
La Escama.
La guardaba Kunhalas, uno de mis hermanos mayores. De niños, todos quisimos usar aquella armadura magnífica alguna vez, pero era un sueño que sabíamos no destinado a ser satisfecho.
Nuestro abuelo Yaly, Alto Cronista del Sol Negro y su mundo, la había recibido como regalo de su hijo, el tío Ansdirum, quien la había forjado con sus propias manos de una escama del primer dragón. Tal obsequio le valió al tío el destierro. El abuelo Yaly, tras ver a su favorito partir sin despedidas y mudo en su perplejidad, murmuró: «Ojalá aprenda lo suficiente como para no repetir algo así». Luego miró La Escama, y sus manos temblaron. Yo mismo vi todo esto.
El abuelo nos instruyó en la eterna prohibición de tocarla o pensar siquiera en vestirla, y en la eterna misión de guardarla al llegar el momento apropiado para cada uno. Todos nos adiestrábamos en la espera de tal día.
Estaba seguro de que, entre los de mi edad, me tocaría a mí. Mientras mis hermanos permanecieron junto a nuestra madre Eluhevé y el abuelo, yo salí al mundo y me hice de un nombre de héroe, que cada nación pronunciaba a su manera. Regresé al fin, pasados muchos inviernos, en busca del honor de la custodia.
Sentado en su taburete, el abuelo nos miraba a todos, y dijo:
—En la camada más joven de mi estirpe no hay aún guardianes de buen celar. Lo siento, Kunhalas —se dirigió al más recio de mis hermanos mayores, quien guardaba La Escama desde hacía doscientos inviernos—. Tendrás que ser paciente.
—En nuestra familia, la paciencia corre en la sangre —replicó Kunhalas, sonriente.
Pero eso no valía para todos, en verdad.
Esa misma noche robé La Escama, huí a los bosques cercanos, y me la puse.
Mi cuerpo se abrió. Respiré. El aire había sido hecho para que yo lo respirase. Caminé. La tierra había sido hecha para que yo la pisara. También los cielos y los abismos. Seguía mirando el mundo solo porque existía para mí.
Nunca perdí una batalla. Imposible, vistiendo La Escama. Abuelo Yaly nada podía hacer contra mí, mientras la tuviese puesta. Los dioses miraban desde lo alto y lo lejos, mientras yo decidía la suerte de los pueblos, el premio de los vencedores y el castigo de los derrotados. Instauré tronos y leyes, y marqué fronteras; solo para luego derribar esos tronos, borrar las leyes y las fronteras, y seguir mi camino. Potentados y emperadores, dominadores y reyes, quisieron comprar mi fuerza, mas yo reí en sus caras. Lanzaba una moneda al aire, y así decidía el bando favorecido. No importaba lo justo o injusto de la causa; para el dueño de La Escama ni siquiera el tiempo era un juez apropiado. Crucé los parajes de Sotreun, de confín a confín, prestando oídos sordos a las canciones de alabanza y las maldiciones que me regalaban las ciudades.
Pero luego llegaron los sueños.
Una playa de arenas grises, un mar sin vientos ni olas, y un guijarro en la mano. Yo sabía que tenía que lanzar el guijarro al agua, para dar origen a las mareas, y a los viajes de mil barcos anclados en puertos remotos. Lanzaba el guijarro, pero este describía un giro en el aire, regresaba y me golpeaba la frente. Volvía a lanzarlo, y de nuevo el golpe. Y así, una y otra vez, sin importar cuánto gritase o llorase, hasta que el guijarro me atravesaba el cráneo, yo caía de espaldas en la arena, y por el tercer ojo abierto en mi cabeza se vertían en remolino todos los vientos y olas y mareas por nacer, y todos los barcos del mundo y sus viajes nunca hechos…
Al despertar, permanecía durante varios días incapaz de moverme, sintiendo aún, una y otra vez, el golpe del guijarro en mi frente.
Volví a cruzar Sotreun de horizonte a horizonte, ciego de rabia contra aquellos sueños, y las batallas del mundo me parecieron pocas. Intervine en bajas riñas de plazas de mercado, y no pocas veces me desahogué con los simples de alguna caravana, por los caminos que antes consideraba mi imperio y ahora significaban no más que muros de prisión. La pesadilla se ensañaba, y tras el impacto mortal del guijarro no despertaba ya, sino que todo volvía al inicio, para repetirse incontables veces.
La Escama no me deseaba.
Intenté domarla. Aprendí el sabor de todos los vinos del mundo, y el nombre de todas sus tabernas, con la intención de caer dormido como una piedra sin sueños. Visité tugurios de herbolarios, comí insectos solo permitidos a los visionarios de los templos, me dejé morder por serpientes sagradas, persiguiendo el extravío de espíritu de los viciosos y los místicos. Todo fue inútil. Ni el vino, ni las hierbas quemadas, ni la esencia de los insectos o las serpientes revelaban en mí un soplo de efecto. Y ya no pasaba días, sino decenas de días soñando, al caer rendido en cualquier callejón de ciudad o cuneta del camino. Y en cada despertar me sentía más débil y desgraciado. A veces me sorprendía contemplando una batalla desde una colina, sin ánimos para intervenir.
Fue entonces cuando busqué un manto bien amplio, embocé mi rostro, como el de un infestado, y recorrí medio mundo, hasta estar convencido de que nadie me reconocería. Me interné en unos acantilados, distantes de pueblos y caminos, y elegí un lugar resguardado. Esperé tres días con sus noches, solo observando y escuchando. Satisfecho al fin, me quité La Escama, por primera vez en tantos años, la puse a un lado, me recliné y cerré los ojos.
Dormí como nunca.
Al despertar, me sentía capaz de todo. Era ya tiempo de abandonar la vida errante, y de clavar un trono en el espinazo del mundo. Dominado aún por ensueños de conquista y gobierno, me incorporé, dispuesto a vestir La Escama.
Pero no estaba allí.
Solo piedras, polvo, y en el polvo unas huellas que la brisa borraba desde días atrás.
Ante la pérdida, mi espíritu se deshizo. Recorrí la comarca gritando como un loco, y llegué a una aldea, solo para ser apaleado por unos soldados borrachos.
Durante muchos inviernos erré por el mundo, mendigando restos de comida, apedreado por los niños y pateado por las mujeres.
Hasta que Levana, una de mis hermanas menores, me encontró un día:
—Abuelo nos hace buscarte desde hace mucho —dijo—. Sabe de tu pérdida, y cree que no necesitas castigo. Quiere ayudarte y que le ayudes.
—Los demás solo escupen sobre mí —le respondí—. Yo mismo lo hago. Déjame solo. Todo cuanto quiero es estar solo.
—El abuelo no piensa así —insistió ella—. Aun sin La Escama, eres un maestro de la guerra, un héroe de leyendas, y hay una tarea para ti… Abuelo Yaly desea preservar un tesoro. Lo ocultará tras media docena de círculos de guardianes, y quiere que seas el último guardián. Este destino puede durar cientos, incluso miles de inviernos, hasta que el abuelo envíe a alguien por el tesoro. Pero, ¿qué será ese tiempo para ti? En paz, bien servido, y estarás solo, como deseas. Lo pensé por unos instantes, y acepté.
Mis hermanos me trajeron a esta habitación. El abuelo mismo dejó el tesoro a custodiar, un sencillo frasco de vidrio, sobre el pedestal, y se despidió antes de cerrar la puerta. Yo miré el frasco con indiferencia, y me acerqué a la mesa, atraído por sus manjares. El lecho prometía reposo. El silencio, soledad. Era cuanto necesitaba.
La vajilla tintinea en la mesa, y un temblor sube por mis piernas desde el piso. Otra vez se divierten los guardianes del primer círculo.
El temblor es fuerte. Los que vienen no son cualesquiera. Quizás lleguen al tercero.
Nadie ha pasado del sexto. Y solo una vez llegaron a él.
Arrojo mi copa contra la pared. Se deshace en trocitos que desaparecen en el aire antes de tocar el suelo, y ante mí, en la mesa, aparece otra copa.
Cierro los ojos. Desde hace tantos inviernos —¿cien, mil…?— paso la mitad del tiempo con los ojos cerrados. Sin dormir, sin pensar. Solo busco alivio.
Pero tengo que volver a abrirlos en algún momento, y entonces regresan las paredes recubiertas de tapices, la cama con dosel, la larga mesa de banquetes y su única silla. Colores y manjares infinitos. ¿Cuántos inviernos, en verdad? ¿Mil, diez mil…? Los tapices, al tacto, son más piedra que la piedra misma. Las sábanas nunca se arrugan. Los manjares no se agotan. Me paso la mano por el mentón. Mi barba no crece. Mis uñas tampoco.
Abro los ojos, tomo la copa y la lanzo de nuevo contra la pared.
Reaparece ante mí, intacta.
Incluso para un nieto de sangre pura de Yaly, Alto Cronista, la eternidad es terrible. Y más aún si no puedes contar los instantes, las jornadas, los inviernos. Retumba un trueno. El primer círculo ha caído.
Fue hace ¿tres mil, cinco mil inviernos…?, alguien llegó hasta el sexto círculo. Adormilado, escuché el tronar sucesivo de la caída de los tres primeros. Al caer el cuarto, me senté en la cama. Al quinto trueno, tuve esperanzas, y acudí a la puerta que comunica mi habitación con el sexto círculo. Pasé horas de rodillas ante ella, mi frente y mis manos fundidas en la madera, bebiendo cada sonido, cada temblor. Vestía armadura completa, tenía las armas preparadas, mientras al otro lado de la puerta se cruzaban aceros y poderes. Estaban allí, oía sus jadeos, sus gritos. Nunca habían estado tan cerca. Casi escuchaba ya el trueno que abriría mi puerta, y ellos entrarían, pasando sobre los despojos de los guardianes del sexto círculo, a mi habitación, el séptimo y último.
Yo hubiera sido capaz de bendecirlos. Quienesquiera que fuesen. Eran dignos fieles de la religión de la guerra, y yo fui una vez su Dios.
No hubo trueno. Solo la risa estúpida de los guardianes del sexto círculo, y sus pasos alejándose. Permanecí arrodillado frente a la puerta, esperando, aunque sabía que ellos estaban muertos. «Vengan», decía una y otra vez. «Vengan, vengan».
El tercer trueno. Seguramente el último, esta vez.
No tengo apetito. Durante los últimos años me he dedicado solo a comer. Todo lo imaginable, en todas las variantes imaginables. Dejaré de hacerlo. Al principio me salvaba del hastío. Ya no. Y de todos modos, no lo necesito. No moriré si no como, no moriré si no duermo. Me pregunto si algún día moriré.
Era preferible haber muerto cuando aún quería ser inmortal. Cuando mi solo nombre dominaba las comarcas y silenciaba los salones de los reyes. Entonces yo era joven, y vestía La Escama.
Miro en derredor. Sobre las paredes, a intervalos, están dispuestas mis armaduras. Nunca las he contado.
Solo una vez, aquella vez, vestí una. Provienen de todas partes y de todos los tiempos. Son leyenda, historia, ilusión. Sus nombres salpican libros y crónicas. La Cota Roja de Santír, El Pellejo de Dunekán, La Cáscara de los Truenos, La Bella del Sacrificio, La Coraza de Wayr, El Espejo del Camino… Las conozco bien, sus poderes, sus flaquezas. Muchas de ellas pertenecieron a héroes caídos bajo mis golpes.
Y solo allí, junto a la puerta misma, hay un lugar vacío en el corro de célebres armaduras. Nunca miro hacia ese rincón. Allí debería estar, imposible pensar otra cosa, la armadura que reina sobre todas las armaduras pasadas y por venir.
Pero no está.
La Escama de Yaly.
Ese espacio vacío… Sospecho que el abuelo lo dispuso así a propósito. Estoy casi seguro. Me pregunto si será capaz de perdonarme algún día.
No es que me importe, ciertamente. Solo curiosidad.
Solo saber de qué están hechos quienes hacen y deshacen a los propios dioses.
El cuarto círculo cae, y los ecos de su caída se esfuman.
Los guardianes de los tres primeros círculos me envidian. A veces escucho sus pensamientos. Condenados a los corredores de piedra desnuda a la luz de antorchas, en una patrulla sin fin. «Él tiene comida», dicen. «Él tiene lecho cómodo, y colores, y perfumes». Ellos solo pueden vagar y vagar, repetir acertijos y canciones idiotas, combatir a los que vienen en busca del tesoro, morir si tales aventureros son hábiles, y renacer cuando estos aventureros son exterminados en
algún círculo superior, y las puertas se restauran solas, y entonces a vagar y vagar de nuevo, repitiendo acertijos y canciones idiotas. Los guardianes de los círculos internos ni siquiera envidian; son bestias sin nombre ni memoria, hueso y músculos y metal animados por la magia, y permanecen quietos, siempre esperando.
Los primeros guardianes no pueden escuchar mis pensamientos. De lo contrario, no me envidiarían. Se tienen unos a otros, tienen sus acertijos y canciones, y gozan de batallas incontables, algunas fáciles, otras grandiosas. No saben cuánto envidio yo sus corredores y sus antorchas, sus acertijos y canciones por muy idiotas que sean, y sus batallas. Ah, las batallas…
El quinto círculo ha caído.
Miro el frasco.
Está sobre un pedestal en el centro de la habitación, contiene un líquido negro, y tiene el sello del abuelo Yaly.
Cuántas veces lo tomé en mis manos, y lo examiné con desdén. Podría abrirlo, olfatear el líquido, incluso probarlo. Pero no lo he hecho en miles de inviernos, y no lo haré. No es que sienta respeto alguno por el sello del abuelo. Tal vez sea la sangre de un rey antiguo, presagios puestos a fermentar, un elíxir de poder absoluto. Mas no me interesan tales secretos. Nada será jamás comparable a La Escama. Nada podría oponérsele. La Escama es el único poder absoluto verdadero, y una vez fue mía.
Si la tuviera conmigo… Pienso en ello a cada instante, desde el inicio de este encierro. No estaría yo aquí. Destrozaría las siete puertas, me burlaría de los
guardianes, y una vez afuera daría rienda suelta a esas ambiciones mías que ya nunca se cumplirán.
Mi puerta tiembla. Los guardianes del sexto vacilan. Me pregunto si…
Ah. Ilusiones. Nunca pasará.
Pero mi puerta se abre, sin truenos de aviso esta vez, en completo silencio.
Mis armas están lejos. No importa. Sean magos, guerreros, monstruos, espectros, sabré enfrentarlos con las manos desnudas. Será un placer. Sentirme vivo. El combate. La rabia. El poder…
Ya entran.
—Hermano.
Levana.
Invade mi habitación con paso firme. Viene sola.
Sonriendo:
—Abuelo Yaly me envía a tomar el tesoro. Es tiempo de sacarlo al mundo. Tu misión ha terminado. Eres libre.
Asiento con la cabeza, sin decir nada. Ella se dirige al pedestal.
Soy libre. Es curioso, nunca me sentí prisionero. Al menos no del abuelo, o mis hermanos. Solo de mí mismo. Y de La Escama, para provecho de mi gloria y espíritu. Ahora saldré al mundo, y no sé qué haré en él. En miles de inviernos, no he dedicado un instante a pensar en ello.
Levana toma el frasco, rompe el sello, y bebe.
Una luz negra nace de toda su piel, un sol abismal en el centro de la habitación.
Al desvanecerse la luz, Levana sonríe y se contempla a sí misma.
Viste La Escama.
Nada puedo hacer. Sonriendo, ella ajusta las piezas, da unos pasos, mueve los brazos, y ya se va, dedicándome una última sonrisa. Ya se ha ido.
El eco de sus pasos muere. Soy libre.
Estiro una mano, empujo la copa, y esta cae al suelo.
No vuelve a aparecer ante mí.
Miro abajo. Sus fragmentos permanecen a mis pies.
Solo silencio.
Cierro los ojos. Nunca volveré a abrirlos.
Leer más cuentos de Michel Encinosa

Narrador y editor. Michel Encinosa es una de las figuras más relevantes de la hornada de escritores cubanos surgida con el nuevo siglo. Ha destacado como autor de Ciencia Ficción, pero también por sus incursiones en la literatura realista. Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011.
Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009). Incluido en numerosas antologías de literatura cubana actual, entre ellas La ínsula galopante (Letras Cubanas, 2009) e Isla en negro (Editora Abril, 2014).
Magnífico cuento de un gran amigo y genial escritor. Comparto.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias ^w^
Me gustaMe gusta