
La encontré llorando sobre una roca junto al mar, temblorosa y fría, vestida solo por la espuma.
Yo había resuelto pasear mi mal humor aquel día en un rumbo distinto. Solía vagar por la villa a los pies del castillo, obsequiando monedas a los mendigos, y pequeños prodigios a los niños que iban tras de mí en carrerillas asustadas, riendo alto, cual si conmigo no fuese. Tales paseos me bastaban para retornar a las altas cámaras del rey con el ceño más amable, y empezar de nuevo a explicarle porqué a veces no bastaba ni uno ni dos días para que su voluntad se cumpliera a través de mis artes.
Sospecho que el muy estúpido nunca logró entenderlo.
Mas aquel día elegí las puertas del castillo que daban al mar, esas puertas siempre abiertas, porque jamás enemigo alguno había sido avistado en esa dirección, y solo en los mejores días del verano veíamos cruzar alguna que otra flotilla sobre el arisco vientre del océano. Bajé hasta la playa por las largas escalinatas talladas en la roca de los acantilados, y me alejé con lentitud del endeble embarcadero donde dormitaban los centinelas. Iba pisando la arena huidiza que se traga el último aliento de las olas, con el bajo de la túnica sostenido en una mano, y las botas en la otra, porque quería sentir mis pies hundirse en ese fresco alivio, que mantenía mis ideas despiertas, y a la vez las calmaba.
Con la mirada absorta en mis propios pies, en las sombras de humedad que extraían de la arena a cada pisada, poco faltó para que siguiera de largo sin reparar en ella, así de quieta y sola y triste era, así de leve.
De pie, con los brazos caídos, parecía un raro árbol sin ramas que naciera de la roca. Solo pude percibir su temblor cuando me acerqué más, sentirlo cuando extendí la mano hacia su espalda, sin tocarla.
Ella se volvió entonces, solo un poco. Sus caderas a la altura de mi cabeza, el rostro erguido. Sentí la tentación de hincarme de hinojos, pero recordé que un mago de Aistanur, un aistanda iluminado por la doctrina del Profeta, no se arrodilla ante dios alguno. Luego reparé en sus pies, pródigos en rasguños y callosidades de andar sobre las rocas, y decidí que no se trataba de una diosa.
Sin embargo, aún deseaba arrodillarme. Ya no el mago ante la diosa, sino el hombre ante la mujer. Por primera vez, pensé que las canciones y versos del vulgo no eran tan estúpidas.
Un hombre del vulgo hubiese sonreído con avidez y picardía, alargado los brazos, quizás dijera algo descarado y bonito a la vez. Pero yo no era del vulgo. Era el Maestro Mago de la corte de Aistanur, y conservé la calma, la expresión distante, aun cuando hubiera querido sonreír, alargar los brazos, y decir algo, si no descarado, seguramente bonito.
Mientras miraba a aquella mujer desnuda y callada, me pregunté si yo todavía era un hombre.
Ella bajó de la roca. De súbito, un paso en el aire, y ya estaba ante mí. Con el gesto, algunas gotas viajaron de sus cortos cabellos hasta mi cara, hasta mis labios. Tan próxima estaba que podía sentir su aliento, y supuse que también ella el mío.
Estaba en lo cierto.
—Comes con demasiada grasa —dijo—. Demasiado vino. Demasiadas especias. No le hace bien a tu espíritu. ¿Sientes el olor del mar?
Le respondí que sí, que lo sentía.
—Eso que sientes no es el olor del mar —replicó ella—. Es la sombra del olor del mar que acaso recuerdas de niño, mezclado con un tenue sentir que logra atravesar los muros de vicios que envuelven tu carne. Yo sí siento el olor del mar, el verdadero. Me apeno por ti. El porvenir es como el mar, así de inabarcable, rebosante de vida, y si tus sentidos están marchitos, podrías convertirlo en un estanque de muerte. Pero no puedo ayudarte.
—¿Cómo sabes que soy un maestro del porvenir?
—Tienes ojos llenos de deseos. Sé que quieres permanecer conmigo, no te lo impediré. Solo te pido que no urdas hilachas de destino a mi alrededor. Mi destino no te pertenece, tampoco a mí misma.
Echó a andar por la orilla hacia el poniente, donde la playa tenía su fin en unos promontorios tan altos como áridos. Tuve que ponerme las botas y seguirla en una escalada hacia los restos de un torreón en lo alto. Pero ella no entró en las ruinas. Pocos pasos antes de alcanzarlas, se agachó y desapareció en el suelo por un boquete. A gatas sobre él, percibí una débil iluminación. Salté, esperando no torcerme un tobillo.
Ella aguardaba a la entrada de un corredor abierto en la piedra viva. Estábamos en una pequeña caverna que, a juzgar por los estantes de madera petrificada por el salitre que aún permanecían clavados a las paredes, debió ser la despensa de aquel viejo puesto de vigilancia.
—Nunca empleo ese agujero —dijo—. Pero creí que te sería más fácil para acompañarme. No obstante, quizás tengas que marcharte por mi camino acostumbrado.
Miré hacia arriba. El boquete quedaba más allá del alcance de mis manos. Pero me dije que el acceso que una mujer tan frágil usaba un día tras otro no debería resultarme inconveniente, así que sonreí.
Casi como un hombre del vulgo.
Me condujo por breves y estrechos túneles. La luz provenía de musgos que plagaban el techo. Yo pisaba sobre sus huellas, porque mis plantas deseaban la humedad que lentamente se desvanecía de las suyas. Nos detuvimos al fin en una cámara de paredes frías, y ella se sentó en una esquina y me miró, sin palabras.
Yo recorrí la estancia con pasos cortos. No precisé de muchos. Y también me senté al fin, ante ella.
—No necesito muebles, ni lecho —me respondió sin esperar preguntas—. El alimento lo tomo del mar. Si necesito fuego, puedo crearlo. Hago que la brisa cante para mí. A veces miro el paisaje desde los ojos de las bestias. Artes sencillas, para las que bastan unas pocas palabras.
—Eres una bruja queshmer —dije, muy despacio—. Esas artes son proscritas en este país. El castigo es la muerte. En el más piadoso de los destinos, una muerte rápida. ¿No preferirías buscar hogar en una comarca menos cruel?
—Esta es mi casa. Aquí es donde debo estar. Aquí es donde debo pagar mi deuda —movió una mano hacia mi boca—. Quieres preguntar. No lo hagas. Hoy no responderé.
—No hoy. ¿Y habrá un mañana?
—El hoy aún transcurre. Déjalo correr. No confundas tus deseos de un mañana con el mañana mismo, maestro del porvenir. Te creía más sabio que eso.
—Ojalá fuera sabio. Estaría en el Concilio del Esh, entre los verdaderos artistas de la Esencia, y no tendría que servir a un rey que desprecio.
—Tu rey no está aquí. No pienses en él. Tampoco estás en el Concilio. Somos solo tú y yo, ¿acaso no querías esto?
—Sí, lo quería.
—¿Y para qué?
—No lo sé.
—Mientes. Pero admito que es una mentira a medias. Casi lo mismo que media verdad.
—¿Casi? ¿No son lo mismo, acaso?
—Depende de lo que desees que sea. El deseo de ser cambia la condición misma del ser.
—Esa es la primera lección de la magia aistanda. ¿Fuiste iniciada? —la examiné con detenimiento—. No. Imposible. No eres nacida en estas tierras.
—Es la primera lección de cualquier doctrina del Esh. Los queshmer, los yaliandas, los aistandas, los signistas, los potentados arcanos, los que bebieron el Esh por los senderos de las mariposas…, hubieron de aprender esa lección. Los que no lo lograron, nunca obtuvieron verdadero poder.
—Entonces, ¿admites que tienes poder? Quiero decir, ¿un poder como…?
—¿Como de verdad? Esa también sería una pregunta para mañana.
—Y mañana…
—¿Será mañana mismo? No lo sé. Tampoco tú.
Deja que llegue por sí solo.
—Mi magia no es precisamente de las que dejan llegar el mañana por sí solo.
—Si estás convencido de eso, es que aún no la dominas por completo.
Quise ofenderme. De hecho, quise haberme ofendido desde varias frases atrás. Pero no pude. Noté mis manos muy apretadas. Traté de relajarlas. Traté de mirarlas para relajarlas. Traté de apartar mis ojos de ella.
—Querrás comer algo —ella se levantó—. Espera aquí.
Mis ojos la acompañaron hasta que desapareció por un corredor. Fue como si me arrancasen la piel, y me expusieran en carne viva al sol del desierto.
Silencio. Paredes frías.
Al cabo de un rato, respiré hondo, y me dije que bien podía recobrar un poco de mi dignidad. Maestro Mago de la corte y todo eso, faltaba más. Así que me alcé y di otro paseo por la estancia. Palpé las paredes.
No sentí corrientes de Esencia fluir por ellas.
¿Qué haría un hombre del vulgo en mi lugar?
Algo descarado, seguramente. Algo bonito.
Abrí las ventanas de mi cuerpo al latir del tiempo. Palpé tenues mañanas casi inmediatos. Adiviné el momento de su retorno. Tenía el tiempo justo.
El techo allí era bajo, de tierra endurecida. Hundí un dedo en algunos sitios. Golpeé con el puño en otros. Tiré de algunas raicillas sobresalientes. Y, satisfecho, volví a sentarme.
Regresó tal como la había previsto, peces en las manos y ramas secas. Con la ayuda de ciertas palabras de la doctrina queshmer, encendió una fogata. Después limpió los peces con las manos, los ensartó en ramas y puso junto al fuego.
—No será el refrigerio habitual de un hombre tan notorio como tú, pero sabrás contentarte —advirtió.
—Tuve platos menos delicados antes de ser un hombre —repliqué—. Cuando aún me divertía dibujar batallas en el fango.
—¿Y ya no te divierte eso? Ah, claro. Ahora las dibujas con soldados y reyes de verdad.
—Supongo que sigo siendo un niño.
Ella sonrió.
No me sonrió, pero sonrió. Seguía atenta al pescado, volteándolo con gestos breves, exactos.
Y yo, al verla sonreír, supe que en verdad me contentaría. Y creí estar dispuesto a contentarme con esas paredes frías, con vivir sin muebles ni lecho, sin libros ni músicos. Incluso sin ropas, como ella. Sin mañanas. Sin destino.
Comimos despacio. Ella, como si nunca lo precisase, y lo hiciera por amabilidad de acompañarme. Yo, con cada bocado trabado en la garganta, trabado de una forma tan dolorosa como placentera.
Cuando al fin puse a un lado el último espinazo, miré en derredor, preguntándome si ella bebería agua de mar. Pero se inclinó hacia mí:
—Mira hacia arriba. Abre la boca.
Obedecí.
Extendió una mano sobre mi rostro. Habló palabras queshmer. Un vapor envolvió sus dedos, cada vez más denso, hasta que un fino chorro de agua fresca cayó en mi boca desde su palma. Bebí con avidez. Me salpicó los ojos.
—¡Vaya por…! Podrías haberme dicho que los cerrase.
—¿Los hubieras cerrado?
—No.
Ella volvió a sonreír. Me sonrió. Mirándome.
Retiró la mano. Retrocedió.
El momento justo.
Unos terrones de tierra musgosa cayeron del techo.
Rebotaron un poco, rodaron por el suelo desigual.
Y ante sus rodillas sucias, formaron una flor.
Era una travesura, cierto, chiquilladas de aprendiz, pero me sentí orgulloso.
Quizás más orgulloso incluso que un hombre del vulgo.
—Me advertiste que no urdiera hilachas de destino a tu alrededor. ¿Esto cuenta?
—Cuenta. Pero te perdono.
Y yo, Maestro Mago de la corte del rey de Aistanur, dueño del porvenir de la nación, de sus batallas, de su prosperidad, sentí un alivio inmenso al ser perdonado por una mujer a la que debería haber ejecutado en el acto mismo de conocerla.
—Pronto será de noche y se te hará difícil el regreso. Debes irte ahora.
Desde nuestra primera conversación, había sentido que sus palabras me hacían soltar más aire del que ganaba al respirar. Aquellas dejaron mi pecho del todo vacío. Pero, ¿qué podía hacer?
—Ven —se dirigió hacia un corredor—. Y no esperes una tercera sonrisa mía. No hoy. Quizás mañana tampoco.
La seguí con piernas débiles.
El corredor terminaba abruptamente en una puerta cerrada por una cortina rojiza. A pocos pasos de ella, descubrí que no era una cortina, sino el cielo mismo del crepúsculo.
—Este es mi camino.
La puerta se abría al mar. Asomé la cabeza. Las olas rompían abajo, muy abajo.
—La roca está muy herida por los vientos y las lluvias de invierno. Es fácil. La playa está a la izquierda. Eres un maestro del porvenir, seguro puedes medir bien el descenso y llegar sin mojarte siquiera.
—¿Nunca te has caído al agua?
—No.
Y lo dijo con otra voz. Recordé cuando, de niño, alguien me preguntó si había probado las mieles de Versia. En aquellos tiempos, solo los hijos más nobles de Aistanur podían regalarse ese manjar, y no todos los días. Mi madre contaba haberla probado una vez. En esa ocasión, respondí con un «no» tan lleno de deseos, que mi voz fue otra. Como la de ella. Una voz que viaja por delante de los labios, toca el oído antes de ser sonido, roza otros labios incluso antes de saber que se desea rozarlos.
—Adiós. Vuelve cuando quieras. Pero no esta misma noche.
No atiné a responder. Se marchó silenciosa por el corredor. Apenas dejar de verla, quise… Sí, quise regresar esa misma noche.
¿Era yo el maestro del porvenir? ¿Era yo, en verdad?
Leves intuiciones, atisbos más leves aún del próximo saliente, el sitio donde apoyar la punta de la bota un poco más abajo, dónde hundir los dedos algo más a la izquierda… Un juego simple para un mago aistanda. Llegué a la playa ciertamente sin mojarme, pero las suelas de mis botas cortesanas, de pisar alfombras, pulidas baldosas, polvo fino de callejuela villana, eran un desastre. Tiré las botas al mar, y regresé al castillo descalzo, por la playa bajo las estrellas, permitiendo que las olas moribundas me tocaran los tobillos, que los bajos de mi túnica se llenasen de arena, sintiéndome un hombre cansado, en un mundo cansado, dejando atrás lo que se me antojaba era la única y sola y triste verdad perdurable y sagrada que el destino me permitía: su sonrisa.
Siolis miraba en los ojos del cadáver, yo miraba a Siolis y a duras penas contenía los bostezos. A nuestras espaldas, los otros magos, los guardias y algunos cortesanos, nos miraban, y tras ellos el rey, en túnica de dormir y apoyado en el dintel de la puerta, sorbía una jarra de cerveza.
—Nada leo en estos ojos, mi rey —anunció Siolis.
Se alzó con trabajo, sus fofas rodillas crujieron audiblemente.
—¿Maestro Mago? —inquirió el rey.
—Si el Maestro de Artes Prohibidas no ha visto nada, poco podré ver yo —le respondí sin volver la cabeza—. De cualquier forma, la muerte casi siempre es un dominio del pasado, y ahí no tengo nada que hacer.
El Jefe de la Guardia se adelantó hasta colocarse a mi lado:
—No tiene heridas. Su aliento no huele a veneno. Pero eso poco o nada puede significar —y miró en derredor.
Los otros magos se miraron entre sí con inquietud, sabían lo que esas palabras significaban. Un cadáver que en la cena era un hombre joven y fuerte. La magia era sin duda el arte de su asesinato. Y la magia aistanda era la más pródiga en recursos para esta clase de crimen. La víctima en su alcoba, puertas y ventanas cerradas, objetos en la habitación que contenían hechizos para alertar sobre amenazas. Diez guardias fuera, en el pasillo. Solo así podía un tesorero real dormir seguro en Aistanur. O eso se creía.
—Tenemos un traidor —declaró el Jefe de la Guardia sin alterar la voz.
—Un pobre infeliz más —comentó Siolis—. Cualquiera diría…
—Ya lo veremos —el rey puso la jarra en una mesita—. Que se alisten las exequias. Sin mucho ruido. Los rumores andan entre el populacho.
Todos asintieron y el rey se retiró. El Maestro de Artes Prohibidas salió junto a mí de las recámaras del difunto y caminamos hacia el ala del castillo donde teníamos nuestros aposentos.
—El tesorero. Es el segundo tesorero este año. Y aquellos consejeros. Y los nobles… —recontaba él en voz baja, solo para mis oídos.
Antes solía mencionar los nombres, al sacar la cuenta. Ya ni siquiera eso.
—Alguien se habrá propuesto dejar vacío el castillo —le comenté con tranquilidad.
—Todos eran opuestos a la invasión del Camino del Pastor que planea el rey —Siolis bajó su voz más aún—. Todos estaban en el Consejo.
—Solo de este último podríamos asegurar que fue un crimen —objeté—. Si en verdad lo fue.
—No creo en las coincidencias.
—¿Y en tu rey?
Él sacudió la cabeza:
—Fue el rey Kella quien me concedió el rango de Maestro. Era un buen Señor. En cuanto a su hijo…
—Lallon es un rey excelente. Hasta los mendigos están engordando.
—Porque somos un buen Consejo. Porque preferimos el comercio a la conquista. Porque sabemos que estos son tiempos distintos, y que hay poco beneficio en extender las fronteras por tierras que no ofrecen ni siquiera polvo.
—Un rey que escucha a su Consejo es un buen rey.
—Lallon no escucha. Nos permite disponer del país, y mientras nos reunimos a decidirlo todo, él sale por ahí con sus amigos, los ofi ciales, y preparan la guerra. Es sabido de todos… Hasta los mendigos engordan, es verdad, pero mucho más engordan los herreros.
—Me pregunto quién será el nuevo tesorero.
—Seguro que uno de sus oficiales.
—Cuidado, Siolis, cuidado.
—Sé cuidarme, Maestro Mago. Quizás mejor que cualquiera de vosotros.
Su cara de repente era belicosa. Reprimí otra ola de bostezos. Siolis había estudiado todas las formas conocidas de la Esencia, pero no era experto en ninguna. Podía reconocerlas, a veces. Incluso ejecutar hechizos simples con artes distintas. Yo ni siquiera lo consideraba competente en las artes de nuestra herencia de sangre del Profeta. Mas era un amigo bastante simpático, a pesar de sus años, que en mucho sobrepasaban los míos.
—Cálmate. Y cierra la boca —le recomendé—. Es peligroso tenerla abierta, sobre todo en un lugar donde hay tanta gente capaz de adivinar lo que vas a decir antes de que lo sepas tú mismo.
—¡Ja! Ese es otro pormenor intrigante. Tenemos más magos en el castillo que en cualquier otro tiempo. Casi una legión, diría… —Dices demasiado.
Habíamos llegado ante la puerta de mis aposentos. Los guardias nos saludaron con gestos serenos. Despedí a Siolis con una palmada en el hombro, entré y me serví una copa de agua. Con los años, el vino me daba sueños cada vez peores.
Dejé caer en el respaldo de una silla el manto que me había echado sobre la túnica de dormir cuando los guardias llegaron en medio de la noche a decirme que el rey solicitaba mi presencia, habían hallado muerto al tesorero, el castillo se encontraba en alerta. El ajetreo, al fin, me resultó apenas una molestia. Solo tuve que esforzarme en no bostezar demasiado.
Pero ahora podía hacerlo a mis anchas. Y puesto que la alborada estaba próxima, esperar por ella pensando en aquella mujer de la playa. En su sonrisa.
Bostecé. Sonreí.
Tocaron a mi puerta.
Con enfado, fui y abrí de un tirón. El criado se asustó, pero atinó a decir:
—Como disculpas por la inusual noche de servicios, y para aliviar los espíritus del pesar por la pérdida de un notable miembro del Consejo, el rey envía estos finos refrigerios de su propia mesa a sus fi eles…
Le arrebaté la bandeja y cerré la puerta en sus narices. Un instante más de retórica temblona, y le hubiera hecho estallar la bandeja en la cara.
Tras apartar algunos pergaminos, deposité el convite en mi mesa. Carnes y pasteles. Un cuenco lleno de miel de Versia. Hundí el dedo en él, contemplé la hermosa miel rodar a lo largo de mi dedo. No tenía ganas de probarla. Su sabor ya no me resultaba un misterio. Tampoco su olor, su dorada transparencia.
Alcé el cuenco. Vertí su contenido en una copa, lo froté por dentro con un paño. Y allí, en su fondo, leí las palabras raspadas a punta de puñal. «Siolis. Antes del amanecer».
Dejé el cuenco deslizarse entre mis dedos, y solo aparté un pie para que no me cayera sobre él. Recogí los trozos, los tiré por la ventana. Las estrellas anunciaban que el alba no tardaría.
Mentras me vestía y alistaba mi espíritu para el esfuerzo, maldije varias veces mi suerte por haber jurado lealtad a un estúpido.
—Podías haber entrado por arriba —me regañó ella.
—Temí que salieras en el momento mismo de llegar yo. Suele ocurrir. Tanto, que a veces resulta insoportable.
—¿Has desayunado?
—No. Pero no me apetece. Hazlo tú, por favor.
—Tampoco me apetece. Como poco.
—Ya lo he notado.
—Hoy traes sangre en las manos. No te has manchado, pero está ahí.
—Soy un hombre que hace lo que debe hacer.
—No te juzgo. Pero la sangre, aunque invisible, me incomoda.
—Lo siento. Si quieres, me iré.
—No suelo hablar con nadie. Pero ayer, contigo, fue… interesante.
—Entonces, no me iré. Aunque sospecho que no tendré sonrisas.
—Sospechas bien.
—¿Y si me lavo bien las manos?
—Mejor lavar el espíritu… Pero ese arte es por muy pocos sabido. De saberlo yo misma… ¿Te perturba mi desnudez?
—Soy un hombre.
—Esa no es respuesta a mi pregunta.
—Lo siento.
—Y podrías olvidar tus «lo siento». Son tontos.
—Lo siento. De veras, lo siento.
Y reí al decirlo, sin saber por qué reía, si ella me miraba severa. Pero quería reír. Era inesperado. Era bueno. Yo mismo, al reír, me creí un hombre bueno.
—¿Vas a quedarte ahí parado?
Perdí algo de risa al recordar que mis talones seguían asomados al mar, que las manos que tiraban de mi manto eran las del viento, ansiosas de precipitarme a las olas tras jugar apenas conmigo en la caída.
Pero me gustaba ese viento.
—Sentémonos aquí.
Creí que sonreiría, pero por lo visto ella conocía su destino mucho mejor que yo el mío. Así que nos sentamos en el borde de la puerta al mar, con los pies colgando, nuestros hombros casi juntos.
—¿Querrás cantar? —preguntó.
—No soy bueno con el canto.
—Tampoco yo.
—¿Son islas? —señalé al horizonte—. Parecen islas. —Lo son. Gente rara, la que vive allí.
—Es raro oírte decir que otra gente es rara.
—Es raro que un asesino pueda reír de una forma tan inocente. ¿Por qué matas, Maestro Mago?
—Porque se me ordena. Porque he jurado lealtad a quien me lo ordena. Porque puedo hacerlo. Porque… Porque no sé de nada o nadie que me haya hecho creer que no debería.
—Eres un hombre temible, Maestro Mago. Temible e indefenso.
—¿Sabes? A veces creo que debería… —¿Abofetearme? Y, ¿quieres hacerlo?
—No. No quiero.
—Eso está bien. Si quisieras, sabes que lo harías.
—A veces pareces despreciar mi magia. Y otras, confi ar en ella más que yo. Me confundes.
—Para eso soy… —sus ojos se nublaron—. Para eso fui mujer. Ahora… Ahora ya no sé lo que soy.
Pero sé lo que quiero ser, y eso me basta.
—¿Y qué quieres ser?
—Mañana.
—¿Quieres ser mañana?
—No. Te responderé mañana. Quizás.
—Mañana, ¿quieres decir mañana mismo?
—Quizás. Quizás no. Tendríamos que saber adónde nos lleva el hoy.
—Y hasta ahora, ¿hacia dónde nos está llevando?
—No hacia donde quisieras. Y eso es triste. Porque eres incapaz de dejar de pensar en hacia dónde quisieras ir, y no logras ver hacia dónde estás yendo. ¿No previste nada de esto, verdad? Esta conversación, juntos en mi puerta.
—No.
—Eso es bueno, al menos.
—No temas. No habrá juegos de Esencia hoy. No más sorpresas con flores de tierra.
—¿No? Eso también es triste.
Respiré muy hondo. Quién podría entenderla.
—Entonces, ¿quieres flores de tierra? ¿Otra cosa? También puedo…
—No acabas de entender. No pensaré de ti, ni más ni menos, por lo que me des. Tierras, gemas, sirvientes. Versos, canciones, crónicas. No quiero darte órdenes. No quiero que desees órdenes mías. Que creas morir, o merecer morir, si no las cumples. No necesito esa lealtad. Nadie la necesita. Aunque tantos la anhelen… Tantos —sus ojos se nublaron más aún—. Y de cualquier forma, lo que piense de ti… no importará.
La contemplé largamente. Su cara estaba tan cerca que podría besarla. Cuanto decía me cruzaba los oídos, pero yo no escuchaba las palabras, solo su voz. No podía razonar. No quería razonar. No obstante, su misma voz me advertía que la distancia que nos separaba no podía salvarse con solo estirar el cuello.
—Hoy ha sido distinto —dije, sin contener la protesta en mi voz.
—Cada día es distinto. A veces el sol, a veces la lluvia, o el mar, o el desierto. Pero es bueno que no estés conforme. Quiere decir que sigues deseando. Que sigues siendo poderoso. Aunque no lo suficiente.
—Me voy —anuncié.
—Ve con cuidado.
Tardé en alzarme. Y más aún en emprender la bajada.
—Ya estoy de vuelta, Loys.
Lancé un rápido vistazo a nuestro alrededor. —No hay nadie, Loys.
—Te dije que no me llamaras por mi nombre dentro del castillo.
—Ni dentro, ni afuera. Es tonto, Loys. ¿No te aburre ser siempre el Maestro Mago? ¿No te pone triste? Este patio está vacío. Nadie nos escucha. Nadie nos escuchará ni nos verá por un buen rato. Y me gusta llamarte por tu nombre. Y ya.
Estaba reclinada en una columna. Había surgido de la penumbra, como era su costumbre. Siempre se movía en las tinieblas. Aun al viajar de día, aun en las plazas más concurridas, las cortes más brillantes, los festines más coloridos. La oscuridad era su piel, su refugio, su herramienta.
—Es bueno que estés de vuelta —le dije al fin—. Bienvenida, Aled.
Abandonó la columna y salió al sol, a mi lado. Sus hombros temblaron por un instante, en el impulso de un abrazo. Pero en vez de ello, inclinó la cabeza. Yo hice lo mismo. No podía impedirle llamarme por mi nombre cuando estábamos a solas, pero yo seguía siendo el Maestro Mago de la corte, y ella una pupila.
Una pupila muy aventajada.
—Ya supe de Siolis —comentó—. En las cocinas no se habla de otra cosa.
Eché a andar hacia las murallas. Ella me siguió un paso por detrás, con la cabeza aún inclinada. Un retablo para los ojos de los centinelas, los sirvientes, los cortesanos.
—Fue un trabajo espléndido —insistió—. El tesorero, anoche. Y Siolis, después, antes de que saliera el sol. Tuviste poco tiempo, Maestro.
—Y mucho tiempo habrá de pasar, antes de que puedas aspirar a mi rango, niña. Dime de ti. Eres más veloz que cualquier mensajero, así que sueles ser tu propia noticia.
—Muertos. El Señor Mercader de Versia, y sus ministros más notables. Viaje en caravana por las montañas. Un alud. Sepultados. Aún buscan los cuerpos.
—Te sientes orgullosa.
—Lo estoy, Maestro.
—Y haces bien. Los días están contados —elegí una escalera hacia lo alto de los muros, y Aled me siguió—. Las últimas tropas ya están saliendo hacia la frontera.
—Lástima no ver todo ese ejército reunido bajo estos muros. Debe ser impresionante. Nunca he visto un gran ejército. Tampoco una batalla.
—Ni los verás. Te quedarás aquí. Yo partiré en pocos días, y tú te encargarás de servir al rey. Responderás ante él, y únicamente a él, como yo. Solo que en secreto. Ya está hablado, y él se mostró complacido con lo que le he dicho de ti. Si le sirves bien… —¿Seré una Maestra?
—Iba a mencionar otras recompensas. En cuanto al rango, ya lo veremos a mi regreso.
—¿Un desafío?
—Es la costumbre. Y yo mismo quiero ser tu oponente.
—A veces me pregunto si me amas o me odias.
—A veces me pregunto por qué dudas.
—Será porque no eres capaz de besarme ante otros ojos.
—Capaz, sí lo soy. Pero también prudente. Y están las tradiciones. Y las leyes. ¿Comprendes? Quizás solo por eso no eres Maestra aún. Porque no lo comprendes.
Ya arriba, contemplamos la villa a los pies del castillo. Gente y animales minúsculos se movían entre casitas de juguete. Sentí el deseo de estar en el lado opuesto de la muralla, de cara al mar, para que mis ojos encontrasen una roca solitaria en la misma línea entre la arena y las olas. Para que, acaso, la encontrasen a ella, erguida y sola.
Ni siquiera sabía su nombre. Me prometí preguntárselo, la próxima vez. Si había una próxima vez. Sacudí esos pensamientos:
—Sin Versia, la nación aiallia no tendrá apoyo en la retaguardia. Los pequeños dominios del extremo del Camino del Pastor temerán una alianza escasa en éxitos. Elegirán someterse.
—¿Lo has previsto?
—Lo he previsto, porque lo he planeado. No eres mi única sombra en tierras lejanas.
—Pero sí la mejor.
—Sí. Sin duda.
Aled se cubrió el rostro con la capucha del manto. No le gustaba estar al sol.
—Brisas frescas del mar —murmuró—. Persianas que se mueven. Cortinas junto a la mesa. Un tirón de brisa, la jarra al piso. Siolis despierta, se incorpora, resbala en el vino… El criado discutió con un guardia, y por eso, malhumorado, había empujado con fuerza la jofaina bajo la cama de su amo. Discutieron por unas monedas perdidas. Monedas que supongo estarán en tu bolsa, Loys, si es que no las tiraste. ¿Para qué necesitarías unas míseras monedas? Entonces, Siolis quiere lavarse el vino que le mancha los pies. Tiene que agacharse. No alcanza la jofaina. Se estira. Sus viejas y enfermas rodillas ceden. Vuelve a resbalar. Su cabeza golpea el borde de la mesa… ¿Fue así, verdad? Eché un vistazo a la habitación… Simple, pero muy fino. Aún tengo mucho que aprender.
—Tuve que descolgarme por el muro para sacudir un poco las persianas —comenté—. Y escamotear las monedas fue lo más difícil. Los criados y los guardias guardan sus monedas mejor que un sacerdote sus reliquias… La verdad, fue burdo. —Fue arte.
—Entonces, el arte es burdo.
—¿Y el vino? ¿Acomodaste la jarra?
—Eso hubiera querido. Pero no la alcanzaba desde la ventana, y tuve, en cambio, que acomodar las cortinas. Tardé bastante. Un intento tras otro. Miraba hacia el mañana, y volvía a mirar, y el maldito vino no acababa de regarse por el piso de la forma conveniente. De hecho, nunca hallé la forma ideal. Así que lo dejé todo lo mejor que pude, y me fui rezando. Por otro lado, estaba tan rabioso con el rey, que por momentos no me importaba si todo fallaba y tenía que huir al exilio. Pero la suerte quiso ayudarme, supongo. —Nuestras artes deben mucho a la suerte.
—Demasiado… A veces me pregunto…
—Ya no lo pienses más, Loys. ¿Sabes? Me gustas tanto cuando te muestras así ante mí. Vulnerable. Inseguro.
—Eso quiere decir que te gusto más de lo que te convendría.
—¿Y de lo que te convendría a ti?
—Eso también.
Callamos. No me fue difícil prever las palabras que diría Aled cuando dejara de pensar. Adónde iríamos.
Lo que haríamos. Y sentí que preverlo ya no era tan divertido como antes.
Seguro pensaba en nosotros. Pero nunca demasiado. Le resultaba agotador, sobre todo porque esos pensamientos la conducían a caminos muertos. Al menos, hasta que ella misma no fuera también una Maestra.
Yo quería ser su oponente en su desafío para ganar el rango, porque la consideraba la mejor pupila que jamás había tenido. Los demás eran mediocres artesanos de la Esencia, que apenas servían para mantener vigilancia sobre ciertos jefes de villas y oficiales en puestos de frontera. Pero empecé a sospechar que, tal vez, en realidad no quería que se convirtiera en Maestra. No aún. Yo no estaba preparado para que fuera mi igual, y así poder tenerla ante todos, abiertamente, o peor, para que ella me tuviera a mí.
Yo no estaba preparado para tener a nadie.
La suerte… Aled tenía que estar errada. Los libros de los viejos maestros despreciaban la suerte. Lo cierto era que hablaban de rebelarse del todo contra ella. Impedirla. Cortarla de raíz. Pero, ¿cómo? De esos maestros aistandas solo quedaban un par, y en Aistanur no se sabía de ellos desde hacía tanto… Eran miembros del Concilio del Esh, el consejo secreto de los Altos Magos de Sotreun, quienes ya ni siquiera se consideraban a sí mismos como nacidos en país alguno. Cambiaban incluso la voluntad divina. Seducían, juzgaban y condenaban a los propios dioses.
Yo quería entrar en ese Concilio. Creía merecerlo. Acaso tan solo por la fuerza con que lo deseaba.
Un Maestro de la Esencia aistanda era un artista de la acrobacia, la prestidigitación, el sigilo, el rumor…
Un espía. No más que un espía. Solo que dotado con el don de la clarividencia. Propiciábamos los hechos, los forzábamos. Paso a paso, detalle a detalle, dominábamos los actos, las palabras. Los destinos. Aled solía decir que teníamos la magia más poderosa de todas. Yo me limitaba a considerar que en efecto, el arte de la sangre de Aist, el Profeta, era el más fuerte, pues escribía el porvenir. Pero no creía dominarla. Mi amistad con Siolis me había permitido leer documentos de otras artes, sus orígenes, sus procedimientos. Un aprendiz yalianda, o un signista, un arcano, incluso un queshmer, se me antojaban más poderosos que cualquier potentado aistanda de estos tiempos. No en balde esas artes eran proscritas en los parajes de Aistanur, solía reflexionar yo un día tras otro.
No queremos saber cuán débiles somos, pensaba, estamos demasiado lejos del resto del mundo como para llegar a enterarnos. Pocos viajeros son bienvenidos aquí. Solo comerciamos con nuestras flotas y nuestras caravanas, todas bien custodiadas y recelosas, y que solo alcanzan los pueblos y puertos fronterizos.
Ser un verdadero maestro aistanda tenía que significar algo más que maromas y juegos de manos, y simple clarividencia. Algo más. Algo…
—Vamos a tus aposentos —dijo Aled, al fin—. Hace casi una estación completa que no nos vemos. Sí, ya no era tan divertido.
Negro el mar. Negro el sol que en el mar se hundía. Negros el cielo, las nubes, las rocas. ¿O acaso tenía yo los ojos cerrados, deseando abrirlos a su sonrisa?
Negra la lluvia que entraba por la puerta a golpes crueles.
—Aún no es mañana —dijo ella, a mis espaldas.
—Para mí lo es.
—Entonces, lo es.
No me volví para mirarla. Sabía que no sonreía. Mas poco importaba, en verdad. Me bastaba con saber que ya era mañana. Que estábamos juntos otra vez, significase eso lo que significase.
El sol ya se ahogaba tras el horizonte, su última luz vaciló como el párpado de un hombre muerto, se apagó al fin. Una embestida de lluvia me hizo tambalearme. Buscando apoyo, mi mano topó con su cadera.
Ella se apartó con suavidad:
—Tienes que estar loco para llegar a estas horas. Te advierto que no podrás quedarte mucho rato.
La seguí hasta la cámara donde cenásemos la tarde anterior. Limpia, fría. Ni restos del pescado, o del fuego. Pero la flor de terrones seguía allí, y los musgos en sus pétalos aún brillaban.
—No la has quitado —y quise que mi voz sonara agradecida.
—Tú me la obsequiaste. Y aun si la limpiase, eso no cambiaría el hecho de que me regalaste algo.
—Entonces, la conservas por mí. Querías que yo la viese todavía ahí. Gracias. Puedes limpiarla ya.
—¿Estás seguro?
—Sí. No por eso dejaré de saber que te regalé algo.
Tampoco tú. ¿Cierto?
—Terriblemente cierto.
Y en su voz sentí algo nuevo. Un poco de pesar, un poco menos de indiferencia.
Extendió la mano hacia los terrones. Estos se alzaron y volvieron al techo. Pero no se encajaron en sus sitios de origen. La flor siguió siendo una flor.
—Será lindo verla antes de cerrar los ojos para dormir —dijo—. Y al despertar… Tengo miedo, Loys. Temo lo que está ocurriendo. O empezando a ocurrir.
—Veo que sabes mi nombre. No muchos lo pronuncian… Yo no sé el tuyo.
—Ya no lo tengo. Una vez fue Biansai, y me decían La que espera en vano. Pero ya no más. Ya solo espero.
—¿Y qué esperas de… de esto que dices que empieza a ocurrir?
De repente yo estaba muy cerca de ella, y me sentía caer hacia su cuerpo, como si corriese colina abajo.
—No espero nada. No quiero esperar nada. No debo esperarlo. Pero lo temo.
—¿Por qué estás aquí, Biansai? ¿Quién eres? ¿Cuál es tu deuda?
—Le debo mi corazón y mi vida a alguien que no necesita ni mi vida ni mi corazón. Solo espero el momento de entregárselos. Puesto que los salvó, son suyos. Y espero, solo para que no los haya salvado en balde. Al menos por un tiempo. El suficiente como para poder expresarle todo mi agradecimiento, mi deseo… Cuando sepa que ya lo he dicho todo, se los entregaré.
—Pero dices que no los necesita. Biansai… —Ya no me llamo así. Ya no tengo nombre.
—Yo usaré ese. Quiero usarlo.
—No puedo impedírtelo.
—No, no puedes… Biansai, ¿y si alguien los necesita? ¿Y si yo…?
80
—Eres el Maestro Mago de la corte de Aistanur. Yo soy una extranjera proscrita sin títulos ni hacienda. ¿Violarías las tradiciones, Loys? ¿Las leyes, los códigos, los orgullos? ¿Traicionarías, Loys? Porque sería traición, y lo sabes. Bien lo sabes, Maestro Mago.
Me estremecí. Creí ser Aled, y que Biansai era yo. Sus argumentos habían sido, y aún eran, mis propios argumentos.
—Estaré tan cerca de ti como me permitas estarlo —le dije, y volví a estremecerme. Estas palabras habían sido de Aled.
—De acuerdo. Yo te diré entonces cuán cerca debes estar —dijo ella.
Esas palabras habían sido mías.
Y al igual que hizo Aled, tanto tiempo atrás, al escucharlas de mis labios, yo incliné la cabeza.
Raras alianzas, las del deseo. Tristes negociaciones. Como insectos que corren en un círculo, cada cual intentando alcanzar al anterior. Deseo a quien no me desea. Soy deseado por quien no deseo. A veces te agotas de perseguir, y eres alcanzado. A veces logras la fortuna de alcanzar a alguien ya agotado de perseguir a su vez. En muy extraña ocasión, nos precipitamos justo hacia la persona que se precipita hacia nosotros. Así suelen nacer, entonces, las leyendas; o eso dicen los que saben de leyendas. También nacen de persecuciones desesperadas y eternas. De veredas truncas, enloquecidas y erráticas; de días y noches tragados por las distancias que no nos atrevemos a cruzar; de palabras halladas al azar en un libro cualquiera.
¿Podía la magia cambiar esas veredas, esas distancias, esas palabras?
Miré mis manos. La Esencia, esa cuyo nombre, Esh, era el mismo en todas las lenguas de Sotreun, corría por ellas, así como por todo mi cuerpo. Sentirla era una lección para iniciados en los senderos de la magia. Supe que no bastaba con sentir su flujo. Mi estanque debía rezumar, desbordarse. Solo así llegaría a ser un Maestro Mago verdadero, como los antiguos. Solo así podría saber si merecía obtener lo que deseaba.
Quizás otras doctrinas de la Esencia, las que eran proscritas en mi tierra, tuvieran la respuesta. Quizás debí husmear más hondo en los libros de mi buen amigo Siolis. No sabía quién sería el nuevo Maestro de Artes Prohibidas, no me había interesado en ese pormenor. Pensé que debía interesarme, hacer amistad con él o ella, para que me permitiera volver a abrir esos libros, con pretextos de curiosidad o pesquisas en interés del Rey, nuestro Señor. ¿Cómo doblegar los destinos sin romperlos? ¿Cómo saber qué destinos eran irrevocables? ¿Habría alguno que no lo fuese? ¿O alguno que sí lo fuese, irrevocablemente? ¿Qué sabía yo del destino? ¿Existía, tan siquiera? ¿Podía aceptar un mundo con destinos ya escritos? ¿O un mundo sin destinos por escribir? ¿Qué podía, en verdad, aceptar? ¿Qué podía hacer, desear, necesitar? ¿Quién era yo para merecer dominio sobre esos misterios? ¿Quién era yo? ¿Quién?
Un trueno tardío, rezagado, largo como el canto de agonía de un gran grifo de Vandaler, me sobresaltó.
Biansai parecía dormitar, acurrucada junto a una pared. Pensé en cubrirla con mi manto, pero estaba muy mojado y muy frío. Yo mismo temblaba. Y ella no dormitaba, en realidad:
—Voy a encender un fuego.
—No, estoy bien así. Pero hazlo para ti, debes necesitarlo.
—Nunca lo necesito.
Noté que había traído conmigo un rastro de humedad, y un charco se formaba aún a mis pies. Me avergoncé de ello.
—Por lo visto, solo traigo suciedad a tu casa —dije, tras soltar un suspiro de disculpas—. Sangre, fango… Lo siento.
—Te dije algo sobre tus «lo siento». No lo repetiré. Y la sangre misma no es sucia. Tampoco el fango. Tampoco el olor y el sudor de una mujer sobre tu piel.
Me puse como de piedra, pero traté de no hacerlo notar:
—Creí que la lluvia habría lavado eso.
—Nada se lava. Todo lo más, creemos lavado lo que queremos ignorar. O lo que no nos importa conocer. Pero es triste que consideres sucias esas cosas. A ella, ¿crees haberla ensuciado con tu olor, con tu sudor? ¿Te crees sucio tú mismo?
—Sabes, Biansai, en ocasiones hablas igual que se blande una espada. Así de hiriente.
—Solo puedes sentirte herido si tu piel se abre.
—¿Por qué quieres abrir la mía?
—¿Por qué lo quieres tú?
—Yo no quiero abrir tu piel.
—No. Solo hundirte bajo ella.
—No solo tu piel.
—Eso quieres creer. Quién sabe, quizás lo creas de verdad. No soy tan buena en mis artes como para saber todas las verdades aparentes y las falsedades de este mundo. Si lo fuera… Quizás sabría si he esperado ya lo suficiente. Si no sería ya tiempo de entregar lo que fue mío y ahora pertenece a otro.
—¿Por qué a otro, Biansai? —estallé—. ¿Por qué no a mí?
Ella se levantó y me encaró. La habitación resultaba de repente cálida. De mis ropas salía vapor. También de su cuerpo.
—No voy a responder a eso, Loys, Maestro Mago. Porque la verdad es que no quieres la respuesta. Estás jugando con las manos en el fuego; hechizado por las llamas, pero consciente del peligro. Te dejas seducir por las llamas, y a la vez las temes. Son bellas, son dolorosas. Si te respondo, sabrás qué destino tendremos, y no quieres eso, porque crees saber que no hay tal destino, que no podrá haber un nosotros. Temes abrir la puerta, porque temes la oscuridad, y estás convencido de que no hay luces dentro, y no tienes el valor para comprobarlo… No te juzgo. Nos pasa a muchos, tal vez a todos. Solo que algunos logran a veces el valor… Ya basta, Maestro Mago. Ya basta. Y en tu beneficio, admitiré que tampoco quiero saber la respuesta. No esperes más —se cubrió los senos con los brazos. Era la primera vez que parecía ansiosa de ocultar su desnudez a mis ojos—. Debo añadir que estás demasiado cerca.
—Fuiste tú quien vino a mí, ahora.
—Ya no tires más piedras al río. No lo harás crecer. Solo una buena lluvia puede, y en mi espíritu hace tiempo que las nubes se agotaron. Por favor… No me siento bien… Tú… Has traído cambios aquí, aquí dentro —se abrazaba con fuerza a sí misma, sin dejar de mirarme de frente. Era como si intentara cubrirse con un escudo, y perforarme con una espada a la vez—. No quiero esos cambios. Tengo una deuda, y el propósito de pagarla… Y te repito, estás demasiado cerca.
—¿Me pides que me vaya?
—El aire está demasiado lleno de ti y de mí. ¿No lo sientes? Es a eso a lo que temo. No debe ocurrir.
No debe…
—Temes mi debilidad. Que la convierta en fuerza para acercarme más a ti. Para tomar tus manos. Para tocar tu cuello. Para…
—Así es. Temo tu debilidad —por primera vez, fueron sus ojos los que huyeron—. Y la mía.
—Respetaré eso —decidí—. Pero dime, dime, por favor, ¿a quién debes tu vida y tu corazón? ¿Quién habrá de recibir el pago de tu deuda?
Volvió a mirarme, y sus ojos eran dos cuencas sin luz, y su voz un aleteo de aves confundidas en la noche:
—Su nombre es Altandall, y ese es un nombre que conoces bien, Maestro Mago, porque es el dios de los mares de Sotreun, el Novio de las Furias, el más adverso en las fortunas. A él he de pagar mi deuda. Por eso, ten cuidado, Loys. Aun cuanto bien poco necesite o reclame Altandall, cuanto bien poco deban importarle, la vida o el corazón de una simple mujer como yo, son suyos, y ni aun un Maestro Mago de Aistanur debe aspirar sin meditarlo bien a desear lo que es propiedad de un dios.
Me fui por el corredor, como un prófugo condenado a muerte que avanza a campo claro hacia los verdugos, dejando atrás el refugio del bosque.
Ya no llovía. El musgo sobre las rocas estaría más resbaloso que nunca. Las cicatrices de las piedras, brillantes por la humedad, se antojaban más afi ladas. Pero no podía pensar en eso. Saqué un pie afuera, luego una mano. Bajaba sin prever nada, sin vislumbrar los pasos. Como un reptil insensato, como una oruga, como una sombra sin cuerpo.
Aled dormía aún en mi lecho. Sus pies asomaban bajo la manta. Los cubrí.
Aled dormía solo por breves ratos en sus viajes y misiones. Cautela. Sigilo. Alerta. Planes. Hechizos de clarividencia que bebían su fuerza. Los rostros de sus víctimas. Al regresar, no me extrañaba que durmiese en ocasiones durante un día entero sin despertar, sin moverse, diríase sin sueños.
Decidí no llamarla hasta el amanecer. Entonces se escurriría sin un sonido, para no ultrajar las sagradas tradiciones, las sagradas leyes. Su cuerpo era pequeño. Dormía muy quieta, porque se había acostumbrado a hacerlo en rincones donde su presencia no debía ser notada. Si yacíamos juntos, y alguien entraba a mis aposentos, me bastaba con cubrir su cabeza para aparentar que me encontraba solo, envuelto en una cordillera de gruesas mantas.
Fui hasta la puerta y comprobé los cerrojos. Nadie había entrado.
Me acosté junto a ella, sin desvestirme, y miré su cara, su cabello recogido en trenzas. No era adecuado para combatir, pero se lo dejaba crecer para así tener más rostros que usar en tierras extranjeras; mercader, prostituta, noble, campesina. Miré su mano, que asomaba bajo el mentón. Una mano fina y dura, hábil con los puñales, con mi cuerpo. Su hombro tostado por el sol, que ardía más en otros parajes.
Miraba a Aled deseando que fuera otra mujer.
Pensaba en Biansai deseando ser yo un dios del mar.
Qué bueno sería, si todos fuésemos otros, los que debiéramos ser, los que quisiéramos ser.
Tocaron a mi puerta con suavidad. Luego con fuerza. Acudí. El Jefe de la Guardia me miró de arriba abajo. —No sabía que lloviese en tus estancias, Maestro Mago. ¿Quieres que envíe albañiles a revisar tu techo?
—Andaba por los muros, bajo la lluvia, meditando. Ya sabes, Jefe, caprichos de magos. Después seguí leyendo unos pergaminos que me interesan mucho, y ni reparé en el desastre que estoy hecho. Iba justo a cambiarme ahora.
—Muy bien. El rey quiere verte. Ha recibido ciertos mensajes, y supongo que tendrá que ver con eso.
—¿Mensajes de las fronteras?
—No lo sé. Solo vine por ti. Mi trabajo es que los perros del castillo cuiden el pellejo del rey. Lo demás me tiene sin cuidado. Un hombre sabio es aquél que se esfuerza en no saberlo todo.
—Porque vive más, ¿verdad?
—Justamente —sonrió, y partió pasillo abajo, haciendo resonar las piezas de su armadura.
Me apresuré en cambiarme, antes de que el rey enviase a otro emisario en mi busca. Por si acaso, preparé un hechizo que despertaría a Aled antes del alba, haciendo caer en su cara un pequeño alud de frutillas secas de Elu-Yalistán, la nación de los yaliandas. Le encantaban esas frutillas. Lo creí una disculpa apropiada, si es que tenía que despertar sola.
El rey Lallon de Aistanur me esperaba en su alcoba, sentado a su mesa favorita; un gran tocón puro de árbol de arima, que valía lo mismo que un pequeño dominio con todos sus habitantes, vulgares y nobles juntos. Vestía un pesado y glorioso traje de recepción, con todas las insignias de su estirpe en metal y gemas. Incluso las hombreras hechas con dos antiguas escamas de dragón, que eran una reliquia en su familia. Al menos diez reyes las habían usado antes de él, y se rumoraba que la fama de los restauradores de la corte, proverbial en todas las tierras del Camino del Pastor, se debía a la pericia adquirida por maestros y aprendices en el trabajo sobre esos despojos. Estaban cada vez más quebradizas, y por ello también se comentaba, aunque en voz muy baja, que los ancestros de Lallon habían preferido cazar un dragón de raza sucia, acaso el retoño bastardo de un dragón decrépito y ciego con una gran lagarta del Mar de Tierra, para obtener su trofeo. Los más entendidos, sabíamos que los dragones no eran bestias que produjesen descendencia ni aun entre ellos, y también que de ser cierto lo de la cacería, habría sido la única ocasión en toda la crónica de Sotreun en que ocurriese cosa semejante. Seguro se trataba de las escamas de algún pez inmenso de las profundidades, arrojado muerto a alguna playa. Pero no dejaba de resultarnos gracioso el comentario.
—Menudas galas, mi rey —incliné la cabeza.
—No eran mensajeros míos, sino de Versia —replicó sin alzar la cabeza de los escritos que tenía entre las manos—. Mi consejero de confianza me dice que esto los impresiona. Llegar en medio de la noche, cansados, hambrientos, cayéndose de sueño, y enfrentarse a un rey en todo su brillo. Debe tener razón, de lo contrario no fuese mi consejero… Lee esto —me extendió un pergamino—. Y después ayúdame a quitarme este bulto de encima.
Leí de prisa, pues sabía de antemano parte del mensaje. Versia había perdido sus cabezas más importantes. Presté más atención al final; anunciaba los posibles sucesores de sus poderes. Conocía esos nombres. Nos eran propicios.
Solté el mensaje sobre la mesa, y me acerqué al rey, quien ya se había incorporado con un bufido.
Aunque joven, Lallon padecía dolores de viejo. Había llegado al trono muy pronto en la vida, y muy pronto había empezado a gozar sus privilegios. Sufría más enfermedades de horno de mujer que un intendente de puerto. Aún carecía de heredero, y se aprovechaba gustoso del tapiz de jóvenes hijas que le enviaban las familias más nobles para darle uno. Pero no parecía interesado en ello. Nunca había pedido que interviniera con mi magia, lo cual resultaba un alivio.
Lo libré de las hombreras, y de casi todo el traje. La verdad es que era un hombre más bien pequeño para lo común en nuestra raza. Eso también causaba murmuraciones.
—No podría ir mejor —reconoció, alzando otra vez el pergamino y agitándolo en el aire—. Esos hombres que mandarán en Versia son débiles, negociar con ellos será fácil. Como poner una traílla a unos niños nacidos tontos.
—¿Y los otros mensajes?
—Fruslerías. Algunos señores mercantiles quieren ventajas en el comercio, parecen oler que las fronteras van a cambiar. Poseen flotas, y suponen que si nuestras marcas llegan más cerca de Versia, querremos colocar más dinero en el tráfico con las naciones de la Puerta del Pastor. Son detalles para mis consejeros, que se las entiendan con el gremio de comerciantes.
Pero te llamé por otro asunto… —Te escucho.
—Mi ejército cruzará las marcas de Aiall en dos días. Son muchos hombres, Maestro Mago. Muchos campamentos. Mucho ruido. Los aiallios recelan, y sus clanes empiezan a negociar sus desavenencias y a formar un concilio. No esperaré a que tengan una línea fuerte de lanzas y caballos que oponer a mi avance. La estepa es su territorio, no el mío. Por cada hombre montado de que dispongo, ellos poseen cien. Siempre ha sido así.
—Para eso hemos reunido tantos magos —observé. Pensé en Biansai, en que apenas me quedaban dos días para volver hasta ella—. Serán nuestra fuerza secreta. Aprovecharemos las mejores rutas, sabremos dónde hallar el abastecimiento más apropiado sobre la marcha. Adivinaremos la disposición de las tropas enemigas, por veloces que se muevan en su propia tierra. En cada batalla, diremos cuándo será apropiada una lluvia de flechas, cuándo replegarnos, qué flanco penetrar.
Lallon, sentado otra vez a su mesa favorita, ya no era tan abundante en gestos.
—Me gusta eso de penetrar —sonrió, con expresión tonta y somnolienta.
Pronto empezaría a dar cabezadas.
—Entonces, me has llamado para enterarme de que será dentro de dos días.
—Para eso pude haber esperado a mañana —él se frotó los ojos—. Tú partirás con el ejército, Maestro Mago. Mi pregunta es, ¿será buena tu pupila?
—Ya hemos hablado de eso, mi rey. Aled será tan capaz como yo de protegerte, velar por tus intereses, y cumplir tus órdenes.
—Tengo mis dudas. La he visto hoy, merodeaba por la biblioteca. Es joven…
—También tú, y eres un rey magnífico. —No me lamas el espíritu con palabritas, Maestro Mago. ¿Podrá matar con tu misma certeza?
—Lo ha hecho ya.
—En otras naciones. Aquí se halla entre sus iguales. Sus artes pueden ser leídas.
—No más que las mías. La he adoctrinado durante años. Dentro de estos mismos muros. Y yo te seré más necesario junto a tus oficiales, con las legiones. Y después, cuando Aiall, Versia, los pequeños dominios, todo el Camino del Pastor, queden encerrados en tus marcas.
—Tardarás mucho en regresar a casa, Maestro Mago.
—No me pesa. Vivo para servirte. También Aled. Sabes que así tendrá que ser.
—Quizás sí, quizás no. Un rey siempre dispone de más de una coraza… Está bien. Que sea. Espero verte mañana en el Consejo. El plan de la campaña será discutido entre todos, por primera vez.
—Y seguro habrá escasa oposición, mi rey.
—Más bien ninguna, Maestro Mago. Eres un buen sirviente.
—Tus palabras me enorgullecen inmerecidamente. Me retiro ahora, y te recomiendo que hagas lo mismo. Los días venideros morderán tus fuerzas.
Incliné la cabeza y salí preocupado al pasillo. «Un rey siempre dispone de más de una coraza»… Deambulé por los salones de recepción. Luego bajé a las cocinas, encontré unas hogazas de pan algo duro, y me senté a mordisquearlas en la misma mesa donde comían los criados.
—Tardío apetito, Maestro Mago —una mano enguantada me rozó el hombro.
Aquella familiaridad imprevista me incomodó.
—¿Buscas espías en las ollas, Jefe de la Guardia?
—Espías los puede haber hasta dentro de una amapera madura, y eso deberías saberlo bien tú, que eres mago.
—No lo sabría. Esas artes no son de nuestro país.
—Por eso.
—Pincharías todas las frutas en el castillo con tu puñal, buscando espías.
—Nunca has dicho verdad mayor, Maestro Mago. Así es como hago lo mío.
—Dura faena. ¿Y alguna vez la punta de tu puñal sale ensangrentada del fruto?
—De eso solo ha de enterarse el rey.
Sin mirarlo, hice una mueca. Llevábamos años en ese juego tonto; demostrar quién era más amo del castillo, si él o yo. A quién el rey obsequiaba más confianza.
—Pero ciertamente, es una dura faena. E incómoda, también —añadió, sentándose a mi lado, y cogiendo un mendrugo solo para apretarlo entre los dedos—. Me entero de asuntos… inadecuados. Quién sale a pasear a los acantilados a deshora. Quién anda por las ventanas ajenas… Quién duerme en la cama de quién.
Traté de no cambiar mi respiración. Por vez primera me insinuaba una declaración de guerra. Yo prefería eludir el conflicto. Nadie saldría ganando nada con ello.
—Cada cual tiene sus asuntos, Jefe de la Guardia, distintos a los propios del servicio. Mientras no interesen a los propósitos del reino, y no estremezcan el piso bajo las plantas del rey, yo digo que haya paz con tales asuntos.
—Podría ser, sí, como dices. Ya lo veremos. Que tengas buen viaje.
—No parto aún.
—Me despido en caso de que no tengamos otra oportunidad. Lo cierto es que se te ve poco en estos días por los pasillos.
Soltó el mendrugo aplastado, y se marchó con paso fuerte.
Yo siempre envidié a los hombres capaces de dar tales pasos. O, mejor dicho, siempre los temí.
Por ello, entre otros motivos, me había hecho mago. Para no volver a temblar ante pasos como esos. Ante tales hombres.
Tiré el pan. Regresé a mis aposentos para despertar a Aled. Debía hablarle sobre muchas cuestiones. Y su guerra por venir con el Jefe de la Guardia era una de ellas. Acaso fuese él la otra coraza a la que se refería el rey Lallon. Seguramente. Y yo debía ganar la certeza de que Aled sería la coraza más fuerte. O su vida podría valer bien poco entre esos muros una vez yo partiese hacia las marcas, a un matadero que no me interesaba, a dominar tierras donde nunca antes había colocado el pie, a sentirme lejos, cada vez más lejos, de Biansai, La que espera en vano.
—Si esperas que él evidencie que te escucha, esperas en vano. Altandall nunca levanta la voz —le dije, sin mirarla.
Ella no se inmutó. Permaneció quieta, asaltada por la espuma, en su roca. Hablando sin sonidos, como si esperase que el viento adivinara las palabras.
—Altandall es una ronda de murmullos —insistí—. Y si alza la voz, es para gritar, lanzar por alto los barcos hasta que casi tocan el cielo, y luego tragarlos. Para envolverse en nieblas y relámpagos. Para demostrar que sigue deseando conquistar la tierra firme, y ganarla para su imperio de aguas sin fin, de aguas
sin emoción…
—Si eres incapaz de sentir emoción en esas olas que te acarician los pies, entonces eres un hombre sin esperanza —replicó—. Vete. O déjame terminar.
—¿Cuándo sabré que has terminado?
—Cuando lo sepa yo misma. Intenta adivinarlo, Maestro Mago, sangre del Profeta. Y hazlo en silencio. Por favor.
Me alejé unos pasos y esperé. Tiré puñados de arena a la brisa. Quise saber si llovería también esa noche, para cuando yo estuviera con los otros estúpidos fi eles del Consejo, inclinando la cabeza ante el maravilloso plan de invasión de nuestro estúpido rey. No me arriesgué, sin embargo, a quitarme la túnica y zambullirme un rato en las olas. Preferí tener cuidado con Altandall. Es un dios demasiado poderoso, y demasiado viejo, y demasiado entendido en maldades. Y yo estaba junto a una mujer que decía deberle su vida y su corazón, y no sabía, como nadie lo sabe, en cuánto valoran sus sacrificios los dioses.
Quizás estaba loca.
Pero eso, ¿en qué me convertía?
¿En un loco, también?
¿En un idiota?
¿En un miserable, incapaz de tomar una simple mujer por la fuerza o por las mañas?
Recordé la primera vez que la vi. Recordé haber estado cerca de caer a sus pies.
No era una simple mujer.
No podía serlo.
Quizás no quería creer que lo fuese, porque de lo contrario mi orgullo habría sufrido un daño irreparable.
Miré en derredor. Nadie. Alivio.
Podía imaginar los rumores. El Maestro Mago de la corte, besando los vientos por una loca del vulgo, una forastera, una hechicera proscrita.
Podía imaginar los ojos de Aled.
Quizás, mi inminente partida era la salvación.
Quizás, mi salvación era vivir desnudo en una cueva.
Renegar de todo, olvidarlo todo, mis artes, mis ambiciones, todo menos su sonrisa.
En todo caso, tenía poco tiempo para saber qué camino tomar. Y aquella mujer maldita seguía recitando frases de gratitud a un dios tan estúpidamente poderoso, que ni siquiera pretendía escucharla, que no le devolvía una sola señal.
¿O acaso no podía yo ver las señales?
Unas aves posadas en las olas, el rumor de una ola al morir sobre el cadáver de la otra en la arena, aquel tablón comido por el salitre que encallaba a solo unos pasos de mí. ¿Serían señales? ¿Podría ella leerlas? ¿Las necesitaba?
Tuve la idea de orinar sobre el mar. De tener el poder para secarlo de súbito. O lentamente, a mi antojo. Torturar a un dios. Nada me hubiera hecho tan feliz.
Lo único cierto, irrebatible, era que yo necesitaba señales de Biansai. Cuáles, no importaba. De aliento, de desprecio, no importaba. Los hombres del vulgo leen el rubor en las mejillas femeninas, cómo colocan los dedos sobre un tazón, cómo se arreglan el cabello. Son hombres sabios. A veces, saben esperar. Son hombres seguros, de andar fuerte. Saben dominar.
Yo solo sabía asestar golpes en lo oscuro, y ni siquiera con un puñal. Ni siquiera con mis propias manos. Hube de confesar a mi propia sombra en la arena, que empezaba a despreciarme a mí mismo.
—Hermosa.
La voz, nacida junto a mi oído, me trajo el estómago a la garganta.
—De verdad, hermosa.
El Jefe de la Guardia, cruzado de brazos y a mi lado, contemplaba a Biansai.
¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pude no preverlo?
—Tienes el ojo bien echado, Maestro Mago. Te felicito. Así de cerca, luce tan inofensiva…
—¿Qué quieres decir…? —me interpuse entre él y la roca donde ella se alzaba, sin revelar si reparaba o no en nuestra presencia.
—¿Crees que mi labor más difícil es buscar espías en las ollas o los frutos, Maestro Mago? Te equivocas. Mi trabajo más difícil es no ser ingenuo.
Parpadeé, pues el sol brillaba sobre él, ensombreciendo su cara inclinada. En sus ojos no habitaban ni la lujuria ni el interés. Solo… Solo el peligro.
—Es tan solo una loca solitaria —dije lentamente—. Su conversación me entretiene. Eso es cuanto hay que ver en ella.
—De seguro que tu trabajo más difícil es seguir siendo ingenuo. Eso está claro… Eres bueno, muy bueno, para deslizarte en las sombras, Maestro Mago. Pero no para saber qué buscar en las sombras. Ese es mi asunto. De verdad eres tonto para cuanto no interese a tus artes. ¿Crees que el rey es lo bastante listo para saber cómo ir debilitando a sus opositores? ¿Para elegir qué vida cortar hoy, cuál mañana? Eres ciego, ciertamente. Soy yo quien ha dirigido tus pasos desde siempre, Maestro Mago. El rey solo ha pronunciado las órdenes. Yo se las he sugerido, y enviado luego. Todos esos mensajes secretos a tus aposentos… ¿Te imaginas a un rey tan ingenioso? Yo, no. Quizás su padre fue un señor con un aliento de sangre antigua y fuerte, eso comentan los consejeros viejos. Pero no el hijo. Puedes morir jurándolo. Es solo otro rey tonto, como tantos antes de él, ebrio de insensatos antojos. Esta tierra ha tenido que soportarlos por demasiado tiempo… —escupió a un lado—. El verdadero propósito de esta guerra no es saquear a los vecinos. Es meter hierro de verdad en el corazón de nuestro propio país. Aprender a ser guerreros otra vez. Arrebatar a los dioses o el destino la fuerza que nos han chupado. ¿A quién eres fi el, Maestro Mago, al rey Lallon, o a lo que el título de rey encarna? Te hablo de estos asuntos, y te pregunto, porque saldrás pronto a las fronteras, y serán tus órdenes las más importantes en nuestros ejércitos, por encima aun de la voz de nuestros más altos oficiales.
—En ese caso, Jefe de la Guardia —di un paso hacia él—, ¿cuáles serían tus órdenes?
—No necesitamos una campaña rápida y fácil. Deja que haya buenas batallas, que se vierta mucha de nuestra sangre. Que nuestros soldados se endurezcan, que sus ojos brillen como los de las bestias. No irás más allá de las marcas lejanas de Aiall, si bien te encargarás de destrozar tantos clanes aiallios como creas conveniente, de modo que en al menos dos docenas de inviernos esos pretenciosos de la montura no se atrevan a cabalgar cerca de nuestras tierras. Declararás que el sacrificio ha sido grande, que se precisa una tregua. Y volverás aquí, seguido por las legiones más forjadas, y las jurarás a mi servicio. Tu recompensa será… más que grande.
—¿Y si me niego? Ten cuidado, Jefe de la Guardia. Soy el portador del Esh más poderoso en el país. Si puedes jugar con el rey a tu antojo, también puedo yo. Si hallas placer en llegar hasta mí inadvertido, yo quizás tenga un inmenso gusto en desmoronar tu prestigio, tu dignidad, y si se me antoja, también tu vida. —Tendrías poco tiempo para eso. Saldrás pronto.
—Me placería discutir eso en el Consejo, esta noche. Podría ganar días, incluso más. No me midas por menos de lo que soy. Mi lengua es tan veloz como la tuya. Incluso, sabré lo que dirás antes de que lo decidas tú mismo.
—Eres tú quien me mide mal, Maestro Mago. El Consejo se reunió ya, sin tu presencia, mientras nublabas tu cabeza y tus artes codiciando a esta criatura extranjera. Ya ha terminado, vengo de allí. Las órdenes están firmadas, y selladas por la mano del rey.
Partirás esta misma noche. Si rehúsas, será traición. Eres poderoso, pero no lograrías vencer a todos los magos que guardan esos muros —señaló al castillo, y vi en sus ojos que ya se sentía el amo—. Harás lo que dispongo. Mandarás mis ejércitos. Eres mi rival más temible, y por ello te hago mi aliado. Acepta. No te lo rogaré.
—Si regreso con legiones fuertes, y magos ya forjados en el combate, seré alguien que respetarán. ¿Has pensado eso? Ya seré su jefe. Y no hay ley en Aistanur que vede a un Maestro Mago, y menos si es poderoso, el título de rey.
—¡Vaya, por el Profeta! —rió él—. Por cierto que te has hecho un hombre osado en menos de lo que dura un canto ritual de cosechas. ¿Lo ves? Ese hierro en tu corazón, es lo que quiero en todos los corazones de este país… No seas tonto. Un Maestro Mago que olvida su precaución y sus deberes, para acudir llorando amores a una espía extranjera, no tendrá el respeto de nadie.
—¿Una espía…?
—Ella finge locura. Elige una atalaya próxima al castillo real para husmear. Seduce al Maestro Mago de la corte. Nada posee, pero de algo ha de vivir. Por tanto, tiene poderes. Magias prohibidas… Ya la veo en el patio mayor, rodeada por lanzas. Veo correr su sangre, en nombre de la ley… Ese cuerpo tan bonito… —¡Eso es absurdo!
—Quizás lo sea, quizás no. Es irrelevante. La verdad, no creo que sea una espía. Y no tengo certeza de que use artes extrañas. No me malinterpretes. Sé que le has ganado afectos. No deseo que nada malo le ocurra. Es solo una pobre loca, ¿cierto? Pero otros sospechan, otros la han visto. Y a ti con ella. Me costará algo de esfuerzo mantenerla viva para cuando regreses.
—Asqueroso bastardo de…
—Sí, esta es tu otra elección. Puedes intentar ser más rápido que mi espada. Aquí y ahora. Sin embargo, ¿crees que tendré que desenvainarla?
Sentí el sudor correr entre mi piel y la túnica. Los preveía ya. No menos de veinte ballesteros, entre las rocas que delimitaban la línea de la playa. Y una treintena de guardias con hachas y lanzas.
Me volví a medias para mirarla. Seguía musitando su agradecimiento a un dios estúpido que no haría nada para salvarla, para salvarnos.
Entonces, calló. Bajó de la roca y marchó en dirección a su morada.
—Te he elegido un buen corcel. Y una silla de manos increíblemente elegante —el Jefe de la Guardia se hurgaba ahora en la nariz—. ¿Cuál preferirás?
—Te lo diré antes de partir, según como sienta mis fondillos de caprichosos —lo miré de reojo—. Mi Señor.
—Yo recomendaría la silla, después de este buen golpe que te has dado —soltó una risa en nada estúpida, y se alejó.
Pensé si no debería subir a la roca, arrodillarme ante el mar e implorar a su dios. Pero no lo hice. Sentía mis piernas muy débiles, y creí que si caía de hinojos, ya no volvería jamás a levantarme.
—Sal de donde quiera que estés —dije tras cerrar la puerta de mis aposentos.
Y Aled salió de entre unos cofres viejos, limpiándose algunas manchas de polvo de las mejillas, sonriente.
Vino a mis brazos, pero la eludí. Escogí algunas ropas y las tiré sobre el piso. Botas fuertes, nunca usadas, que seguro me lastimarían los pies. Fui al estante de las pociones y elegí algunas. Aled me observaba quieta, con desconcierto. Luego sus ojos se tranquilizaron, y entonces supo:
—Te vas.
—En breve.
—¿Tan en breve?
—Hay demasiada peste en este castillo. Me siento feliz de abandonarlo por un buen rato, que ojalá sea muy largo.
—¿Y yo?
—¿Qué de ti? Ya sabes. La orden está firmada. Tienes mis deberes y ventajas ante el rey. Aunque sin rango de Maestra, los magos que permanezcan aquí tendrán que respetarte. Ojalá lo disfrutes.
—Algo pasa, Loys. Algo que no dices.
—Escucha —nos mirábamos a los ojos, separados por pocos pasos—. En algún momento, quién sabe cuándo, te enviaré un mensaje que dirá «ya basta de esperar». Entonces, matarás al Jefe de la Guardia.
Ella ni siquiera pestañeó. Solo repitió, muy bajito, «ya basta de esperar». La pupila se alzaba sobre la amante, y la pupila era obediente. Eso me satisfizo.
—Ya te advertí sobre él esta mañana —seguí diciendo—. Y sé lo que trama. Hasta que recibas ese mensaje, has de serle obediente.
Mi siguiente orden no era ya tan sencilla de formular como la primera. Traté de mostrarme lo más distante posible:
—Hecho eso, irás a la playa. Cerca de los acantilados de poniente verás una roca solitaria. Sobre los acantilados, un torreón en ruinas. Hay una mujer que hallarás en la roca, o bajo el torreón. No usa ropas, tiene el cabello corto, y es nacida en otro país. Saldrás sin perder un momento a mi encuentro, y obligarás a esa mujer a seguirte. Sin hacerle daño. Yo estaré cerca, acaso a pocas jornadas, volviendo de la campaña. Tú y ella vendrán a mí, a salvo. Eso es todo.
Seguí alistando mi equipaje. Busqué cintos, un par de puñales. El arcón de las ropas de invierno hedía a moho. Lo cerré.
—¿Quién es esa mujer, Loys?
Por supuesto, yo había previsto la pregunta.
—He tenido visiones de ella. Me es necesaria para mis propósitos. De dónde viene, hacia dónde va, lo ignoro.
—¿Cómo se llama? —No lo sé. Las visiones son… —Mientes.
—Tengo sospechas de un nombre —admití—. Pero no es importante.
—Mientes otra vez. Para ti sí es importante.
—Si lo es para mí, lo es para ti. No tienes que saber más, Aled. Créeme.
—Te creo. Pero solo porque prefiero no saber.
—Como gustes. ¿Cumplirás?
—Haré lo que es mi deber.
—Bien… —yo revolvía algunas prendas ligeras de lana, que solía usar cuando era más joven. Se me antojaban demasiado coloridas para un Maestro Mago de mi rango y dignidad—. De cualquier forma, falta mucho para la noche. Dormiré un rato, creo. No me hagas compañía, quiero descansar bien. Puedes disponer de ti misma como desees hasta la cena. Entonces, búscame.
—¿Para despedirte?
—Ah, sí. Para despedirnos, claro. Y tal vez para darte algunos consejos.
—Entiendo, órdenes tardías que se te puedan ocurrir. Lo cierto es que ya me estás despidiendo.
—Aled…
—¿Nada más, Maestro Mago?
—Nada más.
—¿Nada más que decir? Te vas por un largo tiempo, no nos veremos hasta que… ¿Nada que quieras pedirme antes de partir?
—No, creo que no. Y tú —algunos de mis trajes de gala estaban comidos por bichos—, ¿quieres pedirme algo?
—Que me mires.
—Estás hermosa. Eres hermosa.
—Mírame, Loys —sus manos arrebataron unos pañuelos de mis manos.
Había tratado de evitarlo, pero tuve que mirarla a los ojos.
—Solo una cosa no me gusta de ti, Loys. Nunca me ha gustado. Tienes demasiado miedo a que la respuesta a cualquier pregunta que formules sea no. Vives aterrado del no. Yo tuve que cruzar por sobre todas mis dudas, mi orgullo y mi propio miedo al no para llegar a tocarte, a estar en ti. Tú no me extendiste tus manos. Tuve yo que extender las mías, y hube de crear en mi cuerpo tantas manos más, para poder aferrarnos. Pareces incapaz de confiar en que alguien desee aferrarse a ti. Por eso tus manos no se abren. Por eso te guardas tantas preguntas. Por eso no te atreves. Sencillamente, no te atreves. No te aferras. Y no sé, Loys, no sé… Ya ni siquiera tengo la certeza de que mis certezas hallarán raigambre en ti. Me he empujado a mí misma, siempre, demasiado, hacia ti, porque tú tienes demasiado miedo a empujarte a ti mismo hacia alguien. Desear… Solo desear no es alcanzar. Para alcanzar, para ser, para estar en alguien, tienes que hacer esas preguntas, si no con la boca, con las manos; si no con las manos, con tus acciones. Tienes que emprender, tienes que atreverte… Tienes que forzar. Igual que se fuerza un vado, un cerco, un muro. Y si no logras cruzar, pues solo eso, no lo lograste, es todo. Demasiado miedo, Loys. Demasiado miedo a… No sé. A parecer estúpido, a hacer el ridículo, a lucir como un fracaso, a que los demás piensen que estás aspirando a algo que no mereces. A intentar alcanzar algo que crees no merecer. Solo una mujer muy estúpida creería que un hombre es estúpido porque trata de besarla… —Aled soltó mis manos, y bajó la cabeza—. Y yo no soy estúpida, Loys. Tampoco tú. Si tan solo te atrevieras. Si no tuviera yo que decidir siempre cuándo darnos un beso. Es tan sencillo. Tú quieres… Yo lo sé, tú quieres demostrarme tu respeto… Pero respetar es también confiar, Loys. Confiar en que acaso la otra persona tampoco desea un no. Confiar en que… El momento más vulnerable de un asesino es cuando ejecuta la puñalada. En ese instante queda desnudo, expuesto. Eso lo sé mejor que tú, porque nunca has usado el puñal, y yo sí, demasiadas veces. Pero he tenido que aprender a aceptar esa desnudez, ese peligro. Si quieres lavar tus manos, tienes que mojarlas. Es tan sencillo como eso… Ya estoy diciendo tonterías —retrocedió un paso, otro—. Sabes que odio hablar tanto. Se me paga por callar, conservo mi vida gracias a que callo —retrocedió otro paso—. Pero tú callas más que yo. Y eso no me gusta, Loys, nunca me ha gustado. Eres… eres incapaz de hundir la mano en agua hirviendo para sacar de ella el antídoto para el veneno que te mata… Tonterías. No me escuches. Siempre me escuchas demasiado.
Perdona, Loys. Maestro Mago. Me retiro ahora.
Y antes de cruzar la puerta, habló una vez más. —Aunque… No sé. Ya no sé nada, Loys. Tal vez… Tal vez sí seas estúpido.
El único alivio que tuve con su partida fue que ya no tuve que pretender que los pañuelos, y cualesquiera trapos caros de mi equipaje, me resultaban importantes.
Tardé mucho en llegar al torreón. Había salido en dirección al sol naciente, rodeé toda la villa, vagabundeé un poco por los sembrados, subí los acantilados por el lado opuesto. Tuve que sentarme un instante a descansar a la sombra de las ruinas. Tanta alerta, tanto poder perdido. Pero nadie me seguía.
Mis pies descalzos dieron contra la roca del suelo, y me estremecí hasta la nuca. Avancé despacio por el corredor, y ella, alertada de mi presencia, me esperaba al final.
—Me marcho.
Quería decir más, no sabía qué, cómo.
—Haz lo que debas, Maestro Mago. Como todos sobre el polvo de este mundo. —Por favor, cuéntame.
—La historia es vulgar. Soy hija, esposa y madre de pescadores. El mar se llevó a mi padre, a mis tres esposos uno tras otro, a mis siete hijos.
Miré incrédulo su cuerpo. Era el de una mujer jamás abrazada, y menos aún…
—Recuerda que soy hechicera —advirtió, con una sonrisa triste—. Pero no es vanidad. Ya no queda vanidad en este espíritu. Mas deseo mostrarme hermosa ante mi dios, que no es un dios cualquiera.
Mi espíritu se hincaba de hinojos ante su sonrisa, aunque fuera triste.
—La última noche de la vida que conocía, esperaba a mi último hijo. Las estrellas parecían mirarme, todas, con lástima. Entonces llegaron otros pescadores. Traían remolcado el bote de mi hijo. Vacío. Todo estaba allí, intacto. Las redes, los anzuelos, las carnadas, los arpones. Todo, menos él. Desde hacía tiempo, desde que esperase en balde a mi padre, luego a mis esposos, en la aldea me llamaban La que espera en vano. Y los botes de mi padre y mis esposos regresaban vacíos. También los de mis hijos. Pocos en la aldea se atrevían a mirarme a la cara. Recelaban. Temían. La compasión ya no era tal, solo desprecio. Y yo quise, al fin, dejar de ser La que espera en vano. Quedaba una chalupa vieja. La del abuelo, también llevado a lo profundo. Salí mar adentro, tiré al agua las velas, los remos. Me tendí en el fondo. Vino la noche. Y con la noche, las Furias…
Temblaba. Muy tenue.
—Se alzaban sobre las olas en torno a la chalupa. Jugaban. Peleaban. Eran inmensas. Jamás imaginé… Y mis manos por sí solas tocaron la madera de la chalupa, mis labios pronunciaron los hechizos. Supe que no quería morir, que la verdad era que no quería morir, y que acaso era ya demasiado tarde. Al sentir mi Esencia, ellas se aproximaron. Lucían hambrientas.
Sin reparar en ello, había avanzado hacia mí, su frente quería caer sobre mi hombro, sus dedos aleteaban. Pero no se acercó más. Tampoco yo.
—Mi Esh miserable no les dio ni para un bocado. Mordieron con sus ojos en mi espíritu. Sus alientos empujaban la chalupa, hacia atrás, hacia delante… Y yo supliqué. Me acusé de estúpida y supliqué. Me acusé de cobarde y supliqué… Y Él escuchó. Las Furias me dejaron. La noche y el mar quedaron en paz. Apenas llegué aquí, dejé ir la chalupa. Y ya sabes mi propósito.
—¿No prefieres creer que te regaló tu vida para que hicieras con ella lo que te viniera en gana?
—No hay ya ganas de nada en mi vida, Maestro Mago… Pero siento calor. ¿Me acompañas a mi puerta?
Una vez asomados al mar, recordé que nunca la había visto bañarse en él, ni tocar sus aguas. Tan solo se dejaba salpicar. Y por vez primera reparé en el modo con que lo miraba. Era una mirada de terror. Como la de un esclavo condenado ante su amo.
Era un desatino.
Todo lo era.
Me despojé de las previsiones. Acallé los latidos de mi Esencia.
Puse la mano en su hombro.
—Quiero decirte que no quiero marchar. Que es mi deseo estar aquí, contigo, para siempre. Quiero decirte…
—No hace falta. Aun cuando tu boca y tus manos callaran para siempre jamás, ya lo has dicho todo… Y ahora debes partir. Nada ganas con quedarte. Nada hay aquí que puedas ganar.
—Si conociera tu magia. Sabiendo sus fórmulas, y con mi poder, podría llevarnos tan lejos… —Ya no digas más. Vete.
Se deshizo de mi mano y me empujó hacia la puerta. Resbalé en el borde. Aferré una raíz. Con medio cuerpo afuera, todo giró ante mis ojos. El cielo encapotado. El mar inquieto. La pared del acantilado. Y contuve un grito.
Los ojos de Aled, tan cerca de los míos.
Al instante se descolgó hacia abajo, sin decir palabra.
Sin pensarlo, la perseguí. Pero ella era más joven, más veloz. Y su previsión no parecía tan confusa como la mía, que incluso le había permitido acecharme.
Cuando llegué a la arena, ya ella se alejaba a lomos de un caballo sin riendas ni montura.
Miré hacia arriba, luego hacia el castillo. Me sentía al inicio de un camino ajeno, como si fuera otro, y no yo, quien habría de andarlo.
La llamaba desde lejos, pero el viento embestía hacia mí sobre los muros, y el repicar de la lluvia se convertía en lamento, en canto, en alarido. El musgo bajo mis pies me inclinaba hacia el patio, una larga caída. Desistí de los gritos, y mi voz fue poco firme cuando tiré de su manto:
—Aled.
—¿Sabías que partirías con semejante tiempo, Maestro Mago? Claro, seguro lo sabías. Qué tonta soy.
—Aled.
—Soy una estúpida, eres un estúpido, y esa estúpida mujer… Esa bruja… Perdona, Maestro Mago, pero he tenido que cumplir con mi deber.
Miraba hacia la playa. Seguí la dirección de sus ojos, y vi a los jinetes. Empuñaban lanzas. Aún no estaban tan lejos como para no reparar en las cuerdas que colgaban de las monturas, los garfios de escalada.
—¿Qué hiciste, Aled? ¿Qué?
—No hay lugar para una bruja extranjera en este país, Maestro Mago. Tampoco para un traidor. ¿Tratarás de salvarla? ¿De salvarte? La noche y la lluvia son rivales de temer. También esos de allá abajo.
Ahora indicaba hacia el patio. Soldados. Magos. Los últimos avanzaban hacia las escaleras más próximas. Los primeros, seguidos por el Jefe de la Guardia, se amontonaban casi bajo mis pies. El Jefe bebía de una jarra, cuya boca cubría con la mano para resguardar el vino de la lluvia.
Volví a mirar hacia aquellos jinetes. Estaban lejos. Nada podía hacer. El secreto de la magia aistanda es ir por delante de su víctima o su propósito, facilitar los sucesos, provocarlos. Los verdugos de Biansai ya cabalgaban fuera de mi alcance. Demasiado. Y mis propios verdugos se aproximaban, resguardados por su Esencia similar a la mía.
—Dime, Loys. ¿Tienes algo que debas decirme?
—Aled…
El puñal en su mano. El hilo de agua cayendo de su barbilla. Los ojos tan oscuros.
Le di la espalda. Encaré la playa, los jinetes, el distante promontorio.
—Mi espíritu no busca el tuyo, Aled. Solo puede andar junto a él, en ocasiones. Eso es todo. No quiero mi destino contigo —apoyé mis manos sobre el muro, con fuerza—. Solo con ella.
Los magos ya avanzaban hacia nosotros, pisando despacio sobre el musgo. «¡Hazlo!», le gritaban a Aled. «¡Castiga al traidor!».
—Perdona, Maestro Mago —dijo Aled—. Pero tenía que saber.
Y de súbito era una sombra veloz que ni la lluvia parecía capaz de tocar, arremetiendo contra los magos, que se detenían desorbitando los ojos y alzando las manos.
Abajo, el Jefe de la Guardia gritó algo.
Yo no me creía con deseos de entender nada. Mi deseo corría en pos de aquellos jinetes ya casi invisibles. Traté de distinguirlos uno por uno, como si pudiera detenerlos, hacer que la lluvia los detuviese, el viento los derribara, la arena los sepultara. Solo tenía el estúpido consuelo de esa venganza ensoñada e inútil. Como un niño. Tanto lo deseé, que creí verlo. Me creí correr a la par de sus corceles. Se movían tan despacio… Los adelanté y contemplé con mil ojos que me nacían del cuerpo distante y los envolvían en una red. Cada pormenor en sus rostros, cada tendón en sus manos, el temblor de cada una de sus pestañas…
Y al fin, lo vi.
La lluvia los detuvo. El viento los derribó. La arena los sepultó.
Lo vi.
Ya no estaban, ni en la playa, ni en el aire ni en el mar, ni cerca ni lejos sobre el espinazo del mundo.
Vi el rostro verdadero del Esh de Aistanur.
Solo unos montones desiguales de arena que el viento y la lluvia aplastaban y empujaban a su antojo.
El rostro verdadero del Esh de Aistanur era el mío propio.
Aled retrocedía ante los puñales de los magos. Varios yacían, su sangre corría con el agua por el muro. Otros se habían despeñado. Pero quedaban muchos. Aled cedía, sus brazos heridos, las piernas también.
Volví a abrir mis mil ojos. Esta vez sobre los muros, sobre los magos. Sus muecas, sus temblores ante el puñal de Aled, sus amenazas. Cada remiendo en cada túnica. Cada uña sucia. Cada cabello en sus cabezas. Quise ver un pie resbalar. Dibujé el movimiento de ese pie con mis ideas, muy despacio, pues ellos también eran lentos. No tenía prisa. El pie resbaló. Dibujé una mano que hundía el puñal en un cuello próximo. Otras manos, otros puñales, otros cuellos. Dibujé con sosiego y crueldad. Piedras desprendidas del muro. Golpes y sangre. Dibujé locuras. Dibujé muerte. Los maté a todos.
Dibujé suavemente el cuerpo de Aled, lo dibujé en el aire, viajando hasta mí, y el cuerpo de Aled, tembloroso y asustado, fue suavemente depositado a mis pies.
Por último, dibujé la punta de cada fl echa que volaba ahora hacia mí desde abajo, eran tantas; no importaba, eran lentas. Gocé un poco deseando verlas bailar en torno a mí, viéndolas bailar. Después las devolví. Perdoné a un soldado, huyó entre alaridos. Su fl echa buscó al Jefe de la Guardia, y penetró calmada por la garganta que nunca terminó de pronunciar su orden.
Las ruinas del torreón no respondieron a mis llamadas. Caí por el boquete, exploré los corredores.
Aled me seguía, callada, pequeña.
Me asomé a la puerta sobre el mar.
Las olas empujaban una y otra vez el cuerpo desnudo y leve contra las rocas bajo el acantilado.
Quise verla pestañear, escupir agua, escalar hacia mí. Pero no tenía derecho.
En verdad, tampoco sabía si dominaba ese poder. Si sería capaz de arrebatar un espíritu de las fauces de un dios estúpido.
Tenía mucho que aprender aún.
Biansai ya no era una mujer, tampoco lo que había sido al conocerla. Era lo que deseaba ser al fin; solo otro espíritu en el amasijo apretado de pesares turbulentos que es el mar.
Aled contemplaba aquel cuerpo que parecía danzar.
Yo no necesitaba su lástima, pero sí me compadecí de ella.
—Vamos —le dije—. Un trono me está esperando. Aunque no será mío por mucho tiempo. Solo hasta que estés lista para sentarte en él. No tengo la menor intención de fundar una dinastía.
—Entonces, te irás al Concilio del Esh.
—Vendrán días agitados. Trae tus cosas para mi alcoba. Pero no te prometo nada.
—Nunca quise que lo hicieras. ¿Cuáles serán tus primeras órdenes, Maestro… Rey Mago Loys de Aistanur, heredero del Profeta?
Caminábamos ya por la arena, descalzos. Mis pies huían de las olas que morían sobre los despojos de otras olas.
—Mandaré a cerrar las puertas del castillo que dan al mar. Esa es mi primera orden. Y desmantelar ese embarcadero idiota que tenemos ahí. Nunca nos llegará nada del mar. En todo caso, nunca nada bueno.
Ella asintió, y puesto que me sabía incapaz de sonreír, acaso ya para siempre, sonrió por mí.
Leer más cuentos de Michel Encinosa

Narrador y editor. Michel Encinosa es una de las figuras más relevantes de la hornada de escritores cubanos surgida con el nuevo siglo. Ha destacado como autor de Ciencia Ficción, pero también por sus incursiones en la literatura realista. Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011.
Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009). Incluido en numerosas antologías de literatura cubana actual, entre ellas La ínsula galopante (Letras Cubanas, 2009) e Isla en negro (Editora Abril, 2014).
Deja una respuesta