
Era ya la décima vez que ella venía a traerle agua y un plato de más. En las primeras ocasiones él desconfió, nadie ayuda a un lalanio a menos que lo sea también, o al menos así le habían enseñado en su remota aldea, desde niño. Pero ella se le antojaba distinta del resto de la caravana. No poseía las maneras arrogantes y la mirada apreciativa de los comerciantes de hombres. Tampoco eran suyos los ademanes toscos e indiferentes de quienes conducen bestias y carros. En nada se parecía a las ojerosas mujerzuelas, cuyos cuerpos otrora voluptuosos eran ahora maltratados bajo el lúbrico empeño de los comerciantes, sin dejar nunca de sonreír en su dolorida conformidad. Ella, aunque portase espada al costado y cubriese sus pechos con una fuerte coraza, se distinguía como una gema sin pulir entre la hojarasca alborotada, pendenciera y temible de los guardias. Nunca la vio lanzando al aire palabrotas con el aliento árido del licor o enzarzada en una riña por un mísero par de monedas en un juego de azar. Era distinta, muy distinta. Había altivez en su rostro, y una perenne congoja contenida en su mirada. Como si vivir en este mundo no fuese una finalidad, sino una amarga e indeseable consecuencia, como si deseara para sus adentros que todo el mundo, ella misma incluida, llegase de una vez al Caos definitivo.
Y, no obstante, ella había reparado en él. Y un par de veces al día, a escondidas, le traía alimentos, sin hablarle o concederle el favor de una sola señal. Solo lo miraba mientras comía, y luego se alejaba con el cuenco vacío sin mirar atrás, silenciosa.
Cohibido ante su inusual conducta, él no se atrevía a dirigirle la palabra. Temeroso, además, de que ella dejase de venir a él, con lo cual volverían las largas noches de hambre y la completa soledad. Nadie se dignaba a mirarlo, ni siquiera los otros cautivos, provenientes de las más diversas comarcas de Sotreun donde los lalanios eran proscritos y muy a menudo condenados a muerte por el solo hecho de viajar fuera de sus tierras.
Ellos eran prisioneros como él, e igual serían vendidos al mejor postor en los mercados de cualquier país de la Puerta del Pastor. Pero eso no los hacía mirarlo con ojos distintos. A su triste situación se añadía la presencia de un lalanio, y por ello sus indolentes y limitados movimientos eran también irritados, en especial entre los procedentes de las Tierras Estrechas. Por eso él prefería mantenerse tan alejado de los demás como fuera posible, y por las noches se acostaba próximo a los naturales del Camino del Pastor. La tirante indiferencia que le dedicaban era más segura.
Llevaban muchas jornadas ya de marcha, y él podía adivinar que se dirigían a Lhur-Kowen-Ij, la nación amurallada. No podrían traspasar sus fronteras, pues ello estaba prohibido a todos los provenientes de las Tierras Estrechas. Los comerciantes debían tener algún navío contratado en la costa junto a las fronteras, y el espíritu del lalanio se llenaba de fríos temores ante la sospecha. No por la travesía en sí, pues ya antes había remontado los temibles ríos crecidos de su país, y sabía que la navegación por el Mar de Tierra se limitaba a bordear las costas, siempre a la vista de estas. Los poderes que rigen ese mar no se han dado a conocer aún a los hombres, y no es conveniente izar velas sin saber a qué nombres elevar una plegaria. Pero el lalanio sabía que los de su raza eran raramente comprados en los mercados de las poderosas naciones de la Puerta del Pastor, y que de ocurrir, sería por un precio ínfimo. Y más allá de esas naciones, en el confín del continente, está Avrash, el País del Colmillo, la cruel tierra de la Dominación Blanca de los aigs, bestias que adoran a Nirigh, Señor del Tiempo, la Noche y el Saber. Desde allí parten clérigos en secreto, con su faz de animal oculta bajo una capucha, llevando su creencia a los rincones del mundo, y él bien sabía que estos clérigos pagaban generosamente a quien les suministrase sangre lalania, la sangre de una raza que conoció el Verano del Despertar, la edad primera del mundo, para sus sacrificios y artes de Esencia.
Él no quería ver su sangre mezclada en tales horrores. Por eso, en la veinteava tarde de su cautiverio, se arriesgó a dirigir la palabra a su singular guardiana.
La vio venir de lejos, y por vez primera reparó en el brillo que el caído sol arrancaba a sus áureos cabellos. Pensó que merecían una canción, y volvió a lamentar la pérdida de su cantill, cuyas cuerdas eran aún las que rascaban sus antiguos y maestros, ahora sin duda al servicio indigno de algún comerciante que se refocilaba en su acojinada carreta entre licor de amaperas y carnes de prostituta. Pero dejó de pensar en eso tan pronto ella se acuclilló a su lado para tenderle en silencio un cuenco de agua y otro de papilla.
Comió con premeditada lentitud, en parte para estudiar a la mujer lo más posible, en parte para calmar su propio espíritu y darse ánimos.
Para su sorpresa, se descubrió a sí mismo sintiendo compasión. Intuía en ella una suerte remota. El dolor más terrible, o el más terrible e insatisfecho odio, asomaba por aquellas calmas pupilas. Como en respuesta a su callada pregunta, ella levantó la cabeza. Entonces, él habló:
—¿Cuál es tu nombre?
Ni un músculo se movió en el rostro de la mujer. Tan solo sus ojos parecieron temblar, levemente.
—Yo soy Cintra —él dejó el tazón en el suelo—. ¿Cuál es tu nombre?
—Mi nombre puede ser peligroso —respondió ella al fin—. Acaba tu comida. Pronto llegará la ronda.
Él obedeció con docilidad y volvió al sabor dulzón de la papilla. Ella no parecía enfadada. Valía la pena insistir:
—¿De dónde vienes?
—De ninguna parte. ¿Has terminado?
Voces al otro lado de las carretas. Ella le arrebató el tazón y se escurrió como una bestezuela. El lalanio se sintió más solo que nunca. Cerró los ojos, y no los abrió cuando unas manos ásperas revisaron el grillete en su tobillo. Pensó que ella ya no volvería…
—…pero volvió. Al día siguiente. Me dijo unas palabras en alguno de los dialectos centrales de las Tierras Estrechas. Palabras que escuché cual si fueran las notas más delicadas de mi cantill —el hombre acarició el instrumento apoyado en sus rodillas, y alzó la mirada—. ¿De veras te interesa todo esto?
El otro hombre lo miró desde su mesa, sus plumas y sus pergaminos:
—No lo escribiría si no me resultara interesante… o útil.
Estaban solos en la cálida habitación. Tras las paredes reinaban los ruidos y voces de la inmensa urbe, pero sin tocarlos. Solo les importaba la historia que uno, el del cantill, el alto y delgado, el del cabello gris, la piel azulada y duras facciones, narraba; y que el otro, el de anciano aspecto y oscuros ojos, de larga cabellera canosa, encorvado sobre su mesa, transformaba en signos escritos con manos trémulas y manchadas.
—Continúa —urgió el viejo.
—Le conté cuanto pude contarle sobre mi tierra y mi pueblo, hasta rozar las faldas de la prudencia… Bien sabes que los lalanios recelamos tanto de los demás, como estos de nosotros. Son pocos los viajeros que se arriesgan a visitar nuestra comarca, los Paisajes Lalanios. Y menos aún, entre nosotros, los que salen a ver mundo. Hasta los niños reconocen al momento el azul en nuestra piel, y tras los gritos de aviso de los niños, vienen las advertencias de los hombres, luego las amenazas, y luego… ¡Porque parecemos llevar el cielo en la piel! ¡Y tantas cosas se cuentan sobre nosotros, y tantas de ellas falsas…! Ella escuchaba interesada, pero ante ciertos fragmentos de mi relato movía la cabeza con aprobación, como si ya supiese algo de esos pormenores. No me interrumpía. Apenas concluí, los guardias llegaron, y ella tuvo que marcharse, solo para volver ya entrada la noche…
—No me preguntes de dónde vengo, porque no responderé. Y puedes llamarme como quieras.
—Pero no sabré tu verdadero nombre.
—Eso no importa —su voz se suavizó—. La que yo era antes ya no existe.
—Bueno, bueno.
No debía contradecirla. Según calculaba, en tres jornadas, en solo tres mordidas de Nirigh, llegarían a la costa. No podía perder tiempo. No podía perderla.
—Sin embargo, no pareces una guardiana de hombres.
—No lo soy. Viajo en esta caravana por necesidad.
—¿Comida, dinero…, o la distancia?
—Te gustan mucho las preguntas. Y la prisa. ¿Sois así todos los lalanios?
—«Cuerpo lento, palabra rápida». Eso decimos. Y como ves, mi cuerpo no puede apresurarse hacia lugar alguno en estos momentos —el joven sacudió el pie, y las cadenas sonaron débilmente. Su tobillo era una confusión de carne lacerada e hinchada bajo la costra de sangre y fango secos. Ella miró la llaga con el ceño fruncido:
—«Cuerpo lento, palabra rápida». Así también decía él. Pero no predicaba con el ejemplo. Todo en él era veloz, aunque no lo pareciese.
—¿De quién hablas?
—De alguien que nunca conocerás.
—¿Muerto? Ella asintió.
—¿Lalanio? —él parpadeó con incredulidad. Ella volvió a asentir.
—¿Un amigo acaso? —la miraba ahora con asombro, y cierta rara comprensión.
—Un buen amigo —dijo ella—. Un gran amigo —y tras un instante de duda añadió—. Y un gran mago.
—Cuéntame.
Ella enarcó las cejas:
—¿Te parece este un momento adecuado para cuentos? ¿Y qué te hace creer que voy a contarte…?
—su cara se endureció.
—Bueno, bueno… —él quiso restablecer la calma—. No te pongas así, por favor. No quiero que… —¿Qué? —ella lo miraba severa.
—Yo… no me sentiría bien si…, es decir, bueno, que no quisiera que te fueras por alguna estupidez mía.
Ella se lo quedó mirando un rato sin expresión. Y su pregunta saltó inesperada:
—¿Cuántas cenas de Nirigh hace ya que naciste, Cintra?
—Treinta y una.
Ella sonrió, como para sí. Él respondió con timidez a la sonrisa, y luego se puso serio:
—No me crees… No es que te culpe. De veras no parezco tan joven. Pero lo soy. Que no te engañen las arrugas bajo mis ojos y…
—…y la sequedad de tu piel. No temas, te creo. Pero el Pastor hace brillar con tanta fuerza a su oveja negra sobre el cielo de tu país, que todos envejecéis con prontitud. Lo sé.
—Tú sí que pareces bien joven. No es un cumplido. O sí… Para ser una guerrera de tu edad y temple eres aún muy hermosa. Incluso diría que demasiado.
Ella parpadeó, con enfadado desconcierto. Por un momento el lalanio temió haberse pasado de ingenioso, pero ella no se movió. En cambio, preguntó:
—¿Y cuántas cenas me calcula tan gentil jovenzuelo?
Él se mordió los labios, y susurró: «¿Cuarenta y…?».
Ella rió bajito. Pero no era una risa alegre:
—Diríase que en verdad las cenas de mi estación colorida se han ido por un hueco sucio… Cintra —lo miró a los ojos—. Las cenas de mi vida son veintiuna.
Ni una más.
Cintra quedó boquiabierto:
—Eres…, eres más… Eres casi una niña.
Y en los ojos de aquella muchacha, en sus gestos quietos, en el surco de su entrecejo, en la cicatriz que cruzaba su antebrazo desnudo, pudo el lalanio adivinar que en verdad tenía ante sí un ser cuyo espíritu había superado al cuerpo y al mismo tiempo tiraba de él con persistencia…
—Vi en ella terribles pruebas y desastres. Una mezcla rara de inocencia y sabiduría, de odio y bondad. No sabía qué… No sabía si debía decirle… No sé. No supe. Pero sentí aún más compasión por ella.
El murmullo de un líquido sobresaltó al lalanio, sacándolo de su cavilación. El anciano estaba de pie junto a una marmita colocada al fuego. Sin mediar palabras, sirvió un tazón de sopa humeante, y se lo ofreció a su huésped. Al primer sorbo fue como si de la boca, la garganta y el vientre, brotaran fuerzas que renovaran el cuerpo, y regresaran las cenas perdidas,
mas no malgastadas, en los tantas veces recorridos caminos de Sotreun.
El viejo se sentó con trabajo a la mesa y sorbió con cuidado de su propio tazón. Su flácida piel ganó un matiz menos muerto.
—Continúa —pidió al de los cabellos plateados.
Este se reclinó con los hombros caídos y susurró:
—Cronista, ¿de qué te sirve todo esto?
—Te daría una respuesta si contaras más —el otro lo traspasó con la mirada—. Pero si te detienes aquí, tu relato no habrá servido de nada, y será una maldita tarde perdida. Ahora… —recogió la pluma—. ¿Me darías la fortuna de continuar?
La hoja de la espada destelló un instante en el aire de la noche y descendió con un silbido para abrir una breve canción de metales rotos.
Ella envainó y se apartó hacia el extremo de la carreta para espiar a los otros guardias, ignorando las miradas indecisas y extrañas de los demás cautivos. Cintra contempló los tres únicos eslabones que aún colgaban de su tobillo. Era libre. O casi.
—Vamos ya —la joven tiró de su brazo—. Temo que me arrepentiré de esto.
Él contuvo un grito de dolor al apoyar el pie lacerado en suelo firme.
—No creo que las personas buenas tengan que arrepentirse…
—No soy una persona buena —ella le dio un leve empujón—. Y esto no es precisamente una buena acción.
Te necesito como guía. Al menos por un tiempo. —Bueno, bueno… —Cintra se estremeció.
Le había dicho que conocía a la perfección aquellos contornos. Igual que le habría dicho cualquier cosa. Tampoco ella quería salir navegando, o quedar sola en una costa que le era ajena.
—Por allí —la muchacha indicó unos arbustos—. Sígueme.
Él obedeció con paso renqueante y débil.
—Ahora… —ella lo miró muy seria, cuando ambos se alejaron a varios pasos de las carretas—, quédate allí. Voy a buscar algunos víveres, y cualquier cosa que nos venga bien. Tú, quieto. No irás muy lejos si tratas de escapar solo, y pediré ayuda a otros guardias para cazarte si me traicionas.
Él la vio meterse otra vez entre las carretas. Se palpó la llaga y reprimió un gemido. Tenía que curarse, y pronto, o perdería el pie. Y recordó entonces otra pérdida, triste y cruel. Una idea cruzó su corazón. Los carros de los comerciantes estaban a la cabeza de la caravana, no muy lejos. Ya la noche era bien entrada, así que estarían todos dormidos. La cena había sido alegre para los guardias, y no sería raro que el vino les mordisqueara los párpados a los centinelas. La muchacha tardaría acaso lo suficiente como para que él… Tenía que hacerlo. Por Lalanda, ¡tenía que hacerlo!
—Creerás que era una estupidez.
—Sé que no lo era —el cronista sacudió la cabeza—. Conozco bien vuestras tradiciones. Sé que el espíritu de tu familia habita en ese instrumento, desde el mismísimo Verano del Despertar… Además de gastarme los dedos escribiendo, algo he viajado, sí… algo… —rió bajito—. ¡Pero no te detengas!
—Bueno, bueno. Cuando logré, a costa de mucho dolor y miedo, regresar a los matorrales, ella no estaba allí. ¿Habría llegado ya, y al no encontrarme…? Solo Lalanda sabe la inquietud que me recomía. Pero luego la vi salir de una carreta, con un fardo al hombro. Y entonces apareció un guardia…
—Creo que erraste la oportunidad para desertar. Y además, con botín.
—Sal de mi camino, malparido.
—Gustoso. La verdad, no importa que te marches, porque no nos gustas. Pero me sabe mal dejarte ir sin recibir algo a cambio.
—¿Y pues?
—Calma… —el guardia se le acercó unos pasos más—. Pienso en tu botín, debes tener ahí algún montón de monedas. Pero también me pregunto si el horno de una guerrera podrá calentar mi pan tan bien como el de una puta.
—No eres de los delicados.
—¿No lo crees justo? Además —él enseñaba los ennegrecidos dientes sobre el amasijo de viejas cicatrices que era su barbilla—, no me negarás que soy el más presentable de todos. Así que tienes suerte.
—Eso también creo yo —la muchacha soltó el fardo—. Me parece justo.
Se acercaron la una al otro y pronto se fundían en un abrazo apretado. Cintra se retorcía con angustia, o ira, quizás. Pero vio que el hombre se sacudió y cayó al suelo sin sonidos. La joven guardó el puñal, recogió el fardo, y corrió hasta reunirse con el lalanio en la espesura.
—Un momento más —le dijo, sin apenas mirarlo, soltando el bulto.
Retrocedió hasta el cuerpo y lo arrastró hasta otros arbustos. Luego cogió una rama caída y volvió con Cintra, sacudiendo tras de sí el polvo del suelo y las hojas secas.
—Esto debe darnos algo de tiempo. Tú… ¡¿de dónde sacaste eso?!
Cintra se encogió y logró sonreír a medias, aferrado a su cantill:
—Es mío. Sin él, no me iba a ninguna parte. Lo siento.
—Estás loco. Si notan que… Tenemos que regresarlo.
—¡No! Eso ni lo pienses… ¡Suelta! ¡Que lo sueltes, te digo! Voy a gritar si no lo sueltas. ¡O se va conmigo, o no nos vamos!
—Que te coman el corazón —ella temblaba de rabia—. ¿Cambiarías tu vida por este pedazo de madera con cuerdas?
—Mi vida no vale lo que este cantill —replicó él, con solemnidad—. Y tu vida mucho menos, mercenaria. Si en verdad un lalanio fue tu amigo, eso, al menos, lo sabrás bien.
Se miraron con tormentas en los ojos. Ella cedió:
—Y que Fairtodd les coma el corazón a todos los lalanios…
Soltó el cantill. Cintra se tambaleó. Ella volvió a echarse el fardo al hombro.
—Pero tú mismo llevarás esa cosa. ¡Vamos! Se supone que serás un guía, y creo que ya he pagado mucho por ti, sin contar lo que temo debe faltar aún. Así que, ¡guíame! 160
El cronista levantó la cabeza:
—¿Y ahora por qué callas?
El otro sonrió con tristeza:
—Nunca en mi corta vida, hasta entonces, había sentido semejante mezcla de miedo y esperanza. Esperanza porque era libre y cada paso me alejaba de aquellos comerciantes de hombres. Miedo, porque no tenía la más remota idea de hacia dónde nos estábamos dirigiendo, solo que avanzábamos hacia el Camino del Pastor. Mi salvadora quería llegar cerca del Zandain, la gran meseta desértica. No me decía con qué fin. Yo solo trataba de complacerla. Pero sentía cada vez más cercana la jornada en que habría de confesar mi ignorancia de aquellos caminos y rogar por su misericordia. Bajo la tristeza que la envolvía se dejaba traslucir muy a menudo su carga de odio contenido, y mucho temí que lo aliviase en mí, al saberse engañada.
»Al menos, no pareció enfadarse cuando le dije que necesitaba acaso la mitad de un día para recoger las hierbas necesarias para empezar a curar mi tobillo. Le dije que ya me era demasiado trabajoso el andar, y que pronto tendría que cargarme, o prescindir de mi servicio. Por otro lado, ella también estaba agotada. Ya habíamos ganado varias jornadas desde que huyésemos de la caravana, así que logré convencerla…
—¿Aún no? —llamó ella a media voz—. Ya cae la noche.
—¡Espera! —él agitaba la maleza—. Me falta hierba de mosca… Aquí está. Suficiente. Y resina de sogón, ya sabes, ese árbol con hojas redondas y amarillas… Allí veo uno… Si me prestas el puñal, arrancaré un pedazo de corteza… gracias…
Ella pateaba las piedras. Reconocía que el reposo le había venido bien, pero él tardaba demasiado. Cierto que en aquel paraje la vegetación era escasa. Y ya empezaban las montañas. Áridas montañas donde sería difícil hallar las hierbas necesarias para la cura. Por otro lado, el riesgo de tropezar con alguien en las alturas sería menor. En los últimos días habían cruzado algunos senderos de caravanas.
—¡Ya lo tengo todo! —Cintra regresó con los brazos llenos de arañazos, y una bolsa repleta de briznas y ramitas—. Si me permites ahora… Bueno, bueno, puedo caminar un día más. Y hacerlo mañana…
—Vamos, y que te duela el corazón —ella le dio la espalda—. Quiero acampar en las laderas, tan arriba como sea posible. Y esta noche es tuya la primera guardia.
—Bueno, bueno…
—¿Por qué te detienes tú ahora? —el lalanio miró al viejo con la pluma quieta en la mano.
—Merecemos un descanso —replicó el cronista—. Mis manos están cansadas. Y tu espíritu, aunque fresco y ágil como los arroyos de tus montañas, también se agota con los recuerdos. Mis manos están enfermas de una sequía incurable. ¿Quieres más sopa?
—Cerveza estaría bien.
El viejo se acercó al lalanio para recoger el tazón vacío, pero este se le escurrió de las manos y se rompió contra las losas.
Musitando algo ininteligible, mezcla de enfado y desconsuelo —«ya no se cuece la arcilla pintada como antes»—, el cronista trató de dominar el temblor de todo su cuerpo. El lalanio lo ayudó a sentarse, y limpió el suelo. Después buscó otro tazón y sirvió la cerveza.
—Ya lo ves —se lamentó el viejo, tras el primer sorbo—. Diríase que las piedras de esta casa que me ha visto nacer están menos gastadas que yo. Pero así como no es apropiado guardar las semillas en una buena época de siembras para aguardar por otra aún mejor, tampoco lo es el guardarse uno mismo… Todos los tiempos me traen sus historias, buenas o malas, pero todas merecedoras. No está bien escuchar las canciones de un solo viento. No, así no es como han de ser las cosas.
—¿Sóis así todos los cronistas?
—¿Cómo así?
—Viejos, gastados… inmóviles.
—¿Inmóviles? ¿Cómo inmóviles?
—Quiero decir que nunca salís de vuestras casas. Recorréis el mundo por los relatos ajenos. Y, no obstante, lo sabéis todo.
—¡Inmóviles! ¡Ja! —el anciano se agitó con enfado y la cerveza salpicó sus ropas. Pareció no reparar en ello—. Acaso hables de otros. Sí, eso es, de otros cronistas. ¿Inmóvil, dices? ¿Inmóvil, yo? ¡Cómete el corazón! ¡Ni los dioses, chicuelos ignorantes, saben cuánto he viajado! ¡He pisado suelos que envidiarían tus suelas, lalanio! He visitado reinos y dominios cuyos nombres no reconocerías, porque nadie los ha nombrado aún. ¡Y otros muchos, que nadie recuerda ya, porque se alzaron y cayeron en épocas tan remotas que
están casi por llegar otra vez! Y nunca he sido el mismo viajero, nunca el mismo imperio bajo este sol… ni el mismo sol sobre tantos imperios. ¡Ah, lalanio! ¿Sabías acaso que el sol no siempre fue negro? ¿Que no siempre fueron la magia y los dioses los jueces altivos, los rivales coléricos en disputa por la fortuna del mundo? Mucho desconoces, lalanio… Mucho. Mis viajes no han terminado, no. ¿Cuándo emprendí vuelo por esos caminos, por última vez? Diez o doce cenas atrás… O tal vez hace solo unos días. No, no, más bien creo que será dentro de un par de banquetes de Nirigh… O, ¿no? Acaso hoy mismo, no lo sé, ya no lo sé de veras, pero sí sé que en algún momento… —regresaba a la mesa, con dolorida lentitud—. Sí, sí, en algún momento, después de lo que será… —con pasos vacilantes se apoyaba en la pared, en los estantes—. No soy un… No soy inmóvil. No yo. Soy tan libre como la magia, acaso más. Inmóvil… ¡No!
La silla crujió leve con su peso. La pluma retornó a la gracia dura de sus dedos:
—Prosigue, lalanio, con tu relato. Vuelve a vivir tu camino para mí. Yo sabré obsequiar a ese camino renovado con la fortuna que bien merece.
Ella miraba con repugnancia el cuenco de savias mezcladas con astillas.
—¿De veras cura eso?
Cintra siguió añadiendo briznas:
—Podría ser mejor aún si tuviera… Pero estas no son mis tierras.
Había preparado algunas hojas grandes, y una larga tira de tela limpia para envolver la llaga tras untar el remedio. Lo puso todo a un lado:
—¿Puedes ayudarme?
Tras dudar unos instantes, ella se le acercó:
—¿Y pues?
—Mantén el grillete alejado de la herida, para que me sea más fácil.
Ella subió el aro de herrumbroso metal hasta la mitad de la delgada pantorrilla. Sangre vieja y nueva. Humor amarillento. Arrugó la nariz.
—Podría ser peor —susurró él—. Diría que nunca has tenido sangre en tus manos.
—Y sería un error decirlo.
—Clavarle un puñal a un guardia baboso no significa más que eso. También podría hacerlo mi hermanita menor.
—Cintra, ¿estás insinuando algo?
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, pero él no se inmutó.
—Bueno, bueno, con sinceridad. Me gustaría saber si de veras puedes manejar esa espada. —Cuidado, lalanio, con las palabras. A veces… —Bueno, bueno. Bromeaba.
Ella pareció contenerse. Al cabo de un rato desapretó los labios:
—He visto sangre a menudo. Y solía ser la sangre de personas que me eran preciadas. Esa es la sangre que me… estremece.
Él trató de sonreír, con ojos de disculpa, pero ella le espetó:
—No esperes que el hecho de que uno de mis mejores amigos haya sido un lalanio, me signifique algún afecto hacia ti. Tú no te le pareces en nada. No te mides ni con el polvo de sus ropas. Así que no esperes de mí un gesto amistoso, ni ahora, ni mañana, ni al fin
de los tiempos de Sotreun. Si te soporto a mi lado es porque… ¡Muérdete el corazón! ¡No tengo por qué darte razones ni…!
Cogió aire, se tranquilizó de súbito, y murmuró con voz seca:
—No me gastes más el aliento y cúrate de una vez. Tengo prisa por llegar a…
—¡A las fauces del Caos! —la voz los sacudió, al tiempo que una silueta se plantaba a escasos pasos de ellos.
La joven soltó una maldición rabiosa. Otras dos fi guras salieron por entre las rocas. Portaban espadas, y sus corazas llevaban los mismos dibujos grabados. El primero en revelarse llevaba un corto manto con insignias de oficial, y una ballesta doble en las manos, con la cual le apuntaba rígida y, diríase, respetuosamente.
—Deja las armas, niña —ordenó con severidad—. Hasta aquí llegas.
—Supuse que el dominador me quería viva —dijo ella, sin mover un músculo.
—Ya no —aseveró el oficial—. Tu caza ha resultado muy trabajosa. Estamos demasiado lejos del dominio como para correr riesgos llevándote cautiva. Así que suelta las armas y recibe la muerte con tranquilidad. No ofendas a los dioses.
—Siempre he dedicado mis plegarias a Fairtodd y su guerra eterna. No temo ofenderlo si muero con la espada en la mano. Pero te obedeceré, porque no quiero que mi guía resulte herido. Tú has hablado como un hombre piadoso. Espero que lo dejes ir.
—Nos conviene que se sepa que has muerto, y tus palabras me satisfacen. Por eso lo dejaré. Aunque no creo que sobreviva solo en estas montañas. Suelta las
armas de una vez, y disponte a morir con la dignidad que merece tu estirpe.
Ella desenvainó la espada con lentitud y la colocó en el suelo. Después se irguió sobre sus rodillas, exponiendo el pecho. El oficial, para asegurar el golpe, adelantó unos pasos, sin dejar de apuntarle. Mas, por un momento, bajó la mirada para asegurar su paso entre las piedras, y alzó la ballesta. Entonces, ella saltó.
Golpeado por el peso de un cuerpo por debajo de sus rodillas, el hombre cayó, y el arma se le fue de las manos.
Cintra contenía su miedo, viendo a la joven trabada en un frenético forcejeo con el oficial. Los soldados, tras la sorpresa, ya avanzaban con las espadas en guardia.
La muchacha logró soltarse del agarre, y buscó la ballesta. Una mano del oficial hizo presa en su pierna, mientras la otra llegaba a desenvainar su espada a medias. Solo a medias. La flecha entró en su ojo derecho y asomó por la nuca.
Pero ya llegaban las otras espadas. Ella logró detener una con la ballesta, pero el golpe se la arrebató. El arma golpeó en las rocas, fuera de su alcance. El otro soldado había tropezado con el cuerpo del oficial. La joven retrocedió, tanteando con los pies, hasta que la empuñadura de su propia espada se deslizó en su mano. Con el rabillo del ojo, vio que el lalanio soltaba la hoja del arma, con un grito de advertencia. Los ataques fueron al unísono. Eludió uno, enfrentó el otro. Los aceros se mordían, y el canto de su furia moría en los desfiladeros.
La desesperación mantenía a raya a sus oponentes.
Mas no por mucho. Ella cedió un paso. Otro. Uno de
sus pies chocó con el costado del lalanio, quien se acurrucaba en el suelo, pegado a las rocas. Ella gimió. Momentos después el primer corte ya sangraba entre sus costillas.
Bajó entonces la guardia, aparentando cansancio. Los soldados se lanzaron para abatirla de un solo golpe, alzando bien en alto las espadas. Entonces ella saltó, pasó entre ambos, tiró una estocada que halló la carne tras una coraza. El soldado se derrumbó sobre el lalanio, mientras la joven rodaba tras el ya único rival, quien se volvía con el nombre del dios de la guerra en un grito.
Aturdida por los golpes contra las piedras, ella logró vislumbrar la silueta que se le venía encima. Consiguió arrodillarse, recogió la espada, sin recordar en qué momento la había soltado, y la alzó contra el enemigo, convencida de no poder evitarlo. Gritó:
—¡Bastardo malparido! ¡No invoques a Fairtodd con esa boca sucia!
Apretó con todas sus fuerzas la empuñadura.
El hombre soltó un lamento y cayó a un costado.
Confundida, la joven contempló entre nieblas un pataleo, y después la quietud. Siguió sin moverse un buen rato, cual si aún esperase el ataque. Poco a poco, su cuerpo se relajó, los sentidos volvieron a obedecerla. Apenas se le aclaró la vista, descubrió en sus manos no la espada, sino la ballesta. Sus dedos petrificados sobre la palanca de disparo. Soltó una risa histérica, y las rodillas volvieron a aflojársele…
—Despertó cuando ya amanecía. Lo primero que hizo fue mirarme con una extrañeza indescriptible. Luego
pareció recordar, y se deslizó fuera de mis brazos, cual ofendida, y muy disgustada.
»Los cadáveres seguían allí, por supuesto. Decidió dejarlos a las rapiñas, no sin antes saquearlos, aunque no tenían mucho. Le interesaron más los víveres y otros bienes que hallamos cerca. Sobre todo, las mantas. El invierno ya se anunciaba, y nos alcanzaría antes de llegar a las inmediaciones del Zandain. También cogió la ballesta… ¡Eh, viejo!
El cronista se sacudió:
—¿Cómo…? Ah, disculpa. Continúa.
—Estabas roncando, por vida de…
—La savia no corre ya bien por mi tronco, pero aún corre. Sigue, te digo.
—Bueno, bueno… Entonces notó que tenía el torso vendado, oloroso a hierbas. Claro que tuve que retirar parte de sus ropas para eso. Me miró de tal manera que… En fin, creo que aún me haría temblar. Le pregunté si preferiría haberse desangrado. Me respondió que quizás. Yo simplemente me encogí de hombros y me tiré a dormir. Ya me había ocupado de mi pierna, tras vendarla a ella, y hecho guardia toda la noche. Estaba demasiado cansado como para discutir por una migaja de agradecimiento…
—¿A qué venía aquello de «la dignidad que merece tu estirpe»? ¿Eres de linaje noble…? Debí suponerlo. Reconozco que no naciste en una cabaña… Y un dominador, nada menos, envía a sus soldados a buscarte la sangre…
Ella lo miró severa:
—No te interesa. Apresúrate. Yo ya estoy lista —se echó el fardo a la espalda.
—También yo —replicó él, alzando el bulto, más pequeño, que habían acordado como su porción de carga. Llevaban las mantas y los víveres de los soldados muertos. Al lalanio, su cantill colgado al costado le estorbaba lo indecible.
—Te dije que tiraras esa maldita cosa —regañó ella, mirando la torpeza con que se movía por entre las rocas.
—Tú a tus asuntos y tus misterios —gruñó él, tratando de no hacer muecas de dolor por la llaga en su tobillo. Tardaría días en sentir alivio. Pero lo soportaría. ¡Por Lalanda, que lo soportaría!
—Era un viaje lento. Y doloroso. Si hubiéramos encontrado un par de caballos que robar… Pero no nos cruzamos con una sola persona hasta que la fragua de Nirigh, como llaman al invierno en las Tierras Estrechas, estuvo bien entrada, y la polvorienta hierba de las praderas se nos metía en los ojos. Son parajes poco frecuentados. Tornados de polvo… —Conozco el asunto. No hace mucho viajé por allí —señaló el viejo, sin dejar de escribir. El otro sacudió la cabeza.
Fue con un Sol Negro muy alto que alcanzaron las faldas de las montañas que separan las Tierras Estrechas de la árida extensión del Zandain. El viaje juntos llegaba a su fin. El lalanio caminaba con más soltura y firmeza, aunque silencioso. En cambio, los pasos de ella ganaban lentitud y vacilación, como si se preguntase adónde dirigirse después.
Acamparon cerca de un arroyuelo, y encendieron un fuego para asar carne y beber alguna infusión vitalizante, de las tantas que conocía el lalanio, y a las que la joven ya se había habituado. Comieron y bebieron callados, con raros pensamientos en los ojos.
«Si tengo suerte y me hago de un caballo antes de una docena de jornadas, podré volver a mis tierras antes de la época de las flores, y regalar algunas a las chicas para que adornen sus vestidos y me inviten a bailar. Veré a mi hermanita, que debe haber crecido mucho. Y a tantos amigos…». Cintra acariciaba las cuerdas del cantill, arrancándoles un murmullo melodioso. Entonces se fi jó en el triste silencio de la muchacha. «Pero ella… No sé, pero juraría que no sabe qué hacer ni adónde ir…».
Cual si escuchase sus ideas, ella se acercó más al fuego y habló muy quedo:
—¿Y ahora? No sé… Quería llegar aquí porque me parecía lo bastante lejos. Lejos de todo. Lejos del dominio que ya no es mío, y de tantas cosas temibles. Pero sé que no podré quedarme aquí para siempre. Aquí no hay nada. Y los recuerdos que viajan conmigo y no se fatigan, me azotarán lo mismo aquí que en cualquier lugar. Solo morirán si yo muero, y no quiero morir, no aún… Acaso nunca. Tal vez… Tal vez deba regresar.
—¡Ajá! —bufó el lalanio—. ¡Para esa lengua, jovencita! ¿Significa eso que todo este viaje ha sido para nada? ¡Bonito asunto! ¡La verdad…!
—No he dicho eso —ella lo miraba seria, pero sin enfado—. Lo cierto es que no podría regresar ahora. No serviría de nada.
—¿Servir? ¿Servir, a quién, a qué? Escucha. Si vas a contarme alguna vez aunque sea un pedazo de tu misteriosa historia… Pues hazlo ahora. De lo contrario… ¡No es justo!
—Calla entonces —replicó ella—. Seré breve. Pero te advierto que el misterio no es mucho…
—Y de verdad que fue un relato breve. Una vida de noble origen, un benévolo e infantil aprendizaje guerrero. Su padre, un dominador poderoso y enfermo… Pormenores que mis oídos acogieron calmados… Luego, la muerte del padre, y, al ser su hermano demasiado joven como para heredar, el casamiento con un guerrero de alto rango y bajísima dignidad, que tan pronto ligó su nombre al suyo y ocupó el trono, la ignoró, la confinó y acalló del todo su voz. Un mago lalanio la ayudó, y se convirtió en su amigo, acaso maestro. Entonces, las intrigas en la corte. Discordias entre los oficiales y los nobles. El dominador, su esposo, asesinado. La frívola ilusión del poder sobre el dominio en sus manos de muchachita. Ataques lanzados desde los dominios vecinos. Guerras que no supo conducir de la manera adecuada. Guerras que perdió, y con ellas el dominio y el poder. El mago lalanio murió salvándole la vida. Tantos amigos fi eles, muertos. Y huía de todo aquello, perseguida por los soldados de un nuevo dominador, a través de la Tierra Estrecha. Se había unido a los comerciantes de hombres para viajar mejor oculta. Hasta que tuvo que, por desgracia, compadecerse de mí, y…
»Y pues, ahí la interrumpí, muy molesto. La idea de viajar a estos parajes era suya. Y resultaba ser no
más que un capricho, en vez de una decisión meditada e inteligente.
»Así que callamos un buen rato. Hasta que tanto empecinado silencio me hartó…
—Entonces, ¿piensas volver algún día?
Ella lo miró a través de las llamas:
—Sí. Volveré. Cuando esté lista, volveré.
—¿Y cuándo estarás lista?
—Tan pronto… Tan pronto tenga el poder necesario.
—¿El poder… o el valor? No te enfades. Pero es que el poder, lo que la gente llama poder, es algo para mí tan sin forma… Una palabra sin reflejo verdadero en el mundo.
—Todo tiene reflejo en el mundo.
—No sé… Aunque… ¿Te refieres a la magia?
—Quizás —respondió ella—. ¿Acaso la Esencia no haría más fuerte mi espada? Dime, qué piensas tú, que creer saber tanto a veces…
—Uf —él tosió con desaliento.
Una niña guerrera, bien. Pero, ¿maga o hechicera, además? Tales héroes solo nacen en las leyendas. O en otras épocas. Abrió la boca para expresar su parecer, pero ella alzó una mano:
—¡Calla! ¡Alguien…!
Ambos sintieron una brisa leve en sus espíritus, el aliento del miedo.
Un hombre modestamente vestido, armado con espada, arco y flechas, de edad madura y sonrisa burlona, se irguió casi entre ellos.
—Bien, muy bien —se frotó las manos mirando el fuego, la carne asada, y las vituallas—. Aquí tenemos
una linda cena, y mantas calentitas y suaves. Sin hablar de la compañía —miró a la joven—. Llevo mucho tiempo sin…
—Pero… —Cintra se incorporó—. ¡Por Lalanda!
¿Y quién eres tú?
El hombre, quien había fruncido el ceño al escuchar el nombre de la Diosa, miró a la muchacha:
—Creo, preciosa, que tenemos un bicho indeseable junto a nuestro tibio lecho.
Antes de que ella atinase siquiera a pensar, la mano del hombre se alzó, apuntada a la cabeza del lalanio, y este retrocedió unos pasos con un grito desgarrador y cayó al suelo entre convulsiones. Pronto quedó inmóvil.
La muchacha encaró al hombre, espada en una mano, ballesta en la otra, y le gritó:
—¡Más te valdría salir corriendo, malnacido! ¡Suelo enfrentar a bestias de tu clase!
—Guárdate la saliva, niña. Soy un viajero hambriento y cansado, y me conformaré con tu fuego, tus provisiones, y… el hornito entre tus piernas. Te aseguro que mi pan te sabrá bien.
Ella sintió el tanteo de unos dedos invisibles por su cuerpo.
Aquel batió palmas, regocijado:
—¡Pero si nunca has tenido hombre! ¡Tu horno está limpio! ¡Por el Profeta, que nunca olvidarás tu primera horneada…!
La ballesta se estremeció. El hombre no se molestó en eludir la flecha. Esta cambió de rumbo y dio contra unas piedras. La otra flecha tuvo el mismo destino. También la propia ballesta descargada, arrojada con fuerza.
—Malparido… —masculló la joven, balanceando la espada ante sí.
—Sería mejor que no lo intentases —el otro se le acercaba despacio—. A veces pierdo el tino cuando uso mis artes.
—Hechiceros —ella masticó la palabra—. Fairtodd los rebane a todos.
—¡No me hables de falsos dioses! ¡Solo el único y eterno, Urgern, me juzgará y llamará bajo su sombra! No pareces una simple mercenaria. Puedo sentir algo distinto en ti. ¿Por qué no me acompañas? Pronto volveré a mis tierras, te llevaría conmigo… ¿Qué dices? Además, podrás jactarte de que el primer hombre en tenerte fue un clérigo del único y eterno…
La muchacha se irguió en toda su colérica estatura y aulló:
—¡A Belsum de Harsunvelde solo la tendrás muerta!
El nombre recorrió las faldas montañosas cual la caricia de un látigo.
—Me importa bien poco cómo te hagas llamar, o tu vano título de reino o dominio insignificante. Y poseerte tiesa no será novedad para mí. Bastará con que tu cuerpo conserve un rato el calor. Mis hábitos son modestos y…
Ella atacó.
Fue como embestir un muro de aire. Rodó por el suelo con un hombro dolorido, y tardó en ponerse en pie. Mas su rival no se aprovechó de ello.
—Niña loca —rió él—. No te daré una muerte rápida. Tendrás todo el dolor que puedas proporcionarte tú misma. Lo que me interesa no es precisamente el sufrir de la carne.
La joven fue envuelta en un tornado de imágenes, voces, recuerdos. Los días alegres, los días terribles.
Como lascas arrancadas por un puñal, los episodios se sucedían sin orden, y ella volvía a vivir esos instantes, que se alargaban hasta convertirse en eternidades. Su cordura empezó a estremecerse.
—¡Ajá! —el hechicero, encantado, aplaudía—. ¡Qué memorias tan hermosas!
Ella sufrió las despedidas, las traiciones, las muertes. Las derrotas. Las sufrió una vez y otra. Su propio cuerpo era tan lejano, tembloroso. Y a cada instante lo sentía menos. La invadía una nausea de cólera, pero incluso esta cólera se iba apagando. Cómo luchar, cómo…
El rostro del hechicero asomó burlón por entre las visiones:
—No creas que voy a mancharme las manos.
Alguien venía ahora atravesando los recuerdos, pisando firme sobre los lugares, las caras, los nombres. Como salida de un abismo de luz, la silueta se perfi ló, ganó sustancia, dureza. Una muchacha de largos cabellos dorados, severa mirada azul, cuerpo tenso, espada en mano.
Era ella misma.
La espada se alzaba, devorando el aire. Para caer sobre su cuello expuesto, su quebrantada cordura. Nunca lograría afrontar la batalla que habría de cerrar las puertas de su destino. Moriría allí mismo, en aquellas secas montañas, por las artes sucias de la hechicería. Derrotada en una guerra idiota con su propio espíritu. Derrotada.
Una extraña nota musical salpicó el mundo, y la mano que sostenía la espada presta a caer se petrificó. Otra nota, seguida por una brisa, y la cara de su otro
yo se trocó por la del hechicero. Otras notas llegaron, con prisa de olas que embisten…
Ella abrió los ojos. Tenía la cabeza llena de pesadas nieblas, quería el reposo, el sueño. Pero se forzó a mantenerlos abiertos.
El hechicero, de pie, con expresión atontada, miraba a Cintra. Un hilillo de saliva le colgaba de los labios. El lalanio estaba sentado en una piedra, y producía aquellas raras notas con su cantill. Era una suerte de melodía, de la que ella no lograba distinguir del todo el compás.
Los recuerdos, el dolor, la cruel agonía… Toda esa muerte. La joven alzó la espada tras la nuca del hombre. Cruzó sus ojos con los de Cintra. Ambas miradas decían lo mismo. No había lugar para la compasión en una tierra de rapiñas, en un tiempo de despojos. El lalanio dejó de tocar, el rostro del hechicero viajó del atontamiento a la rabia, y el golpe cercenó su cabeza antes de que pudiera extender el brazo en un intento de mágica réplica.
—Tuve que contarle algo sobre los poderes de la música que Lalanda ha regalado a mi pueblo. Eso, aquel amigo suyo nunca se lo reveló… Empezó a respetarme un poco. Claro, no le dije que era la primera ocasión en que me las veía con un mago de verdad… ¿En qué piensas, viejo?
—Pienso en los poderes que dominan el mundo. La magia y los dioses. ¿Son reales?
—Creo…
—Crees que es una pregunta tonta y fuera de sitio. Claro, eres fi el a la Diosa. Has presenciado tantos
actos de poder en las cenas de tu vida que no puedes concebir que todo lo que ocurre fuera de nuestra compresión pueda ser obra de nosotros mismos.
—¿Sugieres que debiéramos divinizarnos, los mortales?
—Sugiero que debiéramos mortalizar lo divino, lalanio.
—Una idea peligrosa, en estos tiempos revueltos. Tu país tampoco está libre de batallas entre lo mágico y lo divino. Y si pretendes negar ambos…
—No niego nada —se enfadó el viejo—. Solo que si abriéramos más los ojos… —¿Abrir los ojos?
—Por supuesto. ¡Abre los ojos, lalanio! ¿Desde cuándo rezamos a los dioses? ¡Desde que los necesitamos!
—El Libro del Pastor…
—¡Sí, el Libro del Pastor! La llegada de los dioses, justo en la agonía del Verano del Despertar. Andaban los paisajes, se hospedaban en las ciudades. Y luego batallaron hasta desaparecer y mezclar su esencia con el aire y las cosas todas. ¡Invisibles! ¡Qué oportuno! ¡Convertirse en algo invisible e intangible, apenas cerrado el Otoño de las Tinieblas, tras la ruina de medio mundo…! Sin embargo, el Libro del Pastor fue el único documento que sobrevivió hasta el Invierno de las Espadas. ¡Hum! Nosotros mismos trajimos de regreso a los dioses, lalanio. ¡Nosotros mismos! ¿Y dónde están, que no podemos verlos, que ya no andan los prados ni se alojan en las posadas? ¿Qué dioses son estos, lalanio?
Tras una larga tos, el anciano descubrió al lalanio mirándolo con fijeza.
—¡Ah! Crees que tengo cagadas de pájaro en la cabeza.
—Me pregunto si habrá en tu cabeza algo más que cagadas.
—¡Vamos! Solo eso necesitaba… Sigamos con tu historia.
—Luego. Antes, una pregunta. —Si tengo la respuesta…
—¿Qué es para ti la magia?
—¿La magia? —el cronista alzó las cejas—. ¡La magia es la magia, claro está!
—Entonces, no la niegas.
—Lo que niego es su existencia sin nosotros, sin el mundo, sin nuestros pueblos.
—Hum.
—Escucha, lalanio. Es lo mismo. ¿Cuándo llegó la magia? Pues justo cuando precisábamos de ella. El mundo la transpiraba durante el Verano del Despertar. Fue tragada por el Otoño de las Tinieblas. Nadie la conoció durante el Invierno de las Espadas… Y recordarás, si algo has aprendido de tus sabios mayores, cuántos templos fueron abandonados al final de ese Invierno. La magia regresó justo cuando necesitábamos pruebas de la existencia de los dioses, y con su regreso dio nombre a esta era que aún fluye, la Primavera de las Crisálidas.
—Entonces, la magia es la manifestación del poder de los dioses.
—O un poder ajeno a ellos, que los enfrenta y con ello los fortalece; eso aseveran algunos.
—¿De modo que…?
—No es simple, lalanio. Pero lo cierto es que ellos y ella existen porque lo deseamos.
—¡Qué idea tan…!
—Recuerda que los cronistas solemos ver muy lejos, a través de otros ojos.
—¿Incluso los ojos del mañana?
—El mañana no es más que el ayer, visto desde gran altura.
—Tienes una visión excelente, entonces.
—¡Sí, lalanio, una visión imponderable!
—Bien, si es así… ¿para qué escribes lo que te cuento? Si todo lo ves y todo lo sabes…
—Tú has leído, lalanio. Sabes de las vidas y hechos de épocas remotas, pero no los has presenciado. Para ti, han ocurrido porque lo has leído. Escribir las cosas es el único modo de asegurar que sigan ocurriendo, o que ocurran alguna vez. No todos tienen la visión de un cronista, lalanio.
—¿Significa que los cronistas aseguráis la historia?
¿Lo pasado y lo por venir?
—La historia es una sola. Lo es el mundo. El cronista habita la historia y la escribe, la crea y la vive.
—Yo… estoy muy cansado ahora como para enigmas.
—No tanto como yo, te lo aseguro. Pero no has venido a resolver acertijos, sino para contarme. Así que prosigue.
El lalanio dudaba. Pero, ante los ojos abrumadores del viejo, obedeció.
Bebieron largamente de las aguas del riachuelo. Él se cambió las vendas y luego ocupó una alta roca para vigilar mientras ella atendía sus propias heridas.
La joven empezó a quitarse la coraza, pero se detuvo y lo miró sin expresión. Él se limitó a girar un poco la cabeza, sin dejar de reparar en el rubor que invadió las mejillas de la muchacha, mientras esta se lavaba con lentitud. Quizás era el agua fría.
—¿Cómo contarte eso…? Ella estaba allí…, y también yo. Eso era todo. Era bella. Era pura y fuerte. Vi sus cicatrices. Solo al cabo de un rato me dije que sus músculos eran mucho más grandes y duros que los míos, y que haría bien en dejar de espiarla, pero… Ella era tan joven. Yo era tan joven… No sé bien qué pensé, todo lo que pensé… Creo que me comprendes…
El lalanio miró al viejo con unos ojos que pedían complicidad. Al no ser correspondido, volvió a concentrarse en sus recuerdos. Solo entonces, el anciano lo miró a su vez, y sonrió.
—Ya te dije que no, no es mágico —rió Cintra, abrazado a su cantill—. En este instrumento no hay más magia que la de los dedos que lo tocan; es decir, los míos. Mas tampoco hay magia en mí… ¿Cómo decirte? Bueno, se trata de la música, hay algo en ella. Son las melodías que Lalanda, la Diosa, obsequió a mi pueblo desde el mismo Verano del Despertar. Buenos maestros me la enseñaron…
—¿Por qué no recurriste a ella en mi otra pelea? —lo cortó la joven, con despecho. —Porque… Pues, porque me hallaba aterrado —Cintra la miró fijamente—. Seguro conoces eso.
—¿Puedo verlo de cerca?
Él le pasó el instrumento, sintiéndose feliz. Desde hacía un rato conversaban sin desaciertos.
La joven examinó el cantill con delicado respeto. Los signos e incrustaciones en la madera. Las cuerdas de cabellos trenzados… diríase cabellos de dioses. Parecía tentada a probar su sonido, pero devolvió el instrumento a Cintra sin atreverse a ello.
—Bien, te ha gustado —dijo él, y titubeó un poco—. Entonces, tu nombre es Belsum —tosió, pues la voz le había salido ronca—. Belsum de Harsunvelde. Suena muy… señorial. Sí, ciertamente señorial.
Digno de una leyenda, diría.
Ella apartó con gravedad la mirada. Cintra se mordió los labios, sintiéndose torpe y culpable. Una vez más. Pero esta vez quería enmendarlo. Los dedos buscaron los sitios precisos donde presionar o pulsar las cuerdas.
De súbito sumergida en un sueño abierto al paso del tiempo, rodeada por espejos de mil facetas, ella se dejó hundir en la inestable calma, la pacífica guerra de las notas.
Entonces el joven lalanio saltó del tronco donde se sentaban y, sin dejar de tocar, inició los pasos de una danza. Y la música dejó de ser para ella un juego de sensaciones, para cobrar vida en el cuerpo de Cintra, que, cual brisa tangible que naciera del cantill, hablaba sin palabras de un deseo atrevido y amable.
Ella quiso incorporarse a la danza, entregarse al poder del instrumento. Pero imaginó su propio cuerpo, inhábil y hecho para la pelea, rompiendo la perfecta armonía del lalanio y su música. Por eso se quedó quieta. Pero no llegó a sentir tristeza por ello. La música no la dejó. La música no la dejó sentir nada que no fuera la propia música.
—¿Y…?
—Cuando salí del trance la vi llorar. Tardamos en pronunciar palabras. Yo tenía miedo. La había hecho presenciar algo prohibido. Un trance de música, solo compartido por los de mi pueblo. Pero no lo lamenté. Y ella estaba algo asustada. Me echó un par de miradas de desconfianza. Pero se le pasó. A ambos se nos pasó. Y llegó la noche.
—Continúa.
—No hay mucho más. En realidad, casi nada.
—Sabes que eso no es cierto.
—¿De qué te serviría…?
—Todo lo minúsculo es parte de un todo. Lo minúsculo es lo realmente esencial.
—¿Y me dirás cuál es el todo al que pertenece mi minúscula historia?
—Tu propia gran historia te lo dirá, en su momento.
El lalanio bufó una protesta en una lengua antigua.
Pero asintió:
—¿Es ella? ¿Es su historia la que te interesa?
—Tal vez.
—¿Por qué? ¿Quién era ella, quién, en verdad?
Ninguno de los dos podía conciliar el sueño. Ambos lo notaban.
Habían forzado la marcha, huyendo de una tormenta que devastaba las llanuras y amenazaba con deshacerse contra las montañas. Pronto asomaría el día, y estaban agotados. Por eso se dejaron caer envueltos en sus mantas sin pensar en turnos de vigilancia. Tampoco esperaban compañía en tal paraje, con semejante furia de vientos y lluvias.
Mas a pesar del agotamiento no lograban dormir. Yacían cercanos, a la distancia de un brazo. Respiraban con fuerza. Sabían que los muros entre ambos eran apenas un símbolo. Que ya sus palabras ocultaban otras palabras temerosas. Que al día siguiente se separarían, cada cual a su sendero, a su destino.
Él fue el primero que decidió extender el brazo. Pero dudó unos instantes. Cuando lo hizo, ya ella había extendido el suyo. Se buscaron con susto. En silencio. Sus manos emprendieron viajes. Naufragaron en sí mismos. Se precipitaron. Se hundieron.
Cuando él despertó con sobresalto, ella lo miraba desde muy cerca. Estaban envueltos en un amasijo de mantas. Se incorporaron, con los ojos llenos de duda, y él habló primero:
—Me dormí. Bueno, creo que lo habrás notado enseguida… Lo siento, demasiado cansancio.
Ella se encogió de hombros:
—Sí… Demasiado cansancio. Lo comprendo.
Recogieron sus pertenencias. Él se acusaba en silencio de torpe, idiota, inútil. Pero ella no pudo más:
—Lo comprendo. Yo también me quedé dormida. Antes que tú, creo… Bien imbécil que eres si no te diste cuenta.
Rieron. Se miraron. Se preguntaron sin voz por una oportunidad más, para concluir lo iniciado.
Pero ya la oveja negra del Pastor lucía alta en su viaje por el cielo. Cada cual sentía que su destino echaba a correr y lo dejaba atrás.
Miedo. Miedo a perder el destino.
Se alzaba entre ellos más de una montaña, cuando una melodía alcanzó los oídos de la joven. Supo leer las notas; «¿Volveré a verte?». Pero ya no podía responder, y tampoco sabía qué. Se le antojaba que ya no quedaban respuestas en este mundo para la más pequeña pregunta.
—No es cosa de risa —protestó el lalanio, al ver la sonrisa del otro.
Este enrolló el pergamino y se reclinó en su asiento:
—No, no me río de tu historia ni de su final. Lo cierto es que nada tiene final. Pero sí me río de todos aquellos que han tratado de leer la magia, desde antes de que el sol fuese negro, sin descubrir que la Esencia no tiene interpretación… Que es magia y solo eso:
magia.
—Hablas de ella como si fuera un pariente cercano. Muy cercano.
—¿Acaso podría ser de otra manera? Somos la Esencia. Somos nuestros actos. Los actos son la historia. La historia es la vida de los cronistas. Un cronista es magia.
—De acuerdo, de acuerdo —el lalanio se levantó y recogió su cantill—. Tengo que irme ya. Podrías al menos decirme si me espera un buen o un mal camino.
—Es la Esencia quien traza todos los caminos de este mundo. Los traza y los recorre, una vez y otra, para que no pierdan sus poderes, sus destinos ocultos.
Los caminos siempre aguardan por ella.
El del cabello gris y la piel azulada asintió con desconcierto. Algo se le escapaba. ¿O era solo una impresión? Nunca se sabía con estos viejos cronistas, catadores de adivinanzas.
—Solo dime —se volvió antes de llegar al umbral—. Belsum de Harsunvelde… ¿Era aquel su verdadero nombre? ¿Volveré a verla?
El cronista se alzó y avanzó hasta detenerse a su lado:
—Sé honesto, lalanio. Si te respondiera a esa pregunta, ¿cambiarían los pasos de tu destino? Sabes bien que sí. Dedicarías la vida que te espera a buscarla sin descanso, te saldrías del sendero en el que ella acaso aguarde, acaso no. No está bien forzar los senderos, porque siempre serán más sabios que tú, y saben adónde han de llevarte. Tu espíritu trata de latir con dos corazones. Lalanio, quien sigue su propio sendero, suele culminar todas sus búsquedas. Si desobedeces a la voz de tu camino, lo harás peligrar, y otros mil peligrarán con él, incluso el de ella. Confía en ti mismo, Cintra. Solo lo verdadero puede renacer, porque en verdad, nunca muere. Adiós, y fortuna en tu sendero, sea cual sea.
El lalanio salió al aire nocturno que invadía la tranquila ciudad.
El trémulo anciano permaneció largo rato en el umbral, respirando el fresco.
«Existencias infinitas», pensó. «Una y otra vez.
Pero es tan hermoso que nunca nada sea igual».
Cerró los ojos.
Un sendero que nacía de todos los senderos llegó para tocar sus pies. El anciano avanzó un paso por él, y la huella que dejó atrás latió con nueva vida. Otro paso, y otro. El cansancio de su cuerpo se fue desvaneciendo. El peso huyó de su espalda. Una grácil agilidad poseyó sus miembros, cual si fuese otra vez un joven, un niño…
El muchachito abrió los ojos. La ciudad dormía en derredor. Tras él, en la casa, dormían incontables libros y pergaminos, incontables historias.
Historias que habrían de renacer.
—Es hora —se dijo—. Los caminos me aguardan.
Y el Alto Cronista partió hacia las veredas de Sotreun, sin cerrar la puerta a sus espaldas.
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Narrador y editor. Michel Encinosa es una de las figuras más relevantes de la hornada de escritores cubanos surgida con el nuevo siglo. Ha destacado como autor de Ciencia Ficción, pero también por sus incursiones en la literatura realista. Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011.
Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009). Incluido en numerosas antologías de literatura cubana actual, entre ellas La ínsula galopante (Letras Cubanas, 2009) e Isla en negro (Editora Abril, 2014).
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