
Las luces de la villa palidecen en la niebla a mis espaldas.
Son escasas, pequeñas.
Recuerdo las fiestas de cosecha, las canciones en la noche, los coros que replicaban a otros coros viajando de poblado en poblado, los estandartes de los clanes ondeando sin órdenes de combate. Recuerdo los bailes en los puentes, los prados, las callejuelas.
Los colores, los niños, los juegos.
Pero no es este ya un tiempo de fiestas.
Entré a la villa por el portón abierto y sin celadores, ese portón que antes se cerraba al llegar la noche, guardado por los mejores hombres. Ya no hay mejores hombres en la villa, o la nación. Recorrí las callejuelas sin cruzar con nadie mis ojos. Pasé junto a la casa de mi infancia sin mirarla. A nadie pregunté si la cosecha había sido generosa. Sabía bien que no. A nadie pedí un sorbo de agua, a nadie saludé por la plaza solo pródiga en penumbras y recelo. A nadie. Salí por el portón que da al bosque bajo las colinas, también abierto y descuidado. Seguí camino por esta vieja vereda de pastores; a juzgar por la maleza que empieza a cubrirla, hace mucho que se ha perdido la esperanza de criar un buen rebaño.
Y ahora me detengo ante tu verja; la villa ha desaparecido allá abajo hundida en la niebla, y me pregunto para qué, en verdad, habré venido.
Un caminito empedrado me lleva hasta tu puerta. Compruebo si mi espada corta sale sin obstáculos de su vaina aceitada. Deshago a medias el nudo que sostiene la hachuela en mi cinto.
Extiendo el puño para llamar. Pero, tal como suponía que harías, abres antes.
Tus ojos son brasas hundidas entre arrugas:
—Bienvenida, Aidalai.
—Gracias, Eloné, vieja bruja. ¿Tendrás vino?
—De eso nunca me faltará. Tampoco una silla.
Me cedes el paso. Casi te rozo al entrar, percibo tu olor a pieles viejas, a telas podridas, a sudores enfermos.
Estoy segura de que hueles lo mismo en mí.
La estancia es pequeña. Elijo una silla junto a la ventana. Tú no te has movido de la puerta, y respiras con levedad.
—Además del vino —dices al fin—, ¿querrás comer algo?
—Seguro.
—Solo hago guisos y caldos. Me quedan pocos dientes.
—También a mí. El pan de dos días no puedo tragarlo si no es mojado en leche. Eso, si encuentro pan.
Y leche.
—Así de bien nos tratan los dioses.
No sé si te refieres a la villa, a la nación, al mundo. O a nosotras. Cojeas hasta un rincón medio oculto por unas cortinas sucias y oigo el ruido de cazuelas. Coloco la hachuela junto a mis pies, y dejo la empuñadura de la espada corta bajo mi mano.
—No sentí defensa de Esencia alguna cuando entré por tu verja —digo en voz muy alta.
—Ah, no la pongo desde hace tanto… Ya nadie recuerda que estoy aquí. Nadie vendrá a buscarme —replicas—. Benditos los que olvidan. Los que saben olvidar.
—Yo he venido.
—Tú no sabes olvidar —sales con un caldero lleno de viandas secas—. Y de todos modos, ya no soy la de antes. Esa barrera me agotaba mucho… ¿Y qué de ti?
¿Sigues siendo tan rápida con las armas?
—Tampoco soy la misma —reconozco—. Las armas cada vez pesan más. Pero las llevaré hasta que se me caigan de las manos.
Enciendes el fuego con el gesto de un dedo y pones agua a hervir. Sales y regresas con un envoltorio de lienzo sucio de tierra. Lo deshaces. Trozos de carne ahumada.
—La guardo enterrada. Ahora lo hacemos así —comentas, mientras olisqueas y separas algunos—. Demasiados merodeadores, y muy desesperados. Son los peores… Lo malo es que hasta los gusanos están hambrientos en esta comarca.
Tiras algunos trozos por la ventana y colocas otros en una escudilla.
—No éramos tan finas en las primeras campañas —recuerdo sin alegría—. Ni aun en las de invierno. Cuando buscábamos restos de animales podridos en la nieve.
Te encoges de hombros. Cuando empezamos a ostentar insignias y a vestir telas mejores, aprendiste a olvidar esas campañas. Los magos solían ser mimados como mascotas delicadas. Yo, en cambio, seguí en las líneas de lanceros, hundiéndome en sangre hasta los codos, metiendo la cuchara en la misma papilla que los soldados. Hasta que mis insignias fueron más grandes. Pero no olvidé.
Miro en derredor:
—Nunca tuviste buen gusto ni sentido para disponer una casa.
—Al menos tengo una casa.
—¿Y desde cuándo eso te enorgullece?
—Desde que tuve con quién compartirla.
Y tiras unas viandas al agua aún sin hervir.
Empiezo a dudar que llegue a hervir, en verdad. De súbito, la noche es también fría aquí, muy fría, entre tus paredes. Trago en seco, y la garganta me duele, porque voy a pronunciar la pregunta que me trajo aquí:
—Entonces, ¿él todavía está contigo?
Revuelves las viandas con un cucharón, pensativa. Luego me encaras, sosteniendo el cucharón entre nosotras como si fuese la espada que nunca supiste usar:
—¿Cambiaría algo eso? ¿Que no estuviera?
Lo pienso. No mucho. He tenido muchos soles para pensarlo. Muchos caminos, muchas batallas, muchas noches de soledad:
—No. No cambiaría nada.
Asientes mansamente. Siento una brisa de Esencia revolverse a tu alrededor. Cierro la mano sobre el puño de la espada. Pero la brisa se aplaca.
—Claro que no cambiaría nada —dices, y dejas el cucharón a un lado—. Sí, está aquí. Conmigo.
Aparto la mirada. Te oigo alejarte del fuego, ir al otro lado de la cabaña, mover una cortina. Te oigo llamar: —Nell. Despierta. ¡Nell! Hay visita.
Luego vienes y te asomas a la ventana, tras mi espalda. No sé qué miras allá afuera. No sé adónde quisiera yo mirar. Por el momento, a tu piso sucio de terrones de tierra y briznas de hierba seca. Por el momento, escucho a alguien moverse en la habitación tras la cortina. La cortina susurra. Mi mano suda sobre la espada. Tu Esencia está en calma. Si alzo los ojos. Si los alzo… —Aidalai.
¿Qué voz rota y ahogada es esa que dice mi nombre? No la reconozco.
—Aidalai. ¿Eres tú?
Siento lástima en esa voz. Siempre he odiado la lástima. Por eso alzo los ojos.
Nell.
¿Nell?
Ese viejo menudo y con barba rala. ¿Eres tú, Nell? Ese cuello pellejudo, esas manos como patas de pájaro muerto que se anudan la una a la otra. ¿Nell? Esa boca desdentada, esos labios… Esos ojos… Nell.
Te acercas, Nell. Tocas mi hombro con tu mano muerta.
—Estás como un cascajo, Aidalai.
Es tarde para salir corriendo. Me has tocado. Me has reconocido. Y yo a ti. Es tarde para huir, y con estas piernas ya tan quebradas, de cualquier forma, no podría correr. Al menos no como antes, como cuando huí de ti, y de Eloné, hace ya… ¿Hace ya cuánto?
¿Cincuenta primaveras? ¿Cincuenta y dos? ¿Cincuenta y cinco?
Que los dioses guarden mi memoria y den sepultura a mi razón, Nell, porque estoy loca y solo quiero olvidar. Ahora, solo quiero olvidar. No haber venido.
Pero ya es tarde.
Y tú, Eloné. Que te muerdan el corazón, maldita seas. ¿Por qué me haces esto?
Tú solo miras afuera. Miras algo que yo quisiera mirar también. Ni siquiera te has deleitado con mi horror. Siempre tan discreta, Eloné. Siempre tan exquisita. Tan victoriosa. Mi hombre, mi ejército, mi trono. Todo me lo arrebataste. Y yo huí. De mi hombre, que ya no quería mirarme a los ojos. De mi ejército, que me perseguía. De mi trono, donde te sentabas. Huí de tu magia violenta, que sembraba trampas en mi sendero, se desplomaba sobre mí en cóleras de llamas, tormentas y bestias. No correrías el riesgo de que yo volviese para recuperar lo mío. Sabías mi fuerza, mi voluntad, desde niñas, desde que aún niñas empezamos a vivir en campamentos de guerra, a decirnos amigas, a decirnos…
Huí de tu miedo temible. Y del mío.
Ahora, nosotros tres aquí, reunidos, y sigo huyendo. Quiero seguir huyendo.
Y ahora, tú, Nell, me miras a los ojos.
Pero ya no son los mismos ojos. Los de mi hombre.
Ya no lo son.
—Querrán hablar —dices—. Saldré un rato.
Sí, Nell, sal allá afuera, vete de mis ojos. Siempre fuiste así.
Y con él ya afuera, tú, Eloné, abandonas al fin la ventana:
—Diríase que nunca va a hervir… Creo que puse demasiada agua. Va a quedar muy flojo. ¿Te importa?
—Pienso que es la primera vez que comeré algo preparado por ti —replico—. Solía ser yo la de los calderos.
—Sí. La vida del hogar te era más atractiva que a mí. Y bien grande, el hogar que te construiste.
—No fue para mí…
—Lo sé. Lo recuerdo.
¿En verdad, lo recuerdas? ¿Tú, la viciosa del olvidar, lo recuerdas?
—Aquel día —suspiras—. Cuando lo viste en el campamento, dijiste: «Quiero ser reina, solo para que él se siente a mi lado, para que todos los reyes y los nobles y los oficiales y los soldados y los comunes y los mendigos lo vean allí, y lo sepan mío». Y por eso emprendiste la larga guerra para unir los clanes y te hiciste reina. Y construiste la fortaleza del trono. Y lo sentaste a tu lado. Mucha sangre tuvo que brillar en los campos para eso.
—Y cuando mi espada no era suficiente, tu poder me ayudaba. Sin ti, nunca habría alzado el trono.
—Es cierto. Sin mí, imposible.
—Y entonces me lo quitaste.
—Solo ocurrió. ¿De verdad puedes culparme? Quise lo mismo que tú… Cierto que hay otras naciones, otros tronos… Pero solo había un Nell. Tú mataste a tantos camaradas de armas, a tantos amigos… Y los que yo maté por ti.
—Tú y yo éramos más que amigas.
—Sí, tú y yo… Hasta que él llegó.
—Pero no lo maldijiste, ni renegaste de él. Nos llegó a ambas. Mi error fue ganarlo primero.
—Ahora le dices error. Fuiste corriendo a sus brazos, porque temías que yo fuese más rápida.
¿Desde cuándo soy esta vieja que se empeña en pelear con otra vieja por un viejo al que tan solo besar ahora daría asco? Desde cuándo chillo así, desde cuándo tú lo haces. Eloné, qué horrible es todo esto. Qué horrible esta necedad. Y Nell. Horrible. Pero ya eres necia, Eloné. Ya eres una vieja necia.
Y también yo:
—Ni en tus sueños más calientes serías tan rápida como yo, pedazo de pellejo.
—Ten cuidado, Aidalai. Olvidas con quién estás hablando.
—¿Y tú? Que te muerdan el corazón, Eloné. Que te lo dejen seco.
—¡Seca tendrás tú la raja, puta de fogata!
—¡Raja apestosa la tuya, bruja ladrona!
No sé desde cuándo, pero la espada tiembla en mis manos, y se balancea como si quisiera banquete. Tampoco sé desde cuándo, pero la Esencia insufla tus ropas, hace flotar tus grises cabellos, y tus dedos parecen dispuestos a recordar conjuros.
—Cuidado, Aidalai —repites—. No olvides que soy Eloné, y una vez fui la Reina Bruja de Thelesurun. Me llamaron el Castigo Negro, porque obligué a las bestias de la Dominación Blanca a pagarme tributos. Forcé a mi servicio a los corsarios de Izanda, y a las tribus del gran desierto del Zandain. Los Conocedores de Dhol, que guardan toda la memoria del mundo, me dedicaron una sala completa de su Gran Biblioteca.
—Y yo fui una vez la llamada Brisa de las Nieves —replico—. Mi espada puede ser aún más rápida que tus hechizos. Mi sangre nace en Belsum de Harsunvelde, la legendaria Dominadora de los Mil Estados. Y yo fui la primera Reina de Thelesurun. La que unió los clanes y alzó el primer trono thelesurunei. La única reina de la Tierra Estrecha que supo abrir como cáscaras los tres muros de Lhur-Kowen-Ij, en toda la historia sabida del mundo, y plantar sus estandartes en la Puerta del Pastor.
—Espero que recuerdes que sometí a una Furia de Altandall.
—Y yo vencí con solo una lanza a un gran grifo gris de Vandaler.
—Un gran gris seguro ciego y sin alas.
—Y tu Furia, ¡seguro moribunda y decrépita en una playa!
—¡Cuidado, Aidalai!
—¡Cuidado tú, Eloné! ¡Mucho cuidado!
Y esto último que suelto es un chillido tan fuerte que cierro los ojos. Cuando los abro, veo que pareces al borde de las lágrimas. Si es que aún guardas lágrimas para malgastar. Esto es ridículo. Qué pensará Nell, allá afuera, de estas viejas locas, de estas infelices resentidas y débiles. Si lanzo un golpe, lo más seguro es que me falle una pierna y ruede a tus pies, te derribe, caigas sobre mí… Si sueltas un hechizo, eres capaz de destrozarte a ti misma.
Puesto que el hechizo sería más peligroso, bajo mi espada y la envaino. Igual me da si decides matarme. Todo esto es un vulgar desperdicio. Espléndidas reinas hemos resultado ser. Merecemos cantos de taberna. O ni siquiera eso. Los cantos de taberna deben ser alegres, mientras que este…
Al parecer, decides que te place dejarme seguir viviendo esta desgracia. Tu Esencia retorna al sosiego. Farfullas algo, juntas las manos como una sacerdotisa castigada, y yo vuelvo a sentarme, mientras sigues farfullando.
—¿Y qué hay de ese vino que decíamos? —pregunto al fin, tratando de hacer bien evidente mi malhumor.
—Ay, qué se hizo de tus criados, mi reina —regañas.
Traes el vino y ocupas la otra silla, ante mí.
—Mis criados… —olisqueo el vino—. Tú te los quedaste. ¿Y para qué? ¿Qué hiciste de mi reino, vieja bruja? Ya no existe. Se desmoronó como… como… —Como una oveja ebria.
—Sí. Eso.
—¿Qué decirte, vieja lancera? Escapaste. Viví con el temor de verte regresar seguida por miles de escudos y estandartes. Te sabía capaz. Así que huí del reino, con Nell, vagamos por ahí… Y no regresaste.
—Temí que me esperases con miles de hechizos.
—Ya ves… ¿Qué se hizo de ti?
—Recorrí las tierras del Camino del Pastor, bien lejos de Thelesurun. Fui mercenaria, capitaneé varias incursiones, conquisté muchas villas… —Arrasaste muchas villas.
—Bien, sí. Y supe un día que mi reino, mi reino, carecía de unas nalgas en el trono. Aunque igual daba. Las tuyas nunca fueron de las prominentes. Qué mal gusto el de Nell.
—Una vez dijo que prefería mis perfumes a toda tu peste a sudores de caballos y mantas piojosas… hablo de cuando aún no eras reina, claro. Pero incluso después, igual mis perfumes eran mejores.
—Vieja bruja. Este vino es amargo.
—Ah. Se te ha educado el paladar. Qué prodigio, Brisa de las Nieves, bendita seas. Pero no volviste a por tu trono.
—No me interesaba. Ya no. Solo quería…
—Lo sé. Por eso me oculté bien. Con Nell, en Izanda. Me ganaba la vida en ferias de puerto, con pequeños trucos.
—¡La Reina Bruja revela sus artes secretas! ¡Vean al Castigo Negro transformar un escarabajo en una mariposa!
—¿Más vino?
—No. Está muy amargo. No sé cómo puedes.
—Una se habitúa a todo.
—Supongo que tienes razón. Pero volviste a la villa. —Aquí nací. No es mal sitio para morir. ¿Y tú?
—Me da igual dónde ocurra. Pero el amigo de una amiga de un amigo me dijo que aquí habría de hallarte. Así que… —Comprendo. Aunque no sé… —Tampoco yo.
—Comprendo.
Miro por la ventana. La niebla ha subido desde el valle y ahora envuelve la cabaña. No veo el sendero por el que llegué. Creería que es una de tus artimañas, Eloné, pero sé que no lo es. Sé que ya hemos vivido más allá de eso. Al menos, eso quiero creer. Me siento tan cansada.
—¿Tú te habrías quedado? —pones a un lado tu copa.
—No lo sé. Pero veo que todo es un desastre. La nación ha vuelto a romperse en clanes. Volvemos a cortarnos las gargantas entre nosotros. Y los reinos y dominios vecinos que una vez nos pagaron tributos dignos de los dioses, se hacen hoy con nuestros restos.
—Siempre había sido así.
—Pero nunca tan triste.
—Los dioses sabrán lo que se hacen con nosotros.
Yo no merezco esa culpa. Tampoco tú.
—Reina Bruja… Imprudente. ¿Qué soberana abandona este caos a sus espaldas? Si hubieses esperado a dejar un heredero…
—Un heredero, ¡ja! Ese maldito bastardo —señalas con leve cariño hacia la ventana— no daba hijos. O sería yo. La Esencia seguro me cercenó algo por dentro. Suele ocurrir.
—No, no creo. Debe ser él —comento—. Porque tampoco me los dio a mí.
—A mí me hubiera gustado… ¡Ja! Qué importa eso ya.
—¿Sabes, Eloné? A veces… Cuando nosotras… Bueno, a veces pensaba que podríamos buscar alguna niña… o algún niño, igual me daba, y… —Lindas madres habríamos sido.
—Esa vida no tenía que ser para siempre. En una cabaña como esta…
—No te engañes, Aidalai —tiras otro carbón al fuego—. Yo también solía pensar… Y bien, lo mismo. Pero ya ves…
—Si hubiera sido de otro modo…
—Yo digo que tenía que ser así. Los dioses tejen el destino.
—Lo dices para consolarme. Tú al menos… —Sí, es verdad. Lo siento.
—¿De verdad lo sientes?
—Algo, sí. Pero no todo. Y lo siento si lo siento. O no. Ya deja eso, me confundes. A mi edad, es fácil que me confunda.
—Sí. Es fácil. Yo misma…
—¡Ya deja eso! ¡Y esa porquería que no hierve, por la caca de Yaly!
Si ya empiezas a maldecir del mismísimo Alto Cronista, es tiempo de dejarte sola un rato. Eso también lo recuerdo. Por eso salgo afuera.
Y ahí estás, Nell, en un banco, la espalda apretada a la pared.
—¿No tienes frío aquí?
—Frío. Calor —sacudes la cabeza, y temo que tu cuello fl aco se rompa—. Es lo mismo, Aidalai. ¿No te pasa igual?
—Creo que sí.
Con mucho trabajo y dolor, me siento en el piso ante ti, y de súbito el pecho se me aprieta. Así solíamos sentarnos allá, antes, tú en el trono, yo sobre la alfombra, y tú cantabas. ¿Podrás cantar aún, Nell? —¿Recuerdas esta, Aidalai?
¿Dónde la danza, la sombra del ave,
tu pie descalzo en la hierba ?
Te busco en el camino que acaso no emprendiste.
Alzo mi tienda al amparo de un cuento que te olvida. Sueño tu prisa de niña buscando el silencio,
hija de un árbol distinto.
Reverencio tu huella en la piedra que te supo guardar alientos,
en la colina al sol,
en los montes reales nombrados de esta tierra
y en sus ríos todos,
Y soy ya un hombre sin recuerdos a tu zaga extraviado.
Sí, Nell. Recuerdo. Pero no esa voz de hojarasca esparcida por los cascos sin herrar de un potro perdido. ¿Adónde fue la voz de caverna de hielo abierta al cielo, de ánfora bebedora de vientos, de lluvia nocturna sobre el rostro?
Sin embargo, me fuerzo a sonreír:
—Sí, Nell. Recuerdo.
Callo el resto. No lo merecemos. ¿Te preguntarás tú también adónde habrá ido tu voz? O acaso lo sabes. Te la han devorado, Nell, las tantas primaveras. O la has devorado tú mismo, como a tu propia carne.
—La canté en tu tienda, Aidalai —insistes—. La primera noche. Eras oficial. Mandabas ya una legión de lanzas.
No quiero recordar, Nell. Ni la legión, ni mis insignias, y mucho menos esa primera noche. Por favor. —Y esta, ¿la recuerdas también?
Vengo a callar al fin mis manos en el lecho de hojas secas sangre de mi tierra.
Vengo a pedir a un dios que no conozco otro nombre para que en mis huesos crezca y pueda el tiempo regalarle un gran olvido. Ya no soy un verso en otras bocas.
Hablo por mí mismo y me contemplo, y me concedo un descanso junto al mar vacío. Fui venablo en las orgías de mi vientre, y quedé rendido a las cortas crines de una potra cuya túnica vestí en noches largas.
Tuve soles en la frente y a la espalda incalculables huestes cuya marcha estremecía mi firmeza.
Mas retorno ahora a un polvo que recuerdo como el mío.
A esta tierra donde tuve alguna vez un llanto y una risa sepultados en la suerte de mi estirpe.
Tierra buena, donde se erigen de mi altar las alas y amoroso el abrazo de una muerte bien pagada, merecida.
—Nunca le cantabas a la gloria, Nell. Odiabas la gloria. Por eso te quise para mí. Porque eras capaz de burlarte de lo mismo que yo. De toda esa tontería de escribir nuestros nombres en la historia.
—Y para tenerme, Aidalai, quisiste ser gloriosa.
—¿Fue ese mi error, Nell?
—¿Eso crees? No lo sé, Aidalai. En verdad, quiero creer que nadie supo de un error. Que solo ocurrió, y eso es todo.
—Cuán conveniente. Para ti. Así duermes en paz. Así dormiste conmigo. Y después con ella.
Hago ademán de ponerme en pie, pero el dolor de mis huesos me detiene.
—Ayúdame a levantarme —te pido—. Al menos eso. —Escucha otra canción.
—No quiero tus canciones, viejo estúpido. ¿No entiendes que…?
—Por favor, Aidalai. Hace mucho que no canto. Y Eloné… Bien, ella nunca quiso apreciar mis canciones. Nunca me las pedía.
—Tampoco yo las quiero ahora.
—No te ayudaré a levantarte, vieja tonta. Escucha.
Hoy el tiempo abre sus fauces a un camino prohibido.
Nuestras voces se han perdido y han ardido nuestros templos. Sobre el mar
yacen las sombras malditas de ciudades que nacieron y murieron en silencio o tempestad. Un olvido grande cae rotundo sobre nuestras cabalgatas.
En el viento nuestros huesos ya son polvo con el polvo, y las huellas que dejamos profanando mil parajes empezaron a borrarse al pasar la última crin. Los aceros se han dormido arrullados por las arpas. ¿Quién recuerda que hace eras, tantas eras como estrellas, nuestra sangre fue de hielo, nuestros cuerpos de metal? Nuestros gritos, nuestras manos, son la ira, y el espanto.
Aunque muertos y olvidados, no podemos olvidar.
Quiero golpearte en esa cara de corteza rajada, verte sangrar por la nariz.
—Así que a la otra vieja no le gustan las canciones —comento—. Siempre la elegante, la delicada… Y sin gusto alguno en las orejas… O el corazón.
—Te equivocas. Ella, simplemente, no quería ser tú. No quería que fuese igual que contigo. Quizás no quiso robarte eso.
—¡Ja! Déjate de tonterías, Nell. —Como quieras.
Te observo con descaro, tu calva, tus pantorrillas desastrosas:
—Sé que te conservó con su magia durante mucho tiempo, tal y como eras. ¿Era mucho poder el que empleaba en eso? ¿Se le agotó? ¿O se cansó de verse cada vez más vieja, y tú tan joven, y por eso…?
—Siempre pensabas lo peor de cada quien, Aidalai. Aún lo haces —escupes a un lado, y el gesto es tan desagradable que aparto la mirada—. Yo se lo pedí. Y no me complació enseguida, claro. Pero lo aceptó. Yo quería gastarme junto a ella. Eso es todo.
—Increíble.
—¿De veras? Si hubiéramos sido tú y yo, no te habría parecido así. Es solo que no te entra en el espíritu que yo lo prefiriese de ese modo, que la preferí a ella.
—A esa idiota.
Callamos un rato. Dentro de la cabaña alguien calla también. Un silencio difícil de soportar. Creo que merezco una pequeña venganza:
—Canta otra, Nell.
—Con gusto.
Marché una vez colmado de promesas, y con el cansancio por lecho, y mujeres ajenas por descanso, arrebaté mis promesas de manos que lloraban.
Marché a la orden del tambor hasta que mis pies fueron de barro, pero he visto la nieve prometida. Sacrifiqué a dioses que a mi madre aterraban con sus
nombres, y a la luz de las hogueras olvidé el tierno candil,
los susurros bajo el techo de arcilla, el rumor de ovejas en el siempre verde prado, y a mi padre,
que de mis ojos brillantes ocultaba en la paja
del establo sus armas apagadas por el tiempo, temeroso del brillo de mis ojos.
Mis ojos son ahora un páramo árido.
He cobrado mis promesas, un manto cubre mis armas apagadas, diez estandartes, cien lanzas y mil espadas siguen mi paso.
Pero he visto la nieve y sé que es fría.
—Hermoso, Nell. Creo que la voz te está regresando.
—Así, bien. Puedes burlarte. ¿Lo has disfrutado?
—Mucho, Nell.
—¿Disfrutas con que ella me escuche cantar para ti?
—Nunca sabrás cuánto, Nell. ¿Eres feliz aquí? ¿Has sido feliz? ¿Nunca te has preguntado si conmigo…?
—Esas preguntas dejaron de tener significado hace mucho, Aidalai.
—Recuerdo que tenías una canción… La hiciste para mí. Solo para mí. Hablaba de la gloria. ¿La has olvidado? Yo… no estoy segura. Decía algo… Algo sobre el glorioso canto de los aceros desnudos… ¿Era así?
—Creo que la recuerdo.
—Por favor…
Digo adiós, padre, a tus ovejas que no he de guardar más. Nada reclamo de tu hacienda o labor, solo que me dejes el cayado hasta que mis manos sepan el peso de la lanza, y me regales una bendición tan breve como las noches de esta tierra. Me voy lejos, padre, a esos confines donde las noches son más largas y los hombres son héroes en canciones. No quiero vestir ya la túnica de un tigre florecido que guarda cien ovejas ni esperar el nacimiento de mi estrella.
Yo elijo la estrella que no brilla en este cielo.
Yo quiero vestir la lana de mil ovejas de hierro.
—No era esa, Nell. Sabes que no era esa.
—Quién sabe… Puede que la haya olvidado.
—Tú también… Otro maestro del olvido.
—Fuiste una gran guerrera, Aidalai. Una espléndida oficial, una reina de leyendas. Pero nunca aprendiste lo esencial.
—¿Y eso, qué es?
—Olvidarte a ti misma.
Extiendes al fin tu mano. Me aferro a ella. Tiramos. Nuestros huesos se quejan. Tus muecas son espantosas, Nell. No quiero saber qué piensas de las mías. Al recordarme como era. No quiero recordarte. Ni bajo la negra oveja del Pastor en los prados, ni bajo la blanca oveja de Nirigh en las murallas, ni en la vacía sala del trono, ni en el lecho…
—Sigue al frío, Nell. Quizás estés duro y muerto a la mañana. 136
—Los dioses dispondrán.
Ya no me miras. Ya no me recuerdas. Mejor así.
Dentro, ya sale vapor del caldero.
Y tú, Eloné, esperas junto a él, y pareces dormir. Pero te conozco mejor:
—Ese inútil tuyo, Eloné, ya ni para cantar sirve. ¿Lo has oído?
—Sí. Ha sido… Me alegro por ti. Quizás viniste solo para eso.
—Ni siquiera recuerda la canción que escribió para mí, y solo para mí, ¿puedes creerlo? ¿O será que usaste tus artes para que la olvidara? Eh, vieja bruja…
—Espero que tengas sobre mí un parecer mejor que ese.
—Creo que ya te he hecho conocer mi parecer. Durante todas estas largas primaveras.
—Sí. Eso creo también yo… Toma —me das los trozos de carne en la escudilla—. Córtalos en pedazos que se puedan tragar sin masticar mucho.
—¿Qué raro placer hallas en todo esto, Eloné? Podrías tener dientes. Y Nell, también. Podrías hacerlo todo con tu Esencia. Un banquete. Sirvientes. Un piso limpio…
—Quizás por eso es que Nell me prefirió al final, Aidalai. ¿No se te ha ocurrido, en todas estas largas primaveras?
—Ese es un pensamiento extraño, Eloné. Propio de ti, pero no de mí. Lo siento.
—Yo también lo siento.
Cojo un cuchillo partido y empiezo a picar la carne. Afuera alguien calla, alguien parece no estar, frío y solitario, pero satisfecho, contemplando la niebla. No puedo comprenderlo. Pero tendré que aceptarlo.
—Ya casi —anuncias desde el fuego—. ¿Has terminado con la carne? Pronto serviremos la mesa, Aidalai.
El agua hierve al fin en el caldero.
—El glorioso canto de los aceros desnudos… —canturreo—. Sí… ¿Sabes qué, Eloné? Tengo un hambre terrible, de veras. Y por favor, sirve más de ese vino amargo y horrible que tienes ahí. Le llevaré a Nell una copa. La noche está fría.
Leer más cuentos de Michel Encinosa

Narrador y editor. Michel Encinosa es una de las figuras más relevantes de la hornada de escritores cubanos surgida con el nuevo siglo. Ha destacado como autor de Ciencia Ficción, pero también por sus incursiones en la literatura realista. Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011.
Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009). Incluido en numerosas antologías de literatura cubana actual, entre ellas La ínsula galopante (Letras Cubanas, 2009) e Isla en negro (Editora Abril, 2014).
Deja una respuesta