla de manos con los ojos y los labios apretados.
Para cuando leas estas palabras, seguro sabrás ya de la derrota. No he querido esperar por tu siguiente carta para escribir. Me parece triste, que siempre parezcamos aguardar por la seguridad de que el otro aún vive, para entonces dar una respuesta.
Yo servía el vino para Tabia, mientras él contemplaba la batalla. Mientras nuestras filas se desmoronaban. Mientras nuestros hombres huían. Yo solo servía el vino. No dejé de hacerlo ni siquiera al final, cuando Tabia ordenó la retirada. Orden inútil.
El mando tratará de reagrupar las tropas a lo largo del río, en la ribera país adentro. La corriente no se ha congelado aún, y quizás tengamos una oportunidad de evitar que el enemigo llegue a las montañas. La Fortaleza de la Primera Montaña no está preparada para un asedio, y si cae la capital, será el fin de la guerra. Todos lo saben. Todos lo temen.
Yo solo temo por ti.
Pienso en cuánto durará el coraje de esos soldados que te separan del enemigo. En cuánto habrá aún de alimento en vuestras despensas. En las muchas flechas perdidas que vuelan sobre los muros. No te expongas, por favor. No demasiado.
Yo seguiré escribiendo sin esperar por tus cartas. Tanto hay que no digo, y quisiera decir, pero temo que son palabras que en nada ayudan. Conoces mi corazón, mis anhelos, y sabes que el uno y los otros saben hablar a través del sonido de tu nombre, del aire en tu boca, del calor entre tus dedos. Nada quiero más que tener tus manos cerradas dentro de las mías, es como si mi propio corazón se cobijara en mis manos. Quiero darte cobijo, alejarte de allí, tenerte a salvo. Pero ya dije; estas palabras no ayudan. Son solo palabras.
Los dioses nos guarden, amor.
Quiera el Pastor que los dioses nos amen lo suficiente como para no negarnos lo que merecemos.
¿Acaso no lo merecen todos?
Quisiera ser un dios, amor. De veras, quisiera.
Chel, copero de Tabia.
El bajo país, día 131, cena 320 de la Primavera.
Es bueno saber que no soy la única loca entre estos muros. Somos más de diez a la luz de la luna, escribiendo. Tres pupilas de Sídara, varios soldados. Algunos esperan, para luego dictar a los que saben escribir.
Soy de tu mismo parecer, tampoco yo esperaré por tus cartas. Todo cuanto tenemos son estas palabras. Sin embargo, poco aliento podemos esperar de ellas.
Nuestros muertos ya no están en el patio, apilados en un montón de carne helada. Ahora están repartidos entre las rocas, sobre los campos bajo la fortaleza. Fue la orden del Jefe. Despedazados y desnudos, porque se nos ordenó quitarles las ropas y las armaduras, si las tenían, para vestir a los muy viejos y a los muy jóvenes. Nuestras filas en los muros menguan día tras día. La fiebre debilita a muchos que no han recibido aun ni un rasguño. Sídara vio trozos de carne entre los proyectiles del enemigo. Carne enferma, dijo, tras recoger algunos y examinarlos. Nadie comió de ellos, pero su enfermedad ya está aquí. En los pasillos. En los cuarteles. En las despensas. Las carnes secas han sido arrojadas. Incluso el agua es un peligro. Y el Jefe dispuso nuestros muertos como proyectiles, pues suponían un riesgo de enfermedad que no podíamos permitirnos. Pero yo sospecho que temía más a las muecas de esos muertos, a lo que esas caras heladas nos decían sin voz a los vivos.
Han sido días de hambre, Chel. Los guerreros más viejos se lo toman con calma, nos dicen que el cuerpo se acostumbra, que lo mejor es descansar en cada momento posible.
Los sitiadores han asomado en ocasiones sobre los muros. Sin el obstáculo del foso, hace tiempo congelado, arriman sus escaleras, lanzan sus garfios bajo la protección de los mismos muros, y sabemos que los invade el deseo de que esto se acabe tanto como nosotros. Pero nuestra elección es más difícil.
Varios soldados se llevaron un cadáver a los calabozos. Fue Sídara quien los encontró, colocando ya al fuego un caldero lleno de hielo, eligiendo con la punta de sus puñales los mejores sitios donde cortar. Se les juzgó por el robo de leña y aceites, fueron castigados con una guardia larga. El Jefe no quiere perder más hombres, ni siquiera por la fiebre causada por unos azotes. Sídara discutió con él durante casi toda la noche, pero él no quiere escucharla. Hay que mantener la fortaleza, y sin hombres no puede hacerse, eso es de razón común. Sídara le dice que entonces los soldados perderán el respeto al mando, pues no habrá castigos que temer, y eso también es de razón común. Sin embargo, yo trato de no pensar ni en esas ni en otras razones. Pienso que la razón es algo que hace mucho ya empezó a escasear en las despensas de nuestros espíritus.
No diré más esta noche. Perdona. Si aún tienes esperanzas, si aún quieres esperar mi regreso, si no decides que es en vano y pones tus ojos en alguien que sea capaz de dormir sin gritos, que no tenga horrores que olvidar, que no dejará tu lado por aprender cómo se sanan heridas y fiebres sin saber que todo eso no es más que un engaño absurdo y una demora inútil del gran silencio que llegará al fin, si quieres a alguien con las manos limpias de una sangre que ningún mar podrá lavar, hazme saber de tu destino. Perdona.
Perdona, por favor.
Pero no diré más. No esta noche.
Realis, pupila de Sídara.
Fortaleza del Alto, fronteras del poniente, día 147, cena 320 de la Primavera.
¿Recuerdas a aquel viejo pescador del río que nos acogió una noche? Veníamos perdidos en la barca de tu padre, con la corriente crecida, y aquel viejo nos sacó de ella a golpes de remo, atando nuestra barca a la suya. Dormimos en su cabaña, mientras él remendaba sus redes sentado en la ribera. Aquella noche fue nuestro primer beso, ¿recuerdas?, y tú no eras aún una mujer, ni yo un hombre. Fue la primera vez que dormimos juntos, tú con la cara bajo mi brazo, yo con una mano en tu espalda desnuda. Nuestras ropas se secaban afuera, al viento de la noche. Te confieso ahora que no dormí, ni por un instante, era imposible, y sabía que tampoco dormías. Yo solo sentía tu respiración bajo mi brazo, y tu espalda bajo mi mano, y era como si el techo se abriese, y saliéramos flotando hacia arriba, cruzando los techos del cielo y los dioses, y ardiésemos sin dolor allá en lo más alto.
He estado en la cabaña del viejo, ayer. La encontré vacía, mugrienta. La tumba está cubierta por arbustos. Nunca sabremos qué manos amigas o ajenas le dieron sepultura. Nunca le preguntamos su nombre.
El campamento se extiende por la ribera, en el centro está la tienda del Señor, y desde ella no se percibe hasta dónde llegan las fortificaciones a cada lado. La extensión de estas obras defensivas anima a los oficiales y a los soldados. Tal parece que ni un dios podría, en su arrebato más iracundo, cruzar por aquí. No obstante, yo miro no a los lados, sino hacia atrás, y noto que la profundidad de la línea puede alcanzarse a pie en un paseo muy breve. Esta defensa es tan extensa como delgada. No sé mucho de artes de guerra, pero pienso que no resistiríamos una simple carga de caballería. La esperanza es el río. El enemigo tendría que cruzarlo, y solo entonces daría con nuestras líneas. El golpe, así, sería más bien débil. Quizás resulte. No sé. No soy quien para juzgarlo. Pero temo a los magos que vienen en las tropas invasoras. Son más numerosos y fuertes que los nuestros. Y ya he visto la diferencia que sus poderes pueden significar en una batalla.
Tabia, nuestro Señor, parece haberse recuperado. Su primera orden fue reunir a cien de los soldados de quienes se sabía huyeron entre los primeros en la anterior batalla. La ejecución fue cruel, no diré de ella. Su segunda orden fue formar filas tres veces al día, y una durante la noche, para contar y recontar. Los desertores serán cazados, traídos de vuelta al campamento y ejecutados. Ahora, todos vigilan a todos. Es fácil acusar a cualquiera de intento de deserción. A cualquiera que te deba unas monedas o unas bravatas. Su tercera orden fue racionar los alimentos. La muerte amenaza a quienes sean sorprendidos rondando por las tiendas de vituallas. Y a quienes abandonen la guardia. A quienes cambien armas o licor por comida a los campesinos del lugar. Llegar con retraso a las filas también implica castigos. Tal vez mañana me castiguen por respirar demasiado aire. O por mirar a los ojos a un oficial. Por orinar más de dos veces durante el día. Por mi cara triste. Por escribir.
¿Cómo resistes? Quiero que seas fuerte, para así serlo yo. Me dieron un escudo y una lanza. En estas líneas, ni aun los sirvientes serán dispensados del combate. Bien es cierto que mi tarea será proteger la tienda del Señor, pero esta se alza a pocos pasos de la corriente misma. No sé si podré atravesar a un hombre con esta lanza, no sé si sabré evitar que me atraviesen. La lanza conserva los amuletos de su anterior dueño. No deben haberle servido de mucho, si ahora su arma está en mis manos, pero acaso haya sido tan solo herido, o haya huido a su casa, a su familia, a esperar por el fin de todo. En todo caso, los dejaré. Quizás me sirvan y, como quiera, los amuletos en nuestro ejército pueden ya solo encontrarse a un precio que pocos pueden permitirse. Nunca he sido rico. Apenas he poseído unas prendas, unas monedas.
Y a ti. De todo cuanto ha sido mío, eres cuanto necesito para conf ar en que saldré con vida de esto. Así que, por favor, vive tú. Que esa brisa que sopla, que viene y va entre nuestros corazones, siga soplando.
Vive.
Vive, Realis, y mantenme vivo.
No pido más.
Mañana llegan emisarios de las fronteras del poniente. Beso los amuletos de la lanza, y pido unas palabras tuyas. Solo unas palabras. Bastarán. Tendrán que bastar. Dame esa fortuna.
Chel, copero de Tabia.
El bajo país, día 148, cena 320 de la Primavera.
Tengo poco tiempo, el mensajero se va apenas llegar, ha dejado su caballo a dos jornadas de la fortaleza, porque para llegar aquí debe escurrirse entre las rocas como una bestia, y me ha confesado que solo cumple su misión porque la paga es altísima. Como no tenemos nada que ofrecerle, se contenta con unos sorbos de vino aguado.
Si nuestros soldados se levantan a la primera señal de un ataque, es solo por el deseo de vivir. No necesitan órdenes, ni amenazas. Creo que pelean mejor que nunca. Aúllan como animales al repartir golpes en los muros, los ojos se les desbordan de fiebre, tras los asaltos juegan a patear cabezas cercenadas, ya sean de atacantes, o de sus propios amigos. Después caen en el sitio, en un sopor intranquilo bajo la nieve, y esperan a que se reparta algo de pan o licor. El Jefe ha puesto los pocos alimentos que nos quedan bajo la custodia de cinco magos de quienes todos sospechan que se benefician de ello para mantener calmados sus vientres. Pero nadie protesta. Qué importa un mendrugo más o menos.
Las pupilas de Sídara dormimos juntas, abrazadas para tener menos frío, en un rincón del cuartel de los capitanes. Anoche una empezó a contar sobre lo que los invasores hacían con las mujeres de las villas, con las ancianas, con las niñas, y la alejamos con golpes de nosotras. Se fue hacia los muros. Esta mañana la encontramos muerta y dura entre la nieve, con las ropas desgarradas. No solo los invasores son de temer. El Jefe pretendió ignorarlo. Sídara recorre la fortaleza con una cara extraña, pero tampoco dice nada. Nosotras decidimos andar siempre en grupos, sin separarnos nunca. Aquella pupila era de las más jóvenes. Su cuerpo no había hecho correr aún la primera sangre por sus muslos. Otros lo hicieron por ella. Otros, que ahora se sientan allá arriba, en los muros, y al defender sus vidas, también defienden las nuestras. El Pastor me perdone por los pensamientos que me abruman. Que la perdone también a ella. Y a ellos. A todos.
El mensajero me mira impaciente, ya ha terminado su vino. No quiero que se vaya sin estas palabras mías.
Quiero decir tanto, Chel, no tengo tiempo.
Quiero verte, quiero que estés conmigo, quiero besarte, quiero amarte, Chel, quiero regresar.
Tu Realis, sabes dónde, no sé ya qué día.
A lo lejos veo el perfil de las montañas y ojalá encendierais fuegos de noche, para saber dónde estás, Realis, mi Realis. Para saber que sigues allí.
Las defensas resistieron en la ribera. A un alto precio, pero resistieron. El primer golpe. Solo el primer golpe. El siguiente será mañana. No tuve que usar la lanza. Gracias al Pastor, el enemigo que más se acercó a la tienda del Señor fue detenido por uno de nuestros magos. Su lanza se clavó cerca de mí. La hice mía también. Es menos pesada. También está llena de amuletos. Esas dos razones me bastan.
Esta mañana Tabia reunió a sus capitanes. Estos trajeron ante su tienda a los soldados que, a sus ojos, habían vacilado entre las líneas. Más ejecuciones. Todos, incluidos algunos oficiales, miran al Señor con ojos enfermos. Tabia hizo que hoy un sirviente probase los platos antes de comer. Sabe que es odiado. Y que muchos preferirían entregar sus armas, a cambio de sus vidas y un salario en otras monedas. El invasor necesitará guerreros del país para poder gobernarlo. Y oficiales conocedores de la región, y escribientes, y recaudadores. Es de todos sabido.
La resistencia de mañana será decisiva, lo sé, pero no sé qué decidirá. Si aguantamos, los ánimos podrían ir de un parecer a otro. Más ánimos para combatir y seguir resistiendo con la esperanza de la victoria. O más odio hacia el Señor, y el deseo de acabar con esta contienda.
Yo soy un simple copero. Sé cómo servir sin ser notado, adivinar cuándo una copa está vacía, cuándo un oficial necesita ayuda para levantarse. No he herido a nadie. Nadie repara en mí. Por eso solo espero vivir, y reunirme contigo algún día.
Nada me conforta más que saber que tú deseas lo mismo. Estos tiempos terribles no pueden ser para siempre, Realis, mi Realis. Tendremos otros tiempos, ya lo verás. Tiempos que serán nuestros. Créeme. Por favor.
Cree en estas palabras mías, en este corazón mío.
Debo ir a servir, ya alistan la cena para el Señor y sus oficiales. Solo ruego que no me ordenen probar los platos.
Pero yo no escribo nuestros destinos.
Ojalá pudiera escribirlos, Realis, ojalá pudiera.
Chel, copero de Tabia.
El bajo país, día 155, cena 320 de la Primavera.
Desde hace días no llega mensajero alguno. Esta carta viajará en el bolso de un mago que ha elegido desertar, y a quien he regalado parte de mi provisión de hierbas y raíces y frutos secos, para sus fiebres y su alimento, a cambio de llevar mis palabras hasta alguna posta de vigilancia que encuentre en su camino. Me ha jurado cumplir. Le creo un hombre forjado, y eso debe bastarme.
Quieran los dioses que, donde quiera que estés, como quiera que estés, sepas perdonar.
Desde hace días, los magos que custodian las despensas también son los guardias personales del Jefe. Solo así logra mantener su autoridad. Solo así logra mantener la fortaleza.
Los sitiadores se han retirado una buena distancia, y enviado parlamentarios. Ofrecen paso seguro hasta la villa más cercana, a cambio de todas las armas. Sídara, que habló con ellos, asegura que son honestos, que están verdaderamente cansados de tanta sangre, y que darían cualquier cosa a cambio de pasar las noches bajo techos verdaderos, con comidas tranquilas y abundantes. Sé que Sídara tiene razón, porque las artes de magia que conoce la hacen capaz de tocar los corazones. Pero el Jefe no la escucha.
El Jefe no quiere rendir la fortaleza. No le es igual que a los soldados, eso lo entiendo. Volverá sin honor, será despojado de sus rangos y ventajas. Sin la protección de sus magos, cualquier momento sería el último de su vida entre estos muros, eso dicen las caras de todos los guerreros.
Sídara sospecha que el Jefe abandonará la fortaleza en el último instante antes de caer los muros, con las artes de los magos que le sirven, para así regresar a la Primera Montaña como héroes que resistieron hasta el final. Su honor quedará manchado, pero no destruido.
Por eso, mi maestra vino a mí anoche, y se sentó a mi lado, y me dijo que unas pocas hierbas harían lo que sería imposible a una espada o una lanza. Me pidió que la ayudara, porque yo era su pupila más fiel. Porque entre ambas podríamos burlar los sentidos de esencia de los magos, que, al ser magos guerreros, solo se inquietan por las amenazas de hierro fraguado. Una sencilla lámpara de aceite encendida cerca del hombre que reposa, y una pizca bien medida de hierbas machacadas dejadas junto a la llama. La propia Sídara hará eso, pues los magos suelen verla cerca del Jefe, y la creen, si no de su lado, al menos sí obediente. Mi tarea será otra. Mi tarea será avisar a las otras pupilas, en el momento adecuado, para que algunas atraigan a los centinelas, y las demás abriremos el portón. Con el Jefe agonizando, y los sitiadores entrando, los magos tendrán que aceptar el destino.
Sé que es traición, Chel. Pero no es una traición que me importe. Creo saber más que eso. Creo saber, sé, lo que de cierto mi corazón quiere. Y tú eres la tierra, el mar y el cielo en ese anhelo. Cuanto crezca sobre esa tierra, cuanto navegue por ese mar, cuanto vuele por ese cielo, será asunto de ambos, una vez juntos. Sé también que me ayudarás a soportar estos días crueles transformados en recuerdos. Perdona, Chel, porque seré una asesina, aunque no sea mi mano la que aseste el golpe. Pero sabe que mato en pos de la vida, y quiero esa vida contigo, y para siempre.
Será en pocos días. La mezcla de hierbas tendrá que hacerse despacio y en lo oculto, porque es delicada. El mago que portará estas palabras mías ya me pide prisa, porque ha reunido las fuerzas que necesita para burlar la vigilancia de sus iguales, salir a los desfiladeros y cruzarlos evitando al enemigo, y no quiere perderlas.
Así pues, el fin está cercano. Acaso los dioses nos amen, verdaderamente.
Hasta pronto, Chel.
Espérame, o ven en mi busca. Siempre sabremos encontrarnos, imposible creer otra cosa. Insoportable creer que no será así.
Realis, pupila de Sídara.
Fortaleza del Alto, fronteras del poniente, día 158, cena 320 de la Primavera.
Amada. Lejana. Mía.
Sin saber de ti, sin mensajeros que corran hacia una fortaleza que todos dan ya por perdida, confío en que los dioses te hayan protegido.
Victoria ha sido, si victoria puede llamarse a tanta sangre que fluye río abajo, a tantos cadáveres que empiezan a pudrirse.
El invasor exige pactos, un gran trozo del país, a cambio de la paz. El Señor insiste, en su tienda cerrada, entre sus oficiales, en que el enemigo volverá a atacar tan pronto idee alguna artimaña, porque sigue siendo más fuerte y numeroso, en armas y artes de magia, y los oficiales piden una tregua para descanso de los hombres, y el Señor amenaza con ejecutarlos, y los oficiales gritan planes descabellados para contraatacar tras un reposo, y yo les sirvo el vino que escupen todos mientras gritan, y callo, y pienso si todo esto puede significar algo en tu suerte.
Estas discusiones duran de la mañana a la tarde. Por las noches, algunos oficiales vienen a mí, con ofertas de dinero y ventajas, y me susurran nombres de venenos que poseen, que son inadvertidos en una copa de vino. «El Señor siempre ha confiado en ti», me dicen, «nunca hace probar lo que le sirves». Y yo les pregunto por la Fortaleza del Alto, pero ellos se encogen de hombros, y me dicen que el Señor quiere continuar la guerra, pero ellos no, y tan pronto la paz se firme, y otro poder se adueñe de la Fortaleza en la Primera Montaña, todas las peleas cesarán, y si el Alto aún sigue en pie, si aún quedan defensores, estos serán perdonados con toda seguridad, para evitar más matanzas y que el odio hacia los nuevos amos deje de acrecentarse. Todo esto me dicen, y yo pienso en tu suerte. Si el Señor sale victorioso en un contraataque, significaría el fin del asedio que sufres, pero tal fortuna podría tardar días. Incluso, temo que los mercenarios, temerosos por no recibir más paga de unos amos derrotados, quieran tomar venganza en la fortaleza, y asesten un golpe con los corazones llenos de cólera, y tales golpes suelen ser irresistibles. Si la paz se logra, bastará que un mensaje llegue a sitiados y sitiadores, y todo terminará.
Todo esto pienso en las noches, cuando los oficiales me dejan, y pienso y pienso hasta el alba, cuando sirvo a nuestro Señor su primera copa del día.
Sé que me ayudarías a tomar resolución, si estuvieras conmigo. También sé que si estuvieras conmigo, eso sería innecesario. Debo tomarla justamente porque no estás, porque quiero que estés, y cada noche que dejo pasar, entre pensamientos, es una noche más que te acerca a tu destino, una noche más en que tu destino se me va de las manos. No sé si los dioses dedican sus noches a pensamientos tales, pero si es así, feliz soy de no ser un dios, de no saber el fin de todo. No obstante, sé que puedo propiciar ese fin, y lo temo, porque nadie es capaz de jurar si los mercenarios no asesinarán a una guarnición rendida, si quedará guarnición alguna aún, si tú quedarás.
Sé que sigues allí, solo porque quiero que sigas allí. Y este deseo me hará tomar resolución en los pocos instantes que demoraré en escribir las próximas líneas. Te quiero viva, te quiero ahora. No puedo esperar. La suerte podrá ser cualquiera, está más allá de mi elección. Mi sola elección es propiciar esa suerte.
Así pues, que sea. Que sea lo antes posible. Esta noche Tabia tendrá su último vino servido. Quizás algunos oficiales leales a él descubran mis actos, y esta sea también mi última noche. ¿Qué más puedo hacer? Quizás tu última noche haya transcurrido ya. Si es así, al menos no habrá más sangre en este río que supo de nuestro primer abrazo como la mujer y el hombre que aún no éramos, ni llegará en su corriente más sangre a ese mar junto al que hubiera deseado transcurrir contigo los últimos momentos de cualquier fortuna elegida por los dioses. Tristes los dioses, condenados a estas decisiones. Mi última plegaria antes de servir ese vino será por ellos mismos, tal vez mi piedad hacia ellos los haga amarnos más, y nos quieran salvar, si es que no hemos ya cruzado los umbrales del destino que nos niegan la salvación.
Guardaré esta carta entre mis pocas pertenencias, y las daré a algún conocido que recuerde tu rostro para que te las entregue si no puedo entregarme yo mismo a ti, si tu camino y el suyo se cruzan, ojalá aún sobre el espinazo cansado de este mundo, y no sobre cualquiera de los otros. Luego iré a la tienda del Señor. Serviré su vino. Y callaré, como callar siempre he sabido, y aceptaré cuanto haya de cumplirse.
Dentro de un rato o en pocos días sabré si he aguardado en vano, si tendré o no el premio de tu aliento bajo mi brazo, de mi mano sobre tu espalda, una vez más, muchas veces más, para siempre, o si un oficial clavará su espada en mi garganta, o si habré de soportar el castigo de un mar sin ti durante los días que los dioses me concedan, o con los que elijan castigarme.
Por ti, Realis, mi Realis, estos polvos que verteré en la jarra, esta traición que con la muerte acaso me devuelva la vida.
El sol se esconde ya. Unos soldados cantan junto a mi pequeña tienda. También oigo canciones en la otra ribera. No comprendo lo que dicen, ya no comprendo nada.
Solo que te volveré a ver.
Dónde, aún no lo sé. Pero sé, quiero saber, que pronto.
Ten fe, Realis, mi Realis. El fin está aquí, también el principio, sea cual sea.
Chel, sin ti, Realis.
El bajo país, día 164, cena 320 de la Primavera.
Un cuero rascado es cuanto tengo para dejar estas líneas. No alcanza para decir mucho. Tampoco es necesario.
Mi maestra Sídara está muerta. Los magos la hallaron machacando hierbas que bien sabían que ella no necesitaba preparar. Hurgaron en sus pensamientos. La mataron en el acto. Yo no estaba con ella. Andaba por los muros, mirando hacia esas lejanas llanuras donde estás, donde quiero creer que aún estás. Donde puedo adivinar el cauce del río, donde veo fuegos de campamentos por las noches, sin saber cuáles nuestros, cuáles del invasor. Nosotros, ellos. Ya me es igual. Desde hace mucho.
Puesto que el Jefe sufre de fiebres, y los magos están agotados por la constante vigilia, me han encomendado su cuidado. Perdóname, Chel, pero ya no lo soporto. He preparado un remedio, que no requiere de tanta delicadeza. Me ha bastado una tarde. Lo arrojaré al rostro del Jefe, y será rápido. Después me hincaré de rodillas ante los magos y suplicaré su misericordia. Confío en que al ver al Jefe muerto, preferirán dar fin a todo. Si vivo, saldré corriendo, arrastrándome, como sea, hacia ese río tan nuestro como el mar y tan lejano, y no me detendré hasta alcanzarlo, hasta saber si mi esperanza ha merecido homenaje, hasta saber si estás. Si el capricho de los magos es adverso, este pedazo de cuero estará oculto entre dos piedras del muro, del lado que da al mar, porque te conozco como me conozco, sé que vendrás a buscarme si aún respiras y mi nombre vive en tu aire, y que subirás aquí porque el mar te llama la mirada tanto como a la mía, porque querrás preguntarle a ese mar nuestro dónde estoy, y aquí hallarás la respuesta. Entonces sabrás, y confío en que si no habitas ya la paz de otros parajes más cercanos a los dioses, tendrás la paz de saber que te he esperado, y he hecho jirones de mi espíritu para que tu injusta espera fuera más breve.
Bien saben los dioses que siempre quise el más dichoso de los finales, y que con difícil fe acepto el que sobrevenga. Pero lo aceptaré. Ya no hay razón en mi espíritu, ya no hay fuerza, ya no hay fortuna. Solo tú lo llenas, y no quiero vivir un solo momento más temiendo que incluso de mi espíritu empieces a marcharte.
Ojalá no tengas que leer nunca este pedazo de cuero seco. Ojalá pueda leértelo yo misma, aunque solo sea para que eso signifique que tuvimos un mañana. Con estas palabras, mi corazón, siempre.
Realis, sin ti, Chel.
Fortaleza del Alto, fronteras del poniente, día 164, cena 320 de la Primavera.
Leer más cuentos de Michel Encinosa

Narrador y editor. Michel Encinosa es una de las figuras más relevantes de la hornada de escritores cubanos surgida con el nuevo siglo. Ha destacado como autor de Ciencia Ficción, pero también por sus incursiones en la literatura realista. Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011.
Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009). Incluido en numerosas antologías de literatura cubana actual, entre ellas La ínsula galopante (Letras Cubanas, 2009) e Isla en negro (Editora Abril, 2014).
Qué prosa más hermosa la de Michel. Es sin dudas, un maestro. Qué clase de cuento. No importa las veces que lo leas, es siempre un placer. Me encantan sus historias
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A mi el final me gustó, aunque ya esperaba que terminara así.
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Este, junto con los últimos, forman parte de un segundo conjunto de cuentos que Encinosa publicó y tienen este tono, más grimdark y realista. Aunque ahora no recuerdo si los publiqué en ese orden.
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Hola camarada, esos cuentos son parte del libro Sol Negro. La guerra sin ti.
Mucha calidad y lamentablemente con ese final, vaya que nos hemos adaptado a los finales felices. Si te recomiendo que te leas todos los cuentos. La escama de Yali esta soberbio. Buena suerte camarada.
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Este cuento de Encinosa es uno de los mejores y de los más emotivos. Y me gusta que quede así, sin decirte realmente como termina todo. Incluso te puede dejar con la impresión de que quien te está presentando todas estas cartas es el mensajero que las lleva.
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También lo leí de un tirón, me gustó mucho la historia a través de cartas. La perspectiva desde puntos de vistas desde lugares distantes en un mismo conflicto me parece muy bien logrado. Me lo quedo!
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Me quedé con ganas de saber si se quedaron juntos, iba llegando a un clímax y me dejaron en suspenso. Pero bueno, la historia es epistolar, y por tanto se acaba con las últimas cartas. Los vivos felices ya no escriben porque se pueden contar a viva voz lo q pasó y los muertos, bueno, los muertos no hablan y mucho menos escriben, así que es el final más lógico que se puede pedir. Leí todo de un tirón, es bueno, me enganchó a la primera. Me parece que debo volver a entradas anteriores y seguir leyendo estos cuentos, me faltan varios por leer. Lo disfruté, no lo voy a negar. Esta fue una historia bonita.
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